La negra Lucy

La negra Lucy, Lucy Varrell, borracha y divertida, desnuda, sus pechos grandes y desgarbados goteando leche, leche para su bebé (un hijo que aún no tenía nombre: había logrado adelantarse en dos o tres semanas a Hilda, con esos labios de alfiler que tenía la pobre, y ni siquiera le importaba —tal era su bondad salvaje, y una de las razones por las que Jean-Pierre no podía separarse de ella— que él alardeara delante de quien quisiera escucharlo), sentada sobre él a horcajadas, en su habitación de Fort Hanna House, montándolo, golpeándolo, en broma pero con fuerza, en los costados, en los muslos temblorosos, hasta que, con júbilo repentino, comenzó a gritar. Un reguero de leche acuosa le recorría el rostro; el cabello de ella, despeinado y grasiento, le tapaba los ojos y la boca.

«¡No! ¡No! ¡Déjalo ya! Ay, Sarah…».

En la oficina de administración de tierras de Fort Hanna se hablaba con entusiasmo y cierto regodeo de la quiebra y del encarcelamiento del mismísimo Alexander Macomb.

Con su elegante atuendo de caballero, el yerno de Roger Osborne, un tal Jean-Pierre Bellefleur, había ido a negociar la compra de unos terrenos vírgenes; pero cuando llegó a Fort Hanna, y después de haber viajado al extremo norte del condado, a un mercado fronterizo de Paie-des-Sables, se le ocurrió comprar todo lo que pudiera o, por el contrario, vender las propiedades que ya le había comprado al agente de Macomb en Nueva York y volver de inmediato a la ciudad.

¡La naturaleza salvaje! ¡Las montañas! ¡El río Nautauga, tan plano y tan ancho! En Manhattan su suegro le había hablado con entusiasmo, pese a su estado enfermizo, de la riqueza del norte —los pinos sin cortar, los abetos— y, sentado en la oscura biblioteca de su casa de Broadway, insistió en que la extravagante adquisición de Macomb de los diez municipios (municipios formados después de obligar a los indigentes indios oneida a ceder sus tierras al estado) había sido una jugada maestra: a los dos años, Macomb vendió las tierras a otros especuladores y obtuvo grandes beneficios, por lo que ya no había impedimento para…

Pero ahora Macomb estaba arruinado, decían los demás. Y encarcelado.

Aquí, en Fort Hanna, la Sociedad Misionera del Norte tenía que vérselas con la comunidad disoluta y pendenciera de tramperos y comerciantes y ex soldados y prostitutas como la negra Lucy que habían ganado fortunas (eso decía el rumor, pero el rumor era falso). Roger Osborne temía que la negra Lucy y Erasmus Goodheart y el antiguo secretario de Aschthor —John Jacob Astor— y otros integrantes del «elemento delictivo» pudieran corromper a su inmaduro yerno.

Goodheart, por ejemplo. Unas copas con Goodheart en Fort Hanna House. El hombre decía que tenía sangre algonquina, séneca, holandesa e irlandesa. No era más indio de lo que podía ser Jean-Pierre. Era evidente que había sido amante de Lucy. Por así decir. Era uno de los que hizo correr el rumor, tal vez sin malicia, de que Lucy tenía una pequeña fortuna escondida…, le daba más valor, más encanto. (La primera imagen que tuvo Jean-Pierre de la mujer fue desalentadora: era corpulenta, y toda esa corpulencia parecía ser puro músculo, salvo el pecho grande y levemente encorsetado; era mucho más joven de lo que esperaba, de una belleza cruda y jocosa. Advirtió que iba a tener que competir por sus atenciones).

Cuando Jean-Pierre llegó a la región del norte por primera vez la naturaleza virgen lo asustaba, salvo cuando se había tomado ya unas cuantas copas. Su primer trago del mediodía, de la mejor calidad que podía conseguir en aquel miserable rincón del mundo, le sabía a vino. «Mi querida Hilda», escribió, «cada día que pasa es un tumulto de nuevas sensaciones y aprendizaje…, no sé qué pensar. La tierra virgen despierta en nosotros (y digo nosotros porque parece que a todos nos afecta por igual, salvo los indios que quedan, y los ancianos, o los enfermos, o los que están misteriosamente desanimados) una sensación de…, una sensación…». Arrugó la carta y comenzó de nuevo, irritado por la tarea, pues no sólo le molestaba tener que escribir a su mujer (a quien no amaba) sino que, además, le molestaba sobremanera que le resultara tan sumamente difícil expresar lo que sentía (en una conversación era capaz de desplegar toda su locuacidad y hacer que los demás lo entendieran perfectamente, o al menos que asintieran a sus palabras). «Mi querida Hilda, el aire es embriagador, me quedo despierto mientras los demonios retozan en mi cerebro, llevándome de aquí para allá…, engatusándome para que haga esto o aquello… La tierra virgen está viva. No he reparado en ello hasta ahora. Tampoco tu padre, con su parloteo…, ese parloteo petulante, entiende…». Apartó la hoja rígida de papel y se sirvió otros dos dedos de whisky en el vaso. Con delicadeza, como el roce de las pestañas de una amante en la mejilla, la imagen de la joven Sarah lo conmovió: esa imagen le rozó la piel acalorada. No creyó que lo seguiría hasta aquí, tan lejos de donde la vio por última vez. A estas alturas ya estaría instalada en Inglaterra, a estas alturas era probable que se hubiese casado, no era una idea descabellada, la había perdido para siempre y él había cometido la estupidez de casarse con una mujer más bien fea y sin gracia que no amaba, pero que era demasiado tierna y modesta como para poderla detestar a gusto. Y también estaba la dote. Y la generosidad del suegro. (¿Estaba senil el señor Osborne, o sólo un poco aturdido por los fármacos que le daba su médico, o simplemente anhelaba tener contento a su yerno?). «Mi querida Hilda», escribió Jean-Pierre, con repentino frenesí, «aquí sólo rige un principio, como en todas partes, sólo que aquí es de modo manifiesto y nadie se llama a engaños: la codicia y la sed de adquirirlo todo: pieles y madera; maderas y pieles; caza. Arrebatar todo lo que puedan dar estas tierras con la avidez de quien ha estado días enteros sin comer y de pronto se ve en un banquete de gala sabiendo que puede disponer de semejante despliegue a su antojo. Y se atiborra. Es una locura, esta avidez de echar mano a todo y de ganar a los demás, pues lo demás son enemigos. ¡En este banquete hay comida en abundancia! ¡De hecho, es excesivo! Pero eso mismo aumenta nuestra voracidad, no podemos contenernos, no vaya a ser que no haya suficiente para todos; se trata, por tanto, de engullir todo lo que hay en la mesa…».

Pero Hilda no lo entendería. Le asustaría tanta pasión y le enseñaría la carta a su padre.

«Mi querida Hilda», escribió, con la mano más controlada, «nunca dejaré este paraíso natural por propia voluntad».

Muchos meses después, la negra Lucy se levantó de la cama y avanzó descalza y sigilosa hasta el cuarto del fondo. Regresó al minuto con un cubo de cabezas y colas y entrañas de pescado y se lo tiró encima a su amante.

—¡Eso es para tu Sarah! ¡Tu preciada Sarah! —le gritó.

Medio despierto, trató de protegerse, pero la conmoción había sido paralizante: oír su nombre en alto, cuando lo había llevado dentro tanto tiempo, en secreto…

—¡Cómo lo has sabido! —dijo al fin, limpiándose frenéticamente—. ¡Maldita seas, zorra inmunda! ¿Cómo lo has sabido?

—Y Sarah no es el nombre de la que tienes en Nueva York, ¿no? —gritó la mujer.

Acto seguido quiso abalanzarse sobre él, columpiando los pechos, pero él se apartó, perdió el equilibrio y volvió a caer en la cama, en aquellos restos de pescado. (Era su pescado, trucha salvaje que ella había limpiado).

—Mentiroso. Canalla.

—Pero ¿cómo lo has sabido? —gritó Jean-Pierre aturdido.

Y así continuó, meses y años. Uno debe suponer.

Ahí estaba Goodheart, un hombre nervudo de ojos amarillentos, con una cicatriz en la frente, los dientes podridos y una proliferación de tatuajes en ambos brazos, que le contaba a Jean-Pierre, cuando se quedaban bebiendo a solas hasta bien entrada la noche, de los viejos tiempos en Johnson Hall, cuando sir William era representante general de su majestad para los asuntos de los indios. Antes de que el anciano falleciese de apoplejía en 1774. Antes de que sus hijos heredaran su patrimonio, y su posición, y todo empezara a desmoronarse. Las tribus de las Seis Naciones se reunían en Johnson Hall todos los veranos para sus juegos y se organizaban celebraciones que duraban días enteros, con más comida de la que nadie podía comer, todo a cargo de la corona. Pero a Jean-Pierre le costaba mucho imaginar aquellos tiempos.

Lucy le había dicho que Goodheart, a pesar de la barba y la ropa elegantosa y su modesta fama local como jugador de cartas avezado (sus ganancias eran siempre modestas, como si no quisiera provocar la ira de nadie, pero sistemáticas) había nacido en el seno de una familia de esclavos: su madre y su abuela eran esclavas domésticas de sir William. Pero él nunca aludía a su pasado; bromeaba con toda libertad sobre la poca valía de los indios como esclavos.

Era una creencia generalizada, por ejemplo, que podían morir por voluntad propia. El espíritu podía abandonar su cuerpo en cualquier momento, y ese cuerpo que quedaba podía asimilar todo tipo de castigo. Cuando murió el anciano sir William, su hijo mayor, John, ordenó en cierta ocasión que azotaran a un indio onondaga hasta despedazarlo…, literalmente, hasta dejarlo hecho jirones, por «obstinación e indolencia». Los esclavos indios eran siempre mucho más baratos que los negros. Y eran muchos más.

Goodheart acompañó a Jean-Pierre en una travesía por el caudaloso Nautauga y por el Alder en barco de vapor, desde donde podría apreciar las mansiones saqueadas de los grandes terratenientes que huyeron al norte en 1776. Se decía, afirmaba Goodheart, que sir John había metido en un arcón de hierro gran parte de sus tesoros y lo había enterrado en algún lugar de su propiedad antes de huir a Canadá con su familia y sus arrendatarios escoceses y una docena de sus esclavos más valiosos.

Algún tiempo después, Jean-Pierre compró la finca de Johnson, con sus más de veinticinco mil hectáreas. Había sido confiscada por el estado, y vendida a Macomb, y vendida una vez más cuando Macomb se arruinó. Poco a poco fue aumentando el frenesí: en un mes compró veinte mil hectáreas al oeste del traicionero lago Noir, donde no vivía nadie, y casi cincuenta mil hectáreas de tierra virgen impenetrable que rodeaba el Mount Horn. El año siguiente compró, por dieciocho centavos y medio la hectárea, ciento ochenta y seis mil hectáreas al norte del pequeño asentamiento de White Sulphur Springs.

Y así siguió. Meses, y años. Hace mucho tiempo. Aunque Jean-Pierre supervisaba las excavaciones de la finca de Johnson —los extensos jardines y el parque simétrico cubierto de maleza— nunca encontró el legendario tesoro. Sospechaba que Goodheart le había mentido, pero fue por otras razones por lo que encarceló al hombre en Fort Hanna, en 1781, el mismo año que nació Harlan.

Traspasar y cazar furtivamente en su propiedad, ésas fueron las acusaciones. No lo podía permitir.

Para entonces, la negra Lucy también había desaparecido. Le había pagado una generosa suma, con buenos dividendos pensando en sus hijos (eran tres, o cuatro) para que se fuera a vivir a Paie-des-Sables, donde su vientre y sus pechos caídos, y su rostro rudo y melancólico no lo deprimirían.

Y con el tiempo, también habría de desterrar a Hilda. Pues, al igual que la negra Lucy, se interponía entre Jean-Pierre y su amada, aunque su amada no era más que una imagen fugaz, un rostro de niña pálido como la luna, que vislumbraba en los momentos más excepcionales, cuando menos lo esperaba.

—¡Sarah! ¡Qué es eso de Sarah! ¡Ya te voy a dar yo a ti Sarah, maldito hijo de perra! —gritaba la mujer por encima de él, volcándole el cubo de entrañas de pescado en la cabeza.

Cuando fueron a buscarlo, muchas décadas después, al dormitorio más lejano de la casa que él y Louis habían construido, no tuvo tiempo de pensar en ninguna mujer: no tuvo tiempo de pensar en nada. Tampoco pudo interpretar los insultos ni los gritos furiosos que oyó cuando lo sacaron a rastras de la cama, junto a Antoinette. ¡Por qué estaban tan furiosos! ¡Por qué querían matarlo!

Pero no tuvo tiempo de pensar siquiera en eso.

—¡Bellefleur!… —fue el grito que oyó, beodo y asesino.

Bellefleur.