Y así aconteció que el día del cuarto cumpleaños de la más joven de los Bellefleur el renombrado castillo y todos sus ocupantes, fueran dueños o servidumbre (además de todos —un número considerable de personas— los que acudieron a la reunión familiar aquella tarde, convocados por Leah: abogados y agentes de bolsa y asesores financieros y contables y gestores de una docena de empresas y fábricas y aserraderos), quedaron reducidos a escombros en una explosión infernal cuando Gideon Bellefleur estrelló su avión contra el corazón mismo del castillo: un acto deliberado y premeditado, de una maldad incalificable y, desde luego, no casual, como dirían después los colegas de vuelo de Gideon. ¿Cómo podía ser un mero accidente la destrucción de la mansión Bellefleur y la muerte de tantos inocentes cuando el avión que se estrelló contra la casa estaba, evidentemente, cargado de explosivos, y se dirigía firme e infalible a su objetivo?…
(Y qué ironía del destino, el hecho de que Raoul, el hermano de Gideon, acabara de llegar al castillo convocado por un telegrama de Leah… Raoul, que no había pisado el castillo desde hacía décadas, y que había rechazado todas las invitaciones y citas de sus padres y hasta sus frecuentes súplicas. Raoul, del que tanto se hablaba entre susurros, el que llevaba una vida cuanto menos peculiar en Kincardine… Tal era el horror de su familia por su conducta que jamás hablaban de él; y Germaine nunca llegó a enterarse del menor detalle de su vida).
(Otra ironía del destino fue que Della estuviera esa semana en la mansión Bellefleur, en parte para consolar a su hermano por la muerte de Hiram, que indudablemente estaba muerto y enterrado, por mucho que Noel se quejara de oírlo tropezar y deambular por los pasillos a altas horas de la noche, aún víctima de su sonambulismo. Y también que la joven Morna y su marido Armour Horehound hubieran ido a visitar a la tía Aveline; y Dave Cinquefoil y su prometida Stella Zundert; y un Bellefleur de Mason Falls, en Ohio, que nadie había visto nunca, pero que, evidentemente, había intercambiado cartas con Leah sobre la posibilidad de que la corporación Bellefleur comprara una acería allí; y otras visitas varias, parientes o conocidos de los parientes, que también se encontraban en el castillo aquel día aciago. De los Bellefleur del lago Noir sólo sobrevivieron la bisabuela Elvira y su esposo, la tía abuela Matilde y, por supuesto, Germaine. También murieron casi todos los gatos y perros de la casa, con la probable excepción de Mahalaleel, al que hacía tiempo que no veían).
Tan potente fue la explosión, tan brutal la arremetida contra la tierra que el suelo del cercano pueblo de Bellefleur se levantó y se agrietó, y las ventanas de casi todas las casas se hicieron añicos, y los perros se abandonaron a un clamor desesperado y enloquecedor; y el lago Noir creció de modo amenazante, batiéndose contra la orilla como si fuera el fin del mundo; y la tranquilidad de los pueblos de montaña, aun los más lejanos, como Gerardia Pass y Mount Chattaroy y Shaheen, se vio perturbada. Los habitantes de Bushkill’s Ferry que salieron a toda prisa de sus casas para ver el holocausto de la otra orilla del lago —que se encontraba a unos once kilómetros, a esa altura— entraron en una suerte de pánico colectivo y contemplaron, rígidos como estatuas, el castillo en llamas, convencidos de que el fin del mundo había llegado. (No faltaron los que aseguraron después haber oído, a pesar de la distancia, los gritos insoportables de los moribundos y hasta percibido el hedor nauseabundo y tenebrosamente dulce de la carne ardiendo…).
Aunque la mansión Bellefleur parecía tener una antigüedad de siglos, en realidad no tenía más que ciento treinta años. Como es natural, nadie la reconstruyó, pues no hubo nadie dispuesto a hacerlo, o que deseara hacerlo, o que tuviera los medios económicos necesarios para ello: las ruinas permanecen aun hoy, en la orilla sureste del remoto lago Noir, unos cincuenta y seis kilómetros al norte del río Nautauga. Allí crecen con toda libertad arbustos y maleza y abetos de Virginia entre los escombros, y todos los años la tierra se eleva un poco más para reclamar su territorio. El lugar, por lo que dicen los niños, no está encantado.
Poco después de convertirse en el amante de la mujer Rache, Gideon quiso recibir instrucción en el Hawker Tempest con su antiguo profesor Tzara, a pesar de la supersticiosa antipatía que éste sentía por el avión (como le dijo a Gideon con vehemencia, se había hartado de bombarderos en la guerra y le parecía que los antiguos aviones de combate apestaban a muerte aunque se encontraran a mucha distancia de las muertes horrendas que provocaban); y con sólo siete u ocho horas de instrucción en el aire pensó que podía sentirse seguro, o casi seguro, para manejarlo él solo. Surcaba el aire de una manera distinta a como lo hacían los aviones más ligeros: percibía en él una cierta cualidad burda y monstruosa. Así como los otros aviones inspiraban cariño y hasta amor, el Hawker Tempest inspiraba sólo respeto macabro.
Y también estaba la cuestión de la presencia intangible de la mujer Rache, que influía intensamente en su capacidad de juicio, de por sí crispada.
(Era muy consciente de su presencia, una vez sentado en la cabina y con el techo de Plexiglás cerrado y bien trabado. Aunque ahora fuera el dueño del avión, no podía evitar pensar, cada vez que subía a bordo, que aquello era una transgresión, que estaba violando la más íntima existencia de la mujer; y lo disfrutaba inmensamente, con una euforia que no sentía desde los primeros tiempos de su amor por Leah. Tzara nunca mencionaba a la mujer Rache, pero Gideon sospechaba que estaba enterado de que ahora era su amante. Sin embargo, no dudaba de ser el único que percibía su inconfundible fragancia entre la aspereza del olor del metal y la gasolina y el cuero, una fragancia que emanaba de su cabello cuando se lo soltaba y lo sacudía con impaciencia; una fragancia que surgía, salada y enérgica, entre sus senos pequeños y duros, con pezones fruncidos que parecían siempre como encolerizados; la fragancia de su vientre y sus muslos… «¡Cuántas mujeres has tenido antes que yo!», decía con amargura impostada. «Pero tú serás la última», respondía Gideon).
¡Qué fiero era el Hawker Tempest aun cuando flotaba, comparativamente silencioso, en las más altas esferas! Fiero y apresurado y combativo y nunca juguetón, como los otros aviones. Con su motor más potente y su mayor peso, no se limitaba a volar sino que embestía hacia delante, como un nadador, siempre hacia delante, surcando los vientos rigurosos del norte con la misma facilidad con que surcaba las corrientes cálidas y trémulas de un día caluroso. Vibraba con tal fortaleza que a Gideon se le antojaba absurdamente tullido cuando estaba en tierra, con esa funda de lona tan ajustada que le ponían encima, como un caballo con los ojos vendados. El rojo y el negro del fuselaje le parecía un grito silenciado. Un avión así tenía que ser liberado del hechizo de la gravedad, tenía que surcar el cielo todo lo posible: eso pensaba Gideon, lo mismo que, quizá, había llegado a pensar la mujer Rache. Cuando Tzara le dijo de improviso que debería alejarse del Tempest unas semanas porque la sensación de volarlo podía ser adictiva y arruinar el disfrute de volar los otros aviones, ya era demasiado tarde. «Ahí está», pensaba Gideon cuando llegaba al aeropuerto cada día, «ése es el avión, ya sólo es cuestión de tiempo».
Cuando dejó a Germaine en casa de la tía Matilde, Gideon se dirigió directamente al aeropuerto y llegó a media mañana. Lo vieron con un traje blanco suelto y un sombrero blanco deportivo de estilo como del oeste que nadie le había visto nunca. Tenía lo que a simple vista parecía una cinta de cuero trenzada. (Después descubrieron el sombrero en la oficina de Gideon. Lo había dejado allí porque, como es lógico, se puso el casco y las gafas para subir a bordo del avión). Habló con Tzara y con un par de mecánicos; evitó a su amigo Pete, que llegó al aeropuerto a las diez y media y salió en un Wittfield 500; despachó la correspondencia, dictó unas cartas a la única secretaria de la oficina, habló brevemente por teléfono; se dio un paseo por el borde de la pista de despegue, por la maleza salpicada de aceite, con las manos en los bolsillos y la cabeza echada hacia atrás. (Como todos los pilotos, Gideon estudiaba el aire. Sabía que el vasto océano de aire que se extendía invisible por encima de él, de horizonte a horizonte, era mucho más importante que la tierra. Sabía que su vida humana se desarrollaba en el fondo de aquel mar invisible y que podía redimirse sólo elevándose y liberándose de la tierra, de vez en cuando, aunque fuera por poco tiempo, aunque fuera en vano. De modo que no había nada más importante que la textura del día: si había nubes y qué nubes eran, si hacía calor, si hacía frío, si había humedad o bruma, si estaba despejado; y sobre todo qué viento hacía…, esa palabra modesta pretendía explicar y predecir tantas cosas, de hecho abarcaba todo lo que no era la tierra. Veía y oía y saboreaba el viento, lo percibía en todas las partes expuestas de su cuerpo; las yemas de los dedos se le contraían con el conocimiento secreto e inefable de su misterio).
De modo que sus empleados lo vieron caminar por la pista de despegue. Un esqueleto viejo, eso es lo que era. Con su leve cojera y su mano derecha lisiada. Con su deseo ardiente y manifiesto y casi disparatado por las mujeres, que no era sino una clara señal, como descubrían ellas a su pesar, de su inmensa indiferencia, de su desprecio. Esqueleto Viejo. Consumido dentro de su vestimenta. Los pómulos prominentes, la nariz protuberante. Las rodillas y los codos saltones. Inquieto. No podía sentarse tranquilamente, no soportaba quedarse un rato tras el escritorio, estaba siempre caminando de aquí para allá; de eso se quejaba la secretaria, creyendo que la miraba al pasar por detrás de su escritorio, aunque lo cierto es que no era consciente de su presencia, no le interesaba últimamente ninguna mujer salvo la señora Rache. Gideon Bellefleur. El Gideon Bellefleur del que tantas cosas se decían por lo bajo. Sus automóviles, y con anterioridad, hace mucho tiempo, cuando era joven, sus caballos purasangres: ¿no tuvo en tiempos un magnífico semental albino con el que participó y venció en una carrera que dio a su familia cientos de miles de dólares provenientes de apuestas ilegales? ¿O sería otro Bellefleur? ¿Su padre? ¿Su abuelo? Había muchos Bellefleur, decía la gente, pero quizá la mayoría no existió. Quizá no eran más que leyendas, cuentos, anécdotas de las montañas que nadie creía del todo, pero tampoco podían desestimar del todo…
Lo que estaba claro es que Gideon existía, por supuesto. Al menos hasta el día en que se suicidó estrellando su avión contra la mansión Bellefleur.
Dejó su vistoso sombrero en la oficina y se encajó el casco y las gafas ahumadas de piloto. Flaco y apremiante, y con una cojera particularmente marcada aquel día, advirtieron los observadores. Le había dicho a Tzara que tal vez saldría en el Tempest una hora o así, pero no hizo ninguna revisión con él antes de salir, y las notas de vuelo que había hecho a la ligera —garabateadas a lápiz, casi ininteligibles— quedaron en su escritorio. Hizo una rápida inspección del avión: el aceite, las bujías, las conexiones del circuito de combustible, la hélice, las alas (que acarició más rápido que de costumbre, como si no le importaran las abolladuras, rajaduras y demás imperfecciones que pudiese descubrir en ellas), las ruedas, los frenos, la correa del generador, la gasolina. Todo en orden. No en perfectas condiciones, considerando que el Hawker Tempest era un avión viejo y bastante maltrecho tras su participación en la guerra; decían que había sobrevivido a más de un aterrizaje forzoso, y a más de un piloto. Pero nada de importancia, pensó Gideon. Era justo lo que necesitaba.
En un repentino arranque de energía, Gideon se subió al ala y después a la segunda cabina; y ahí estaba la señora Rache, agachada en la primera cabina, sujetando la caja en el regazo, esperándolo. Estaba retorcida, mirándolo por encima del hombro. Una sonrisa lenta, un saludo sin palabras se deslizó entre ellos.
¡Había venido, como prometió! Lo había estado esperando todo ese tiempo. Pero sin que la vieran, con discreción.
Gideon no se inclinó en la cabina para besarla; le dirigió una sonrisa altiva de amante, aunque un poco aturdida. Había venido, ya era suya, y la caja estaba en su regazo: de modo que iban a hacerlo, como habían planeado… No la besó, sabía que ella se apartaría contrariada (detestaba toda expresión pública de cariño, o de intimidad, o incluso de amistad), pero no pudo resistirse a buscar su mano enguantada y apretársela. Sus dedos eran duros y fuertes, y le devolvieron el saludo. A Gideon le excitó su vestimenta, unos pantalones caquis, una camisa de hombre de manga larga y un chaleco de cuero muy desaliñado, y el casco con unas gafas ahumadas parecidas a las suyas. Todo mechón, toda hebra de su cabello había quedado embutido a conciencia en el casco; su rostro bronceado parecía, al sol deslumbrante de agosto, casi anodino. «Mi amor», susurró él.
¡Había venido, era suya! Y la caja prometida descansaba en su regazo.
Temblando de emoción, se metió en el interior, ocupó su asiento y se abrochó el cinturón. Nada de paracaídas —¡no había tiempo para ningún paracaídas!— y, por supuesto, ella tampoco se había molestado en ponerse el suyo. Sonrió al tablero de control. Cebó el motor, lo arrancó y prestó atención al sonido que hacía, después observó los controles cuando subió la presión del aceite. Todo estaba en orden, todo estaba como tenía que estar. Soltó el freno. Comenzó a moverse…, el avión comenzó a moverse…, a rodar por la pista, tal vez con leves sacudidas. El ruido del motor se intensificó, cada vez con mayor potencia. Papá, gritó la niña desconsolada, ¿por qué me has mentido?… Pero el ruido ahogó su voz cuando el indicador de la velocidad del aire saltó de la clavija y comenzó a desplazarse por la esfera. La rueda de control vibraba en sus manos.
Adiós a Tzara, que quizá de modo imprudente (pues había percibido desde el principio el trasfondo de melancolía que había en la mente de Gideon) le enseñó a volar con tal pericia; adiós al aeropuerto hipotecado que pronto entraría en quiebra y quedaría abandonado, a la pista de despegue cubierta de maleza. Adiós a los doce o quince aviones pequeños y valientes diseminados en la hierba, esperando su turno para alzar el vuelo; adiós a la veleta desgastada, y a los que presenciaron el despegue del avión de combate rumbo a un cielo encapotado y húmedo de neblina en el que, a menos de trescientos metros de altitud, era probable que se perdieran los contornos de la tierra. Adiós a la tierra misma: tal era el orgullo de Gideon que esperaba no tener que volver a pisarla nunca más.
La pista de despegue pasaba a toda prisa por debajo. Las paletas de la hélice desaparecieron en la borrosa confusión de la velocidad. El viento, el viento, de pronto el viento cobró vida y azotó el avión, pero Gideon lo estabilizó y todo estaba en orden. Noventa y cinco kilómetros por hora, ciento cinco. Ahora el viento quería agarrar las alas del avión y levantarlo en el aire, tal vez con intención de volcarlo, pero Gideon lo estabilizó y al llegar al extremo de la pista echó hacia atrás la rueda de control con cuidado y la rueda del morro dejó el suelo; ya estaban en el aire…, habían dejado la tierra, estaban en el aire…, siete centímetros, veinte, treinta, sesenta centímetros en el aire…, en el aire y elevándose…, elevándose…, para franquear la hilera de álamos…
Ya estaban a salvo en el aire, elevándose de forma continuada: dos metros y medio por segundo, tres metros por segundo: y las manos de Gideon se movían instintivamente para atravesar los baches y las bolsas de aire. El inmenso océano era invisible, pero muy sólido. Había que ser un experto para manejarlo. Noventa metros, ciento quince metros, y elevándose, elevándose continuamente, cuando alcanzaron los ciento ochenta metros viró a la derecha, y a los ochocientos comenzó un ascenso prolongado que los alejó del aeropuerto, después giró hacia el sur.
Todo estaba en orden: en una media hora habría concluido el suplicio.
Se elevaron a setecientos cincuenta metros, después a novecientos. La tierra era invisible. La cálida bruma lo ocupaba todo y sólo se aclaraba cuando el avión ascendía. Y así sobrevolaron el lago Noir, surcando el aire más fresco del lago Noir. El avión ruidoso atravesaba hilachas de nube y de pronto salía a diversos claros de sol abrasador hasta que volvía a meterse en las nubes, a mil metros de altitud. Por el ruido del motor y la leve vibración de la rueda de control en sus manos, Gideon sabía que todo estaba en orden.
Rachas aisladas de viento. Voces. Rostros. Algunos tiraban del parabrisas como si quisieran abrirlo y matar a Gideon sacándolo de ahí. Pero, como es lógico, sus dedos eran impotentes: él estaba en la cabina, él tenía el control. Otros se deslizaban junto al avión, agarrándose a las alas a modo de diversión, sus largos cabellos al viento. ¡Gideon! ¡Gideon! ¡Esqueleto Viejo!
Se limitó a dirigirles una mirada fugaz, divertido. Se preguntaba qué pensaría ella de aquellos rostros.
El cruce del lago fue suave y no tuvieron el menor incidente, a pesar de su peligro legendario. (En el centro del lago el agua era tan fría, decían los pilotos, que los aviones descendían a su pesar, descendían como si alguien tirara de ellos. Pero a Gideon no le pasó, no hoy). Estaban a treinta y cinco minutos del aeropuerto de Invemere, en una pendiente del suroeste del lago, volando a velocidad moderada, no había prisa ninguna, como es natural: en aquel instante se abrieron paso entre la cálida bruma y vieron el inmenso castillo de piedra, un curioso resplandor de color gris rosado, una imagen tortuosa y antinatural saliendo de aquella tierra verde.
Qué extraña construcción, la de la mansión Bellefleur, con sus incontables muros y torres y torreones y minaretes, como un castillo concebido durante un sueño febril, cuando la imaginación salta por encima de sí misma, enloquecida por superarse, cada vez más ávida y frenética… Gideon ya lo había visto desde el aire, por supuesto; había espiado el lugar donde nació, el lugar de sus ancestros desde hacía muchos años; pero aquel día cálido y encapotado de agosto era como si lo viese por primera vez, como un destino al que había aspirado toda su vida, y hacia el cual se dirigía el avión con todo su estruendo, descendiendo ahora desde sus mil doscientos metros de altitud y comenzando a ladearse, a volar en círculo, con destreza, con habilidad, con infinita paciencia (¿no lo hacía constantemente?, ¿no llevaba una eternidad calibrando su propia condena y su liberación?), pero ya estaba a pocos minutos de la explosión y la conflagración.
A la luz blanca y calinosa de agosto el castillo adquiría diversidad de tonalidades seductoras: gris paloma, un rosa etéreo y sutil, un verde pálido y luminoso que se fundía con el malva y después con el gris. Pero era piedra, un lugar de piedra maciza: y tuvo la certeza de que aquél era su destino, como también lo era aquel momento, aquel último y prolongado descenso en picado, un destino del que no se habría querido privar. Al fin y al cabo, era Gideon Bellefleur. Había nacido para esto.
Detrás de las lentes ahumadas, su mirada era inquebrantable.
Aquí. Ahora. Al fin.
Y así fue…