Vientos propicios para surcar los mares
Con las velas hinchadas, los maderos crujiendo y el agua salpicando a gran altura desde la proa, el Triplemente Afortunado sorteaba las olas con la gracia de una danzarina. Los sonidos más diversos se fundían en un coro musical que resultaba estimulante e inspirador, y el joven capitán Maimun pensó que si hubiera contratado una banda de músicos para alentar a su tripulación, su trabajo poco podría haber añadido a la música natural que los rodeaba.
La persecución continuaba, y todo hombre y mujer a bordo la sentía y la oía.
Maimun estaba de pie en la proa, hacia estribor, bien sujeto a una jarcia, con el pelo castaño ondeando al viento y la negra camisa abotonada a medias y produciendo con su movimiento un efecto refrescante, al mismo tiempo que dejaba ver una cicatriz negra como la pez en cada lado izquierdo de su pecho.
—Están cerca.
La voz de mujer sonó a sus espaldas, y Maimun se volvió a medias para mirar a la supermaga Arabeth Raurym, señora de la torre meridional.
—¿Es lo que te dice tu magia?
—¿No puedes sentirlo? —respondió la mujer.
Con un estudiado movimiento de cabeza, Arabeth echó hacia atrás la roja cabellera, que le llegaba hasta la cintura, haciendo que se agitaba con el viento sobre su espalda. Llevaba la blusa tan abierta como la camisa de Maimun, y el joven no pudo por menos que mirar Ilimitado a la seductora criatura.
Pensó en la noche anterior, y en la anterior a ésa, y también en otra anterior…, en toda la placentera travesía. Arabeth le había prometido un viaje maravilloso y apasionante, además de una abundante suma, por admitirla como pasajera, y Maimun habría mentido si hubiera dicho que lo había decepcionado. Ella tenía aproximadamente su edad, algo más de treinta años, y era inteligente, atractiva, descarada a veces, cohibida otras, todo en dosis suficientes para hacer que Maimun y los demás hombres que la rodeaban estuvieran constantemente en vilo y siempre empeñados en seguirla. Arabeth conocía bien su poder, y Maimun lo sabía; sin embargo, no podía desprenderse de ella.
Arabeth se acercó a él y, juguetona, le pasó los dedos por el grueso cabello. El capitán echó una mirada en derredor, esperando que ningún miembro de la tripulación hubiera visto aquello, ya que el gesto no hacía más que poner de relieve que era muy joven para capitanear un barco, y que todavía aparentaba menos edad de la que tenía. Era un muchacho esbelto, enjuto pero fuerte, de facciones juveniles y ojos de un delicado azul celeste. Aunque tenía las manos endurecidas como cualquier hombre de mar que se preciara, aún no tenían el aspecto castigado y curtido de alguien que llevara mucho tiempo bajo el sol resplandeciente.
Arabeth se atrevió a introducir la mano por debajo de los faldones de la camisa de Maimun y acarició la piel tersa del muchacho hasta el lugar más áspero, donde la piel y la pez se habían fundido. Maimun había tenido la idea de llevar siempre la camisa lo suficientemente abierta como para dejar entrever la cicatriz, esa especie de insignia de honor que les recordaba a los que tenía alrededor que había pasado casi toda su vida con una espada en la mano.
—Eres una paradoja —señaló Arabeth, y Maimun se limitó a sonreír—. Gentil y fuerte, amable y rudo, bondadoso e implacable, un artista y un guerrero. Acompañándote con el laúd, cantas con la voz de una sirena, y con la espada en la mano, combates con la tenacidad de un maestro de armas drow.
—¿Eso te resulta inquietante?
Arabeth se echó a reír.
—Te arrastraría hasta un camarote ahora mismo —respondió—, pero ellos están cerca.
Como obedeciendo a una señal —y Maimun estaba seguro de que Arabeth había usado algo de magia para confirmar su predicción antes de hacerla— un marinero gritó desde la torre del vigía:
—¡Un barco! ¡Barco a la vista!
—¡Dos barcos! —le dijo Arabeth a Maimun.
—¡Dos barcos! —se corrigió el hombre.
—El Duende del Mar y el Desatino de Quelch —dijo Arabeth—, tal como te anuncié cuando salimos de Luskan.
Maimun se limitó a sonreír, impotente, ante la manipuladora maga. Recordó los placeres del viaje y la pesada bolsa de oro que esperaba a ser completada.
También pensó, con un sentimiento agridulce, en el Duende del Mar y en Deudermont, su antiguo barco y su antiguo capitán.
—¡Eh, capitán!, o ése es Argus Miserable o yo soy el hijo de un rey bárbaro y de una reina de los orcos —dijo Waillan Micanty, que al terminar hizo una mueca, recordando al cultivado hombre a quien servía.
Micanty miró a Deudermont de pies a cabeza, desde la barba y el pelo prolijamente recortados hasta las altas botas negras sin una sola mota de polvo. El pelo del capitán empezaba a encanecer, pero no Hincho para un hombre de más de cincuenta años, y eso contribuía a darle un aire más distinguido e imponente.
—Entonces, una botella del mejor vino para Dhomas Sheeringvale —dijo Deudermont con un tono desenfadado que devolvió la tranquilidad a Micanty—. Contrariando todas mis dudas, la información que obtuviste de él era correcta y finalmente tenemos a ese sucio pirata ante nuestros ojos. —Dio a Micanty una palmada en la espalda y miró por encima de su hombro al mago del Duende del Mar, que estaba sentado bajo la toldilla, balanceando las delgadas piernas por debajo de su pesado manto—. Y pronto estará al alcance de nuestra catapulta —añadió Deudermont en voz alta, llamando la atención del mago, Robillard—, si es que nuestro mago residente tiene a bien tensas las velas.
—Eso está hecho —replicó Robillard, y con un movimiento ondulante de los dedos consiguió que el anillo con que controlaba el Veleidoso viento enviara otra poderosa ráfaga que hizo crujir toda la tablazón del Duende del Mar.
—Empiezo a cansarme de esta persecución —replicó Deudermont, lo que equivalía a decir que ya estaba deseando enfrentarse, por fin, al bestial pirata al que perseguía.
—No tanto como yo —replicó el mago.
Deudermont no lo rebatió, y sabía que la ventaja de la magia de Robillard que impulsaba las velas era mitigada por los fuertes vientos que soplaban. Con mar encalmado, el Duende del Mar podía correr como una exhalación, impelido por el mago y por su anillo, mientras que su presa avanzaba cansinamente. El capitán palmeó a Micanty en el hombro y lo condujo hacia un lado para ver la nueva catapulta del Duende del Mar, sumamente mejorada. El arma enana, muy reforzada con cinchas de metal, podía levantar una carga mayor. El brazo lanzador y la cesta se tensaban bajo el peso de muchos eslabones de cadena dispuestos por artilleros de gran experiencia para que alcanzaran su máxima extensión.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Deudermont al vigía que estaba junto a la catapulta con el catalejo en la mano.
—Podríamos alcanzarlo ahora mismo con una bola de alquitrán tal vez, pero tensar las cadenas lo suficiente como para destrozarle las velas… Para eso es necesario que nos acerquemos otros cincuenta metros.
—A un metro por ráfaga —dijo Deudermont con un suspiro de fingida resignación—. Necesitamos un mago más fuerte.
—Entonces, puedes buscar al propio Elminster —le replicó Robillard—. Y es probable que él te queme las velas en algún floreo demencial. Pero, por favor, contrátalo. Me vendrían bien unas vacaciones y todavía lo pasaría mejor viendo cómo volvíais nadando a Luskan.
Esa vez, el suspiro de Deudermont fue auténtico.
Y también lo fue la mueca burlona de Robillard.
Los maderos del Duende del Mar volvieron a crujir y los mástiles inclinados hacia delante impulsaron la proa contra las oscuras aguas.
Poco después, todos los reunidos en cubierta, incluso el aparentemente impasible mago, contenían la respiración esperando a que se gritara la orden:
—¡Virad a estribor!
El Duende del Mar se inclinó y el agua se arremolinó a causa del giro; de ese modo, los mástiles quedaron retirados para que la catapulta de popa pudiera soltar su carga. Y eso hizo. El arma de asedio enana se tensó y crujió antes de lanzar decenas de kilos de metal al aire. Las cadenas se estiraron casi al máximo y, azotando al Desatino de Quelch por encima de la cubierta, le destrozaron las velas.
Cuando el barco pirata aminoró la marcha, el Duende del Mar se pegó a su borda. Una actividad febril en la cubierta de los piratas reveló la presencia de los arqueros, que se preparaban para la batalla. A su vez, la tripulación de primera del Duende del Mar respondió alineándose a lo largo de la barandilla con los arcos compuestos en mano.
Pero fue Robillard quien, a propósito, atacó primero. Además de construir los conjuros necesarios para la defensa contra ataques mágicos, el mago usó un incensario encantado y convocó a un habitante del plano elemental del aire. Surgió como una tromba marina, pero con ciertos atisbos de forma humana, un torbellino de aire con fuerza suficiente como para succionar y contener agua en su interior a fin de definir mejor sus dimensiones. Leal y obediente gracias al anillo que llevaba Robillard la mascota parecida a una nube flotó, totalmente visible, sobre la barandilla del Duende del Mar y avanzó hacia el Desatino de Quelch.
El capitán Deudermont alzó la mano por encima de la cabeza y unió a Robillard, esperando una señal.
—A su lado, deprisa y recto —indicó al timonel.
—¿Sin inclinación? —preguntó Waillan Micanty, haciéndose eco de los pensamientos del timonel.
Normalmente, el Duende del Mar paralizaba a su contrincante y entraba de costado hasta el coronamiento del barco pirata, para dar a sus propios arqueros mayor amplitud y movilidad.
Robillard había convencido a Deudermont de que aplicara un nuevo plan para los rufianes del Desatino de Quelch, un plan más directo y devastador para una tripulación que no merecía que le dieran cuartel.
El Duende del Mar acortó distancias y los arqueros de ambas cubiertas alzaron sus arcos.
—Esperad a mi orden —indicó Deudermont a sus hombres, manteniendo la mano en alto en el aire.
Más de un arquero en la cubierta del Duende del Mar se pasó el brazo por la frente para secarse el sudor; más de uno recorrió con sus dedos ansiosos la cuerda del arco. Deudermont les pedía que cedieran la iniciativa, que dejaran que los piratas atacaran primero.
Esos hombres curtidos, que confiaban en su capitán, obedecieron.
Fue así como la tripulación de Argus lanzó al aire sus flechas…, justo hacia el interior del viento del elemental del aire de Robillard, que repentinamente empezó a aullar. La criatura se elevó por encima de las aguas oscuras y comenzó a girar de forma tan súbita y veloz que para cuando las flechas de los arqueros de Argus abandonaron sus arcos, se metieron directamente en un tornado de intensidad creciente, una tromba marina. Robillard dirigió a la criatura hacia el costado del Desatino de Quelch con vientos tan fuertes que cualquier intento de volver a cargar los arcos fue inútil.
Entonces, cuando sólo quedaban unos cuantos metros entre los dos barcos, el mago hizo una señal afirmativa a Deudermont, que contó hacia atrás a partir de tres, el tiempo exacto que necesitaba Robillard para deshacerse simplemente de su elemental y de los vientos junto con él. La tripulación de Argus, erróneamente convencida de que el viento era tanto una defensa como un elemento de disuasión para sus propios ataques, a duras penas había tenido tiempo de pensar en ponerse a cubierto cuando la andanada cruzó de una cubierta a la otra.
—Son buenos —le dijo Arabeth a Maimun mientras contemplaban un cuenco de visión que ella había habilitado para que ambos pudieran ver de cerca la lejana batalla.
Después de las devastadoras flechas, una segunda catapulta arrojó una lluvia de cientos de pequeñas piedras sobre la cubierta del barco pirata. Con brutal eficiencia, el Duende del Mar se deslizó de lado y lanzó las planchas de abordaje.
—Todo habrá terminado cuando lleguemos allí —dijo Maimun.
—Querrás decir, cuando tú llegues allí —dijo Arabeth con un guiño antes de formular un rápido conjuro y desaparecer de la vista—. Iza tu bandera, no sea que el Duende del Mar te hunda también.
Maimun rio al oír la voz de la maga invisible y se disponía a responder cuando un fogonazo que brilló en el agua le indicó que Arabeth ya había creado un portal para desaparecer.
—¡Izad la bandera luskana! —ordenó Maimun a su tripulación.
El Triplemente Afortunado estaba en una situación inmejorable, pues no tenía ningún delito de que responder. Luciendo una bandera de Luskan declaraba su intención de respaldar a Deudermont, y sería bien recibido.
Y por supuesto que Maimun se pondría del lado de Deudermont contra Argus Miserable. Aunque también Maimun era considerado una especie de pirata, en nada se parecía a aquel truhán que hacía honor a su apellido. Miserable era un asesino que encontraba placer en tomar y matar incluso a civiles indefensos.
Eso era algo que Maimun no podía tolerar, y en parte por ese motivo había aceptado llevar a Arabeth, pues quería ver, por fin, la caída del temido pirata. Se dio cuenta de que estaba asomado por encima de la barandilla. Nada le habría causado mayor placer que cruzar su espada con la del propio Miserable.
Sin embargo, Maimun conocía demasiado a Deudermont como para pensar que la batalla fuera a durar tanto.
—Entonad una canción —ordenó el joven capitán, que era también un renombrado bardo, y así lo hizo su tripulación, cantando las loas del Triplemente Afortunado a modo de advertencia a sus enemigos: «Atentos o acabaréis nadando.»
Maimun, que aparentaba menos de los veintinueve años que tenía, se apartó los espesos rizos castaños de la cara mientras entrecerraba los claros ojos azules para medir la distancia, que se acortaba rápidamente.
Los hombres de Deudermont ya estaban sobre la cubierta.
Robillard pronto empezó a aburrirse. Había esperado algo más de Argus Miserable, aunque llevaba tiempo preguntándose si la impresionante reputación del hombre habría sido exagerada por lo inclemente de sus tácticas. Robillard, que antes pertenecía a la Torre de Huéspedes del Arcano, había conocido a muchos hombres así, bastante corrientes en cuanto a inteligencia o valentía, pero que aparentaban mucho más por estar liberados de los límites de la moral.
—¡Barco por babor y a popa! —gritó el vigía.
Con un movimiento de la mano, Robillard lanzó un conjuro para ampliar su visión, fijando la vista en la bandera que ondeaba en lo alto del nuevo barco.
—El Triplemente Afortunado —musitó, viendo al joven capitán Maimun parado en el puente—. Vuelve a casa, muchacho.
Con un suspiro de disgusto, Robillard se desentendió de Maimun y de su barco, y se centró de nuevo en la batalla que tenía entre manos.
Volvió a invocar a su elemental del aire y usó su anillo para poner en funcionamiento un conjuro de levitación. A una orden suya, el elemental le hizo recorrer la distancia que lo separaba del Desatino de Quelch. Repasó visualmente la cubierta mientras se deslizaba en busca de un mago.
Deudermont y su excelente tripulación no iban a ser superados por las espadas, lo sabía bien, de modo que la única posibilidad de hacerles daño era la magia.
Flotó por encima de la barandilla del barco pirata y al pasar se agarró de un cabo para frenar su impulso. Con tranquilidad, lanzó una descarga eléctrica contra un pirata que tenía cerca. El hombre experimentó una o dos extrañas sacudidas mientras su pelo se erizaba, antes de caer retorciéndose.
Robillard no se quedó a mirar. Su vista iba de un combate a otro, y cada vez que veía que uno de los piratas estaba poniendo en apuros a uno de los hombres de Deudermont lo apuntaba con un dedo y le mandaba una andanada de proyectiles mágicos que lo derribaban.
Pero ¿dónde estaba el mago? ¿Y dónde estaba Miserable?
«Seguro que escondidos en la bodega», se dijo Robillard para sus adentros.
Lanzó el conjuro de levitación y empezó a pasearse tranquilamente por la cubierta. Un pirata se arrojó contra él por el flanco y lo atacó con su sable, pero, por supuesto, Robillard tenía sus defensas bien preparadas. El sable golpeó su piel y fue como si hubiera dado contra una roca sólida, ya que una barrera mágica lo bloqueó totalmente.
Entonces, el pirata voló por los aires, llevado por el elemental de Robillard. Salió disparado por encima de la barandilla, manoteando como un poseso, y acabó en las frías aguas del océano.
«¿Un favor para una vieja amiga?» Robillard oyó el susurro mágico en su oído y una voz que reconoció con certeza.
—¿Arabeth Raurym? —Sus labios pronunciaron el nombre con una mezcla de asombro y tristeza.
¿Qué podría estar haciendo una joven tan prometedora en medio del mar y con tipos como Argus Miserable?
Robillard volvió a suspirar, derribó a otro par de piratas con una andanada de proyectiles, lanzó a su elemental de aire sobre otro grupo y se dirigió hacia la escotilla. Al llegar allí miró en derredor y retiró la escotilla con una poderosa ráfaga de viento. Usando su anillo nuevamente para flotar, pues no quería molestarse en bajar la escalera, el mago descendió bajo cubierta.
Los pocos miembros de la tripulación de Argus Miserable que todavía seguían combatiendo depusieron las armas al acercarse el segundo barco, el Triplemente Afortunado, que había declarado su alianza con Deudermont. Con una maniobra de gran pericia, la tripulación de Maimun puso a su navío costado contra costado con el Desatino de Quelch, en el lado opuesto al Duende del Mar, y rápidamente colocó las pasarelas de abordaje.
Maimun avanzó el primero, pero no había dado dos pasos fuera de su barco cuando el propio Deudermont apareció en el otro extremo de la tabla mirándolo fijamente con una mezcla de curiosidad y desdén.
—Sigue tu rumbo —dijo el capitán del Duende del Mar.
—Navego bajo pabellón de Luskan —replicó Maimun. Deudermont ni siquiera parpadeó.
—¿A esto hemos llegado, capitán? —preguntó Maimun.
—Fuiste tú quien eligió.
—¿Elegir? —dijo Maimun—. ¿Acaso sólo podía hacerse con tu aprobación?
Mientras hablaba seguía acercándose y tuvo la osadía de saltar a cubierta al lado de Deudermont.
Se dio la vuelta para mirar a su vaciante tripulación y les hizo señas de que avanzaran.
—Vamos, capitán —dijo Maimun—, no hay motivo por el que no podamos compartir un océano tan grande, una costa tan extensa.
—Y sin embargo, siendo el océano tan ancho, tú te las ingenias para llegar hasta donde yo estoy.
—Por los viejos tiempos —dijo Maimun con una risita seductora que hizo que Deudermont sonriera a su pesar.
—¿Has matado a ese Miserable? —preguntó Maimun.
—No tardaremos en hacerlo.
—Tú y yo juntos, tal vez, si somos listos —le ofreció Maimun, y cuando Deudermont lo miró de manera inquisitiva, añadió un guiño de complicidad.
Maimun le indicó a Deudermont que lo siguiera y lo condujo hacia el camarote del capitán, aunque la puerta ya había sido arrancada y la antesala parecía vacía.
—Se dice que Miserable siempre tiene una vía de escape —explicó Maimun mientras cruzaban el umbral y entraban en el camarote, exactamente como Arabeth le había dicho que hiciera.
—Todos los piratas la tienen —respondió Deudermont—. ¿Dónde está la tuya?
Maimun se detuvo y miró a Deudermont con el rabillo del ojo unos instantes, pero no respondió a la pulla.
—¿O quieres decir que tienes una idea de dónde podría estar la vía de escape de Miserable? —preguntó Deudermont al ver que su broma no surtía efecto.
Maimun condujo al capitán por una puerta secreta hasta las habitaciones privadas del pirata. El lugar estaba profusamente adornado con piezas cobradas en diversos lugares y de diseños de lo más variado que no combinaban en absoluto. Los cristales se mezclaban con las piezas de orfebrería de la forma más fantasiosa y recargada, y la abundancia de colores más que impresionar mareaba a quien la miraba. Por supuesto, cualquiera que conociera al capitán Argus Miserable, con su camisa a rayas rojas y blancas y sus pantalones de brillante color azul, habría reconocido que la habitación encajaba perfectamente con la sensibilidad tan amplia y curiosa del pirata.
El momento de tranquila distracción también les reveló algo a los dos, algo que Maimun ya esperaba. Desde abajo llegó una conversación a través de un pequeño enrejado que había en una esquina del camarote, y el sonido de una cultivada voz femenina llamó la atención de Deudermont.
—No me importan nada los tipos como Argus Miserable —dijo la mujer—. Es un perro feo y malhumorado con el que habría que acabar.
—Sin embargo, aquí estás —respondió una voz de hombre…, la voz de Robillard.
—Porque temo más a Arklem Greeth que al Duende del Mar o a cualquier otro presunto cazador de piratas de los que navegan por la Costa de la Espada.
—¿Presunto? ¿No es éste un pirata? ¿No ha sido cazado?
—Sabes bien que el Duende del Mar es una fachada preparada por los grandes capitanes para que las buenas gentes crean que se las protege.
—¿De modo que los grandes capitanes aprueban la piratería? —preguntó un Robillard evidentemente asombrado. La mujer rio.
—La Hermandad Arcana dirige el negocio de la piratería con pingües beneficios. Que los grandes capitanes lo aprueben o no carece de importancia, porque no se atreven a oponerse a Arklem Greeth. No finjas que no estás enterado, hermano Robillard. Tú serviste durante años en la Torre de Huéspedes.
—Eran otros tiempos.
—Cierto —concedió la mujer—, pero ahora es como es, y ahora es la hora de Arklem Greeth.
—¿Le temes?
—Le tengo terror y me horroriza lo que es —respondió la mujer sin la menor vacilación—, y ruego que alguien se rebele y libere a la Torre de Huéspedes de él y de sus muchos secuaces. Pero yo no soy esa persona. Me enorgullezco de mi habilidad como supermaga y de mi herencia como hija del marchion de Miraban.
—Arabeth Raurym —articuló Deudermont al reconocerla.
—Pero no quiero implicar a mi padre en esto, porque ya está liado con los designios de la Hermandad sobre la Marca Argéntea. Luskan quedaría bien servida si pudiera sacarse de encima a Arklem Greeth, incluso podría reinstaurarse el Carnaval del Prisionero bajo un control legal y ordenado; pero él sobrevivirá a los hijos de los hijos de mis hijos, o más bien aún existirá cuando ellos hayan desaparecido, ya que hace tiempo que ha dejado de respirar.
—Un lich —dijo Robillard en voz baja—. Entonces, es cierto.
—Me voy —respondió Arabeth—. ¿Tienes intención de detenerme?
—Estaría en mi derecho si te arrestara aquí mismo.
—Pero ¿lo harás?
Robillard suspiro, y arriba, Deudermont y Maimun oyeron un canturreo y el crepitar de la magia liberada cuando Arabeth desapareció.
Las implicaciones de lo que había revelado —rumores confirmados ante los propios oídos de Deudermont— quedaron suspendidas en el aire entre el capitán del Duende del Mar y Maimun.
—Yo no sirvo a Arklem Greeth, por si te lo estás preguntando —dijo Maimun—. Pero claro, no soy pirata.
—Claro —respondió un Deudermont nada convencido.
—Del mismo modo que un soldado no es un asesino —dijo Maimun.
—Los soldados pueden ser asesinos —declaró Deudermont, lapidario.
—También pueden serlo los señores y las señoras, los grandes capitanes y los archimagos, los piratas y los cazadores de piratas.
—Has olvidado a los campesinos —le recordó Deudermont—. Y a los pollos. Los pollos pueden matar, según me han dicho.
Maimun se llevó dos dedos a la frente en señal de saludo y de rendición.
—¿La vía de escape de Miserable? —preguntó Deudermont.
Maimun se acercó al fondo del camarote. Rebuscó en una pequeña estantería, moviendo baratijas, estatuillas y libros, hasta que por fin sonrió y pulsó una palanca oculta.
La pared se abrió, dejando a la vista un hueco.
—La vía de escape era un bote —conjeturó Maimun, y Deudermont corrió hacia la puerta.
—Si sabía que era el Duende del Mar el que lo perseguía, debe hacer ya tiempo que se largó —dijo Maimun, y Deudermont se detuvo—. Miserable no es tonto, ni tiene la lealtad necesaria para seguir a su barco y a su tripulación al fondo del mar. Sin duda se dio cuenta de que el Duende del Mar trataba de darle caza, y abandonó el puesto de mando rápida y calladamente. Estos botes de escape son cosas ingeniosas. Algunos pueden permanecer sumergidos durante horas y cuentan con propulsión mágica para volver a un punto determinado. De todos modos, puedes estar orgulloso, ya que se los suele llamar deuderbotes.
Deudermont lo miró entornando los ojos.
—Es algo, al menos —comentó Maimun.
Las hermosas facciones de Deudermont se ensombrecieron mientras salía del camarote.
—No lo cogerás —le dijo Maimun, que lo seguía.
El joven —bardo, pirata, capitán— suspiró y rio, impotente. Sabía perfectamente que Miserable probablemente estaba de vuelta en Luskan, y conociendo los usos de Kensidan, su jefe, se preguntó si el famoso pirata no estaría recibiendo ya una compensación por haber sacrificado su barco Arabeth había acudido allí por un motivo: para mantener aquella conversación con Robillard donde el capitán Deudermont pudiera oírla. Maimun era listo y estaba empezando a encajar las piezas.
Kensidan no tardaría en ser un gran capitán, y el ambicioso señor de la guerra estaba trabajando denodadamente para cambiar la mismísima definición de ese título.
No obstante su profundo resentimiento, Maimun se encontró contemplando la puerta por la que había salido Deudermont. A pesar de su desencuentro con su antiguo capitán, le producía malestar la perspectiva de que ese hombre de indiscutible nobleza fuera utilizado como un peón.
Y Arabeth Raurym acababa de asegurarse de ello.
—Era un buen barco, el mejor que haya tenido —protestó Argus Miserable.
—Entonces, el mejor de un mal lote —replicó Kensidan.
El Cuervo estaba sentado —al parecer, siempre estaba sentado— une aquel pirata extravagante y bravucón, y sus ropas oscuras y sombrías contrastaban visiblemente con los disonantes colores de Argus Miserable.
—¡Vete a hacer gárgaras, maldito Cuervo! —maldijo Miserable—. ¡Además también perdí una buena tripulación!
—La mayor parte de tu tripulación ni siquiera salió de Luskan. Empleaste a una banda de ratas de muelle y a unos cuantos de los tuyos de los que querías deshacerte. Capitán Miserable, no me tomes por tonto.
—B…, bien…, bien —tartamudeó Miserable—. ¡Bien, está bien entonces! Pero con todo, era una tripulación y seguía trabajando para mi ¡Y perdí el Desatino! No te olvides de eso.
—¿Por qué habría de olvidar lo que yo mismo ordené? ¿Y por qué habría de olvidar aquello por lo que se te compensó?
—¿Compensar? —dijo el pirata, indignado.
Kensidan miró la cadera de Miserable, de donde colgaba la bolsa llena de oro.
—El oro está bien —dijo el pirata—, pero necesito un barco, y no voy encontrar uno tan fácilmente.
¿Quién iba a venderle una embarcación a Argus Miserable sabiendo que Deudermont le hundió la anterior y anda todavía tras él?
—Todo a su debido tiempo —dijo Kensidan—. Gasta tu oro en delicadezas. Paciencia, paciencia.
—Soy un hombre de mar.
Kensidan se removió en su butaca, reposó un codo sobre el brazo del asiento y apoyó la sien en el dedo índice mientras miraba a Miserable pensativo y visiblemente fastidiado.
—Puedo hacer que vuelvas al mar hoy mismo.
—¡Bien!
—No creo que te parezca bien.
El tono inexpresivo hizo que Miserable cayera en el verdadero significado.
Circulaban rumores por Luskan de que varios enemigos de Kensidan habían sido arrojados al agua en las afueras del puerto.
—Bueno, sin duda puedo tener un poco de paciencia.
—Sin duda —repitió Kensidan—, y te aseguro que te valdrá la pena.
—¿Vas a conseguirme un buen barco?
Kensidan rio por lo bajo.
—¿Te bastará con el Duende del Mar?
Los ojos inyectados en sangre de Argus se abrieron mucho y dio la impresión de que el hombre se había quedado de piedra. Así estuvo un largo rato, tan largo que Kensidan se limitó a mirar más allá de él a varios de los lugartenientes de Rethnor alineados junto a las paredes del salón.
—Por supuesto que te bastará —dijo Kensidan, y los hombres se rieron. Mirando de nuevo a Miserable, añadió—: Ve y pásatelo bien. —Y con eso lo despidió.
Mientras el pirata salía por una puerta, Suljack entraba por otra.
—¿Te parece prudente eso? —preguntó el gran capitán.
El Cuervo se encogió de hombros e hizo una mueca despectiva.
—¿Vas a darle el Duende del Mar?
—Estamos lejos de poseer el Duende del Mar.
—De acuerdo —dijo Suljack—, pero acabas de prometérselo.
—No he prometido nada —dijo Kensidan—. Simplemente le pregunté si creía que el Duende del Mar sería suficiente, nada más.
—No creo que él piense eso.
Kensidan lanzó una risita mientras estiraba la mano para coger su copa de whisky, junto con una bolsa de hojas y brotes muy potentes.
Vació la copa de un trago, se acercó las hojas a la nariz e inhaló con fruición el fuerte aroma.
—Irá por ahí jactándose —le advirtió Suljack.
—¿Mientras Deudermont lo busca? Se esconderá.
El movimiento de cabeza de Suljack reveló sus dudas, pero Kensidan volvió a aspirar el aroma de las hojas, al parecer indiferente.
Al parecer, pero no era así. Sus planes estaban saliendo exactamente como él había previsto.
—¿Está Nyphithys en el este?
Kensidan se limitó a reírse.