Era un temor compartido por los Bellefleur que el tío abuelo Hiram, aquejado de un trastorno de sonambulismo incurable (desde los once años se había sometido a todo tipo de tratamientos: lo habían atado a la cama, le habían obligado a ingerir pastillas y polvos y medicinas repugnantes, a hacer ejercicios extenuantes y humillantes, le habían suplicado, «persuadido» y obligado a someterse a un enérgico tratamiento de hidropatía en White Sulphur Springs bajo la dirección del célebre médico de la sociedad Langdon Keene, que iba a expulsar sus «venenos corporales» con enemas, mantas húmedas, largas inmersiones en las aguas olorosas, cataratas y cascadas y otras formas de «exósmosis»; lamentablemente, todo en vano) —un temor compartido también por el propio Hiram—, algún día sufriría un accidente catastrófico mientras andaba a tientas sumido en su insólito estupor noctámbulo. Sin embargo, el pobre hombre iba a morir totalmente despierto, a plena luz del día, de una rara infección, evidentemente muy grave, que comenzó a partir de un leve arañazo apenas perceptible en el labio superior. Parece que, a juzgar por lo que dijeron todos, su muerte a la edad de sesenta y ocho años no tuvo nada que ver con su historial de noctambulismo.
Es insólito, es inaudito, dijo su madre Elvira (que durante las décadas turbulentas fue la que más se preocupó por el trastorno de Hiram, convencida de que fue consecuencia directa de la vergüenza del niño por el descalabro financiero de su padre), qué absurdo, dijo la anciana casi enfadada cuando le contaron de su muerte repentina.
—No hay ninguna lógica, ninguna necesidad, ahora resulta que ha muerto de otra cosa absolutamente ajena —rió—, cuando llevábamos casi sesenta años preocupándonos a más no poder… No, esto no me gusta nada. Pero nada. Sesenta años haciendo el idiota por la noche, degradando toda su diurna lucidez para terminar muriendo de una infección que podía haberle ocurrido a cualquiera. ¡No había ninguna necesidad, todo esto es muy vulgar, os prohíbo que me contéis nada más!
Y aunque su anciano marido, conocido vagamente entre los Bellefleur como «el anciano del diluvio» y la tía abuela Matilde (con quien había ido a vivir la pareja, en la remota orilla norte del lago Noir) lloraron la inesperada pérdida de su hijo, la tía abuela Elvira no derramó una sola lágrima, sino que se enconó y no permitió, bajo ningún concepto, que nadie sacara el tema de la muerte de Hiram y su última semana de vida.
—La muerte accidental es de una vulgaridad extrema —dijo la anciana.
Hiram siempre fue serio y muy trabajador, incluso de niño, y a menudo, sospechaba él, lo comparaban favorablemente con sus frívolos hermanos Noel (que dedicaba todo su tiempo a los caballos, como si unos simples animales pudieran suplantar la energía inteligente de un hombre adulto) y Jean-Pierre (que mucho antes del fiasco de Innisfail ya era una grave decepción para su familia); a los once años ya había demostrado gran visión para los negocios y no sólo era capaz de discutir los diversos aspectos de las propiedades de los Bellefleur, incluidas las granjas de los problemáticos arrendatarios, con los contables, abogados y gestores de la familia, sino que, además, los cuestionaba cuando le parecía que estaban equivocados. En cierto sentido, fue por desafiar su evidente talento que eligió estudiar ciencias clásicas en Princeton, donde, sorprendentemente, no pasó de ser un estudiante mediocre; y nadie entendió nunca por qué dejó la facultad de derecho tan repentinamente, en la primavera de su primer año, para regresar a Bellefleur. De niño se había burlado con ligereza de las excentricidades de su familia y cuando hablaba parecía que lo único que deseaba era vivir lejos —quizá a muchos kilómetros— de ellos, en algún «centro civilizado» y alejado de las Chautauquas; pero cuando vivió apartado de la mansión, incluso aquellos pocos meses, se angustió tanto y los ataques de sonambulismo se sucedieron tan a menudo (en cierta ocasión lo vio uno de los guardias nocturnos caminando a cuatro patas por el tejado helado de Witherspoon Hall, en Princeton, y días después lo vieron tropezando y cayendo en las aguas del lago Carnegie; en otra ocasión sufrió heridas de consideración cuando, a eso de las once de la noche, en bata y pijama, salió al paso de un carruaje tirado por caballos en la embarrada calle Nassau), y la inquietud que sentía de día era tan acusada que la familia pensó que no era más que una añoranza excesiva por su casa, a pesar de los desmentidos de Hiram. (Toda su vida, incluida la misma noche de su muerte, le indignaron las teorías de los demás sobre su persona; entornaba los ojos grises, inteligentes y por lo general contemplativos, y los mofletes le temblaban de rabia ante la sola sospecha de que alguien, aunque fuera un ser querido, pudiera formarse una opinión de él. «Yo soy el único que está en condiciones de saber de mí», decía).
La peculiar transformación que sufría Hiram fue siempre muy comentada: durante el día era muy despierto, agudo y especialmente brusco y desagradable (una mera partida de damas, por ejemplo, lo inspiraba, aun en presencia de niños, hasta límites insospechados de intensidad despiadada, y no era buen perdedor), y nada de lo que ocurría se le escapaba pese al trastorno de su ojo derecho, cuya visión se le nublaba. Pero cuando dormía quedaba completamente a merced de toda serie de caprichos y contracciones musculares y arrebatos de locura y sueños crueles; y más de una vez intentaba, en su noctambulismo, destruir o incendiar los numerosos papeles, cuadernos de contabilidad, revistas especializadas y libros encuadernados en piel que guardaba en su alcoba. (Uno de los secretos más vergonzosos de la vida del pobre hombre, confiado en exclusiva a su hermano Noel, y sólo tras una larga agonía y una enérgica promesa por parte de Noel de no revelarlo jamás, era que sus dos hijos —Esaú, que sólo vivió unos meses, y Vernon— fueron concebidos, evidentemente, estando él dormido. La pobre Eliza Perkins, su esposa, la hija mayor de un importador de especias de moderada fortuna, residente en Manhattan, tuvo que soportar no sólo el intercambio sexual torpe, avergonzado y desmañado de su marido cuando estaba consciente, que a menudo terminaba en sudoroso fracaso, sino también cuando estaba inconsciente, más exitoso desde el punto de vista fisiológico aunque no menos deplorable en otros aspectos. Nadie sabía si Eliza se lo había confiado a alguien o si había asumido la situación en soledad: cuando Hiram la llevó a vivir a la legendaria mansión Bellefleur no era más que una joven de diecinueve años, de extrema inocencia y una ignorancia que tenía su encanto).
Durante el día, el tío abuelo Hiram iba siempre impecablemente vestido y lucía su pequeño vientre alto y redondo con rígida dignidad. Contemplaba a regañadientes sus entradas cada vez más pronunciadas y sus patillas rizadas, todavía oscuras; siempre le habían gustado sus dedos largos, suaves y «sensibles» (todas las mañanas se untaba una crema inodora fabricada en Francia). Sus modales de salón eran, a juzgar por todos, exquisitos. Cuando estaba enojado hablaba con delicadeza gélida y cortante, y aunque su piel lozana y rosada podía ruborizarse aún más, nunca perdía los estribos. Era una grosería, una vulgaridad, decía, mostrar los sentimientos en público, o incluso en ciertas habitaciones de la casa.
Era uno de los Bellefleur que manifestaba su «creencia» en Dios, aunque la naturaleza del Dios de Hiram era cuanto menos nebulosa. Un Dios irrisoriamente limitado y en muchos aspectos menos poderoso que el hombre, sin duda menos poderoso que la historia; un Dios que quizá en algún momento fue omnipotente, en los orígenes de la creación, pero que por desgracia ya estaba extenuado y no era más que una especie de inválido cercano a la extinción. (Para Vernon, que durante unos años creyó en Dios fervientemente, su complicado padre había dado con una teoría calculada para ofender tanto a los que temían a Dios como a los que lo negaban). No había nada más entretenido, o más estimulante, que oír al tío abuelo Hiram cuando interrumpía algún comentario de sus parientes con monólogos largos y elegantes, salpicados de citas griegas y latinas, que abarcaban la totalidad de las religiones y del pensamiento religioso: tan pronto ridiculizaba a San Agustín como a Moisés como los Evangelios como a John Calvin como a Lutero o a la iglesia papista en toda su integridad, a los hindúes adoradores de vacas y al arrogante, confundido y autoproclamado Hijo de Dios. En tales ocasiones construía oraciones meticulosas, incluso párrafos, con desapego e ironía, y hasta los que estaban absolutamente en contra de lo que decía no podían sino admirar su inteligencia.
Pero era dado a preocuparse y amargarse en exceso: a veces le parecía que su aspecto, por formal que fuera, no acababa de traslucir la persona distinguida, cerebral y sumamente contemplativa que él sabía que era. Su herida de guerra, motivo de la pérdida de gran parte de la visión del ojo derecho, podría haberle conferido mayor distinción, pensaba, si lograra dar con los anteojos idóneos…
Así era Hiram Bellefleur durante las horas del día.
Pero por la noche: ¡ay, qué transformación tan inquietante!
Los que lo veían en su trance noctámbulo se horrorizaban con su aspecto. El Hiram nocturno era apenas una sombra remota del Hiram diurno: los músculos faciales podían estar flojos y fofos o bien tensos y enzarzados en muecas sumamente retorcidas. Ponía los ojos en blanco. A veces permanecían cerrados (al fin y al cabo, estaba dormido); a veces tenían forma de medialuna pálida y temblorosa; otras veces estaban muy abiertos, con la mirada desenfocada. Se tropezaba y se tambaleaba y caminaba a tientas, parecía que iba a despertar en cualquier momento y que estaba tratando de orientarse en su entorno; pero nunca se despertaba hasta que no sufría algún percance, o alguien lo impedía a tiempo, zarandeándolo hasta despertarlo. (Aunque esto era peligroso porque Hiram, con aire infantil y travieso cuando estaba dormido, agitaba brazos y piernas y hasta daba cabezazos exactamente igual que un niño de dos años en pleno berrinche. Y en ciertas ocasiones, cuando lo despertaban al borde de algún tejado, o en el contrafuerte de un puente, o bajo una lluvia heladora, o más recientemente intentando abrazar contra su pecho a un Mahalaleel que aullaba indignado, el brusco despertar lo afectaba tanto que corría peligro de sufrir un infarto).
¡Los caprichos del noctambulismo! El propio doctor Langdon Keene, médico del célebre Jay Gould (que padecía un trastorno algo más leve que el del pobre Hiram) hizo un estudio de sus fluidos corporales y obligó al joven —que por aquel entonces tenía diecisiete años y era muy propenso a la depresión— a beber varios litros de agua al día, aun sin ser paciente del balneario de White Sulphur Springs. Pero el sonambulismo no cesó: al contrario, la necesidad de los hinchados riñones de Hiram confirió a sus astutas maniobras nocturnas un don especial (nacido, tal vez, de la desesperación) que consistía en escabullirse como un fantasma del sirviente que lo cuidaba y descender las grandes escalinatas circulares de la mansión con los brazos extendidos, un pie delante del otro, sin el menor traspié y en absoluto silencio, y salir de la casa rumbo al pozo que había a unos doscientos metros del ala este, donde lo único que impedía que orinase por encima de la áspera piedra del pozo y dentro del agua que bebía la familia eran los ladridos histéricos de los perros. En cierta ocasión, el joven Hiram —que sentía odio manifiesto por los caballos— se metió dormido en los establos e intentó subirse a lomos de un potro de Noel todavía sin domar, y sólo se despertó cuando el joven animal se puso a brincar desesperado y lo golpeó con los cascos. Lo cierto es que pudo haber sufrido severas lesiones, dadas las circunstancias, pero salió del trance ileso, salvo por un par de moratones, la nariz sangrienta y, por supuesto, el trauma de su organismo ante el brusco despertar. Al doctor Keene le interesaba particularmente aquel aspecto del noctambulismo de su joven paciente: aunque Hiram resbalara y cayese rodando por las escaleras hasta el sótano, o saliera caminando con torpeza para meterse en la ciénaga, con el agua salobre e infestada de culebras hasta la rodilla, o atravesara sin darse cuenta una vidriera de colores octagonal, o se cayera desde el balcón de uno de los minaretes moriscos, a doce metros de altura, o, cuando era un joven oficial del ejército, avanzara hacia las trincheras enemigas absolutamente ajeno a los disparos y explosiones de fuego que lo rodeaban por todas partes, siempre salía relativamente ileso, una y otra vez.
—A estas alturas ya tenía que haber muerto varias veces —dijo el médico sin ningún tacto mientras discutía el caso de Hiram con sus padres—. En cierto modo, pueden considerar que el resto de su vida es un regalo.
—Sí —respondió Elvira con impaciencia—. Pero ¡aún tiene que vivirla, no sé si me explico!…
(Una de las aventuras nocturnas más angustiantes de Hiram, nunca revelada a nadie, ni siquiera a Noel, sucedió tres semanas después de que su joven esposa Eliza cayera en la ignominia huyendo como lo hizo. Como precaución contra el noctambulismo, no sólo se ataba a la cama e incluso había ideado un sistema de campanas atadas a unos alambres que funcionaban como alarma si tropezaba con ellos, sino que, además, había puesto a un sirviente responsable de guardia en el pasillo, junto a su dormitorio. Sin embargo, un día se vio —despertó de golpe en el lugar, desconcertado y aterrorizado— en la superficie helada del lago Noir, a unos seis metros de la orilla. Estaban a mediados de noviembre y la capa de hielo era muy fina; es más, Hiram oía cómo se resquebrajaba y crujía por todas. Petrificado por el terror, no se atrevió a moverse. Comenzó a mirar a su alrededor como un loco, lo único que veía era el hielo reluciente y la luna reflejada en él al azar, y a una distancia que le pareció enorme, la orilla. El castillo quedaba oculto en la penumbra. En su consternación, tardó un par de minutos en asimilar las circunstancias de su coyuntura, y su peligro; estaba tan aterrorizado que ni siquiera sentía, vestido con su camisón de lana, la impasible ferocidad de los vientos que soplaban desde las montañas y hacían descender la temperatura moderada, cercana a los cero grados centígrados, a cinco o seis grados bajo cero. Sudaba por todos los poros de la piel. Cuando el hielo que había bajo sus pies paralizados comenzó a resquebrajarse, bajó la mirada y vio, de pronto, una figura por debajo del hielo, justo donde él estaba. Una figura que estaba boca abajo, con los pies presionados contra los suyos. Aunque en otros momentos el agua del lago Noir era tan oscura que podía resultar inquietante, y el hielo era casi opaco, como si estuviera cargado de minerales, en aquella ocasión el hielo era traslúcido y la mirada de Hiram llegaba hasta el fondo mismo del lago, a unos doce metros de profundidad. La presencia de la imprecisa figura —vio que era un hombre, un desconocido— le turbaba sobremanera. ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Cómo diablos había ido a parar ahí, debajo de la capa de hielo, boca abajo, en el profundo silencio de una noche de noviembre? Sudando, temblando, Hiram no osaba moverse. Se quedó con los pies descalzos apoyados en los de aquel desconocido —¿estarían descalzos también? No llegaba a verlos—, sin dejar de oír el molesto crujido del hielo por todas partes. La figura permanecía inmóvil, como paralizada, o congelada. Y a pocos metros vio otra figura, boca abajo, imprecisa al principio, inmóvil. Y otra más…, quizá de menor estatura, un niño, o una mujer…, y otra…, y a medida que los ojos de Hiram se acostumbraban a la oscuridad —hasta su ojo defectuoso poseía una vista penetrante en tal coyuntura— comenzó a ver, para su total asombro, que había una considerable multitud de figuras boca abajo, algunas de las cuales se movían, pero en general estaban fijas con los pies presionados contra la fina capa de hielo y la cabeza perdida en la penumbra. Quiso gritar, horrorizado. ¿Quiénes eran? ¿Quiénes eran aquellas gentes silenciosas, boca abajo todas ellas, esos seres condenados, esos desconocidos? «¿Qué diablos era aquello y por qué moraban esas gentes en el lago privado de los Bellefleur?»).
Y sin embargo, finalmente, a juzgar por lo que vieron todos, la muerte de Hiram a la edad de sesenta y ocho años no tuvo nada que ver con su sonambulismo.
Había regresado de la localidad de Belleview, surgida a raíz de la instalación de una fábrica, con una extensión de unos tres kilómetros a orillas del río Alder. Era una localidad que poseían los Bellefleur y que había crecido en los últimos años. Hiram regresó del lugar exhausto, los ojos y la nariz aún le picaban por el hedor de los químicos (las papeleras eran, sin comparación, las fábricas más pestilentes; lo dejaban realmente abatido), la cabeza le daba vueltas, había visto toda serie de imágenes desagradables (las dependencias de los trabajadores de la papelera, ya fuera en los apartamentos que habían construido los Bellefleur a modo de barracones, o en sus propias casas de maderos destartalados que afeaban la vista de casi todas las colinas y oteros, no eran ni mucho menos aptas como viviendas y Hiram se sumió en un mar de dudas sobre la valía de la naturaleza humana en masa), se echó en la enorme cama de latón sin quitarse la ropa, salvo los zapatos, y concilió un sueño intranquilo e irritante relacionado con la irracionalidad de Leah y la insolencia descarada de uno de los administradores de la papelera y con la excentricidad de su hermana Matilde, que vivía en la orilla norte del lago, cosiendo esos burdos edredones, estrafalarios e incomprensibles, y con su hijo Vernon, que en aquel confuso sueño despierto no le pareció tan muerto (lo que para él suponía una suerte de traición al nombre de la familia)…, y de pronto, de pronto, seguramente debido a la preocupación familiar de las últimas semanas por la conducta de Gideon, por su monomanía del vuelo (el joven testarudo —para Hiram siempre sería «joven»— había comprado otro avión más por una suma considerable, sólo para su propio deleite privado)…, de pronto Hiram volvía a ver, y a oír, el insolente motor de ese pequeño hidroavión deportivo, pintado con manchas de camuflaje, posado en el agua, con una sola hélice runruneando, y después rodando y rebotando por la superficie picada del lago y elevándose, al principio inestable y luego con desenfadada seguridad, alejando a Eliza Bellefleur del abrazo de su legítimo marido…
No, no, no, mascullaba Hiram apretando los dientes, obligándose a despertar, no, no, no me lo hagas por segunda vez, no me abandones a la humillación…, a la vergüenza…, a la soledad de las noches, una tras otra… Pero no lograba despertarse. Eran las cinco y media de la tarde, el sol penetraba con ímpetu por las ventanas de celosía de su dormitorio, en el jardín de abajo se oía el alboroto de los niños y un perro ladraba con toda su alma, pero no lograba despertarse; y de pronto su mujer llorosa estaba de nuevo en la cama, en sus brazos, y él intentaba por todos los medios pensar en algo que decirle, lo que fuera; quería explicarse, o disculparse, pero el olor a pánico que despedía lo perturbaba, aquel olor íntimo, cálido y sombrío y húmedo; de modo que no se le ocurría una sola palabra que pudiera decirle, ni siquiera en su propia defensa; le exasperaba y enloquecía que la mujer llorase con tanta frecuencia, y que le diera la espalda avergonzada —por pudor—, aunque era cierto que la despreciaba por ciertas debilidades corporales que no podía controlar y que eran, de hecho, parte de la feminidad —cosa que entendía sin duda alguna—, y sinceramente no la culpaba por ello…, ¡salvo si estaban en el salón de abajo, o en el Gran Salón, o en la mesa, vestidos formalmente de arriba abajo, con testigos que pudieran oír y apreciar sus comentarios!…, pero, por desgracia, estaban atrapados, como parecían estarlo para siempre, en esa cama que apestaba a esfuerzos excesivos y vanos y jadeantes, y no se le ocurría una sola palabra, una palabra salvadora, que decirle.
Fue entonces cuando se despertó de golpe.
Se despertó al fin. Y ahí se quedó, con su traje puesto, su reloj de bolsillo marcando los segundos con confianza, retorciendo con desespero los dedos de los pies, enfundados en calcetines que le cubrían las pantorrillas. Pero el olor seguía en la habitación. Ese olor íntimo, afelpado, cálido y sombrío y húmedo, con un leve aroma de sangre. Sí, sangre. Era sangre. Y era raro, muy raro, angustiosamente raro, que el mal olor del sueño siguiera ahí, en la habitación; es más, en su propia cama.
—¡Qué es esto!… —exclamó airado cuando apartó las sábanas y vio una imagen asombrosa: una de las gatas anaranjadas echada de costado en la cama, cuatro gatitos ciegos y sin pelo amamantándose y maullando y sobándole el vientre con sus patitas.
¡Una gata parturienta se había enterrado en su cama para dar a luz! Y había dejado todo hecho una porquería, un desbarajuste repugnante, con manchas de sangre húmedas y trocitos de piel y de carne…
—¡Cómo te atreves…, cómo te atreves! —gritó Hiram retrocediendo y alejándose de la criatura hasta dar con la espalda en la cabecera de la cama, y haciendo que la cama entera vibrase con la intensidad de su repugnancia.
Aquella tarde, llamó de inmediato a una sirvienta y le ordenó con tono enojado que se llevara de allí a la gata y los gatitos y limpiara la porquería de su cama. Acto seguido salió del cuarto con paso airado y aún estremecido por el atropello. En qué estaban pensando los ineptos que atendían la casa, cómo podían haber permitido que una gata parturienta diera a luz en su dormitorio, ¡en su propia cama! Era inconcebible.
Se quejó largo y tendido a quien quiso escucharlo: Noel, Cornelia, Lily, y después, más avanzado el día, incluso a la tía Verónica; Leah no tenía tiempo para él (estaba contrariada y nerviosa porque había tenido una conversación telefónica de dos horas con el agente de bolsa de Vanderpoel), pero le dijo a su criado que se hiciera cargo de la situación. Con esto no quiero decir, dijo con severidad, mirando a Belladona a la cara (ya era tan alto como ella, por más que adoptara siempre una postura acobardada en su presencia), con esto no quiero decir que mates a los gatitos.
Pues eran, claramente, hijos de Mahalaleel y serían unas criaturas hermosas cuando crecieran: tenían que dejarlos vivir.
De modo que Belladona, ayudado por dos o tres de los primos jóvenes que estaban de visita, hizo una camita confortable para la gata en un rincón de la despensa contigua a la cocina. Era una caja de cartón común puesta de lado, con trapos suaves al tacto para que la gata se echara encima y unos cuencos de agua, leche y restos de pollo al lado. Como los gatitos ciegos eran sensibles a la luz, la habitación tenía que mantenerse en penumbra; y, como es natural, había que respetar la intimidad de la gata. Nadie podía espiarla, al menos no muy seguido. Tampoco podía nadie levantar a los gatitos (eran una preciosidad de criaturas diminutas y sin pelo, casi como crías de rata) porque eran muy delicados.
La cama se organizó finalmente y aunque la gata —con un pelaje bonito y sedoso, de color anaranjado, unas garras de un blanco llamativo y unos ojos verdosos que brillaban en la cara blanca— estaba hostil al principio, y ciertamente desorientada, al cabo de unas horas se adaptó a su nuevo entorno.
Y Hiram, lógicamente, se olvidó del incidente. Tenía mucho que pensar, mucho que pensar, había que salvar un escollo en las negociaciones que estaban llevando a cabo para la adquisición del último terreno de seiscientas hectáreas, era muy probable que en Belleview hubiera un paro como medida reivindicatoria, y en Innisfail podía suceder algo similar… El fin de semana se ausentó por motivos de trabajo y cuando regresó, caminando con premura por delante del sirviente que le llevaba la maleta, abrió la puerta de su dormitorio de par en par y de inmediato percibió el olor: un olor tan intenso, y en cierta medida tan taimado, que le dieron náuseas. Los ojos casi se le saltaban de la cara, miró de lado a lado, conteniendo el impulso de las arcadas, mientras el idiota del sirviente llevaba la maleta a su vestidor como si no pasara nada. ¡La gata! ¡El olor no había sido eliminado! Había dado órdenes expresas a las chicas de la limpieza para que limpiaran la cama, incluso que cambiaran el colchón y que airearan la habitación a conciencia…
—El olor, Harold —dijo.
El sirviente se volvió hacia él con gentileza y arqueó las cejas. Estaba claro que el muy idiota fingía no advertir nada.
—¿Señor?…
—Ese olor. ¿Cómo puede nadie esperar que me quede en esta habitación? ¿Cómo diablos voy a dormir en esa cama, con ese olor nauseabundo? Les pedí a todos ustedes, como sin duda recuerda bien, que limpiasen el cuarto.
—¿Señor? —dijo el sirviente, parpadeando despacio.
Su frente apergaminada se frunció formando una hilera de arrugas superficiales, pero la mirada serena, penetrante y socarrona permaneció intacta.
Hiram, con el corazón en un puño, hizo un ademán desesperado como queriendo quitarse de encima al sirviente alelado, pero en lugar de ello se fue a la cama y quitó las sábanas de un tirón.
Y ahí estaba…, de nuevo…, increíblemente…, ahí estaba la gata anaranjada y sedosa, echada de costado y lamiendo adormecida a uno de los gatitos (que maullaba y agitaba las patitas frenéticamente) mientras que los otros tres, con la piel azulada y anaranjada y grisácea ondulada por el hambre voraz, se amamantaban succionando las tetas de su madre.
—Esto es…, esto es insufrible —gritó Hiram.
Tal era la audacia de la gata que apenas se dignó a echar una mirada a Hiram y continuó afanada en el lavado de su cría, como si no pasara nada.
—Se lo digo una vez más, Harold —dijo Hiram con voz chillona—. Esto es insufrible.
Se abalanzó sobre los gatos —la madre bufó y pareció arremeter contra él— y, enceguecido por la rabia, agarró una de esas crías repulsivas, que parecía una rata, con su pancita hinchada, a punto de estallar, y unas gotitas de excremento acuoso corriéndole por las patas traseras, y la arrojó contra la pared. El animal se estrelló con un sorprendente chasquido y cayó muerta en el suelo.
—¡Sáquelos de aquí! ¡Sáquelos de aquí! ¡Sáquelos a todos! —gritó al tiempo que daba unas cuantas palmadas ante la asustada mirada del sirviente—. ¡Y limpien la cama! ¡Cambien el colchón! ¡Inmediatamente! ¡Se lo ordeno! ¡Se lo ordeno a todos! ¡Bajo amenaza de despido! ¡Cambien el colchón y limpien la habitación y aireen todo de arriba abajo! ¡Vamos, a qué espera!
Y la orden fue acatada. Una legión de sirvientes, hombres y mujeres, cambiaron no sólo el colchón sino también la cama. Siguiendo las indicaciones de la abuela Cornelia habían encontrado una elegante cama con cabecera de latón en uno de los desvanes del ático. Cambiaron la alfombra y las pesadas cortinas de terciopelo y abrieron de par en par todas las ventanas para que entrara la brisa suave y limpia y aireara la habitación a fondo, llenándola del olor a hierba calentada por el sol y del indefinible aroma de las montañas. Ahora, dijo Cornelia en voz baja al supervisar el trabajo de la servidumbre y dar su aprobación, ya puede estar contento ese chiflado.
Y, en efecto, se quedó contento, aunque con cierto recelo.
—¿Y ya se han deshecho de esa criatura repugnante, y sus crías aún más repugnantes? —quiso saber.
Le aseguraron (aunque no era del todo cierto: llevaron a la gata y a los gatitos a uno de los graneros, con la caja de cartón, trapos, cuencos de comida y demás) que, por supuesto, que se habían deshecho de la gata y que nunca más lo volvería a molestar.
—Es…, era… absolutamente insufrible —masculló entre dientes.
Sin embargo, una tarde —no habían pasado ni tres días— Hiram regresó a su habitación tras un prolongado almuerzo y al llegar al final del pasillo vio algo que caminaba a paso ligero…, caminaba a paso ligero con la cabeza gacha…, del tamaño de un gato…, y de un empujoncito abrió la puerta de su dormitorio (que había quedado entornada) y se coló dentro.
No puede ser, pensó escandalizado. «No puede ser».
Habían matado a la gata y a los gatitos, siguiendo sus indicaciones, pero ahí estaba la gata, una vez más, llevando a una de las crías (había visto de refilón que llevaba algo en las mandíbulas) agarrado del cogote…
Hiram se puso a gritar. Entró en el dormitorio como una exhalación y vio la imagen infernal: la misma gata anaranjada de siempre, con la cara y las patas blancas y los ojos verdosos y una cría agitándose en sus dientes que en ese momento quedó posada en la cama. Se había hecho una especie de madriguera debajo de las mantas y había logrado retirar la pesada colcha de brocado. Lo más infernal de todo era que ya hubiese tres gatitos ahí metidos, además del que acababa de traer. Todos ellos maullaban lastimeramente y agitaban desconsolados las patitas en el aire.
—¡Esto no puede ser! ¡Me niego a asumirlo! —gritó Hiram.
A pesar de su consternación, fue lo bastante lúcido como para advertir que todos los sirvientes, además de su cuñada Cornelia, lo habían engañado: le habían seguido la corriente como si fuera un anciano ridículo, lo que aumentó su indignación considerablemente. Y en esta ocasión la gata se enfrentó a él con toda insolencia, negándose a salir de ahí por mucho que él gritara y diera palmadas para asustarla. Tenía las bonitas orejas echadas hacia atrás, los ojos entornados, se agazapó justo delante de su camada para protegerla y bufó y gruñó desde la profundidad de su garganta. Y cuando Hiram, en pleno ataque de furia, se fue hacia ella para agarrarla por el cuello arremetió contra él. Tan rápida fue que no se vio más que un movimiento borroso, pero logró clavarle una sola uña en el labio superior.
—¡Cómo te atreves…, cómo te atreves! —dijo entre sollozos, apartándose con dificultad.
Aquella uña, aquella uña solitaria (de hecho, era el espolón) era tan afilada —bastante más afilada y traicionera que una aguja— que Hiram se quedó helado; y la visión y el sabor de su propia sangre lo acabó de desmoralizar (aunque tampoco le salía tanta sangre, ésa es la verdad, era un leve arañazo).
—Cómo os atrevéis…, todos vosotros…, cómo os atrevéis…, cómo os atrevéis… —lloraba el pobre hombre.
Lo encontraron llorando sin consuelo. Estaba sentado en un rincón de su habitación en penumbra, en una mecedora, inclinado hacia delante, las gafas caídas en el suelo. Me voy a morir, susurraba. Me ha arañado, me ha hecho sangre y me va a infectar. Me voy a morir, decía agarrándose con debilidad al brazo de su hermano. Noel le dijo que no dijera tonterías. ¿Por qué no encendían las luces? Por el amor de Dios, ¿qué era todo aquello? Y cuando encendieron las lámparas vieron a la gata anaranjada acurrucada en la cama de Hiram y junto a ella los gatitos, durmiendo plácidamente. La gata soñolienta pestañeó al verlos, pero sin la menor intención de moverse y escapar.
—Nadie ha muerto nunca por una arañazo de nada —dijo Noel, riéndose.