La víspera del cuarto cumpleaños de Germaine llegó un mensajero uniformado a la mansión Bellefleur para entregar un documento que anunciaba una noticia tan perturbadora que a Leah, que era la destinataria, le dio un vahído y le flaquearon las piernas, y se habría desmayado de no haber sido porque Belladona, siempre alerta al lado de su señora, lo impidió.
—¡Cómo ha podido! ¡Cómo ha podido hacernos esto!… ¡Cómo ha podido suceder algo así! —gritó Leah.
La casa entera se revolucionó, pero Belladona mantuvo la calma: murmurando entre dientes y con actitud solícita, como si consolara a un animal o a un niño muy pequeño, abrió con ímpetu una de las bolsitas que llevaba siempre encima y sacó, con admirable presteza, una mezcla muy astringente, de color azulado, que le despejó la cabeza a Leah de inmediato. Con los ojos muy abiertos, unos ojos pequeños y bastante alargados, de un azul grisáceo apagado, se limitó a observar el entorno.
Se dejó caer en una silla y le tiró el pesado documento —era una hoja de pergamino, unos treinta centímetros de largo, como poco— a su suegro, que daba voces insistiendo en que tenía que enterarse, fuera lo que fuera aquello. Pero ella continuó quejándose en voz baja, rezumando ira e impotencia y absoluta incredulidad.
—¡Cómo ha podido! ¡Mi propia hija! ¡No sólo ha perdido toda la vergüenza, sino que ahora nos hace esto! ¡Nos están traicionando, uno tras otro, hay que detenerlos! ¡Cómo se atreve, mi propia hija!
Al parecer, la disoluta Christabel se había casado con Demuth Hodge en el registro civil de Puerto Oriskany, ni más ni menos (¡tan cerca de su casa! El último informe de los detectives, enviado hacía meses junto a una lista de gastos descomunales, los situaba en Guadalajara, México); y le había escrito una carta a mano a la anciana señora Schaff en la que hacía explicita su renuncia a la herencia: toda la fortuna de Edgar, todas sus propiedades, Schaff Hall y los muchos millares de hectáreas de terrenos valiosos. La anciana señora Schaff, movida, quizá, por un maligno deseo de humillar a la pobre Leah, había duplicado la carta en papel rígido de tamaño legal y fue este desagradable documento el que había recibido Leah.
—Belladona, cómo ha podido —susurró Leah agarrándose a la muñeca de la criatura con una familiaridad desesperada que no pasó inadvertida a los ojos del resto de los Bellefleur—. ¡Christabel, con lo que yo la quería! ¡Con lo mucho que todos la queríamos!
Entre la servidumbre comenzó a correr el falso rumor de que Leah había llorado: que la habían visto llorar. Pero en seguida fue refutado por el ama de llaves y varias sirvientas que habían presenciado la escena. Leah no había llorado en ningún momento, pese a su perturbación. Nunca lloraba, que nadie supiera. No había llorado de joven, ni de niña, ni siquiera en su más tierna infancia; y aunque todos la suponían muy cercana a Hiram, pese a que de vez en cuando tuvieran opiniones contrapuestas, tampoco la vieron derramar una sola lágrima en su funeral.
Dada la muerte repentina de Hiram, toda la casa estaba de luto, como no podía ser menos, o si no lo estaban (los Bellefleur eran gente de un pragmatismo magnífico) aparentaban estarlo. Como es natural, no podía haber una celebración formal de cumpleaños en honor de Germaine. Leah le prometió una fiesta secreta en su vestidor-oficina de arriba, tal vez con una tarta de cumpleaños y algunos regalos, pero la noticia de la perversa jugada de Christabel afectó tanto a Leah que se olvidó de la fiesta y llamó a toda la familia a una reunión de urgencia, incluyendo los varios gestores, asesores financieros, contables y abogados de la familia.
Si Germaine se decepcionó, no dio muestras de ello, pues se había acostumbrado a jugar sola horas enteras, escondida en las habitaciones remotas del castillo, con los gatos más mansos como únicos compañeros de juego. (Los gatos macho eran demasiado bruscos, en cualquier momento podían pasar de juguetear con las patas a dar zarpazos y arañazos y morder con cierto peligro; y desde la muerte de Hiram también había cierta aprensión con las infecciones, como es lógico. De todos ellos, sólo Mahalaleel habría sido un buen compañero para Germaine, pues era muy afectuoso con ella y siempre retraía las uñas cuando ella lo acariciaba; pero últimamente, desde hacía ya unas semanas, no lo habían visto en las inmediaciones del castillo y temían que finalmente hubiera desaparecido con el mismo halo de misterio con el que apareció hace ya mucho tiempo).
De modo que Germaine jugaba con sus gatos preferidos, hablando y charlando con ellos, o leyéndoles en alto, lo mejor que podía, libros viejos que descubría en los lugares más improbables, metidos entre los almohadones de sofás viejos, amontonados de cualquier manera en armarios que apestaban a polvo y ratones, o escondidos bajo boas de piel y retazos de encaje amarillento guardados en los cajones de las cómodas, cajones que se abrían con dificultad. Y qué libros tan raros eran, cuánto pesaban, con esa encuadernación de cuero tan antigua, cargando el peso de la edad y el dolor; y sin embargo, qué fascinantes, aun en las mañanas de sol, cuando debería estar jugando fuera. Con los años, Germaine recordaría aquellos tomos con una nitidez casi alarmante, pues aunque en su momento no había sido capaz de entender más que alguna frase suelta, los había escudriñado a conciencia, pasando las páginas rígidas y amarillentas con auténtica reverencia, leyendo en alto con un susurro tímido y entrecortado. Belfegor de Maquiavelo, Del cielo y del infierno de Swedenborg, Viaje al interior de la tierra de Nicholas Klimm de Holberg, La quiromancia de Robert Flud, Los diarios de Jean D’Indaginé y de De La Chambre, Viaje a la distancia azul de Tieck, La ciudad del sol de Campanella, Confesiones de San Agustín y del dominico Eymeric de Gironne, Nocturno de Hadas, Doppelgänger de Bonham, Mitología egipcia de sir Gaston Camile Charles Maspero… No parecía que aquellos libros viejos, pese a la suntuosidad de la encuadernación, hubieran sido nunca leídos, ni siquiera abiertos, probablemente uno de los tatarabuelos de la niña los había comprado en algún lote, junto con obras de arte y muebles antiguos.
De vez en cuando subía las escaleras que conducían a la torre que su hermano Bromwell había reclamado como propia, y asomada a una de las ventanas se quedaba mirando el cielo un buen rato, esperando ver un avión. Le había suplicado a su padre que la llevara a volar algún día…, por su cumpleaños, quizá…, no quería ningún otro regalo…, ninguna otra cosa le haría ilusión. Cuando su padre no estaba en casa, que era muy a menudo, le rogaba a su abuela Cornelia o a su abuelo Noel, o a quien quisiera oírla. (No a Leah. Sabía que Leah no la escucharía si sacaba el tema de salir en avión con su padre). Es muy peligroso, decían sus abuelos. No es para las niñas pequeñas. No es para ninguno de nosotros…, salvo para tu padre.
Cuando vislumbraba un avión a lo lejos se subía al alféizar de la ventana y lo miraba un rato por si se acercaba. Sabía que su padre y sus amigos pilotos hacían toda serie de locuras divertidas en el aire, había oído las quejas de su madre (eran fanáticos, estaban locos, cómo podían hacer apuestas a ver quién pasaba por el arco de un puente, o hacer aterrizajes de emergencia en prados o carreteras o, durante los meses de invierno, en ríos y lagos congelados); por lo tanto era posible, pensaba, que volara hacia ella, que se acercara a la torre y la rodeara y que de alguna manera, de alguna manera, no sabía cómo, la metiera en el avión con él y se alejaran juntos volando, y nadie sabría nunca dónde se había ido…
Sin embargo, por más que viera aviones con cierta frecuencia, rara vez se acercaban al castillo, y cuando lo hacían eran aviones desconocidos, evidentemente: se limitaban a sobrevolar el lugar, con un ruido de motores cada vez más intenso, y más, y más hasta que se iba apagando en la lejanía y los aviones se perdían de vista, y ahí se quedaba ella, agazapada en el alféizar, mirando, la mano todavía levantada.
—¿Papá?… —susurraba.
Pero la víspera de su cumpleaños, Gideon se ablandó.
Se ablandó y le prometió llevarla a dar una vuelta al día siguiente. Los dos solos, en el Dragonfly de color crema, sería una delicia.
Y Leah protestó. Eso era una estupidez, dijo.
Gideon no respondió.
Era un egoísta, lo que quería era interponerse entre ella y su hija…
Germaine se echó a llorar. No había nada que quisiera más que salir a dar una vuelta en avión con su padre; no quería ningún otro regalo de cumpleaños.
—Germaine —comenzó Leah.
Pero Gideon se levantó y salió de la habitación sin mirar atrás.
Y Germaine salió tras él, haciendo caso omiso de su madre.
—¡Papá! ¡Papá, espera! —gritó.
—… Lo único que quiere es separarnos —protestó Leah—. No te quiere.
La voz de Leah era un susurro ronco y asustado. Se agarró con fuerza a su hija, que al principio forcejeó un poco para soltarse, pero después se quedó quieta, repentinamente, cuando advirtió lo agitada que estaba su madre. De todos modos, su padre se había ido. De todos modos (dijo para sus adentros con extrema convicción) no había retirado su promesa.
—No te quiere —dijo Leah poniéndose de cuclillas para mirar a Germaine a la cara—. Tienes que saberlo. Es necesario que lo sepas. No nos quiere a ninguno de nosotros, sólo le interesa…, sólo le interesan, ahora, sus aviones y…, y el cielo…, y lo que sea que encuentra allá arriba…
Si Germaine durmió mal la noche anterior a la catástrofe no fue, como cabría imaginar, porque vaticinó la destrucción del castillo, o la muerte de sus padres: fue simplemente porque temía y a la vez anhelaba que ya fuera de día, pues su padre iba a llevarla en avión, como había prometido…, aunque tal vez no, tal vez retiraría la promesa…, ¡ah, podría pasar! Tenía sólo cuatro años, era pequeña e indefensa, y estaba tan asustada y excitada que se despertaba cada media hora, con las sábanas revueltas entre las piernas y la almohada aplastada de la forma más extraña. El osito panda manchado de baba que siempre dormía con ella apareció inexplicablemente en el suelo de la habitación de los niños, donde su joven dueña lo había tirado con todo ímpetu al despertar de un breve y desagradable sueño en el que su padre finalmente incumplía la promesa y salía sin ella.
Por la mañana, muy temprano, salió al vestíbulo a todo correr, aún con su camisón de verano puesto, y lo llamó, «Papá, Papá…», y su padre apareció de inmediato, como si la hubiese estado esperando (aunque ella sabía que no era el caso…, seguramente había planeado escabullirse de la casa en secreto); y la felicitó por su cumpleaños, y la besó, y le dijo que sí, que se quedara tranquila, que no se había olvidado, que tenía intención de llevarla a dar una vuelta, pero que primero tenía que vestirse, y desayunar un poco, y después pensarían lo del avión.
¿No había cambiado de opinión? ¿No se había olvidado?
Gideon vestía un traje blanco con camisa oscura de cuello abierto y Germaine pensó que nunca había visto nada de un blanco tan deslumbrante, y tan hermoso. El abrigo le quedaba grande —los hombros se le caían un poco—, pero era muy elegante, y a Germaine le dieron ganas de esconder la cabeza en él y preguntarle por qué no llevaban también a mamá, por qué no le preguntaban a mamá si quería ir, así no se enfadaba tanto, así no los odiaba tanto a ninguno de los dos…
Pero Gideon le dijo que fuera a desayunar.
Y a la media hora apareció en la planta baja para llevarla a Invemere. Con su traje blanco y su camisa oscura; y un sombrero blanco con cresta hundida en la copa y cinta de cuero trenzado, tan fino y distinguido que Germaine se puso a reír y a aplaudir en cuanto lo vio, diciendo que ella quería un sombrero igual. Leah se encendió uno de sus largos cigarrillos y ahuyentó el humo con brusquedad y tosió como solía hacer, una tos fuerte y breve, pero no dijo nada. ¡Era muy raro, pero también fantástico, que aquella mañana pareciera no importarle! Iban a salir en avión, era el cumpleaños de Germaine, pero no parecía importarle. También era cierto que aquel día iban a tener muchas visitas. Los abogados, los asesores, los gestores, los expertos en asuntos fiscales…
Gideon llevó a Germaine de la mano hasta la puerta y ahí se detuvo un instante para levantarse el sombrero a modo de despedida. Leah no lo advirtió. Gideon le preguntó si quería ir con ellos.
—No digas ridiculeces —dijo—. Vamos, vete; llévatela, haz lo que quieras.
Apagó el cigarrillo en un platillo y éste vibró con ruido en la mesa. Cuando alzó la mirada su esposo y su hija ya se habían ido.
Buscó la campana de plata y llamó impaciente a Belladona.
Mientras conducía por la orilla del lago Gideon hablaba animadamente de su Dragonfly y de lo mucho que le iba a gustar a Germaine. Tendremos que llevar paracaídas, dijo. Por si pasa algo. Tendré que atarte el tuyo y darte unas breves instrucciones, aunque no va a pasar nada, no temas… Tu papá vuela como si llevara toda la vida haciéndolo.
Le dejó su reloj para que lo examinara. Era un reloj nuevo, con una correa ancha de cuero que Germaine no había visto nunca. La esfera era muy compleja. Había muchos números y muchas manecillas que se movían, y líneas negras, rojas e incluso blancas, Germaine no era capaz de ver la hora en aquel reloj, aunque había aprendido a decir la hora perfectamente en los numerosos relojes del castillo.
—¿Ves esa manecilla roja que se mueve? —preguntó Gideon—. Es el segundero.
Ella lo observó y vio cómo se movía. Pero la manecilla negra se movía muy despacio. Y había otra blanca que también se movía muy despacio.
De modo que siguieron recorriendo la carretera aquella mañana cálida de agosto, levantando una nube de polvo a sus espaldas. Germaine iba tan absorta en el funcionamiento de aquel reloj que no advirtió que su padre había dejado de hablar animadamente y abandonado la carretera que flanqueaba el lago. El coche iba dando tumbos y rebotando por el camino estrecho que conducía a la casa de la tía Matilde.
De pronto se dio cuenta. Se dio cuenta y dejó caer el reloj y dijo con voz ofendida:
—¡Por aquí no se va al aeropuerto! ¡Éste no es el camino!
—No grites —dijo Gideon.
—¡Papá, no es por aquí!
Gideon aceleró, sin mirarla. Germaine se puso a dar patadas al asiento, tiró el reloj al suelo sin importarle si se rompía; comenzó a llorar y a decir que lo odiaba, que quería a su madre y que lo odiaba, que su madre tenía razón, ¡su madre lo sabía todo! Por más que la niña se agitó y lloró hasta tener toda la cara mojada, y muy caliente, y hasta humedecer también la parte delantera de su jersey de lunares, Gideon no detuvo el coche, ni siquiera trató de consolarla. Y por supuesto, no se disculpó por haberle mentido.
—¿Por qué me lo has prometido? —gritó—. ¡Te odio, te odio! ¡Ojalá te mueras!…
Y no le importó que la tía Matilde y la bisabuela Elvira y el sonriente anciano se alegraran tanto de verla. No le importó en absoluto, seguía llorando con hipidos. Ahí estaba el dócil cardenal rojo, en su jaula de mimbre, al sol, emitiendo su chip-chip-chip agudo e inquisidor, ahí estaban las gallinas blancas y el gallo blanco de cola larga, con su cresta rojo chillón, pero a Germaine le traía sin cuidado. Se soltó del abrazo de la tía Matilde y ni siquiera Foxy, el gato pelirrojo que huyó doblando la esquina de la casa y finalmente se aventuró a salir, al ver quién era, pudo distraerla en lo más mínimo, pues ella era muy consciente de que la habían traicionado: su padre había incumplido su promesa, y para colmo el día de su cumpleaños.
Los mayores querían que Gideon se quedase, pero él no tenía tiempo para ellos.
—Déjame prepararte un buen desayuno —dijo la tía Matilde—. Sé que no has comido. Huevos, tortas de trigo sarraceno, salchichas, magdalenas, ¡magdalenas de arándanos, Gideon! ¿Seguro que no tienes tiempo?
Pero no tenía tiempo, por supuesto.
—¡Ay, Gideon, mira cómo estás!… —suspiró la tía Matilde—. ¡Estás muy flaco!…
Él se agachó para darle un beso a Germaine, pero la niña se dio media vuelta indignada.
Parecía toda una señorita encolerizada, de cara impasible, y Gideon no pudo evitar reírse de ella.
—Es por el viento —dijo—, el viento no nos favorece, viene de las montañas y está soplando con fuerza, derribaría nuestro pequeño avión. ¿Germaine? ¿Lo entiendes? Otro día te llevo, cuando haya menos viento. Y volaremos por encima del lago Noir y verás el castillo y la granja, y a Buttercup pastando, y lo podrás saludar desde las alturas. ¿Te parece bien? Otro día. Hoy no puede ser.
—¿Por qué no puede ser hoy? —le gritó Germaine.
Gideon los saludó con el sombrero mientras retrocedía, sonriente. Pero no era más que la sombra de una sonrisa, del mismo modo que sus ojos no eran más que una sombra, y fue entonces cuando Germaine lo supo.
Lo supo, lo supo. Y ni siquiera echó una mirada fugaz al reloj que le había dejado…, ese reloj grande y feo lleno de líneas y números confusos.
Gideon se metió en el coche, dio marcha atrás para dar la vuelta y hasta los saludó sacando la mano por la ventanilla, pero ya se había ido, Germaine no le devolvió el saludo, se quedó ahí de pie mirándolo, jadeando, ya no le quedaban lágrimas, en las mejillas empezaban a secarse las lágrimas saladas, y cuando el coche se perdió de vista por el estrecho camino no permitió que los mayores la consolaran porque sabía que nunca más lo volvería a ver, y que de nada servía llorar, ni gritar ni tirar el reloj al suelo y pisotearlo: lo sabía.
Otro día, otro día, susurraba la bisabuela Elvira tocando el cabello de Germaine con sus dedos rígidos y gélidos.