La soga y los hombres muertos
—¡Ayuda! ¡Quieren matarme! —gritaba el hombre.
Corrió hasta la base de la torre de piedra, donde empezó a golpear la puerta de madera con estructura metálica. Aunque no llevaba los ropajes propios de su oficio, era sabido que aquel tipo indescriptible era un mago.
—¿O sea que se te han acabado los conjuros y las tretas? —respondió uno de los centinelas.
Su compañero rio por lo bajo y después llamó su atención de un codazo e hizo que mirara al otro lado de la plaza, al guerrero que se aproximaba.
—No me gustaría estar en el pellejo del mago —dijo el segundo centinela.
El primero miró hacia abajo, al hombre desesperado.
—Le lanzaste unos cuantos proyectiles a ése, ¿verdad? Estoy pensando que preferiría meter el puño en un avispero.
—¡Dejadme entrar, estúpidos! —gritó el mago, mirando hacia arriba—. Me va a matar.
—De eso no nos cabe duda.
—¡Es un drow! —dijo el mago a voz en cuello—. ¿Es que no lo veis? ¿Os pondríais de parte de un elfo oscuro contra uno de vuestra propia raza?
—Ya, un drow que responde al nombre de Drizzt Do’Urden —le replicó el segundo centinela—, y que trabaja para el capitán Deudermont. No esperarás que nos pongamos en contra del capitán del Duende del Mar, ¿verdad?
El mago se disponía a protestar, pero se arrepintió cuando se hizo cargo de la realidad. Los guardias no iban a ayudarle. Se volvió, quedando de espaldas a la puerta, para hacer frente al drow, que se aproximaba. Drizzt atravesó la plaza, esgrimiendo sus armas y con gesto totalmente inexpresivo.
—Bien hallado, Drizzt Do’Urden —gritó uno de los centinelas cuando el drow se detuvo a pocos pasos del atribulado mago—. Si tienes pensado matarlo, deja que nos demos la vuelta para que no podamos atestiguar en tu contra. —El otro centinela rompió a reír.
—Estás cogido, sin remedio y en buena lid —le dijo Drizzt al frenético mago—. ¿Lo reconoces?
—¡No tienes derecho!
—Tengo mis espadas y a ti no te quedan conjuros. ¿Debo preguntártelo otra vez?
Tal vez fuera la calma mortal del tono de Drizzt, o la risa de los divertidos guardias, pero el hecho es que el mago encontró una fuerza momentánea y se irguió cuan largo era contra la puerta, cuadrando los hombros ante su adversario.
—Soy un supermago de la Torre de Huéspedes de…
—Sé quién eres, Blaskar Lauthlon —respondió Drizzt—. Y he presenciado tu trabajo. Por ahí hay hombres muertos por tu mano.
—¡Atacaron mi posición! Mis compañeros están muertos…
—Se te ofreció cuartel.
—Se me ordenó que me rindiera, y ante alguien que no tiene autoridad.
—Me temo que muy pocos en Luskan estarían de acuerdo con eso.
—¡Pocos en Luskan soportarían que un drow viviera!
Drizzt rio entre dientes al oír aquello.
—Y sin embargo, aquí estoy.
—¡Márchate de este lugar para siempre! —gritó Blaskar—. ¡O siente el aguijón de Arklem Greeth!
—Sólo te lo voy a preguntar una vez más —avisó Drizzt—: ¿te rindes?
Blaskar volvió a erguir los hombros. Sabía cuál sería su destino en caso de rendirse.
Escupió a los pies de Drizzt, unos pies que se movieron demasiado deprisa como para que los alcanzara el escupitajo; retrocedieron un paso y después se lanzaron hacia delante con velocidad cegadora. Blaskar dio un chillido al ver venir las espadas, que se cerraron sobre él. En lo alto, los guardias también gritaron a causa de la sorpresa, aunque en sus gritos parecía haber más júbilo que miedo.
Las cimitarras surcaron el aire sibilantes y formaron una cruz, y después otra. Una hoja se clavó en la puerta que quedaba a la izquierda de la cabeza de Blaskar; la otra pasó rozando el pelo castaño del mago. Las frenéticas estocadas se repitieron unos instantes. Las cimitarras giraban, Drizzt daba vueltas sobre sí mismo y las hojas atacaban desde todos los ángulos inimaginables.
Blaskar gritó un par de veces. Trató de protegerse con los brazos, pero realmente no tenía modo de evitar los movimientos sorprendentemente veloces y seguros del drow. Cuando la arremetida cesó, el mago estaba acurrucado, con los brazos apretados en torno al cuerpo y sin atreverse a moverse, como si esperara que se desprendieran trozos de sus extremidades. Pero ni siquiera había sido tocado.
—¿Qué? —preguntó antes de darse cuenta de que el espectáculo sólo había pretendido colocar a Drizzt en el lugar justo.
El drow, mucho más cerca de Blaskar que cuando había empezado la arremetida, lanzó un golpe con la empuñadura de Muerte de Hielo, que alcanzó al supermago en plena cara e hizo que su cabeza chocara contra la puerta.
Mantuvo el equilibrio un momento apenas, un momento que aprovechó para lanzar a Drizzt una mirada acusatoria y para señalarlo con un dedo antes de desplomarse.
—Apostaría a que le ha dolido —dijo uno de los centinelas desde lo alto.
Al mirar hacia arriba, Drizzt vio que no eran dos sino cuatro los hombres que lo estaban mirando, admirando su labor.
—He creído que lo habías hecho picadillo —dijo uno mientras los otros reían.
—El capitán Deudermont no tardará en llegar —respondió Drizzt—. Espero que a él sí le abráis la puerta.
Todos los centinelas asintieron.
—Aquí sólo somos cuatro —comentó uno, y Drizzt lo miró con curiosidad.
—La mayoría no están en sus puestos —explicó otro—. Están cuidando de sus familias, ahora que la lucha se acerca.
—No tenemos órdenes de inclinarnos por uno u otro bando —dijo el tercero.
—Ni de quedarnos fuera —añadió el último.
—El capitán Deudermont lucha por la justicia, por todo Luskan —les dijo Drizzt—, pero comprendo que vuestra decisión, si tomáis alguna, se base en el pragmatismo.
—Lo que quiere decir… —planteó el primero.
—Lo que quiere decir que no tenéis ganas de estar del lado del que pierda —dijo Drizzt con una sonrisa.
—Eso no podemos rebatirlo.
—Y yo no os puedo culpar por ello —dijo el drow—, pero Deudermont vencerá, que no os quepa duda. La Torre de Huéspedes lleva demasiado tiempo proyectando una sombra oscura sobre Luskan. Se suponía que iba a dar más brillo aún a la belleza de la ciudad, pero bajo el control del lich Greeth, se ha convertido en una lápida. Uníos a nosotros y llevaremos la lucha hasta las puertas de Greeth y las atravesaremos.
—Hacedlo deprisa, entonces —dijo uno de los hombres, y señaló hacia la ciudad, donde había fuego y humo en casi todas las calles—, antes de que no quede nada que ganar.
Una mujer salió gritando a la plaza con el pelo y la ropa en llamas. Trató de echarse al suelo y rodar, pero lo único que consiguió fue dejarse caer, retorciéndose mientras el fuego la consumía.
De la casa de donde había salido llegaban más gritos, y destellos relampagueantes dejaban ecos atronadores. Una ventana de la planta superior se hizo añicos, y un hombre salió volando y agitando los brazos hasta que cayó sobre el duro suelo. Se levantó, o trató de hacerlo, pero volvió a caer, sujetándose una rodilla destrozada y una pierna rota.
En la ventana por la cual había caído el hombre, apareció un mago y le apuntó con una delgada varita, mientras lo miraba con alegría malsana.
Una lluvia de flechas describió un arco sobre la plaza desde los tejados del otro lado, y el mago retrocedió hacia el interior, alcanzado por la andanada letal.
La batalla se libraba con proyectiles mágicos y convencionales. Un grupo de guerreros cargó hacia la casa atravesando la calle, pero fue repelido por una lluvia devastadora de llamas y relámpagos mágicos.
Un segundo ataque mágico surgió al sur de la casa; tenía a ésta como objetivo, y a pesar de todas las defensas de los magos de la Torre de Huéspedes atrapados dentro, el fuego se inició por una esquina del edificio.
Desde un gran palacio situado a cierta distancia al noroeste, los grandes capitanes Taerl y Suljack contemplaban el espectáculo, fascinados.
—Es siempre la misma historia —comentó Suljack.
—Nada menos que veinte de los seguidores de Deudermont muertos —respondió Taerl, a lo que Suljack se limitó a encogerse de hombros.
—A Deudermont le costará menos reponer a arqueros y espadachines que a Arklem Greeth encontrar magos para lanzar bolas de fuego —dijo Suljack—. Este ataque terminará de la misma manera que han terminado todos, con los hombres de Deudermont agotando la energía de los magos de Greeth y lanzándose a continuación sobre ellos.
»Y mira hacia el puerto —prosiguió, señalando los mástiles de cuatro barcos anclados en el canal entre las islas de Fang y de Harbor Arm, y entre la isla de Fang y la de Cutlass, donde se encontraba la Torre de Huéspedes—. Se dice que Kurth ha cerrado la Torre del Mar para que no pueda presentar oposición al Duende del Mar, ni a nadie que trate de llegar a Cutlass por el sur. Los de Deudermont ya tienen a Greeth cercado por el este, el oeste y el norte, y el sur quedará bloqueado en breve. Arklem Greeth ya no contará mucho tiempo para el mundo, o al menos para Luskan.
—¡Bah, te has olvidado del poder que tiene! —protestó Taerl—. ¡Es el archimago arcano!
—No por mucho tiempo.
—Cuando esos chicos se acerquen a la Torre de Huéspedes, ya verás por cuánto tiempo —replicó Taerl—. Kurth no va a dejar que atraviesen Closeguard, y el intento de llegar hasta Arklem Greeth por mar dejará el puerto lleno de cadáveres; da lo mismo que la Torre del Mar se enfrente o no a ellos. Lo más probable es que Greeth desee que la Torre del Mar esté vacía para que Deudermont y sus muchachos desembarquen incautamente en la isla de Cutlass y así poder hundir sus barcos detrás de ellos.
—El capitán Deudermont no tiene ni un pelo de tonto —le recordó Suljack a su compañero, algo que cualquier hombre vivo que hubiera navegado jamás por la Costa de la Espada sabía muy bien—. Y ese perro de Robillard que lo acompaña no tiene nada de débil. Si sólo se tratara de Brambleberry, estaría por darte la razón, amigo.
Desde el otro lado llegó una sonora ovación, y cuando Suljack y Taerl miraron, vieron a Deudermont que llegaba cabalgando por una de las calles laterales mientras la multitud se reunía detrás de él. Los dos grandes capitanes se volvieron hacia la casa franca de los magos; sabían que la lucha cesaría muy pronto.
—Va a ganar, te lo digo yo —añadió Suljack—. Todos deberíamos ponernos ahora de su lado y aprovechar el viento que hincha las velas de Deudermont.
El empecinado Taerl resopló y se volvió hacia otro lado, pero Suljack lo agarró y lo obligó a darse la vuelta mientras señalaba a un grupo de hombres que acompañaba a Deudermont. Llevaban el uniforme de los guardias de la ciudad, y parecían tan entusiastas como los hombres que Brambleberry había traído de Aguas Profundas.
—Tus muchachos —dijo Suljack con una sonrisa.
—Ha sido elección suya, no mía —protestó el gran capitán.
—Pero no se lo impediste —replicó Suljack—. También están allí algunos de los hombres de Baram.
Taerl no respondió a la sonrisa cómplice de Suljack. La lucha por Luskan se estaba desarrollando exactamente como Kensidan lo había previsto; sin duda, para desesperación de Arklem Greeth.
—Incendios en el este, incendios en el norte —le dijo Valindra a Arklem Greeth mientras los dos miraban desde la Torre de Huéspedes la misma escena que Taerl y Suljack, aunque desde una dirección y una perspectiva totalmente diferentes.
—Todos los que consideremos válidos tendrán los conjuros necesarios para volver a la Torre de Huéspedes —replicó Greeth.
—Sólo los preparados en determinadas escuelas —repuso Valindra—. No como Blaskar, del que no hemos vuelto a oír.
—Fue un error mío nombrarlo supermago —dijo Greeth—, del mismo modo que me equivoqué al confiar alguna vez en esa criatura Raurym. Me encargaré de que esté muerta antes de que todo esto acabe, no lo dudes.
—No lo hago, pero me pregunto para qué.
Arklem Greeth se volvió hacia ella, furioso, pero Valindra Shadowmantle no cedió.
—Nos presionan —dijo.
—No cruzarán Closeguard y podemos repelerlos desde las costas rocosas de Cutlass —replicó Greeth—. Sitúa a nuestros mejores invocadores y a nuestros ilusionistas más inteligentes en todos los posibles puntos de desembarco, y protege sus posiciones con todas las fortificaciones mágicas que puedas reunir. No se puede tomar a la ligera a Robillard ni a los demás magos que Deudermont pueda tener a su disposición, pero puesto que ellos están a bordo de un barco y nosotros en tierra firme, les llevamos ventaja.
—¿Por cuánto tiempo?
—¡Por todo el tiempo que sea necesario! —gritó Arklem Greeth, cuyos ojos no muertos se encendieron por un fuego interior. Sin embargo, se calmó rápidamente y asintió—. Por supuesto, tienes razón. Deudermont y Brambleberry serán implacables y pacientes en la medida en que Luskan los acepte. Tal vez haya llegado la hora de volcar este juego en su contra.
—¿Hablarás con los grandes capitanes?
Arklem Greeth hizo un gesto despectivo incluso antes de que ella terminara de hacer la pregunta.
—Con Kurth, puede que sí o puede que no. ¿Tan segura estás de que esos piratas idiotas no están detrás de esta rebelión campesina?
—Deudermont se enteró de nuestra complicidad con la piratería a lo largo de la Costa de la Espada, según me han dicho.
—¿Y de repente encontró a un aliado dispuesto en Brambleberry, y a una traidora en Arabeth Raurym? Muchas veces la coincidencia es una cuestión de planificación minuciosa, y tan pronto como haya acabado con ese idiota de Deudermont, voy a tener una larga conversación con cada uno de los grandes capitanes. Una conversación que dudo de que les vaya a gustar.
—¿Y hasta entonces?
—Déjalos de mi cuenta —le dijo Arklem Greeth—. Tú ocúpate de la defensa de la isla de Cutlass.
Pero primero ve a ver qué hace el supermago Rimardo desde su biblioteca en la torre del este y ordénale que vaya a enterarse de lo que le ha ocurrido a Blaskar. Y recuérdale a nuestro musculoso amigo que si está demasiado ocupado estrechando manos, tendrá una menos para lanzar conjuros.
—¿Estás seguro de que debería buscar a Blaskar mientras Rimardo prepara las defensas?
—Si Rimardo es demasiado tonto o distraído para hacer su trabajo correctamente, preferiría que las consecuencias recayeran sobre él cuando yo no esté justo detrás —dijo el lich, y sonrió con malignidad mientras repasaba a Valindra de arriba abajo con su mirada escrutadora—. Además, tú sólo quieres ir por si puedes encontrar una ocasión para desterrar a nuestra querida Arabeth. No hay nada que pueda complacerte más que destruirla, ¿verdad?
—Culpable de los cargos, archimago.
Arklem Greeth levantó una mano helada y cogió el aguzado mentón elfo de Valindra.
—¡Ah!, si estuviera vivo —dijo con lujuria—. O si al menos tú estuvieras muerta.
Valindra tragó saliva al oír eso y retrocedió un paso para apartarse del contacto mortal de Greeth.
El archimago arcano lanzó una sibilante carcajada.
—Es hora de castigarlos —dijo—; sobre todo, a Arabeth Raurym.
A altas horas de la noche, Arklem Greeth, una nube gaseosa e insustancial, se deslizó fuera de la Torre de Huéspedes del Arcano. Atravesó flotando la isla de Closeguard y resistió el impulso de entrar en la Torre de Kurth y perturbar el sueño del gran capitán.
En lugar de eso, pasó por delante de la estructura y atravesó el puente hasta tierra firme, hasta Luskan propiamente dicho. Apenas superado el puente, dobló a la izquierda, hacia el norte, y entró en una región erizada de zarzas, plantas trepadoras, torres semiderruidas y ruinas de todo tipo: Illusk, las únicas ruinas que quedaban de una antigua ciudad. No eran más que cuatro hectáreas, al menos en la superficie. Había mucho más debajo, incluidos viejos y húmedos túneles que llegaban hasta la isla de Closeguard y, más allá, a la de Cutlass. El lugar olía a vegetación descompuesta, ya que Illusk también servía como vertedero de los desechos del mercado abierto que quedaba un poco más al norte.
Illusk era un lugar manifiestamente desagradable para la sensibilidad del hombre medio. Sin embargo, para el lich tenía algo especial. Era el lugar donde Arklem Greeth había conseguido, por fin, realizar la transformación de hombre vivo a lich no muerto. En aquel paraje, de tumbas antiguas, la frontera entre la vida y la muerte era una barrera menos tangible. Era un lugar de fantasmas y necrófagos, y la gente de Luskan bien lo sabía. Entre los mayores logros de la Torre de Huéspedes, la primera gracia que los magos habían concedido a Luskan durante su fundación, hacía mucho tiempo, era un encantamiento de gran poder que mantenía a los muertos vivientes en su sitio, en Illusk. Ése era un favor que, por supuesto, habían agradecido mucho los habitantes de la Ciudad de los Veleros a los fundadores de la Torre de Huéspedes del Arcano.
Arklem Greeth había estudiado esa esencia mágica en profundidad antes de su transformación, y aunque también él era un muerto viviente, el poder del encantamiento no lo afectaba.
El lich recuperó su forma corpórea en el centro de las ruinas, e inmediatamente percibió que un necrófago hambriento lo estaba observando, pero eso sólo le provocó risa. Pocas criaturas no muertas se atreverían a aproximarse a un lich de su poder, y todavía menos se negarían a acercarse si él las llamaba.
Sonriendo aún con malicia, Arklem Greeth se desplazó al extremo noroccidental de las ruinas, a orillas del Mirar. Desprendió una gran bolsa que llevaba al cinto y la abrió. Contenía hueso en polvo.
Arklem Greeth caminó siguiendo la orilla hacia el sur, canturreando en voz baja y esparciendo el polvo de hueso mientras avanzaba. Extremó las precauciones al acercarse a la frontera sur de las ruinas, y se aseguró de que no lo estuvieran observando. Le llevó algún tiempo, y una segunda bolsa llena de hueso en polvo, recorrer la totalidad de la zona acordonada, para instalar la magia de contraataque.
Los necrófagos y los fantasmas estaban libres. Greeth lo sabía bien, pero ellos no.
Se dirigió a un mausoleo cercano al centro de las ruinas, precisamente la estructura en la cual él había completado su transformación hacía tanto tiempo. La puerta estaba férreamente cerrada, pero el lich lanzó un conjuro que lo transformó una vez más en una nube gaseosa y se deslizó por una hendidura de la puerta. Se volvió corpóreo inmediatamente después de entrar, deseoso de sentir las piedras duras y húmedas de la antigua tumba bajo sus pies.
Bajó silenciosamente por la escalera. Sus ojos no muertos no tenían problema alguno para orientarse en la más negra oscuridad. Al llegar al rellano, encontró el segundo portal, una pesada trampa de piedra. Tendió hacia ella la mano, activó un conjuro de telequinesia y buscó más lejos con dedos mágicos; finalmente, levantó con facilidad el bloque y lo apartó a un lado.
Se internó en un túnel húmedo, y allí lanzó su llamada mágica; reunió a los necrófagos y fantasmas, y les comunicó que eran libres.
Y allí, cuando los monstruos se hubieron marchado, Arklem Greeth situó una de sus pertenencias más preciadas, un orbe de poder excepcional, un artefacto que había creado para acceder al mundo infernal y traer de allí las energías vitales residuales de individuos que llevaban mucho tiempo muertos.
En aquel lugar había habido ciudades de hombres durante siglos, y antes de eso, se habían establecido tribus bárbaras. Cada asentamiento había sido construido sobre los huesos del anterior: los huesos de los edificios y los huesos de los habitantes.
Invocada por el orbe de Arklem Greeth, la parte más profunda de los cimientos de Luskan empezó a removerse, a despertarse, a levantarse.