Epílogo

La «clave» de la mayor parte de las obras de ficción es una voz, un ritmo, una música exclusiva; un modo concreto de ver y oír que será lo que dé acceso al escritor al mundo que está intentando crear. (Sin embargo, ese mundo es a veces tan real en la imaginación que su construcción, en lo que se refiere al arte formal, es más bien una recreación, una reconstrucción). A veces hay que esperar mucho tiempo a que esta clave se presente, otras veces llega bastante rápido. En el caso de Bellefleur, tuve que esperar varios años.

La novela entera surgió de una imagen evocadora e inquietante: un jardín amurallado, lujoso, pero ya con síntomas de deterioro. Con todo, mantenía su extraordinaria belleza. En aquel jardín misterioso acunaban a Germaine en su cuna majestuosa mientras que otra niñita menos afortunada iba a caer en las garras de un ave rapaz blanca e inmensa que se la llevó volando. En mi imaginación vi el jardín de los Bellefleur con una nitidez intimidante, sin embargo, la única manera de poder entrar en él era imaginar también todo lo que lo rodeaba: el castillo, los jardines, las aguas del lago Noir, la región de las Chautauquas, el estado mismo con su historia turbulenta, y la nación, con su historia aún más turbulenta. En primer plano surgió la familia Bellefleur como unas lentes prismáticas a través de las cuales se ve el mundo exterior, un mundo «exterior» abreviado y en algunos casos ridiculizado por la ambición de riqueza y de imperio de los Bellefleur. Siempre me ha interesado que en el siglo diecinueve y principios del veinte, los hombres acaudalados de América anhelaran establecerse como «nobleza», si es que así puede llamarse, reconstruyendo inmensos castillos, y en muchos casos importando grandes secciones de castillos europeos para tal fin. (Un castillo, al fin y al cabo, es una estructura almenada, es decir, fortificada para las guerras). Los castillos americanos eran fascinantes en sí mismos (el más famoso, sin duda, fue el de San Simeón, de la familia Hearst) y también por lo que simbolizan. Como es natural, el jardín amurallado era un jardín pegado a un castillo, aunque los Bellefleur, con un aire de modestia poco convincente, preferían llamar a su casa la mansión Bellefleur.

Tardé varios años en adquirir la voz, el ritmo, el tono de Bellefleur. Cuando al fin me puse a escribir la novela ya tenía más de mil páginas de anotaciones, algunas no eran más que recortes de papel, otras eran escenas dramáticas completas que después surgirían en la narración de la novela con muy pocos cambios. Acabó siendo la novela más difícil y más cautivadora que he escrito. Aunque con los meses llegué a pensar en ella como una «novela vampiro», pues parecía consumir mi vitalidad de una manera que no podía controlar, cuando la terminé pasé una fase que podría llamar de añoranza extrema y aún hoy siento a veces una cierta melancolía cuando pienso en Bellefleur: el paisaje, el castillo, las personas que llegué a querer de modo extraño y sorprendente.

La construcción imaginativa de una novela «gótica» implica las transposición sistemática de experiencias realistas, emotivas y psicológicas, a un entorno de elementos «góticos». Todos hemos visto espejos que distorsionan la imagen, todos envejecemos a distinta velocidad y conocemos personas que quieren chuparnos la sangre vital, como los vampiros; nos sentimos acechados por los muertos o, si no es precisamente por los muertos, por los pensamientos de ellos. Nos vemos obligados, en ciertas etapas alarmantes de nuestra vida, no sólo a descubrir que los demás son misteriosos, y seguirán siéndolo, sino que nosotros mismos —nuestros motivos, nuestras pasiones, hasta nuestra lógica— somos profundamente misteriosos. Y a veces nos sentimos desventurados; y después dichosos una vez más; en cualquier caso, nos creemos elegidos para un destino que nos parece especial. Somos supersticiosos cuando los acontecimientos —generalmente casualidades— indican que la «superstición» puede ser una manera de comprender un mundo esencialmente caótico. El novelista que quiere escribir un relato «gótico experimental» trasladará todos estos factores a un marco gótico. Si la novela gótica es capaz de conmovernos (y sin duda es capaz de fascinar al novelista) es sólo porque está arraigada en el realismo psicológico. Gran parte de Bellefleur es un diario de mi propia vida, y de la vida de personas que conozco. No dudo de la importancia que tuvo el hecho de que mi padre, Frederick Oates, sucumbiera de joven a la seducción del vuelo y me llevara muchas veces a dar una vuelta en sus pequeños aviones; también debe de ser importante que mi madre, Caroline, fuera una madre muy joven, al igual que Leah, una madre a quien puedo recordar de joven, prácticamente una niña. Pero ni Gideon ni Leah están inspirados en mis padres.

Bellefleur es más que una novela gótica, por supuesto, y sería una falsedad por mi parte sugerir lo contrario. También es una crítica a Estados Unidos; pero está puesta al servicio de una visión de Estados Unidos que subraya, a pesar del pesimismo, la libertad fundamental del individuo. Uno tras otro, todos los niños Bellefleur se liberan de la maldición (o bendición) de su familia. Suyo es el privilegio de la juventud; y los «Estados Unidos» de mi imaginación, pese a las incursiones de las últimas décadas, son una nación que todavía se caracteriza por su juventud. Estados Unidos es un cuento que todavía se cuenta —con muchas voces— y no está ni mucho menos cerca de su conclusión.

[Publicado originalmente en 1980, en la edición de Bellefleur de The First Edition Society]