Sigue los gritos
—¿Drizzt? ¿Drizzt? —llamó Regís, nervioso.
Con los ojos fijos en la puerta de la casa, al otro lado de la calle, echó la mano hacia atrás para tirar de la manga de su amigo.
—¿Drizzt? —llamó de nuevo, rebuscando con la mano.
Finalmente, la verdad se impuso y se volvió para comprobar que su amigo se había ido.
Al otro lado de la calle, la mujer gritó otra vez, y el tono del alarido, estremecedor y lleno de horror primario, le dijo a Regis exactamente lo que estaba sucediendo allí. El halfling se armó de valor y asió con una mano su pequeña maza, y con la otra, el colgante del rubí. Mientras se obligaba a atravesar la calle, llamando en voz baja a Drizzt a cada paso, recapacitó sobre la naturaleza de su enemigo y dejó que el inútil colgante se volviera a deslizar hasta el extremo de su cadena.
Los gritos fueron reemplazados por una respiración entrecortada y gemidos, y por el arrastrar de muebles al acercarse Regis a la casa. Vio a la mujer pasar corriendo junto a una ventana, a la derecha de la puerta, con un brazo tendido hacia atrás, como si interpusiera una silla para frenar a su perseguidor.
Regis se lanzó como una flecha hacia esa ventana y vio que el improvisado impedimento de la mujer había producido cierto efecto, ya que el maldito necrófago había tropezado con él.
Regis se esforzó por aquietar su respiración a la vista de aquella cosa espantosa. Tal vez en otro tiempo hubiera sido un hombre, pero ahora era difícil reconocerlo como tal. Tenía un aspecto demacrado, la piel tirante sólo sostenida por los huesos, los labios habían desaparecido y quedaban al descubierto los dientes, con restos de carne que acababa de devorar. El necrófago asió la silla con ambas manos, arañando la madera con unas uñas tan largas como dedos, y se la llevó a la boca. Gruñendo de rabia, al parecer necesitando morder algo, el necrófago clavó los dientes en la silla antes de arrojarla a un lado.
La mujer volvió a gritar.
El necrófago atacó, pero tan concentrado estaba en la mujer que ni siquiera reparó en la pequeña forma agazapada en la ventana.
Cuando el necrófago pasó corriendo, Regis saltó. Sosteniendo la maza con ambas manos, aprovechó el impulso de su vuelo y toda su fuerza para golpear a la criatura en la nuca. El hueso crujió y la piel apergaminada se desgarró. El necrófago se tambaleó y cayó hacia un lado, sobre más sillas.
También Regis se dio un buen golpe, ya que su fuerte embestida le hizo perder el equilibrio. No obstante, se rehízo rápidamente y se plantó ante la criatura caída con las piernas abiertas, rogando porque su golpe hubiera sido suficiente para que no volviera a levantarse.
No tuvo tanta suerte.
El necrófago se incorporó y se enfrentó al halfling con una mueca descarnada.
—Vamos, pues. Acabemos con esto —se oyó decir Regis, y como respondiendo a sus palabras, el necrófago se abalanzó sobre él.
El halfling esquivó los brazos de la criatura, consciente de que el veneno y la inmundicia, la esencia de la no muerte que había en aquellas uñas como garras, podían paralizar a un hombre o a un halfling. No dejaba de asestar golpes con su maza contra los brazos del necrófago, para frenar el peso de cada ataque.
A pesar de todos sus esfuerzos, la criatura lo arañó, y sintió que se le doblaban las rodillas por efecto del vil veneno. Para colmo de males, los ataques que prodigaba al necrófago tal vez no le estaban produciendo un verdadero daño.
La desesperación llevó a Regis a probar una nueva táctica, y aprovechando el intervalo entre uno y otro golpe de la criatura, se lanzó hacia delante y su maza impactó en la cara y el pecho del monstruo.
Sentía los tirones en los hombros, los brazos y la espalda; sentía que la debilidad que le causaba la parálisis iba apoderándose de él como el frío de la muerte. Pero resistió obcecadamente la tentación de sucumbir y siguió golpeando sin desmayo.
Al final, le fallaron las fuerzas y cayó al suelo.
El necrófago se derrumbó delante de él con la cabeza convertida en una masa sanguinolenta.
La mujer ya había acudido a sostener a Regis, pero él no notaba su contacto. Oyó cómo le daba las gracias, y luego volvió a gritar de terror mientras saltaba por encima de él y corría hacia la puerta.
Regis no pudo volverse para seguir sus movimientos. Miraba, impotente, hacia delante, y entonces vio sólo unas piernas: cuatro piernas, dos necrófagos. Trató de consolarse pensando que al menos la parálisis no le permitiría sentir las dentelladas de los monstruos mientras lo devoraban.
—¡A las calles! —gritó Deudermont, corriendo por una calle seguido por sus fuerzas y con Robillard a su lado—. ¡Salid todos! ¡La unidad ofrece seguridad!
La gente de Luskan oyó aquella llamada y acudió a él, aunque en algunas casas sólo se oían gritos. Deudermont dirigió a sus soldados hacia esos edificios, para combatir a los necrófagos y rescatar a las víctimas.
—Arklem Greeth los ha dejado salir de Illusk —dijo Robillard, que había estado refunfuñando desde la puesta del sol, desde el asalto de los muertos vivientes—. Quiere castigar a Luskan por permitir que nosotros, sus enemigos, hayamos tomado las calles.
—Lo único que conseguirá es que toda la ciudad se vuelva contra él —gruñó Deudermont.
—No creo que a ese monstruo le importe —dijo Robillard.
El mago hizo un alto y se volvió, y Deudermont hizo lo propio para mirarlo. Siguió su mirada hacia un balcón que había al otro lado. Un grupo de niños salió precipitadamente y desapareció de nuevo por otra puerta. Detrás de ellos surgieron un par de necrófagos hambrientos y babeantes.
Robillard lanzó un rayo relampagueante que se dividió formando una horquilla al acercarse al balcón. Cada punta hizo saltar por los aires a un monstruo.
Los restos humeantes de los necrófagos cayeron inertes en el balcón mientras detrás de ellos la madera se ennegrecía y ardía sin llama.
Deudermont se alegró de tener a Robillard de su parte.
—Voy a matar a ese lich —masculló el mago.
Al capitán no le cupo la menor duda.
Drizzt corría por la calle, buscando a su compañero. Había acudido a un edificio, siguiendo los gritos, pero Regis no lo había seguido.
Las calles se habían vuelto peligrosas, demasiado peligrosas.
Drizzt le hizo una seña a Guenhwyvar, que avanzaba silenciosa por los tejados, siguiendo sus movimientos.
—Encuéntralo, Guen —le ordenó, y la pantera rugió y se alejó de un salto.
Al otro lado de la calle, una mujer salió corriendo de una casa, tambaleándose, sangrando, aterrorizada. Instintivamente, Drizzt corrió hacia ella, pensando que la perseguían.
Cuando vio que no salía nadie más y se dio cuenta de lo próxima que estaba aquella casa del punto en el que había dejado a Regis, se le hizo un nudo en el estómago.
No se detuvo a interrogar a la mujer, pues supuso que no sería capaz de dar ninguna respuesta coherente. No se detuvo para nada. Salió lanzado hacia la puerta, pero se desvió al notar que había una ventana abierta. Ningún necrófago se habría parado a abrir una ventana, y hacía demasiado frío para que nadie la hubiera dejado abierta de par en par.
Al saltar al alféizar de la ventana ya sabía lo que se iba a encontrar dentro y rogó por que no fuera demasiado tarde.
Aterrizó encima de un necrófago inclinado sobre una forma pequeña. Otro quiso agarrarlo mientras él y la primera criatura rodaban hacia un lado, y le arañó un brazo. Le dolió, pero su naturaleza elfa lo hacía inmune al toque debilitador del necrófago, de modo que no le dio importancia y se apartó dando una voltereta. Fue a dar contra la pared de forma deliberada y aprovechó la barrera para redirigir su impulso y caer de pie mientras el necrófago lo atacaba con saña.
Centella y Muerte de Hielo trazaban arcos vertiginosos delante de él, más o menos como había hecho Regis con su pequeña maza. Pero esas espadas, en sus manos, resultaron mucho más eficaces. Los brazos del necrófago fueron desviados primero y luego cortados en trozos, que acabaron cayendo al suelo.
Con el rabillo del ojo, Drizzt vio a Regis, al pobre Regis, en medio de un charco de sangre, y la imagen lo enardeció como ninguna otra.
Se lanzó contra el necrófago que estaba de pie, e hirió una y otra vez a la decrépita criatura con cortes sibilantes. Una docena de veces le clavó las espadas con tal fuerza que salían por la espalda del monstruo.
Cuando retiró la espada la última vez, el necrófago cayó contra la pared. Probablemente ya estaba muerto, pero eso no frenó al furioso drow. Retrajo las espadas y las hizo girar en sentidos diferentes, y empezó a dar tajos en lugar de clavarlas. La piel fue cayendo a tiras y dejó al descubierto los huesos grises y las resecas entrañas.
Siguió golpeando a la criatura, aunque oyó que su compañera se acercaba por detrás.
El necrófago saltó sobre él, tratando de clavarle las uñas en la cara.
No llegaron siquiera a rozarse, porque mientras el necrófago saltaba, el drow se agachó y la criatura le pasó volando por encima y cayó contra su masacrado compañero.
Drizzt contuvo su ataque al ver una forma oscura que entraba por la ventana. La gran pantera cayó sobre el cadáver animado, arrastrándolo consigo al suelo, donde empezó a destrozarlo a zarpazos y dentelladas.
Drizzt corrió hacia Regis. Dejó caer sus espadas y se puso de rodillas. Cogió la cabeza del halfling entre las manos y lo miró al fondo de los ojos, muy abiertos, con la esperanza de ver un destello de vida en ellos. Otro necrófago se aprestaba a atacarlo, pero Guenhwyvar saltó por encima de él, allí agachado con Regis, e impactó contra la criatura, que salió despedida hacia la otra habitación.
—Sácame de aquí —pidió Regis con un hilo de voz. Parecía al borde de la muerte.
En Luskan, la gente llamó a los veinte días que siguieron las Noches de los Gritos Interminables.
Por muchos necrófagos y demás monstruos no muertos que Deudermont y los suyos destruyesen, a la noche siguiente aparecían más.
El terror no tardó en transformarse en furia entre la gente de Luskan, y la furia tenía un objetivo claro.
El trabajo de Deudermont avanzó aún más deprisa, a pesar de los terrores nocturnos, y casi todos los hombres y mujeres aptos de Luskan se unieron a él en la tarea de expulsar a todos los magos de la Torre de Huéspedes de sus casas francas, y no tardaron en reunirse, no cuatro, sino treinta barcos en una línea frente a la isla de Cutlass.
—Arklem Greeth ha ido demasiado lejos —le dijo Regis a Drizzt una mañana.
Desde el lecho donde se recuperaba lenta y dolorosamente, el halfling podía ver el puerto y los barcos, y desde la calle le llegaban los gritos de indignación contra la Torre de Huéspedes.
—Pensó que los iba a acobardar y lo único que ha conseguido es enfadarlos.
—Cuando un hombre piensa que va a morir, tiene un instante de terror —replicó Drizzt—, pero cuando está seguro de que va a morir, hay un momento en que se siente ultrajado. Ese momento, que es por el que están pasando los luskanos ahora mismo, es el de mayor valor y cuando los enemigos deben echarse a temblar.
—¿Tú crees que Arklem Greeth está temblando?
Drizzt, con la vista fija a lo lejos, en la Torre de Huéspedes y su brazo sur, ruinoso y carbonizado, se lo pensó un momento, y luego negó con la cabeza.
—Es un mago, y los magos no se asustan con facilidad. Tampoco ven siempre lo obvio, porque tienen la cabeza en otra parte, en cuestiones menos corpóreas.
—Recuérdame que le repita esa idea a Catti-brie —dijo Regis.
Drizzt le echó una mirada furibunda.
—Todavía hay necrófagos hambrientos a los que alimentar —le recordó, y Regis rio con ganas, aunque tuvo que sujetarse la tripa para que no le doliera.
Drizzt se volvió de espaldas a la Torre de Huéspedes.
—Y Arklem Greeth es un lich —añadió—, inmortal y ajeno a los triunfos o derrotas momentáneos.
Gane o pierda, supone que volverá a luchar por Luskan cuando el capitán Deudermont y los suyos no sean más que polvo.
—No ganará —dijo Regis.
—No —reafirmó Drizzt.
—Pero escapará.
Drizzt hizo un gesto de indiferencia, como si no le importara, y en muchos sentidos, así era.
—Robillard dice que matará al lich —dijo Regis.
—Entonces, roguemos por que Robillard tenga éxito.
—¿Qué pasa? —le preguntó Deudermont a Drizzt cuando se dio cuenta de que el drow lo miraba con curiosidad desde el otro lado de la mesa del desayuno.
Sentado en diagonal respecto de ambos, Robillard, que tenía la boca llena de comida, rio entre dientes mientras se tapaba los labios con la servilleta.
Drizzt se encogió de hombros, pero no ocultó su sonrisa.
—¿Qué sabes…, qué es lo que vosotros dos sabéis y yo no? —preguntó el capitán.
—Lo que sé es que hemos pasado la noche luchando contra los necrófagos —dijo Robillard, todavía con la boca llena—, pero eso tú también lo sabes.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Deudermont.
—Tu humor —replicó Drizzt—. Estás tan brillante como el sol de la mañana.
—Nuestra campaña va bien —replicó Deudermont, como si eso debiera haber sido obvio—. Miles se han aliado con nosotros.
—Hay un motivo para ello —dijo Robillard.
—Y es por eso por lo que estás de tan buen humor… La razón, no los refuerzos —dijo Drizzt.
Deudermont los miró totalmente desconcertado.
—Arklem Greeth ha eliminado todas las tonalidades de gris… o, para ser más precisos, las ha vuelto más oscuras —dijo Drizzt—. Cualquier duda que pudieras tener sobre esta acción en Luskan ha sido barrida por lo que el lich ha hecho en Illusk. Cuando Arklem Greeth eliminó la barrera mágica que mantenía a los monstruos a raya, también eliminó la gran sombra de duda que pesaba sobre los hombros del capitán Deudermont.
Deudermont se volvió a mirar a Robillard, pero la expresión del mago no hacía más que respaldar lo que había dicho Drizzt.
El buen capitán apartó su silla de la mesa y tendió la vista sobre la castigada ciudad. Todavía había varios incendios activos en distintas partes de Luskan, y el humo alimentaba la penumbra permanente. Unos carros anchos y chatos recorrían las calles al son solemne de las campanillas que hacían sonar los hombres que los conducían anunciando la retirada de cadáveres. Esos carros, algunos de los cuales pasaban bajo la ventana de Deudermont, llevaban los cuerpos de muchos muertos.
—Es cierto que yo sabía que el plan de lord Brambleberry le costaría muy caro a esta ciudad —admitió el capitán—. Lo veo, lo huelo a diario, como vosotros. Y lo que decís es verdad. Ha sido un gran peso para mí. —Siguió mirando mientras hablaba, y los demás recorrieron con él la oscuridad de las calles y los edificios.
»Esto es mucho más duro que capitanear un barco —dijo Deudermont.
Drizzt miró de refilón a Robillard y sonrió reconociéndolo, pues sabía que Deudermont iba a avanzar por la misma senda filosófica que el mago había recorrido diez días atrás, cuando acababa de empezar la revuelta contra la Torre de Huéspedes.
—Cuando se va a la caza de piratas, se sabe que la acción es por un bien mayor. No hay mucho que debatir. Todo se limita a elegir entre hundirlos y dejar que se ahoguen en mar abierto o llevarlos de vuelta a Luskan o a Aguas Profundas para que sean juzgados. No hay designios ocultos tras las acciones de los piratas, al menos ninguno capaz de cambiar mi actitud hacia ellos. Ya sea que sirvan a la codicia de un amo o a sus propios y negros corazones, mi enfrentamiento con ellos tiene sus raíces en la moralidad más absoluta.
—Por los goces de la oportunidad política —dijo Robillard, proponiendo un brindis con una jarra de té—; quiero decir aquí, en un escenario mucho más complicado y lleno de medias verdades y designios ocultos.
—Asisto al Carnaval del Prisionero con el asco más absoluto —dijo Deudermont—. Más de una vez he tenido la tentación de lanzarme al escenario y hacer pedazos al magistrado torturador, y eso que sé que está actuando por orden de los legisladores de Luskan. El gran capitán Taerl y yo estuvimos una vez a punto de llegar a las manos por esa grotesca farsa.
—Sostuvo que la crueldad era necesaria para mantener el orden, por supuesto —dijo Robillard.
—Y estaba totalmente convencido —añadió Deudermont.
—Estaba equivocado —apuntó Drizzt, y ambos se volvieron a mirarlo, sorprendidos.
—Creía que eras escéptico acerca de nuestra misión aquí —dijo Deudermont.
—Sabes que lo soy —replicó Drizzt—, pero eso no significa que no reconozca que al menos algunas cosas necesitan un cambio. Sin embargo, no me corresponde a mí decidir en todo esto. Tú y muchos otros conocéis bastante mejor que yo la naturaleza y el carácter de Luskan. Mi espada está al servicio del capitán Deudermont, pero mis temores subsisten.
—Igual que los míos —dijo Robillard—. Aquí hay odios, designios, complots y rivalidades mucho más acendrados que un simple rechazo de las maneras insensibles de Arklem Greeth.
Deudermont alzó la mano para hacer callar a Robillard, y puso la palma abierta delante de Drizzt cuando éste también quiso intervenir.
—A mí no dejan de atribularme estas cosas —dijo—, pero no abdicaré de mi fe en que las acciones acertadas producen resultados también acertados. No puedo abdicar de esa fe, pues de lo contrario ni yo ni mi vida valdrían nada.
—Una reducción bastante simple e injusta —replicó el mago con su habitual sarcasmo.
—¿Injusta?
—Para ti —le contestó Drizzt a Robillard—. Tú y yo no hemos recorrido un camino demasiado diferente, aunque partimos de lugares muy distintos. Ambos somos dos entrometidos, y siempre con la esperanza de que nuestras intromisiones dejen a su paso un tapiz más hermoso que el que nos hemos encontrado:
—Drizzt percibió la ironía de sus propias palabras mientras las pronunciaba, un doloroso recordatorio de que había optado por no entrometerse en Longsaddle cuando tal vez habría sido necesario que lo hubiera hecho.
—Yo con los piratas y tú con los monstruos, ¿no? —El capitán elijo eso con una sonrisa, y esa vez fue él quien alzó una taza de té proponiendo un brindis—. Es más fácil matar piratas, y todavía más fácil matar orcos, supongo.
Teniendo en cuenta los recientes acontecimientos en el norte, Drizzt a punto estuvo de expulsar el té por la nariz, y tardó un rato en recobrar el aliento y despejarse la garganta. Alzó la mano para desviar las curiosas miradas que le echaban sus dos compañeros, sin querer encenagar la conversación aún más contándoles lo del inverosímil tratado entre Bruenor y Obould, reyes de los enanos y de los orcos, respectivamente. Las expectativas de absolutismo del drow se habían visto muy mermadas en los últimos tiempos, y ahora estaba muy animado y a la vez inquieto por la fe inquebrantable de su amigo.
—Atención a las consecuencias no deseadas —dijo Robillard.
Pero el capitán Deudermont volvió a mirar hacia la ciudad y desechó el argumento con un encogimiento de hombros. Sonó una campana debajo de la ventana, seguida por una llamada para los muertos. El rumbo ya estaba trazado. La mirada del capitán se desplazó hacia la isla de Cutlass, la estructura arbórea de la Torre de Huéspedes, y los mástiles de tantos barcos detrás de ella, al otro lado del puerto y del río.
La amenaza de los necrófagos había disminuido. Los magos amigos de Robillard estaban a punto de volver a establecer el cerco en torno a Illusk, y la mayor parte de las criaturas habían sido totalmente destruidas.
Ya iba siendo hora de encauzar la lucha hacia el origen de todo, y Deudermont temía que por ello tuvieran que pagar el mayor de todos los costes.