Capítulo 15


Desde las sombras

El temblor del piso donde descansaba la cama despertó al gran capitán Kurth una mañana sombría. En cuanto consiguió saber dónde se encontraba y se dio cuenta de que no estaba soñando, el antiguo pirata actuó con los reflejos de un guerrero, sacó los pies del lecho y, al mismo tiempo, agarró el cinto de la espada que colgaba de uno de los postes de la cama y se lo puso a la cintura.

—No vas a necesitar eso —le dijo una voz tenue y melódica desde las sombras, al otro lado de la gran habitación circular, la que ocupaba la penúltima planta de la Torre de Kurth.

En cuanto la vigilia se impuso al sueño y el momento de alarma pasó, Kurth reconoció aquella voz que lo había visitado dos veces antes y de forma espontánea en esa misma habitación.

El gran capitán rechinó los dientes y pensó en girar en redondo y arrojar una de las muchas dagas que llevaba al cinto.

«No se trata de un enemigo», se recordó, aunque sin demasiada convicción, ya que no estaba seguro de quién era el misterioso visitante.

—La ventana occidental —dijo la voz—. Ha comenzado.

Kurth se acercó a la ventana y abrió los pesados cortinajes, dejando que la luz del amanecer inundara la estancia. Miró hacia donde había sonado la voz, esperando atisbar entre las sombras a quién pertenecía, pero esa parte de la habitación desafiaba a la luz de la mañana y se mantenía tan oscura como una noche sin luna. Magia —Kurth estaba seguro—, y realmente una magia muy potente. La torre había sido sellada contra intrusiones mágicas por el propio Arklem Greeth, y sin embargo, ahí estaba el visitante… ¡Otra vez!

Kurth volvió a mirar hacia el oeste, hacia el océano que se iba iluminando poco a poco.

Una docena de piedras y bolas de brea dibujaron en el cielo líneas feroces al ser lanzadas contra la Torre de Huéspedes y diversas partes de la costa rocosa de la isla de Cutlass.

—¿Lo ves? —preguntó la voz—. Es tal como te había asegurado.

—El hijo de Rethnor es un necio.

—Un necio que se impondrá —replicó la voz.

Era difícil sostener esa posibilidad teniendo en cuenta la línea de barcos que disparaban sobre la isla de Cutlass. Realizaban su trabajo meticulosamente. Disparaban al unísono y concentrando los proyectiles. Contó quince barcos disparando, aunque era posible que hubiera otros dos ocultos a su vista. Además, un grupo de embarcaciones anchas y bajas recorría la línea abasteciéndola de munición, que iban a buscar a la rada de las Velas Blancas cuando se les acababa.

A Kurth se le aclaró el panorama de golpe. La rada de las Velas Blancas servía como puerto para la marina de Luskan, una flotilla mantenida, supuestamente, por los cinco grandes capitanes, siguiendo instrucciones de la Torre de Huéspedes.

Los barcos de la rada de las Velas Blancas eran la fachada sobre la que se ocultaba la piratería de la que provenían las riquezas de Luskan. Deudermont conocía a esos piratas, y ellos lo conocían a él, y muchos lo odiaban y habían perdido amigos en las incursiones del Duende del Mar en mar abierto.

A pesar de eso, la idea punzante que no lo abandonaba, reforzada al ver que cada vez más mástiles se alineaban junto al Duende del Mar y los barcos de guerra de Brambleberry, era la probabilidad de que los marineros luskanos desertasen. Por improbable que pareciese, no podía negar lo que veía con sus propios ojos. La flota de Luskan y los hombres y mujeres de la rada de las Velas Blancas participaban activamente en el apoyo al bombardeo de la Torre de Huéspedes del Arcano. Los hombres y mujeres de la flota de Luskan estaban en abierta rebeldía contra Arklem Greeth.

—El muy idiota, con sus no muertos —masculló Kurth.

Arklem Greeth había llevado su maldad demasiado lejos. El gran capitán no apartaba la mirada del noroeste, de la rada de las Velas Blancas, y aunque no era mucho lo que podía ver desde tan lejos, sí distinguía claramente el pabellón de Mirabar entre muchos en el muelle. Imaginó a los enanos y hombres de Mirabar trabajando afanosamente para cargar los barcos de abastecimiento con rocas y brea.

Presa de gran ansiedad, Kurth se volvió airadamente hacia su visitante oculto.

—¿Qué quieres de mí?

—¿Querer? —fue la tranquilizadora respuesta, en un tono que parecía realmente de sorpresa ante la acusación—. ¡Nada! Yo…, nosotros no estamos aquí para pedir nada, sino para aconsejar.

»Observamos la oleada de cambios y medimos la resistencia de las rocas contra las cuales romperá la siguiente ola. Nada más.

Kurth resopló ante tamaño eufemismo.

—Entonces, ¿qué es lo que ves? ¿Realmente entiendes la fuerza de esas rocas a las cuales haces tan poética referencia? ¿Tienes idea del poder de Arklem Greeth?

—Hemos conocido mayores enemigos y mayores aliados. El capitán Deudermont tiene un ejército de diez mil hombres dispuesto para marchar contra la Torre de Huéspedes.

—¿Y qué esperas ver en eso? —inquirió Kurth.

—Una oportunidad.

—¿Para ese desgraciado de Deudermont?

En la oscuridad sonó una risa.

—El capitán Deudermont no tiene ni idea de las fuerzas que desatará sin querer. Distingue entre el bien y el mal, pero nada más; en cambio, nosotros, y tú, vemos las distintas tonalidades de gris.

»Dentro de poco, el capitán Deudermont alcanzará cumbres inestables. Sus propósitos reunirán a las masas de Luskan y luego las lanzarán a una revuelta.

Kurth se encogió de hombros, nada convencido, y temeroso de la reputación y el poder del capitán Deudermont. Sospechaba que esas misteriosas fuerzas externas, ese personaje oculto que lo había visitado dos veces antes, nunca de una manera amenazadora, pero sí inquietante, estaban subestimando mucho al buen capitán y la lealtad de quienes lo seguían.

—Veo la mano de la ley, pesada y agobiante —dijo.

—Nosotros vemos lo contrario —dijo la voz—. Vemos a cinco hombres de Luskan que recogerán el botín cuando caiga la Torre de Huéspedes. Vemos que sólo dos de esos cinco tienen la clarividencia suficiente para separar el polvo de la paja.

Kurth hizo una pausa y se quedó pensando un momento.

—Algo que también les decís a Taerl, Suljack y Baram, sin duda —respondió, por fin.

—No, no hemos visitado a ninguno de ellos, y sólo hemos acudido a ti porque el hijo de Rethnor y el propio Rethnor insisten en que tú eres el más valioso.

—Realmente, me siento halagado —dijo Kurth secamente. Hizo bien en ocultar su sonrisa y sus sospechas, porque cada vez que ese huésped lo distinguía así, como a alguien de importancia, se le ocurría que realmente podía ser un espía de la Torre de Huéspedes, incluso el propio Arklem Greeth, que venía a comprobar la lealtad de los grandes capitanes en momentos difíciles. Al fin y al cabo, había sido Arklem Greeth el que había reforzado las defensas mágicas de la Torre de Kurth y de la isla de Closeguard hacía ya una década. ¿Qué mago podía ser tan poderoso como para sortear las defensas instaladas por el archimago arcano sino él mismo? ¿Qué mago de Luskan podía arrogarse el poder de Arklem Greeth? Por lo que él sabía, ninguno de fuera de la Torre de Huéspedes se acercaría siquiera, ninguno salvo esa bestia de Robillard que navegaba con Deudermont, y si su huésped era Robillard, eso elevaría el pabellón de la duplicidad todavía más alto.

—Te sentirás halagado —respondió la voz— cuando llegues a entender la sinceridad que hay detrás de la afirmación. Rethnor y Kensidan mostrarán un respeto aparente por todos sus iguales…

—La nave sí lo es de Rethnor, al menos hasta que éste formalmente la ceda a Kensidan —insistió Kurth—. Deja de referirte al incordiante Cuervo como alguien cuya palabra importa.

—Ahórranos vuestras pintorescas costumbres, ya que son una afirmación ridícula para mí y una ilusión peligrosa para ti. La mano de Kensidan está detrás de todas las tortuosas maniobras que ves: los de Mirabar, los de Aguas Profundas, el propio Deudermont y la deserción de una cuarta parte de las fuerzas de Arklem Greeth.

—¿Y lo admites abiertamente ante mí? —inquirió Kurth. De hecho, lo que implicaba era que él podía librar una guerra contra la Nave Rethnor por semejante constatación.

—¿Necesitabas oírlo para saberlo?

Kurth entrecerró los ojos, tratando de escudriñar la oscuridad. El resto de la habitación se había iluminado considerablemente, pero la luz del día ni siquiera tocaba aquel rincón, ni lo haría mientras su huésped la mantuviera a raya.

—El dominio de Arklem Greeth toca a su fin —dijo la voz—. Cinco hombres serán los más beneficiados por su caída, y dos de ellos son lo bastante listos y fuertes para reconocerlo. ¿Eres demasiado obstinado y de costumbres excesivamente arraigadas como para hacerte con el baúl de las joyas?

—Me pides una declaración de lealtad —replicó Kurth—. Me pides que disuelva mi alianza con Arklem Greeth.

—No te pido nada. Trato de explicarte lo que está ocurriendo al otro lado de tu ventana y de mostrarte los caminos que creo prudentes. Puedes tomar o no esos caminos. Tú decides.

—Te ha enviado Kensidan —acusó Kurth.

Sobrevino una pausa elocuente antes de que la voz respondiera.

—No me ha enviado directamente. Ha sido su respeto por ti lo que nos ha traído hasta aquí, porque vemos los futuros posibles de Luskan y preferiríamos que prevalecieran los grandes capitanes por encima de todo; por encima de Deudermont y de Arklem Greeth.

Cuando Kurth se disponía a responder, la puerta de su habitación se abrió de golpe y sus guardias de mayor confianza entraron en tromba.

—¡Están bombardeando la Torre de Huéspedes! —gritó uno.

—¡Un gran ejército se reúne en nuestro puente oriental pidiendo que se le franquee el paso! —dijo el otro.

Kurth miró de soslayo hacia las sombras…, hacia donde habían estado las sombras, ya que ahora habían desaparecido, totalmente.

También había desaparecido su huésped, fuera quien fuese.

Arabeth y Robillard paseaban a lo largo de la barandilla del Duende del Mar por delante de la línea de arqueros, haciendo movimientos ondulantes con los dedos y formulando encantamientos sobre los montones «le flechas que yacían a los pies de los soldados.

El barco se sacudió cuando la catapulta de popa lanzó una gran bola de brea. Surcó el aire, dirigida certeramente al extremo más occidental de la Torre de Huéspedes, donde hizo impacto y se esparció, lanzando líneas de fuego que incendiaron los arbustos y la hierba ya chamuscada que había al pie de la estructura.

Sin embargo, la torre había repelido el impacto, al parecer sin sufrir daño alguno.

—El archimago arcano la defiende bien —observó Arabeth.

—Cada impacto va en detrimento de sus defensas y de él mismo —replicó Robillard. Se agachó y tocó otro montón de flechas. Las puntas plateadas relumbraron un momento—. Hasta las espadas más pequeñas producen desgaste en el escudo más resistente de un guerrero si se golpea el tiempo suficiente.

Arabeth miró hacia la Torre de Huéspedes y lanzó una sonora carcajada. Robillard siguió la dirección de su mirada. El suelo que rodeaba la estructura de cinco brazos estaba erizado de piedras, virotes de ballesta y brea humeante. El Duende del Mar y sus barcos acompañantes habían estado lanzando proyectiles sin parar contra la isla de Cutlass durante toda la mañana, y siguiendo instrucciones de Robillard, toda su potencia de tiro la habían concentrado sobre la propia torre.

—¿Crees que responderán? —preguntó Arabeth.

—Conoces a Greeth tan bien como yo —respondió Robillard.

Terminó con el último lote de flechas, esperó a que Arabeth hiciera otro tanto, y luego condujo a la maga de vuelta a su atalaya habitual, detrás del palo mayor.

—Llegará a cansarse y ordenará a sus defensores que se distribuyan en la costa para contraatacar.

—Entonces, se lo haremos pagar.

—Sólo si actuamos con suficiente rapidez —respondió Robillard.

—Cada uno de ellos estará protegido por conjuros capaces de contrarrestar una docena de flechas —dijo la mujer de Mirabar.

—Pues atacaremos a cada uno de ellos con trece —fue la seca respuesta de Robillard.

El Duende del Mar volvió a sacudirse por el lanzamiento de una roca que se sumó a otras diez de los demás barcos, todas arrojadas con tal precisión y coordinación que un par de ellas chocaron antes de llegar a destino y cayeron sin producir daño. Las otras hicieron temblar el terreno de los alrededores o chocaron contra las paredes de la Torre de Huéspedes y fueron repelidas por su magia defensiva.

Robillard miró hacia el norte, donde una de las embarcaciones de Brambleberry avanzó un poco más, a pesar de las fuertes corrientes del Mirar.

—¡Velas! —gritó Robillard, y sin tardanza la tripulación del Duende del Mar fue a las jarcias y desplegó las velas.

Desde las rocas del extremo noroccidental de la isla de Cutlass, un par de rayos relampagueantes alcanzaron el barco de Brambleberry; un costado quedó chamuscado y una de sus velas se desgarró. Sin embargo, con la fuerte corriente a su favor, el barco pudo cambiar de rumbo de inmediato.

Mientras el Duende del Mar se inclinaba y cobraba vida, Robillard y Arabeth hincharon las velas con vientos repentinos y poderosos. Ni siquiera se tomaron el tiempo necesario para levar anclas, sino que simplemente cortaron el amarre, y el Duende del Mar se puso en movimiento cabalgando las corrientes con tal vehemencia que todos los que iban a bordo tuvieron que sujetarse con fuerza.

Los magos de Arklem Greeth se centraron en el barco de Brambleberry durante un tiempo excesivo, tal como Robillard había previsto, y para cuando el contingente de la Torre de Huéspedes reparó en la carga repentina del Duende del Mar, éste ya estaba tan cerca que su tripulación podía ver las pequeñas formas que trepaban por las rocas y se agachaban detrás de todo lo que pudiera protegerlos.

Desde un punto más al sur de la isla de Cutlass, un rayo relampagueante saltó al encuentro del Duende del Mar, pero el barco estaba demasiado bien custodiado como para que lo frenara un solo proyectil. Su balista de proa tomó impulso y arrojó una pesada lanza hacia el punto del que había salido aquel ataque, y mientras el Duende del Mar iniciaba su viraje de estribor, con la proa apuntando directamente hacia el norte, hacia la costa, la tripulación encargada de la catapulta, en la popa, lanzó otra bola de brea. Impacto entre las rocas, y varios hombres y mujeres salieron corriendo del terreno incendiado, uno de ellos envuelto en llamas, y todos gritando.

Y ésos no eran ni siquiera los objetivos principales, que estaban a estribor, tratando de esconderse mientras una línea de arqueros tan larga como la cubierta principal del barco y de tres en fondo preparaba y tensaba sus arcos.

Se lanzaron tres andanadas de flechas encantadas que rebotaron en las piedras o dieron en los escudos mágicos defensivos que interpusieron los secuaces de Greeth.

Sin embargo, tal como Robillard había predicho, fueron más las flechas que llegaron a destino que las que sucumbieron a los encantamientos, y otro mago de la Torre de Huéspedes cayó muerto sobre las piedras.

Rayos relampagueantes y flechas trataron de alcanzar al Duende del Mar desde la costa rocosa.

Piedras y bolas de brea fueron la respuesta lanzada desde el barco, seguidas por una devastadora lluvia de flechas. Mientras, el Duende del Mar viró hacia el oeste y huyó veloz aprovechando la corriente.

Robillard hizo un gesto de aprobación.

—Puede que haya un muerto, o tal vez dos —dijo Arabeth—. Es una tarea difícil.

—Otra que Arklem Greeth no se puede dar el lujo de perder —replicó Robillard.

—Nuestras maniobras serán cada vez menos eficaces. Arklem Greeth enseñará a sus fuerzas a adaptarse.

—Entonces, no permitiremos que esté al tanto de cómo evolucionan nuestras tácticas —dijo Robillard, y señaló con el mentón a la línea de barcos, que estaban levando anclas. Uno por uno empezaron a deslizarse hacia el sur.

—La Torre del Mar —explicó Robillard, refiriéndose a la fuerte torre de custodia del lado sur de la isla de Cutlass—. Arklem Greeth tendría que dedicar demasiada energía para mantenerla tan fortificada como la Torre de Huéspedes, de modo que la bombardearemos hasta arrasarla, y destruiremos cualquier otra posición defendible situada en la costa meridional de la isla.

—Hay muy pocos lugares donde atracar siquiera una embarcación pequeña en esas costas escarpadas —replicó Arabeth—. La Torre del Mar se construyó para que los defensores pudieran asaltar cualquier barco que intentara entrar en la boca meridional del Mirar, y no como defensa de la isla de Cutlass.

La expresión impávida de Robillard la hizo callar, porque, por supuesto, él estaba al corriente de todo eso.

—Estamos cerrando el cerco —explicó—. Espero que los que permanecen dentro de la Torre de Huéspedes se encuentren cada vez más incómodos.

—Estamos mordisqueando los bordes cuando deberíamos morder en el corazón del lugar —protestó Arabeth.

—Paciencia —dijo Robillard—. Nuestra lucha final con el lich será brutal, nadie lo duda. Es probable que haya cientos de muertos, pero cientos más perecerían, sin duda, si atacamos antes de preparar el campo de batalla. El pueblo de Luskan está de nuestra parte. Las calles son nuestras.

»Tenemos Harbor Arm y la isla de Fang totalmente bajo control. La rada de las Velas Blancas también está con nosotros. La Corte del Capitán es nuestra, e Illusk ha sido aislada una vez más. Los puentes sobre el Mirar también son nuestros.

—Los que quedan en pie —dijo Arabeth, a lo que Robillard respondió con una risita.

—Arklem Greeth no tiene una sola casa franca en la ciudad, y si la tiene, sus secuaces están apiñados en un oscuro sótano, temblando, ¡y con razón!, de miedo. Y cuando hayamos arrasado la Torre del Mar, y hayamos expulsado o matado a todos los secuaces que situó en los confines meridionales de Cutlass, el archimago tendrá que atender también al sur, a sus propias costas.

»Bombardeo incesante, presión incesante, y ten muy presente que si perdemos diez hombres, qué digo diez, cincuenta, por cada mago de la Hermandad Arcana que matemos, el capitán Deudermont proclamará la victoria.

Arabeth Raurym se quedó dando vueltas a las palabras del aquel mago más viejo y más sabio antes de manifestar su acuerdo. Por encima de todas las cosas, quería ver muerto al archimago arcano, porque sabía con certeza que si no lo mataban, él encontraría la forma de acabar con ella de una manera horrible y dolorosa.

Miró hacia el sur mientras el Duende del Mar rodeaba la isla de Fang, y vio que todos los demás barcos estaban ya en formación para iniciar el bombardeo de la torre meridional.

Sonó la campana del Duende del Mar, y los hombres hicieron las maniobras necesarias para reducir la marcha, mientras un trío de barcazas de munición provenientes de la rada de las Velas Blancas rodeaba la punta del puerto de la isla de Harbor Arm y cruzaba ante ella. Arabeth miró a Robillard y casi pudo leer los cálculos que estaba haciendo en el fondo de sus ojos. Había sido él quien había orquestado cada acción del día —el bombardeo, las trampas y los ataques, el viraje hacia el sur, las líneas de suministros— hasta el detalle más ínfimo.

Ahora entendía cómo se había ganado Deudermont una reputación tan gloriosa persiguiendo a los escurridizos piratas de la Costa de la Espada. Se había rodeado de la mejor tripulación que ella hubiera visto jamás, y llevaba a su lado al mago Robillard, tan calculador y tan, tan letal.

Un estremecimiento recorrió la espalda de Arabeth, pero era un estremecimiento que se debía a la esperanza y la tranquilidad que le daba saber que Robillard y el Duende del Mar estaban de su lado.

Desde el balcón oriental, el gran capitán Kurth y sus dos asesores más próximos —uno, el capitán de su guardia, y el otro, un comandante de alto rango de la guarnición de Luskan— observaban cómo se juntaban miles de soldados sobre el pequeño puente que unía la isla de Closeguard con la ciudad. Deudermont estaba allí, a juzgar por los estandartes, y Brambleberry también, aunque sus barcos estaban participando en el constante e implacable bombardeo de la isla de Cutlass, al oeste.

Por un momento, Kurth imaginó a la totalidad del ejército invasor envuelto en las llamas de una gigantesca bola de fuego de Arklem Greeth, y no le desagradó esa imagen mental, aunque fue una sensación fugaz, hasta que consideró las ramificaciones prácticas que tendría un tercio del populacho de Luskan muerto y achicharrado en las calles.

—Una tercera parte del populacho… —dijo en voz alta.

—Sí, y la mayor parte de mis solados en el lote —dijo Nehwerg, quien en una época había estado al mando de la guarnición de la Torre del Mar, que en esos mismos momentos estaba siendo atacada por una lluvia constante de piedras.

—Podrían tener diez veces ese número y no conseguir cruzar, a menos que nosotros se lo permitamos —insistió maese Shanty, el capitán de la guardia de la Torre de Kurth.

El gran capitán rio entre dientes ante un alarde tan ridículo y vacío. Él podía hacer que Deudermont y los demás pagaran un alto precio por tratar de pasar a Closeguard, incluso podía hacer caer el puente, pues sus ingenieros lo habían preparado todo hacía tiempo para semejante eventualidad, pero ¿qué ganaría con eso?, ¿para qué?

—Allá va tu pájaro —dijo Nehwerg con voz ronca, señalando a un espécimen negro que pasó sobrevolando a la multitud y se remontó hacia el cielo oriental—. El hombre no tiene dignidad, te lo digo yo.

Kurth repitió su risita y se recordó que Nehwerg le prestaba un buen servicio, y que la impasibilidad del hombre era más una bendición que un castigo. Después de todo, no le serviría de nada tener un enlace personal con la guarnición luskana que fuera capaz de abrirse camino por sí mismo entre los interminables vericuetos de las intrigas.

El pájaro negro, el Cuervo, se acercó rápidamente a donde estaba Kurth y se posó finalmente en la balaustrada del balcón. De ahí saltó al suelo, agitó las alas y recuperó la forma humana.

—Dijiste que estarías solo —dijo Kensidan, mirando con dureza a los dos soldados.

—Por supuesto, mis consejeros más próximos conocen perfectamente este aspecto particular de tu revestimiento mágico, hijo de Rethnor —replicó Kurth—. ¿Acaso esperabas que no se lo dijera?

Kensidan no respondió. Se limitó a mantener un poco más la mirada fija en los dos antes de volverla hacia Kurth, que les hizo una seña para que entrasen en su habitación privada.

—Estoy sorprendido de que hayas pedido verme en este momento tan tenso —dijo Kurth.

El gran capitán se dirigió al bar y sirvió brandy para sí mismo y para Kensidan. Cuando Nehwerg hizo amago de acercarse a la bebida, Kurth lo frenó con una mirada furiosa.

—No fue Arklem Greeth —dijo Kensidan—, ni ninguno de sus lacayos. Tienes que saberlo.

Kurth lo miró con curiosidad.

—Tu visitante sombrío —explicó Kensidan—. No fue Greeth ni en modo alguno un aliado suyo, y tampoco un mago de la Hermandad Arcana.

—Pero ¿de quién estás hablando? —inquirió Nehwerg, y maese Shanty se colocó junto a su gran capitán.

Kurth los apartó a ambos con impaciencia.

—¿Cómo te…? —empezó a preguntar Kurth, pero se paró en seco y sólo hizo una mueca al darse cuenta de aquel estallido sorprendente y peligroso.

—Ningún mago ajeno al círculo más íntimo de Arklem Greeth podría penetrar las defensas mágicas instaladas en la Torre de Kurth —dijo Kensidan como si pudiera leer la mente de Kurth.

Kurth procuró no parecer impresionado y mantuvo su mueca, invitando al Cuervo a continuar.

—Porque no era un mago —dijo Kensidan—. En esto hay otro tipo de magia.

—Los sacerdotes no son adversarios dignos de la red de Arklem Greeth —replicó Kurth—. ¿Crees que es tan tonto como para olvidar las escuelas de los inspirados por divinidades?

—Ni un sacerdote —dijo Kensidan.

—Te estás quedando sin usuarios de la magia.

Kensidan se dio un golpecito en un lado de la cabeza, y la mueca de Kurth se transformó en una expresión intrigada, a su pesar.

—¿Un mago de la mente? —preguntó en voz baja, repitiendo un término vulgar para designar a esos escasos practicantes del arte de concentración llamado psiónica y de los que se decía que tenían un gran poder—. ¿Un monje?

—Alguien así me visitó hace meses, cuando empecé a vislumbrar las posibilidades del futuro del capitán Deudermont —explicó Kensidan, aceptando la copa que le ofrecía Kurth.

El Cuervo se acomodó en una butaca enfrente de la generosa chimenea de la habitación; sólo hacía unos minutos que la habían encendido y todavía no daba mucho calor.

Kurth ocupó la butaca opuesta a la del hijo de Rethnor e hizo señas a Nehwerg y a maese Shanty para que se colocaran de pie detrás de él.

—¿De modo que las maquinaciones para esta rebelión, incluso la inspiración, partieron de algún lugar fuera de Luskan? —preguntó Kurth.

Kensidan negó con la cabeza.

—Es un desarrollo natural de los hechos, una respuesta a la presencia excesiva de Arklem Greeth tanto en alta mar, por donde ronda Deudermont, como en el este, en la Marca Argéntea.

—¿Que fueron a confluir en este conglomerado accidental de oponentes que se alinean contra la Torre de Huéspedes? —dijo Kurth, de cuyas sarcásticas palabras se desprendía una sombra de duda.

—Yo no creo en las coincidencias —replicó Kensidan.

—Y sin embargo, aquí estamos. ¿Admites que detrás de esto está la mano de Kensidan, la mano de la Nave Rethnor?

—Hasta el codo…, o tal vez hasta el hombro. —Kensidan acompañó sus palabras con una carcajada y alzó la copa para brindar—. Yo no propicié esta oportunidad, pero tampoco iba a dejarla pasar.

—¿Tú o tu padre?

—Él es mi consejero; tú lo sabes.

—Un reconocimiento sorprendente, y peligroso, además —dijo Kurth.

—¿Ah, sí? ¿Has oído el estruendo en la isla que tienes al oeste? ¿Has visto la aglomeración a las puertas del puente de Closeguard?

Kurth se quedó pensando un momento, y esa vez fue él quien levantó la copa para brindar con su compañero.

—O sea que Arklem Greeth ha proporcionado los hilos y Kensidan, de la Nave Rethnor, ha tejido la trama pensando en beneficiarse —dijo Kurth.

Kensidan asintió.

—¿Y esos otros? ¿Nuestros visitantes sombríos?

Kensidan se frotó el mentón con los largos y delgados dedos.

—Piensa en el enano —dijo.

Kurth se lo quedó mirando unos instantes, pensativo, recordando los rumores llegados del este sobre la Marca Argéntea.

—¿El rey Bruenor? ¿El rey enano de Mithril Hall confabula para que caiga Luskan?

—No; Bruenor, no. Por supuesto que no es Bruenor. Según todos los informes, tiene suficientes problemas como para mantenerse ocupado en el este, gracias a los dioses.

—Pero ese extraño amigo de Bruenor cabalga con Deudermont —dijo Kurth.

—Que no es Bruenor —insistió Kensidan—. No tiene arte ni parte en nada de esto, y el motivo por el que el elfo oscuro ha vuelto al lado de Deudermont es algo que ni sé ni me importa.

—¿Qué enanos, entonces? ¿El clan de Ironspur, de las montañas?

—No; enanos, no —lo corrigió Kensidan—. Enano. Ya sabes, mi reciente adquisición…, el guardaespaldas.

Kurth asintió, entendiendo, por fin.

—La criatura con esos extraños manguales, sí. ¿Cómo es posible que se me haya pasado por alto? Ese cuyas rimas malintencionadas tienen en vilo a todos los marineros de la ciudad. Ha armado gresca en todas las tabernas de Luskan en los últimos meses, sobre todo por la maldita poesía, y por lo que me cuentan mis observadores, es bastante mejor luchador que poeta. La Nave Rethnor ha reforzado mucho su posición ni las calles con ese tipo, pero ¿está vinculado a todo esto?

—Kurth indicó con un movimiento del brazo la ventana occidental, por donde el ruido que llegaba del bombardeo se había intensificado aún más.

Kensidan señaló con el mentón a maese Shanty y a Nehwerg, sin dejar de mantener sus ojos oscuros fijos en Kurth.

—Son de confianza —lo tranquilizó Kurth.

—No para mí.

—Has venido a mi nave.

—Para aconsejar y para ofrecer, no bajo coacción, y no permaneceré aquí de otra forma.

Kurth hizo una pausa en la que pareció considerarlo todo. Su mirada iba de su huésped a sus guardias. A Kensidan le parecía obvio que estaba intrigado, de modo que no fue ninguna sorpresa cuando, al fin, se volvió a los dos guardias y les ordenó abandonar la estancia. Ambos protestaron, pero Kurth los ignoró y les hizo señas de que se marcharan.

—El enano fue un regalo que me hicieron esos visitantes que tienen gran interés en establecer fuertes vínculos comerciales con Luskan. Están aquí para comerciar, no para conquistar…, al menos eso espero. Y lo creo, porque de manifestarse abiertamente, te aseguro que nos encontraríamos ante señores de Aguas Profundas más poderosos que Brambleberry, no lo dudes, y el rey Bruenor, el marchion Elastul de Mirabar y la dama Alustriel, de Luna Planteada, no irían muy a la zaga con sus propios ejércitos.

Kurth se sintió un poco perplejo y muy intrigado, y se puso a la defensiva.

—Estos hechos no han sido obra suya, pero los siguen de cerca, y nos aconsejan a mi padre y a mí, del mismo modo que te han visitado a ti —dijo Kensidan.

El Cuervo esperó que el hecho de haber nombrado a Rethnor como algo colateral hubiera pasado desapercibido para Kurth. Sin embargo, la forma en que el hombre enarcó una ceja, le demostró que no había sido así, y Kensidan se recriminó para sus adentros y se prometió hacerlo mejor en el futuro. La Nave Rethnor no era todavía oficialmente suya; no lo era oficialmente.

—De modo que oyes voces en las sombras y te inspiran confianza —dijo Kurth. Alzó la mano cuando Kensidan intentó interrumpir lo, y continuó—: Entonces, volvemos a la casilla inicial del tablero, ¿verdad? ¿Cómo sabes que tus amigos de las sombras no son agentes de Arklem Greeth?

Puede que el astuto lich haya decidido que es hora de poner a prueba la lealtad de sus grandes capitanes. ¿Eres demasiado joven para ver las posibilidades peligrosas? ¿Y no te convierte eso en el mayor de todos los tontos?

Kensidan alzó la mano a su vez y, por fin, consiguió hacer callar al otro. Lentamente, rebuscó bajo su extraña capa negra y extrajo un pequeño artilugio de cristal, un frasco que contenía la pequeñísima figura de un hombre diminuto.

«No, una figura no», se dio cuenta Kurth. Sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando la pobre alma atrapada dentro se movió.

Kensidan señaló el hogar.

—¿Puedo?

Kurth respondió con una expresión perpleja que Kensidan interpretó como que le daba permiso.

Arrojó el frasco a la chimenea, donde se hizo trizas contra los ladrillos del fondo.

El hombre diminuto aumentó de tamaño y empezó a golpearse contra los troncos encendidos, hasta que se orientó y recuperó el equilibrio lo suficiente como para poder salir, arrastrando consigo un tronco ardiente y un montón de ceniza.

—¡Por los Nueve Infiernos! —protestó mientras daba golpes a su capote gris humeante. Sangraba por varias heridas abiertas en manos y cara, y alzó una mano para quitarse una esquirla de cristal que tenía clavada en la mejilla—. ¡No vuelvas a hacerme esto! —gritó, todavía ofuscado y agitando los brazos.

Por fin, dio la impresión de que el hombre se había orientado, y sólo entonces se dio cuenta de dónde se encontraba y de quién estaba sentado ante él. Tenía la cara llena de regueros de sangre.

—¿Estás tranquilo? —preguntó Kensidan.

El hombrecillo, profundamente conmocionado, dio un puntapié al tronco que tenía a su lado y lo devolvió a la chimenea, pero no respondió.

—Gran capitán Kurth, éste es —explicó Kensidan— Morik el Rufián para quienes lo conocen bastante. Su esposa es una maga de la Torre de Huéspedes… Tal vez sea ése el motivo por el cual ha tenido cabida en todo esto.

Morik miraba nerviosamente a uno y otro hombre, haciendo muchas y escuetas reverencias.

Kensidan atrajo la mirada de Kurth.

—Nuestros visitantes no son agentes de Arklem Greeth —dijo antes de volverse hacia el patético hombrecillo para hacerle señas de que empezara—. Cuéntale a mi amigo tu historia, Morik el Rufián —lo instó Kensidan—. Háblale de esos visitantes que recibiste hace unos años. Háblale de los amigos oscuros de Wulfgar, del Valle del Viento Helado.

—Ya os dije que no iban a cruzar sin jaleo —les insistió Baram a los otros grandes capitanes, Taerl y Suljack.

Los tres estaban en lo alto de la torre sudoccidental de la fortaleza del gran capitán Taerl, mirando hacia el oeste, hacia el puente de acceso a la isla de Closeguard, de Kurth, y a la gran plaza abierta situada al sur de Illusk, donde Deudermont y Brambleberry habían reunido a su poderoso ejército.

—Lo harán —respondió Suljack—. Kensi… Rethnor dijo que lo harán y lo harán.

—Ese Cuervo está metido en un lío —dijo Baram—. Acabará con la Nave Rethnor antes de que el viejo se la transfiera.

—Las puertas se abrirán —replicó Suljack, pero en voz muy baja—. Kurth no puede negarse. No, a toda esta gente; no cuando llama a su puerta casi todo Luskan.

—Lo del número es innegable —dijo Taerl—. La mayor parte de la ciudad está con Deudermont.

—Kurth no se enfrentará a Arklem Greeth; es demasiado sensato para hacerlo —replicó Baram—. Esos tontos de Deudermont tendrán que ir nadando o navegando si quieren llegar a la Torre de Huéspedes.

Baram no había terminado todavía de hablar cuando algunos de los centinelas del gran capitán Kurth llegaron corriendo hasta el puente y empezaron a abrir los cerrojos. Ante la absoluta sorpresa de Baram, y también de Taerl —a pesar de sus palabras—, las puertas del recinto de la Torre de Kurth se abrieron y los guardias del gran capitán se hicieron a un lado para franquear el paso.

—¡Es una treta! —protestó Baram, poniéndose de pie de un salto—. ¡Tiene que ser una treta!

»Arklem Greeth les permite pasar para poder destruirlos.

—Entonces, tendrá que matar a media ciudad —dijo Suljack.

El estandarte de Deudermont lideró la marcha a través del pequeño puente, seguido de más de cinco mil hombres. En el puerto, más allá de la isla de Cutlass, aparecieron las velas, y las anclas salieron del agua. La flota empezó a avanzar, abriéndose camino con piedras y brea.

El cerco se estrechaba.