El ángel

Una mañana de primavera, Jedediah tuvo la visita de un joven de cabello lacio y rubio platino, con rasgos indios —una curiosa mezcla, en efecto— que, con un leve tartamudeo, dijo ser «el hermano de Charles Xavier». Cuando Jedediah le respondió que no conocía a ningún «Charles Xavier» el joven se desconcertó, sonrió, se puso de cuclillas en la tierra y adoptó un aire pensativo; guardó silencio durante unos minutos, mientras hacía marcas con los dos dedos índices en la tierra blanda y maleable; después miró a Jedediah con sus ojos claros, de un color pétreo, y volvió a decir, con delicadeza, que era «el hermano de Charles Xavier» y que había venido a buscarlo para regresar.

—¿Regresar? ¿Regresar a dónde?

—A casa —dijo el joven con una leve sonrisa.

—Mi casa está aquí —señaló Jedediah.

—A casa. La de abajo.

—¡Con mi familia!… ¿A eso te refieres? —exclamó Jedediah con tono desdeñoso.

El joven mestizo negó despacio con la cabeza y miró a Jedediah con compasión.

—No tienes familia —dijo.

—¿No tengo familia?

—No, no tienes familia. Tus hermanos han muerto, tu padre ha muerto, tus sobrinos han muerto: no tienes familia.

Jedediah lo miró fijamente. Había estado toda la mañana desbrozando el lugar, trabajando sin camisa bajo el sol de mayo, y el agotamiento, aunque era gratificante para el cuerpo, le provocaba un zumbido en la cabeza; no estaba seguro de haber oído bien.

—¿No tengo familia? ¿Los Bellefleur?…

—Murieron. Los asesinaron. Y tu hermano Harlan vino para vengar la muerte de todos ellos y lo dispararon en la tumba, donde había ido a llorarlos. Lo mataron cuando se abalanzó sobre el sheriff, que es como probablemente quiso morir.

—¿Harlan? ¿Venganza? No entiendo nada —dijo Jedediah con un hilo de voz.

El joven se sacó algo del chaleco, un guante de caballero manchado, de color amarillo limón. Mientras lo sostenía con sumo respeto le dijo que era el guante de Harlan: cuando se llevaron a Harlan lo encontró junto a una de las tumbas llenas de barro. ¿Lo quería él? Todo lo demás fue confiscado. Lo lógico habría sido que le hubieran dado las posesiones de Harlan a Germaine, pero fueron confiscadas: el sombrero negro tan elegante, las botas mejicanas, la pistola de plata, la magnífica yegua peruana de crines y cola largas, y los cascos (eso decía todo el mundo, y el hermano de Charles Xavier lo había visto con sus propios ojos) que brillaban como el cuarzo, o como el cristal de roca. ¡Todo confiscado! ¡Un robo! ¡Y la viuda sin nada! Al menos tenía la satisfacción de saber que Harlan había matado a cuatro de los asesinos…

—No lo entiendo —dijo Jedediah.

Le flaquearon las piernas y se sentó con ímpetu en el suelo.

—Yo… ¿Me estás diciendo que… han asesinado a mi familia?… A mi padre, a mi hermano…

—A tu padre y a tu hermano Louis y a tus sobrinos y a tu sobrina de quince años —dijo el joven con una voz delicada, como envuelta en un hechizo— y ahora a tu hermano Harlan; pero los otros siguen vivos. Todos los de la comunidad saben quiénes son. Yo te diré sus nombres cuando te llegue el momento de actuar.

Jedediah ocultó la cabeza entre las manos.

—Mi padre, mi hermano —susurró—, mis hermanos, mis sobrinos y…

—No —dijo el joven suavemente—. A la mujer de tu hermano no la mataron. Sobrevivió, aunque es muy desdichada. Tú la conoces bien. Y ella a ti: te está esperando.

Jedediah se había echado a llorar.

—Mi padre, mis hermanos… ¡Nunca los volveré a ver!…

—Nunca los volverás a ver —coincidió el joven.

—¿Muertos? ¿Asesinados?

—Fue tu elección, Jedediah. Tú elegiste huir de ellos y vivir en el Mount Blanc desde hace veinte años; no ha sido la voluntad de Dios, sino la tuya.

—¡Veinte años! —exclamó Jedediah. Apartó las manos de la cara para mirar al joven—. No han pasado veinte años desde que me fui.

—Veinte años. Estamos en 1826. Es el año 1826 de Nuestro Señor.

La fecha no significaba nada para Jedediah, que no dejaba de mirar los ojos pálidos y duros y algo insolentes del joven.

—¡Qué me estás diciendo! —susurró—. ¡Qué mentiras son ésas! Has venido aquí para…, para…

Miró a su alrededor como enloquecido. ¿No tenía ningún arma? Sólo el hacha, tirada a poca distancia; y una sierra de mano con la hoja oxidada. Y quizá aquel indio siniestro estaba armado…

—Tu cuñada Germaine te está esperando —dijo el joven sin alterarse, contemplando a Jedediah con la misma expresión compasiva—. Tienes que volver y casarte con ella: tienes que continuar el linaje de los Bellefleur: y tienes que vengarte de tus enemigos.

—¿Germaine?… ¿Casarme?… Yo…, yo…

—No es ella quien me ha enviado aquí, nadie me ha enviado —dijo el joven, extendiendo el guante amarillo y manchado hacia Jedediah, que estaba demasiado aturdido como para cogerlo—. Lo único que me ha impulsado a venir es el amor y el profundo respeto que tengo por tu familia, porque soy el único hermano superviviente de Charles Xavier.

—¿Germaine?… ¿Germaine me está esperando?… ¿A mí? Pero Louis…

—Louis está muerto. Lo asesinaron delante de la pobre mujer, junto a su padre y sus hijos. Y junto a la amante de su padre…, pero eso no es necesario que lo sepas, de momento.

—Tengo que volver y casarme con ella y continuar el linaje de la familia y…

—Y vengarte de tus enemigos.

—¿Vengarme?

—Vengarte. Del mismo modo que se vengó tu hermano. Ojo por ojo, diente por diente. Como está escrito.

—Pero yo no creo en esas cosas —dijo Jedediah—. No creo en derramamientos de sangre.

—¿En qué crees? —preguntó el joven, con una sonrisa irónica y sutil en los labios.

—Creo…, creo…, creo en esta montaña —dijo Jedediah—, y en mí, en mi cuerpo. Mi sangre, mis huesos, mi carne. Creo en el trabajo que hago, en este claro que he estado desbrozando. En los gansos que vuelan por encima de nosotros en este momento. ¿Los oyes?

—No crees en nada —dijo el joven con tono cansino—. Vives en tu montaña, en tu soledad egoísta y no crees en nada, y esa nada en la que crees te satisface plenamente.

Jedediah se tiró de la barba y clavó la mirada en los rasgos indios y duros del joven.

—Pero antes sí creía. Antes creía en Dios, como todo el mundo —dijo, no muy convencido—. Sí creía, pero la fe me abandonó, me purgué de la locura, y…, y después…

—Y después no creíste en nada, como ahora tampoco crees en nada —dijo el joven—, salvo en tu montaña; y en tu plena satisfacción, por supuesto.

—Entonces, está mal ser feliz —susurró Jedediah.

—Llevas veinte años escondido en tu montaña —señaló el joven, extendiendo de nuevo el guante hacia Jedediah—, fingiendo que era Dios quien te había llamado. Llevas veinte años regodeándote en el más egoísta de los pecados.

—¡Yo no creo en el pecado! —gritó Jedediah—. Ya me he purgado de eso…, de todo eso…

—Y ahora tu cuñada te está esperando. Allí abajo. La misma mujer, o casi la misma mujer, de la que huiste hace veinte años.

—¿Me está esperando?… ¿Germaine?… —preguntó Jedediah, no muy convencido.

—Germaine. Ni más ni menos. Germaine, a quien tanto amas, y con quien debes casarte, cuanto antes.

—¿Casarme?…

—Cuanto antes.

—Pero mi hermano…

—Louis está muerto.

—Los niños, los bebés…

—Han muerto.

—Pero Dios no existe —dijo Jedediah desaforado— y nadie puede engañarme: yo sé lo que sé.

—Sólo sabes lo que sabes.

—¿Están muertos? ¿Y Harlan también?

—Harlan también.

—¿Harlan volvió para vengarse y…?

—Mató a cuatro de los asesinos, y luego lo mataron a él. Fue un acto de valentía admirable.

—Pero ¿ha muerto toda la familia, incluido mi padre?…

—Toda la familia. Los asesinaron a todos mientras dormían. Los asesinos quieren la extinción del linaje de los Bellefleur.

—¡La extinción!… —susurró Jedediah.

—La extinción. Qué palabra tan fea, ¿no?

—¿Y sólo sobrevivió Germaine?

—Sólo Germaine. Y tú.

—Sólo Germaine —susurró Jedediah, volviendo a ver el rostro rosado de la niña de dieciséis años, los ojos oscuros y brillantes, el lunar junto a…, ¿era el ojo izquierdo?…, junto al ojo izquierdo—. Sólo Germaine —dijo—, y yo.

El joven mestizo se incorporó alzándose por encima de Jedediah, que estaba demasiado débil como para levantarse. Le extendió el guante por tercera vez, y en esta ocasión, casi a tientas, como si fuera apenas consciente de lo que hacía, Jedediah lo aceptó.

—Sólo Germaine —repitió mientras pestañeaba mirando el guante—. Y yo.

¡Con qué nitidez veía la hermosa carita de la niña, con ese brillo misterioso y esos ojos tan bonitos! Veinte años no eran nada: él no se había ausentado veinte años. Alzó la mirada hacia el extraño joven, con esos rasgos indios tan marcados y ese pelo rubio y lacio que le llegaba a los hombros, y esa mirada íntima y peculiar que en otro tiempo le habría enfurecido (evidentemente habría creído que el intruso era un demonio, o como mínimo uno de los falsos espíritus de la montaña), tal vez hasta el límite de la violencia: pero en aquel momento, aquella mañana, no sabía nada, sencillamente no sabía nada, y quería llorar de tristeza por su propia ignorancia.

—Bueno…, te está esperando. Allá abajo. Como también te esperan los otros, los asesinos —dijo el joven.

Se estaba preparando para marcharse.

Jedediah se incorporó a duras penas, resollando.

—Pero yo…, yo…, yo no creo en las matanzas…

—¿Crees al menos en el matrimonio? —preguntó el joven con impaciencia—. ¿Y en los hijos? ¿Y en tu sangre Bellefleur?

Estaba yéndose. Su expresión ya no era compasiva; a Jedediah le pareció que estaba enojado, aunque también un poco divertido, pero se estaba retrocediendo, preparándose para partir, y Jedediah estaba demasiado débil como para seguirlo.

—Yo…, yo…, yo no sé en lo que creo —dijo Jedediah entre sollozos—. Sólo buscaba la felicidad, la soledad, mi propia alma sin contaminar…

El joven hizo un ademán despectivo, Jedediah no sabía si era un gesto de resignación o de fastidio. Volvió a sentarse, la cabeza le zumbaba, se le había nublado la vista, como si fuera a desmayarse por insolación. Pero no llevaba tantas horas trabajando al sol, estaba seguro de que no había estado más de una hora o dos…

Cuando Jedediah se purgó de su fe en Dios el año anterior, también se purgó de los espíritus y los demonios, y desde ese día dejó de temer a quienes lo visitaban: en ciertas ocasiones, sorprendentes, hasta los recibió de buen grado en su cabaña; pero quizá esta vez, pensó mientras ocultaba su rostro caluroso entre las manos, se había equivocado. Aquel intruso insolente le había dado una noticia espeluznante…

—No sé —susurró—, no sé qué creer… lo único que yo buscaba era la soledad, y…

El rostro de la joven muchacha reapareció en su mente y vio que sonreía con timidez; sostenía un bebé contra su pecho, estaba amamantando a un bebé diminuto, debía de tener menos de un mes. Jedediah los miró, atónito. ¿De quién era el hijo? Veinte años no eran nada, el mestizo tenía que estar equivocado, había calculado mal: Jedediah no llevaba veinte años separado de Germaine.

El joven indio ya se había ido. Jedediah estaba solo en aquel claro de maleza de troncos talados, sentado en la tierra húmeda. Era una prudencia quedarse ahí sentado, pero se sentía demasiado débil, demasiado aturdido, como para levantarse. ¿Y qué era lo que tenía en la mano, lo que apresaban sus dedos temblorosos? ¿Qué era ese guante de tan refinada costura, con ese color amarillo limón tan poco práctico, hecho de ante teñido y ahora tan sucio?

Lo miró con detenimiento. Era el guante de Harlan. Eso había dicho el joven. Pero ¿habría mentido? ¿Y habría mentido respecto a Germaine también? Sin embargo, ahí estaba el guante. Ahí estaba el guante: incuestionablemente real, tan real como el mismísimo Mount Blanc.

¿Su padre… muerto?

¿Su hermano, sus sobrinos?

¿Y Germaine esperándolo?

¿Y el peso de la venganza?

—No sé qué creer —gritó en alto Jedediah, apretando el guante que tenía en la mano.