Capítulo 11


El archimago arcano

El edificio parecía un árbol cuyas torres se levantaban como graciosas ramas y terminaban en elegantes puntas. Por sus cinco prominentes espirales, una por cada punta de la brújula y un gran pilar central, la estructura también recordaba a una mano gigantesca.

Desde la espiral central de la famosa Torre de Huéspedes del Arcano, Arklem Greeth contemplaba la ciudad. Era una criatura robusta, rotunda y con una espesa barba gris y una calva que le daba el aspecto de un tío viejo y jovial. Cuando reía, si quería hacerlo, la risa nacía en una gran barriga que se sacudía y sonaba jubilosa y animada. Cuando sonreía, si simulaba hacerlo, se le formaban grandes hoyuelos y se le iluminaba toda la cara.

Por supuesto, Arklem Greeth tenía a su disposición un encantamiento que hacía que su piel pareciera llena de vida, la viva imagen de la salud y el vigor. Era el archimago arcano de Luskan, y no tenía sentido hacer que la gente quedase desconcertada por su aspecto, ya que, después de todo, era un esqueleto, una cosa no muerta, un lich que había engañado a la muerte. Con ilusiones mágicas y perfumes ocultaba a la perfección los aspectos más desagradables de su forma corpórea putrefacta.

Había incendios en el norte. Sabía que correspondían a la mayor parte de sus fuertes. Lo más probable era que algunos de sus magos estuvieran muertos o capturados.

El lich soltó una risita, no una risa jovial, sino otra perversa y malvada. Se preguntaba si podría encontrarlos pronto en el mundo de las sombras y traerlos nuevamente a su lado, todavía más poderosos de lo que habían sido en vida.

Sin embargo, detrás de esa risa, Arklem Greeth bufaba de cólera. Los guardias de Luskan habían permitido que ocurriera. Habían vuelto la espalda a la ley y el orden, (favoreciendo a ese arribista del capitán Deudermont y a ese miserable malcriado de Aguas Profundas, Brambleberry. La Hermandad Arcana, sin duda, tendría que recompensar a la familia de ese lord. Todos morirían, según decidió, desde el más viejo hasta los niños.

Un golpe decidido en la puerta lo sacó de sus contemplaciones.

—Adelante —dijo sin volverse, y la puerta se abrió por medios mágicos.

El joven mago Tollenus, al que llamaban la Estaca, entró presuroso. A punto estuvo de tropezar y caer de bruces al traspasar el umbral, de nervioso y fuera de sí que se encontraba.

—Archimago, nos han atacado —dijo con voz entrecortada.

—Sí, estoy viendo el humo —dijo Greeth tan tranquilo—. ¿Cuántos han muerto?

—Siete, por lo menos, y más de cuarenta de nuestros sirvientes —respondió la Estaca—. No sé nada de Pallindra ni de Honorus. Tal vez consiguieran escapar como yo.

—¿Por teleportación?

—Sí, archimago.

—¿Escapar o huir? —preguntó Greeth, volviéndose lentamente a mirar al atribulado joven—. ¿Te marchaste sin saber qué había dispuesto tu superior Pallindra?

—N…, no había nada… —tartamudeó el mago—. Todo estaba… perdido.

—¿Perdido? ¿Frente a unos cuantos guerreros y la mitad de la tripulación de un barco?

—¡Perdido frente a los de Mirabar! —gritó la Estaca—. Pensábamos que la victoria era nuestra, pero los de Mirabar…

—Cuéntamelo.

—Nos pasaron por encima como una ola gigante, ho…, hombres y enanos —tartamudeó nuevamente el joven mago—. Nos quedaba poca magia destructiva disponible, y los impetuosos enanos eran imparables.

Siguió divagando, dando detalles de su resistencia final, pero Greeth ya no lo escuchaba.

Pensaba en Nyphithys, en su querida erinia, a la que había perdido en el este. Había tratado de invocarla, y al ver que no obtenía resultado, había traído de los planos inferiores a una de sus asociadas, que le había contado lo de la traición del rey Obould de los orcos y la interferencia de ese maldito Bruenor Battlehammer y sus amigos.

Arklem Greeth había pensado mucho en cómo había sido posible una emboscada tan cuidadosamente planeada. Temía haber subestimado totalmente a ese tal Obould, y la fuerza de la tregua entre Muchas Flechas y Mithril Hall. Se preguntó si no habría algo más que esa extraña alianza.

Y ahora, el Escudo de Mirabar se había sumado sorprendentemente a una lucha que habían evitado los guardias de Luskan.

Una extraña idea se le cruzó en la cabeza.

La idea tenía un nombre: Arabeth Raurym.

—Serán recompensados —le aseguró lord Brambleberry al furioso capitán de la guardia, que había seguido al lord de Aguas Profundas desde la isla de Sangre hasta el puente de Dos Arcos, el más septentrional y occidental de los tres puentes de Luskan sobre el Mirar—. Las casas pueden reconstruirse.

—¿Y se puede resucitar a los niños? —le espetó el otro.

—Hay circunstancias desafortunadas —dijo Brambleberry—. Así es la guerra. ¿Y a cuántos mataron mis hombres y a cuántos los magos de la Torre de Huéspedes con su atroz demostración de magia?

—¡No habría muerto nadie de no haber empezado tú la batalla!

—Mi buen capitán, hay cosas por las que vale la pena morir.

—¿Eso no debería decidirlo aquel al que le toca morir?

Lord Brambleberry respondió al hombre con una sonrisa afectada, pero realmente no sabía qué contestar. No lo complacían las bajas que se habían producido en torno al puente de la Cruz del Puerto. Se había declarado un incendio apenas al norte de su perímetro y varias casas habían quedado reducidas a cenizas humeantes. Habían muerto luskanos inocentes.

La postura agresiva del capitán de la guardia se suavizó cuando el Capitán Deudermont se acercó y se colocó junto a lord Brambleberry.

—¿Hay algún problema? —preguntó el héroe legendario de Luskan.

—N…, no, señor Deudermont —tartamudeó el guardia, claramente intimidado—. Bueno, sí, señor.

—Te duele ver el humo sobre tu ciudad —dijo Deudermont—. A mí también me destroza el corazón, pero es preciso abrir la manzana para sacar el bicho. Alégrate de que la Torre de Huéspedes esté en una isla aparte.

—Sí, señor Deudermont.

El capitán de la guardia dedicó una mirada seca a lord Brambleberry y luego se volvió bruscamente y se marchó a sumarse a las labores de rescate que estaban realizando sus hombres en el sitio donde había tenido lugar la batalla.

—Su resistencia ha sido menos feroz de lo que yo había temido —le dijo Brambleberry a Deudermont—. La reputación de que gozas aquí nos pone las cosas más fáciles.

—La lucha acaba de comenzar —le recordó el capitán.

—En cuanto los hayamos obligado a retirarse a la Torre de Huéspedes, todo será más rápido —dijo Brambleberry.

—Son magos. No los disuadirán unas filas de hombres. Nos pasaremos toda la guerra mirando por encima del hombro.

—Entonces, hagamos que sea corta —dijo con avidez el noble de Aguas Profundas—, antes de que acabe con tortícolis.

Con un guiño y una reverencia se marchó a toda prisa y a punto estuvo de chocar con Robillard, que venía hacia Deudermont.

—Pallindra está entre los muertos, y es una pérdida nada desdeñable para la Torre de Huéspedes, y todavía mayor para Arklem Greeth en personal, ya que todos sabían que le era ferozmente leal —informó Robillard—. Y nuestro explorador de cuestionable linaje…

—Su nombre es Drizzt —aclaró Deudermont.

—Sí, ése —replicó el mago—. Derrotó a un mago llamado Huantar Seashark, que no tenía parangón en eso de invocar elementales y demonios, incluso elementales de gran rango y señores demonios.

—¿Sin parangón? ¿Incluso mejor que Robillard? —dijo Deudermont para aligerar el ánimo generalmente sombrío del mago.

—No seas tonto —replicó Robillard, arrancándole una ancha sonrisa a Deudermont, que tomó nota de que Robillard, en realidad, no le había contestado—. Los poderes de Huantar habrían prestado un gran servicio a Arklem Greeth cuando nuestras llamas laman sus torres.

—Entonces, la de hoy ha sido una gran victoria —dedujo Deudermont.

—Ha sido el día en que hemos debilitado a la bestia. Nada más.

—Cierto —replicó Deudermont, aunque en un tono que no mostraba ni acuerdo ni concesión, sino más bien un desapego divertido, mientras miraba más allá de Robillard y asentía.

Robillard se volvió y vio que Drizzt y Regis venían por el camino. El drow traía un brazo cubierto con una capa hecha jirones.

—Me han dicho que habéis librado una bonita batalla —les dijo Deudermont en voz alta cuando ambos se acercaron.

—Ésas son dos palabras que no suelen ir juntas —dijo el drow.

—Cada vez me cae mejor —dijo Robillard en un tono que sólo Deudermont pudiera oír.

El capitán dio un bufido.

—Vamos, retirémonos los cuatro junto a un hogar reconfortante con una copa de buen brandy para que podamos intercambiar experiencias —dijo Deudermont.

—Y que haya tarta —añadió Regis—. Nunca hay que olvidarse de la tarta.

—¿Causa o efecto? —preguntó Arklem Greeth en voz baja mientras bajaba por el pasillo hacia las cámaras de la supermaga en la espiral sur.

Junto a él, Valindra Shadowmantle, supermaga de la torre norte, a la que todos consideraban la siguiente en la línea de sucesión de Arklem Greeth —lo cual, por supuesto, no era una perspectiva halagüeña, teniendo en cuenta que el lich pensaba vivir eternamente— dio un bufido despectivo. Era una diminuta elfa de la luna, mucho más baja que Greeth y tan menuda que el cuerpo animado del arcano parecía varias veces mayor que ella.

—No, de verdad —prosiguió Arklem Greeth—. ¿Se incorporaron los mirabarranos a la batalla contra Pallindra y nuestra casa franca Como consecuencia de los rumores de que habíamos amenazado con intervenir en la estabilidad de la Marca Argéntea? ¿O acaso su interferencia formaba parte de una revuelta más generalizada contra la Hermandad Arcana? ¿Causa o efecto?

—Lo segundo —replicó Valindra, sacudiendo la larga y lustrosa cabellera negra que, formando tan vivo contraste con sus ojos, daba la impresión de que éstos hubieran robado todo el azul de las aguas de la Costa de la Espada—. Los mirabarranos se habrían sumado a la lucha contra nosotros hubiera ido o no Nyphithys al encuentro de Obould. Esta traición apesta a Arabeth.

—Era de esperar que dijeras eso de tu rival.

—¿No estás de acuerdo?

La impetuosa elfa había contestado sin la menor vacilación, y Arklem Greeth soltó una risita sibilante. No había muchos que tuvieran el valor de hablarle tan abiertamente. En realidad, fuera de los ocasionales exabruptos de Valindra, no podía recordar que nadie lo hubiera hecho; nadie a quien a continuación no hubiera matado, por supuesto.

—Entonces, quieres decir que la supermaga Raurym había avisado de la reunión entre Nyphithys y el rey Obould —dedujo el lich—. Es lo que se desprende de tu lógica.

—Por lo menos, su traición es algo que no me sorprende.

—Y sin embargo, tus raíces están también en la Marca Argéntea —dijo Greeth con una mueca seca—. En el Bosque de la Luna, según creo, y entre los elfos a los que no les haría ninguna gracia ver a la Hermandad Arcana apoyando al rey Obould.

—Una razón más para convencerte de que yo no te traicioné —dijo Valindra—. Jamás he ocultado lo que siento por mi pueblo. Además fui yo la primera que te sugirió la conveniencia de que la Hermandad Arcana hiciera su apuesta sobre las fértiles tierras del norte.

—Tal vez sólo para que después pudieras hacer que fracasara y debilitar mi posición —dijo Greeth—. Y eso después de haberte ganado mi favor con tu consejo de que ampliara mi área de influencia. Muy sagaz por tu parte eso de insinuarte como mi aparente heredera antes de empujarme al abismo, ¿no crees?

Valindra se paró en seco, y Arklem Greeth tuvo que volverse para mirarla. Estaba allí de pie con una mano en la cadera y la otra caída al lado del cuerpo, y su expresión no tenía nada de divertida.

El lich rio con ganas.

—¿Te ofende que te considere capaz de maniobras tan retorcidas? ¡Pues si la mitad de lo que he dicho fuera cierto, serías una digna adversaria de los propios elfos oscuros! Sólo pretendía hacerte un cumplido, chica.

—La mitad es cierto —replicó Valindra—, pero yo no sería tan lista como para desear algún bien a la Marca Argéntea ni a los necios indignos del Bosque de la Luna. Si sintiese algún afecto por mi tierra natal, podría tomar tus palabras como un cumplido, aunque insisto en que habría tramado algo un poco menos transparente que el complot de que me acusas. No me produce ningún placer la pérdida de Nyphithys ni el revés sufrido por la Hermandad Arcana.

Arklem Greeth dejó de sonreír ante la animadversión que trasuntaban las palabras de la elfa de la luna y asintió con gesto sombrío.

—Entonces, Arabeth Raurym —dijo—. Ella es la causa de este efecto costoso y preocupante.

—Su corazón siempre ha estado con Mirabar —dijo Valindra. Y entre dientes añadió—: Esa tipeja miserable.

Arklem Greeth, que ya le había vuelto la espalda y se dirigía hacia la puerta de la torre sur, volvió a sonreír al oír eso. Pronunció un rápido encantamiento e hizo con la mano un movimiento ondulante hacia la puerta. Se oyó el chasquido de los cerrojos, y una especie de susurro surgió de los alrededores del portal. Por fin, la pesada barra que había detrás de la puerta cayó con estruendo, y el portal se abrió hacia los dos magos y dejó ver al otro lado una habitación oscura.

El archimago arcano contempló el negro vacío unos instantes, antes de volverse a mirar a la elfa, que caminaba a su lado.

—¿Dónde están los guardias? —preguntó la supermaga de la torre norte.

Arklem Greeth alzó un puño por delante de su cara e hizo surgir en torno a él un globo color púrpura de llamas relucientes. Con esa antorcha de fuego mágico por delante, entró en la torre.

Los dos fueron subiendo, habitación por habitación. El obstinado y confiado lich no hacía caso de las constantes observaciones de Valindra sobre la conveniencia de ir a buscar una escolta de magos de batalla. El archimago arcano susurraba un encantamiento bajo cada antorcha que encontraba a su paso, para que una vez que él y Valindra hubieran salido de la habitación, las antorchas encantadas se encendieran detrás de ellos.

Poco después se encontraron ante la puerta de los aposentos privados de Arabeth, y allí el lich hizo una pausa para considerar lo que habían visto o no.

—¿Has observado la falta de algo? —le preguntó a su acompañante.

—De gente —respondió Valindra con tono cortante. Arklem Greeth hizo una mueca ante semejante obviedad.

—Pergaminos —explicó—. Y varitas, estacas y cualquier otro tipo de artilugios mágicos. Ni un solo libro de conjuros…

—¿Y eso qué significa? —preguntó Valindra, cuya curiosidad al parecer se había despertado.

—Que la cámara que hay detrás de esa puerta también está desierta —dijo Greeth—. Que nuestras suposiciones sobre Arabeth parecen ciertas, y que ella estaba al corriente de que nosotros lo sabíamos.

Acabó con una mueca y se volvió hacia la puerta de Arabeth. Hizo un enérgico movimiento con la mano mientras completaba otro conjuro, un conjuro que, con su acción reforzada, obligó a que la puerta se abriera de par en par a pesar de sus múltiples cerrojos.

Al otro lado, sólo había oscuridad.

Con un gruñido, Valindra intentó adelantarse a Greeth y entrar en la habitación, pero el archimago arcano la retuvo con su poder sobrenatural. Ella quiso protestar, pero Greeth se llevó el índice de la mano libre a los labios volviendo a hacer uso del poder de dominio sobrenatural, con lo cual silenció a la mujer con la fuerza de una mordaza.

Volvió a fijar la vista en la oscuridad, igual que Valindra, pero esa vez la negrura no era tan absoluta como antes. A lo lejos y a la izquierda, se veía una luz suave, y una vocecilla atenuó la sensación de vacío.

Arklem Greeth entró decidido, con Valindra pisándole los talones. Formuló un conjuro de detección y lentamente fue buscando glifos y otras custodias letales. Sin embargo, aligeró el paso al darse cuenta de que la fuente de luz era una bola de cristal apoyada en una mesa pequeña y al reconocer la voz de Arabeth Raurym.

El lich se dirigió a la mesa y miró a la cara a la supermaga desaparecida.

—¿Qué está haciendo fuera de…? —empezó a preguntar Valindra cuando también ella reconoció a Arabeth.

No obstante, Arklem Greeth hizo un gesto con la mano y emitió un gruñido, de modo que las palabras se le atragantaron con tal fuerza que Valindra retrocedió, ahogándose.

—Bien hallada, Arabeth —le dijo el lich a la bola de cristal—. No me has informado de que tú y tus magos asociados fuerais a marcharos de la Torre de Huéspedes.

—No sabía que un supermago necesitase tu permiso para abandonar la torre —replicó Arabeth.

—Sin embargo, dejaste una bola de escudriñamiento activa para saludar a cualquier visitante —replicó Greeth—. ¿Y quién sino yo se atrevería a entrar en tus aposentos sin permiso?

—Puede que se haya dado ese permiso a otros.

Arklem Greeth hizo una pausa para considerar el malicioso comentario que parecía encerrar una velada amenaza de que Arabeth tenía conspiradores aliados dentro de la Torre de Huéspedes.

—Hay un ejército preparado contra ti —continuó Arabeth.

—Contra nosotros, querrás decir.

La mujer de la bola de cristal hizo una pausa y ni siquiera parpadeó.

—El capitán Deudermont está al frente, y eso no es ninguna tontería.

—Con sólo pensarlo me echo a temblar —replicó Arklem Greeth.

—Es un héroe de Luskan. Todos los conocen —le advirtió Arabeth—. Los grandes capitanes no se opondrán a él.

—Bien, entonces no se interpondrán en mi camino —dijo el lich—. Te ruego que me expliques, hija de Mirabar, cómo es que en estos tiempos de tribulaciones para la Torre de Huéspedes uno de mis supermagos no está a mi disposición.

—El mundo que nos rodea está cambiando —dijo Arabeth.

Arklem Greeth percibió que estaba un poco conmocionada, como si la realidad de su elección se abriera como un abismo ante ella. Por esperada que fuera esa eventualidad, la duda hacía estragos en su arrogante seguridad.

—Deudermont ha llegado con un noble de Aguas Profundas y con un ejército entrenado específicamente en tácticas para combatir contra magos.

—Sabes mucho de ellos.

—Siempre me gustó aprender.

—Y no siempre te has dirigido a mí por mi título, supermaga Raurym. Ni una sola vez me has llamado archimago arcano. ¿Qué debo deducir de tu falta de protocolo y de respeto, por no hablar de tu notable ausencia en este momento de tribulaciones?

En el rostro de la mujer apareció una expresión austera.

—Traidora —dijo Valindra, que por fin había recuperado su voz mágicamente amortiguada—. ¡Nos ha traicionado!

Arklem Greeth miró a la perspicaz elfa con condescendencia.

—Dime, pues, hija de Mirabar —dijo el archimago arcano, aparentemente divertido—: ¿has huido de la ciudad?, ¿o es que tienes intención de ponerte del lado del capitán Deudermont?

Al terminar, cerró los ojos y envió algo más que sus pensamientos o su voz al interior de la bola de cristal. Envió una parte de su esencia vital, de su mismísimo ser, el poder no muerto y eterno que había impedido que Arklem Greeth penetrara en el mundo infernal.

—Elijo la autopreservación, cualquier camino que…

Arabeth se interrumpió e hizo una mueca, después tosió y sacudió la cabeza. Dio la sensación de que iba a caerse, pero el ataque pasó, se estabilizó y miró a su antiguo amo.

La bola de cristal se puso negra.

—Escapará, la muy cobarde —dijo Valindra—, pero nunca podrá esconderse…

Arklem Greeth la asió por un brazo y tiró de ella, sacándola rápidamente de la habitación.

—¡Forma fantasmal, en seguida! —fue su instrucción, y lanzó el encantamiento sobre sí mismo.

El cuerpo de Arklem Greeth se aplanó hasta adoptar una forma bidimensional, se deslizó por una grieta de la pared, luego a través del suelo, como una exhalación, y en una línea casi recta volvió a la sección principal de la Torre de Huéspedes con Valindra, tan aplanada como él, pegada a sus talones.

Y no les sobró nada de tiempo, como comprobaron cuando salieron por una rendija de la sala de audiencias principal de la torre. Justo en ese momento la torre sur fue sacudida por una feroz explosión.

—¡La muy bruja! —gruñó Valindra.

—Una bruja impresionante —dijo Greeth.

A su alrededor, otros magos se tambaleaban y empezaron a oírse gritos que advertían del fuego en la torre sur.

—Invocad a vuestros amigos acuosos —les dijo Arklem Greeth a todos sin perder la calma, casi divertido, como si realmente estuviera disfrutando del espectáculo—. Puede que por fin haya encontrado un reto que valga la pena en ese tal Deudermont y en los aliados a los que ha inspirado —le dijo a Valindra, que lo miraba con expresión de total incredulidad.

»Arabeth Raurym sigue en la ciudad —continuó el lich—. En la sección septentrional, con el Escudo de Mirabar. He podido verlo a través de sus ojos, aunque brevemente —le explicó cuando Valindra se disponía a hacerle la pregunta obvia—. También he visto su corazón. Está decidida a luchar contra nosotros y ha reunido a un número impresionante de nuestros acólitos menores a su alrededor. Realmente me hiere la falta de lealtad de todos ellos.

—Archimago arcano, me temo que no lo entiendes —dijo Valindra—. Ese capitán Deudermont no es alguien a quien pueda tomarse…

—¡No me digas cómo debo tomarlo! —le gritó a la cara Arklem Greeth. Sus ojos se abrieron mucho y de ellos salieron destellos interiores provenientes directamente de los Nueve Infiernos—. ¡Antes de que esto acabe, me lo voy a comer asado o crudo! A mí me toca decidirlo, a nadie más.

Ahora ve y supervisa la lucha en la torre sur. Me aburres con tus advertencias. Nos han lanzado un desafío, Valindra Shadowmantle. ¿No vas a enfrentarte a él?

—¡Por supuesto que sí, archimago arcano! —gritó la elfa de la luna—. Sólo temía…

—Temías que yo no entendiera la magnitud de este conflicto.

—Sí —confirmó Valindra, o intentó hacerlo, antes de que una mano mágica la cogiera por el cuello y la obligara a ponerse en puntillas antes de alzarla por los aires.

—Eres una supermaga de la Torre de Huéspedes del Arcano —dijo Arklem Greeth—. Y sin embargo, podría romperte el cuello con un pensamiento. Considera tu poder, Valindra, y no pierdas tu confianza en que es considerable.

La mujer se removió, pero no pudo liberarse.

—Y mientras recuerdas quién eres, mientras consideras cuál es tu poder y tu función actual, no dejes de recordar quién soy yo. —Acabó con un bufido, y Valindra salió volando y a punto estuvo de caer de bruces.

Tras echar una última mirada al archimago arcano, que se quedó refunfuñando, Valindra corrió hacia la torre sur.

Arklem Greeth no observó cómo se marchaba. Tenía otras cosas de que ocuparse.