El asesinato del sheriff del condado de Nautauga

Aquellos últimos días del verano parecía que Germaine estaba perdiendo sus «poderes»: no supo vaticinar, evidentemente, la muerte de su tío abuelo Hiram y, exceptuando un extraño letargo que teñía su preciosa carita de un tono algo sombrío, y varias noches en vela justo antes de su cuarto cumpleaños, no parecía tener una sensación clara de la catástrofe que se avecinaba: la destrucción de la mansión Bellefleur y la muerte de muchos miembros de su familia.

La mañana del asesinato de su tío Ewan, por ejemplo, no dio muestras de angustia. Incluso parecía que había dormido muy bien la noche anterior, porque se despertó de un humor excelente. Mientras desayunaba en la terraza, Leah observaba a su hija de refilón, la oía parlotear con una de las sirvientas sobre un sueño tonto que había tenido, o tal vez era uno de los gatitos (según Germaine) el que lo había soñado —gatitos con alas que podían volar y hasta remar en el lago, si querían, y todo era amarillo, como los ranúnculos, y alguien repartía pastelitos con glaseados de fresa— y Leah pensó que su hija era una niña normal y corriente.

Brillante, y guapa, y a veces un poco terca, y con arrebatos de mal genio, como todos los niños; quizá un poco grande para su edad. Pero cualquier persona ajena a la familia pensaría que no era sino una niña normal: es decir, una niña común y corriente. Los ojos, que antes parecían contener una luz asombrosa, ahora le parecían a Leah los ojos de una niña sin más. Y el rápido desarrollo que tuvo durante los dos primeros años de vida ahora era más lento, de modo que sólo sobrepasaba en tres o cuatro centímetros la altura media de los niños de cuatros años. Era cierto que su agilidad mental era notable: se las había ingeniado sola para aprender a leer y a hacer cuentas sencillas, y cuando se le antojaba podía responder a las preguntas de los mayores con un tono sorprendentemente adulto. Pero tanto su agilidad como su inteligencia habían dejado de parecerle excepcionales. En comparación a Bromwell, por ejemplo…

Como si le leyera el pensamiento, la niña se volvió hacia ella con timidez. La entretenida historia de los gatitos que volaban y los pastelitos se fue apagando y la sirvienta regresó a la casa. Por un momento, madre e hija se miraron a los ojos, sin hablar, sin sonreír, con cierta cautela. Los ojos de Germaine eran muy hermosos, pensó Leah, entre pardos y verdes, muy distintos a los de Gideon, y a los suyos; y con densas pestañas. Y por lo general muy brillantes y curiosos. Pero no tenían, advirtió consternada, nada de especial.

Con inquietud, la niña bajó la cabeza sin dejar de mirar a su madre fijamente. Era un gesto muy suyo, que a Leah le parecía de una sumisión falsa y esquiva: una súplica de que la quisieran, una súplica de que no la regañaran, cuando era evidente que no había probabilidad de ninguna regañina (aunque el absurdo parloteo sobre el sueño había sido molesto, a qué negarlo) y, por supuesto, que era muy querida.

¿Acaso no lo sabía? ¿No sabía aquella criatura exasperante cuánto la querían?…

Probablemente hubo algo en el rostro de Leah que perturbó a Germaine, pues siguió mirando a su madre, agachando más aún la cabeza, y se metió los dedos en la boca para chupárselos, aunque era una costumbre que Leah le había prohibido airadamente.

—Ya está bien, Germaine —susurró Leah.

En el jardín amurallado había una calma total: no cantaban los pájaros, no se movían las hojas de los árboles, en el cielo apacible y diáfano no había ningún movimiento, como si aquel cielo no tuviera nada de extraordinario, no fuera muy distinto a una taza de té invertida con una mínima rajadura aquí y allá. El mundo entero había quedado suspendido aquella mañana de agosto mientras Leah y su peculiar hijita se miraban fijamente en medio de un silencio que se hacía cada vez más tenso a medida que pasaban los segundos.

Fue entonces cuando el entrecejo de Leah se llenó de arrugas y sin saber lo que hacía tiró de la mesa el Financial Gazette que estaba doblado y dijo, entre sollozos:

—Pero ¡qué voy a hacer sin ti! ¡Qué voy a hacer con los años que me quedan! Justo ahora, cuando estoy a punto de…, de…, de terminar lo que he empezado… ¡No me puedes abandonar ahora, no puedes traicionarme así!

Unas dieciocho horas después, en el dormitorio del apartamento que Rosalind Max tenía en el piso veinte de la Torre Nautauga, Ewan fue sorprendido mientras dormía por una serie de disparos sin poder defenderse del asesino desconocido que, a menos de tres metros, le metió siete balas en el cuerpo indefenso. Cinco de ellas le atravesaron el pecho, una el hombro y otra se le quedó incrustada en la parte superior del cráneo. Rosalind, que por una propicia casualidad se encontraba en el baño en ese momento, y allí se escondió aterrorizada durante los disparos, finalmente salió y vio a su corpulento amante ladeado en la cabecera de la cama, absolutamente inmóvil y cubierto de sangre.

Del mismo modo que el sueño placentero de Germaine no había presagiado en modo alguno la violencia que iba a experimentar su desdichado tío, tampoco los sueños del propio Ewan presagiaron nada. Dormía, como siempre, profundamente, en un estado cercano al estupor, con una respiración ruidosa tanto al inspirar como al espirar. Viéndolo dormir con tanta dicha, era imposible imaginar que el durmiente estuviera alterado por algo tan inmaterial como los sueños, o por pensamientos de ningún tipo. Y era así. Si Ewan alguna vez soñaba, olvidaba el sueño en cuanto se despertaba. Nadie podía decir, ni siquiera los que más lo querían, que fuera el más inteligente de los Bellefleur, pero lo cierto es que sentía un desprecio casi patricio por las supersticiones de ciertos miembros de la familia. No me vengas ahora con esas monsergas de campo, solía decir con tono jocoso o airado, dependiendo del humor que tuviera. Cuando más irrespetuoso se mostraba era en presencia de su mujer, cuyo temor —desde que era sheriff temía «por su vida»— lo aburría. (También la propia Lily lo aburría. Si hubiera tenido celos de Rosalind, se quejaba Ewan con Gideon y con sus amigos, si hubiera mostrado una mínima y sana curiosidad enojada, tal vez sería otra cosa: pero aquella cara larga y lastimera, los suspiros y las lágrimas y las absurdas «premoniciones» sobre su seguridad sencillamente lo contrariaban. La amaba, eso sin duda —todos los matrimonios de los Bellefleur eran duraderos—, pero cuanto más sufría ella, más se alejaba él de casa: y cuando decidía ir solía montar en cólera y acababa estampándola contra la pared. ¡Por qué te empeñas en poner a prueba mi amor por ti!, le gritaba a la cara, aturdida).

Ewan era un hombre corpulento y coloradote que se encontraba en la flor de la vida cuando conoció a Rosalind Max en un club nocturno de Falls. Al verla se presentó, a pesar de que estaba acompañada por un rival político que Ewan sabía que era despreciable. Pronto dejó de ver a las otras mujeres y se les empezó a ver juntos por la ciudad dos o tres o cuatro veces por semana, formaban una llamativa pareja, no exactamente atractiva, aunque Rosalind sí tenía una belleza dura y atrevida (se pasaba una hora o más untándose en el rostro redondo y robusto una pátina de maquillaje brillante que le dejaba la tez resplandeciente y sin poros, y el cabello teñido de rojo era exuberante y abiertamente artificial, cortado a navaja para dar un efecto agitanado; los labios eran de un escarlata impecable). En la ciudad era de conocimiento público que Ewan estaba loco por ella, aunque también le inspiraba una cómica desconfianza, y que a lo largo de los meses le había hecho generosos regalos: el imponente Jaguar azul, modelo E, con un tapizado de piel de conejo teñida y accesorios de plata y un teléfono incorporado; un anillo de esmeraldas que según dijo era una reliquia de familia (y que la descuidada Rosalind perdió en seguida navegando por el río con un amigo) y un congelador lleno de filet mignon, un abrigo de marta hasta los pies y un velero de siete metros y medio, con velas moradas y verdes, y muchos otros regalitos más pequeños. El ático del nuevo bloque de pisos que daba al río estaba a nombre de Ewan, por supuesto; de hecho, el bloque entero era de su familia. Cuanto más inquieto estaba con ella, más generoso era.

—En realidad no es que esté enamorado de ella —le dijo a Gideon un par de veces, cuando los hermanos aún confiaban el uno en el otro—, es una… —dijo una palabra tan obscena y fría a la vez que Gideon no supo si asquearse o reírse.

También solía decir que no podía amarla bajo ningún concepto: no era digna de su nombre.

Con todo, le dio el apartamento con sus magníficas vistas al río, y Falls y la isla de Manitou al este, además de incontables regalos costosos, como cualquier amante, como cualquier amante entusiasmado y aturdido, y hasta quiso que los dos (Rosalind nunca supo por qué) posaran para un retrato que iba a pintar un artista que vivía al margen de la sociedad de Nautauga Falls y que había hecho retratos, por unos honorarios prohibitivos, de un senador de Estados Unidos que era de la zona, y del alcalde de Nautauga Falls, y del millonario dueño del hipódromo y de varias señoras de la sociedad, esposas de empresarios y filántropos que a Ewan le parecían mucho menos atractivas que su pelirroja Rosalind. Los retratos se terminaron para Navidad del año anterior y en el momento del asesinato adornaban la pared del cuarto de estar del apartamento: el de Rosalind era bastante histriónico y rígido, pero seductor al estilo convencional; en el de Ewan se veía a un hombre de mediana edad, fornido, de amplios mofletes, apuesto y arrogante, con los ojos entornados de alegría, o quizá de maldad, y una papada suave y arrugada contra el cuello de la camisa. Era casi un insulto, aquel retrato; de hecho, Rosalind tuvo que suplicarle que no agrediera al artista físicamente, pero si uno lo contemplaba un buen rato le acababa viendo un cierto atractivo, cierto encanto. Lo más raro de todo era (y todo el que lo miraba un buen rato coincidía) que el retratista había creado, no se sabía si a propósito (él decía que no) un aura pálida, apenas perceptible, alrededor de la cabeza y daba la sensación de que el célebre sheriff del condado de Nautauga tenía una especie de halo. Esto divertía sobremanera a Ewan y a Rosalind y a los de su círculo, les parecía misterioso. Porque el halo no siempre se veía. Pero si uno lo miraba con detenimiento y paciencia, reaparecía.

Desde la primera noche en que trabaron amistad, Ewan se quedó fascinado con la independencia de Rosalind: estaba delante de una mujer que no quería casarse, ni siquiera con un Bellefleur. Trabajaba por horas cantando en los clubs nocturnos de la ciudad y de vez en cuando hacía de modelo para una serie de fotógrafos; también había hecho, afirmaba, «teatro». (Desde los diecisiete a los veintiún años, momento en que su vida se había visto bruscamente alterada, dijo con cierto misterio, había actuado en papeles secundarios en el teatro de la ópera de Vanderpoel, donde a veces hacían comedias, musicales y melodramas; aunque Ewan nunca la había visto en tales trances, como es natural). Una noche, casi desnuda, salvo por una vaporosa boa de avestruz enrollada a la cintura, Rosalind se puso a caminar por la habitación con pasos altos mientras cantaba con una voz ronca y rebelde, una delicia de voz, Cuando los muchachos vuelvan a casa, el número final, dijo, de uno de sus musicales más exitosos. Ewan la contemplaba extasiado. Era evidente que la amaba.

Pero no confiaba en ella. A veces le daba pavor la sola idea de que tal vez lo había traicionado…, que lo estuviera traicionando en ese momento…, y nada lo tranquilizaba, salvo llamarla por teléfono, o mandar a un mensajero con alguna excusa (que le llevaría una docena de rosas blancas, o una mousse de chocolate, su postre favorito, del famoso restaurante del hotel Nautauga House). En cierta ocasión ordenó el regreso a la ciudad de un helicóptero policial que sobrevolaba una inhóspita y remota comunidad maderera en la que se estaba llevando a cabo una tediosa investigación por homicidio. El helicóptero aterrizó, con gran alboroto, en la terraza del ático. (Ese día vieron a un caballero vestido con una gabardina saliendo a toda prisa del apartamento, pero cuando Ewan le preguntó a Rosalind, ésta le explicó, de manera convincente, que se había levantado con un dolor de muelas espantoso y que tuvo que llamar de urgencia a su dentista). En otra ocasión, Ewan observó en el hipódromo que su amante había apostado —sumas modestas, veinticinco dólares, cuarenta dólares— por un par de caballos extravagantes cuyas apuestas estaban a 100 contra 1 y 85 contra 3 respectivamente. Lo raro era que esos caballos habían ganado; pero Rosalind le dijo que había oído por casualidad a su peluquero hablar de ello con una cliente y que se había acordado de los nombres mencionados, sin más. Y que había sido un golpe de suerte. No era amiga de nadie relacionado con el hipódromo, dijo, y además, los jockeys le causaban rechazo físico. Ewan la creyó, tras una breve deliberación. Tanto lo consumían los celos que cuando entraba de improviso en el apartamento pensaba que habría amantes de Rosalind agazapados en los armarios, o escondidos en la ducha. Cierto es que de vez en cuando veía pisadas enormes en el mármol rosado de la bañera y pelos que no eran ni suyos ni de Rosalind en las almohadas con fundas de seda, y que sus reservas de cerveza, guardadas en una nevera auxiliar que tenían en el apartamento, a veces estaban mermadas; pero era lo bastante sensato como para dudar de sus propias sospechas, además, Rosalind siempre hacía bromas y le tomaba el pelo y en seguida le devolvía el buen humor. Te pasas la vida persiguiendo delincuentes, decía, es normal que seas desconfiado. Pero no dejes que influya en tu opinión de la naturaleza humana, Ewan. ¡Al fin y al cabo…, sólo vivimos una vez!

Aunque Ewan disfrutaba de la vida nocturna de la ciudad y se sentía más que halagado de que lo vieran en compañía de su despampanante Rosalind Max, lo que más le gustaba, como le dijo a Gideon, era encerrarse horas y horas —doce, dieciocho— en el ático con su amante y un buen suministro de alcohol, cerveza, cacahuetes salados, pizzas congeladas y donuts (glaseados, espolvoreados con azúcar, donuts de canela, de manzana, de cereza, de nata batida) que compraban en Sweet’s, la mejor panadería de la ciudad. Hacían el amor y se preparaban enormes platos de comida sacada del congelador y de la nevera, y bebían, y comían donuts, y dormían un rato, y se despertaban y hacían el amor, y se servían más copas y se terminaban los donuts que quedaban…, y así transcurría el fin de semana; en tales ocasiones consumían más de dos docenas de donuts de Sweet’s y cantidades ignotas de comida y bebida.

—No es que yo la ame, es una ramera de triste fama, pero te confieso que no veo mejor forma de pasar el rato.

—En tal caso, eres muy afortunado —le dijo Gideon de manera cortante, poniendo fin a la conversación.

(Los hermanos se habían ido distanciando con los años, y después del accidente de Gideon y de su adquisición del aeropuerto de Invemere casi nunca hablaban; la suerte quería que rara vez coincidiesen en la casa, y cuando lo hacían trataban de evitarse).

Eran las tres de la mañana, de la mañana del domingo, cuando, tras una prolongada tanda de intercambio sexual y comida y bebida, Ewan cayó en aquel sueño letárgico, con sonoros ronquidos (de hecho, Rosalind dijo después que los ronquidos de su amante le habían salvado la vida…, no podía dormir…, decidió darse un baño de espuma relajante…, y ahí mismo estaba, inmersa en el agua caliente de la lujosa bañera, cuando irrumpió el asesino en el apartamento y luego en el dormitorio, y comenzó a disparar al pobre Ewan); y ya no volvió a despertar, no volvió a despertar en calidad de Ewan Bellefleur, sheriff del condado de Nautauga.

¡Qué rápido había sucedido todo! Un desconocido irrumpiendo en la habitación…, siete balas disparadas con pistola automática…, Ewan desangrándose en las almohadas y sábanas de seda…, Rosalind escondiéndose aterrorizada en la bañera. Y después, de nuevo el silencio.

Qué rápido e irreparable… Y cuando le pareció que el asesino se hubo marchado, Rosalind salió del cuarto de baño, temblando, sabiendo lo que iba a encontrarse en la cama, pero igual gritó al verlo: su pobre amante, desnudo e indefenso, su amante muerto, el cuerpo acribillado a balazos. La parte superior del cráneo hundida. Estaba muerto, pero aún movía los dedos.

Estaba muerto, tenía que estarlo, tras esa tanda de disparos a tan corta distancia: pero le palpitaban los párpados. Ella gritó y gritó.

Sin embargo, Ewan no murió; y fue gracias a la destreza de su neurocirujano, y a la resistencia de su propia constitución, que logró recuperarse con la rapidez que lo hizo: tan sólo cinco semanas de hospital, dos de ellas en la unidad de cuidados intensivos. Después lo trasladaron a un hogar de convalecencia situado en la isla de Manitou, elegido por los Bellefleur por su proximidad a la mansión, además de por la excelencia de sus profesionales.

Ewan no murió, pero…, pero tampoco podía decirse que hubiese sobrevivido. No era el Ewan Bellefleur que todos habían conocido.

Unas cuarenta y ocho horas después de los disparos, Ewan recobró el sentido en la unidad de cuidados intensivos; los ojos se le quedaron en blanco y movió un poco los labios pálidos, después quiso agarrarle la mano a la enfermera que lo atendía, sus primeras palabras, apenas inteligibles, hacían referencia a la sangre y al bautismo. Después volvió a perder el conocimiento y entró en un estado comatoso que le duró dos días. Y cuando volvió a despertar, esta vez de modo permanente, Noel y Cornelia —los únicos que en aquel momento tenían permiso para entrar a verlo, Lily sufrió un colapso y lloraba desconsolada— advirtieron de inmediato que aquel Ewan no parecía ser el Ewan que ellos conocían.

Él los reconocía, y hablaba con toda lucidez de la unidad de cuidados intensivos, del hospital, de la delicada operación cerebral que le habían practicado y de las circunstancias de lo que él llamaba su «desgracia». Pero hablaba muy bajito, casi susurrando, y con tono arrepentido, hasta sumiso; a sus padres les inquietó que no dijera una sola palabra del asesinato fallido. Sabía que alguien lo había querido matar, eso sí, pero no parecía furioso, ni rencoroso, ni se mostró mínimamente curioso por la identidad del asesino. (Nunca encontraron al asesino, aunque la oficina del sheriff y la policía de la ciudad llevaron a cabo una investigación exhaustiva. ¡Ojalá Rosalind hubiera visto al hombre, aunque fuera de refilón!… Pero no era el caso, tampoco lo había visto ninguna persona del edificio, ni siquiera el portero de abajo; y la pistola —una Colt calibre 45 automática bastante común que hallaron veinte pisos más abajo, en un callejón— resultó imposible de identificar).

De modo que Noel y Cornelia supieron de inmediato que algo andaba muy mal. Como es natural, estaban muy agradecidos de que su hijo hubiera sobrevivido: ¿cuántos hombres, aun con la constitución de un toro, como Ewan, habrían sobrevivido al impacto de cinco balas en el pecho (milagrosamente lo habían atravesado de lado a lado, sin tocar ningún órgano vital), una herida grave en el hombro y una bala alojada en el cráneo?… Además, había perdido tanta sangre que cuando llegó al ala de urgencias estaba en estado de shock. Pero el Ewan que había recobrado el conocimiento, el Ewan que les sostenía las manos y los consolaba —a ellos—, y hablaba con ternura (y disculpándose) a su mujer, y que lloró de alegría al ver a Vida y a Albert, y que hablaba a las enfermeras con extrema cortesía…, aquel no era el Ewan que conocían.

Hablaba con gentileza, con arrepentimiento, se ruborizaba abochornado por las circunstancias de su «desgracia» (nunca pudo armarse de valor para otra cosa que no fuera aludir de pasada a Rosalind, y el apartamento del ático y su vida «errada»). Hasta que no se vio en el hogar de convalecencia, con permiso para caminar, ayudándose de un bastón, por las suaves lomas de césped en compañía de uno o dos miembros de su familia, no habló —y cuando lo hizo fue con vacilaciones y arrepentimiento— de la experiencia que había vivido y de la necesidad de cambiar de vida.

Como es lógico, dijo en voz baja, iba a dejar el cargo. De hecho ya había dimitido. Viendo cómo influía en la vida…, en la naturaleza del pecado…, en el bautismo de sangre…, sin que nuestro Salvador dejara de vigilar todos los momentos de nuestras vidas…, no podía seguir ocupando aquel cargo mundano, se consternaba de sólo recordarlo. (¡Cómo había podido llevar un arma! ¡Cómo había podido vanagloriarse de sus rifles y pistolas automáticas y revólveres! Tenía el alma herida). Puesto que no tenía secretos con ellos ni con nadie, estaba dispuesto a enseñarles la carta que había dirigido a su antigua amante, rompiendo todo tipo de relaciones futuras con ella, cediéndole el apartamento para que lo usara hasta que quisiera…, aunque no pudo evitar suplicarle que considerara la pecaminosidad contraproducente de su forma de vida, que un día acabaría arrastrándola al Infierno. Tanto sus padres como su mujer declinaron con prudencia su derecho a leer la carta, y finalmente fue enviada por correo certificado a Rosalind Max, que nunca respondió. (Aunque, como era de esperar, se quedó con el apartamento, y con el coche, y con el resto de los obsequios, incluyendo los dos retratos gemelos).

Con el transcurso de los días, Ewan se recuperó su vitalidad y hablaba más abiertamente, y con mucha energía, de su «bautismo». Era evidente que había muerto, o casi había muerto, y en el momento mismo de la muerte, cuando estaba a punto de pasar al otro mundo, el propio Jesucristo se le apareció y lo llamó con severidad, pues todavía no le había llegado el momento de morir, ¡cómo iba a morir sin haber completado su labor en la tierra!, de modo que lo mejor que podía hacer era arrodillarse y acceder al bautismo. Fue así como el mismísimo Jesucristo había bautizado a Ewan, y con su sangre propia. (Le tocó las heridas del pecho, hasta le puso el dedo índice cerca del corazón para ensangrentarse las manos y bautizarlo). Estuvieron juntos mucho, mucho tiempo, Ewan arrodillado y Cristo de pie junto a él, instruyéndolo, no tanto en la pecaminosidad de su vida pasada —Ewan ya lo sabía, lo sabía muy bien, ahora que se le había caído la venda de los ojos y al fin veía todo con claridad—, sino en la vida que tenía por delante, que le iba a resultar muy difícil. Habría resistencia, sobre todo por parte de sus seres queridos; sobre todo de su familia. (Aunque Lily era «religiosa», en realidad no creía). Pero tenía que tener valor. No podía flaquear, no podía olvidar nunca las circunstancias de su bautismo, ni el amor de Cristo, y aunque el mundo se riera de él, tenía que seguir adelante y cumplir su destino, y realizarse en la tierra.

Lo miraban enmudecidos. El rostro ensombrecido de dolor. ¡Ay, Ewan! ¡Qué ha ocurrido con Ewan! Su Ewan…

Lily lloró y volvió a sufrir un colapso. En su delirio se quejaba de que esa prostituta había asesinado a su marido: ¡por qué no la detenía la policía y la metía presa! No le cabía la menor duda de que había sido la propia Rosalind Max la que lo había matado…, todo Nautauga Falls lo sabía.

Noel y Cornelia y Leah y Hiram no sabían qué pensar. Ewan no estaba loco, pero tampoco estaba cuerdo; sabían que no había sufrido daño cerebral, y sin embargo… Gideon lo visitó sólo una vez, y salió de ahí temblando, de angustia o de rabia, nadie lo sabía. Ewan había tomado sus manos suplicándole que aceptara a Jesucristo como su Salvador personal, y que lo acompañara, a él, a Ewan, en su peregrinaje a Eben-Ezer, al oeste del estado; le suplicó que abandonara sus intereses terrenales y se consagrara al Señor, antes de que fuera demasiado tarde. Parece que Ewan —nadie sabía cómo, ni tampoco en la clínica de Manitou hallaban explicación— se había reunido con un tal hermano Metz que decía ser descendiente directo del «santo» alemán Christian Metz, fundador de la secta conocida en la zona como «Inspiración Verdadera», hacía un siglo. El anciano barbudo, encorvado y de nariz aguileña se le apareció en la clínica y juntos pasaron horas enteras discutiendo con fervor, en la galería; pero de dónde había salido…, cómo había sabido de Ewan…, era un misterio que nunca nadie supo resolver.

Con lágrimas en los ojos Ewan anunció a su familia que no iba a regresar a la mansión Bellefleur.

Les dijo que había renunciado a todas sus pertenencias mundanas, salvo diez mil dólares que había donado a la comunidad del hermano Metz, en Eben-Ezer. En cuanto le dieran el alta en Manitou comenzaría a viajar a pie rumbo a la comunidad, donde viviría el resto de sus días. Tal vez un día llegaba a ser pastor de la iglesia de la Inspiración Verdadera, cuando el hermano Metz lo creyera digno de tal honor, pero no tenía planes, ni ambiciones, haría lo que el Señor hubiera dispuesto para él, y en eso residiría su felicidad…

Nunca arengaría a su familia, lo prometía, sobre sus vidas descarriadas. La ambición de dinero, la ambición de poder…, el desquiciado deseo de volver a acumular el vasto imperio que alguna vez tuvo Jean-Pierre, ¡que a él lo había condenado!… No, no los arengaría; no era el estilo de la Inspiración Verdadera. Uno debía de vivir su propia vida como modelo de virtud cristiana, al igual que Cristo había vivido Su vida intachable. Eso les dijo Ewan con ternura. No iba a sermonear a nadie que no quisiera creer.

Los compañeros que había tenido en la policía y sus muchas amistades de Nautauga Falls pensaban que era una broma, hasta que, uno por uno, los fue a ver a todos. Y se quedaron, como Gideon, horrorizados. Pues Ewan Bellefleur no estaba loco, pero tampoco estaba cuerdo… Lo más desconcertante de todo era su falta de interés por vengarse. Parecía no importarle en absoluto los avances de las investigaciones; cambió de tema con habilidad cuando uno de sus tenientes le dio ciertos nombres, nombres de sospechosos entre sus numerosos enemigos del condado. Tampoco él sugería ningún nombre. (Y en cuanto a la teoría de que la pobre Rosalind, tan afligida, había tenido algo que ver con el intento de asesinato… Ewan se limitó a cerrar los ojos y negar con la cabeza, sonriendo). Sus socios no daban crédito del cambio que se había producido en él, y aunque lo discutieron exhaustivamente, semanas y meses enteros (es más, la conversión de Ewan Bellefleur fue materia de debate entre muchos que apenas lo conocían) nunca resolvieron la cuestión: ¿tenía una leve demencia, le habría producido la bala algún daño cerebral, o estaba más sano de lo que había estado en toda su vida?… Pero les parecía perverso, y hasta repulsivo, que un antiguo sheriff tuviese tan poco interés en atrapar a un peligroso delincuente.

«La venganza será mía, dijo el Señor», susurró Ewan.

La hermosa Vida, con sus blancos zapatos de tacón, moviendo las mandíbulas con disimulo mientras mascaba chicle (su madre y su abuela pensaban que era una costumbre de lo más vulgar para una señorita) estaba sentada en el salón de té de la clínica de Manitou, llena de espejos y empapelada con motivos de helechos y flores de lis, preguntándole a Albert una y otra vez si él entendía lo que estaba sucediendo, si de verdad creía que aquel hombre tan extraño y aterrador era su padre. Y Albert, perplejo, resentido e inquieto, no hacía sino prender cerillas y dejar que se consumieran en el cenicero.

—Claro que es él —dijo encogiéndose de hombros—. Es él, sólo que ahora se ha buscado otra manera de intimidarnos.

—Es que no me lo acabo de creer —susurró Vida.

—Es él —dijo Albert, secándose los ojos—. El mismo canalla de siempre.

Y una mañana de finales de verano, vestido con un traje marrón, sencillo y de tela barata, sin corbata, con el cuello de la camisa blanca por encima de las solapas de la chaqueta y en la mano un pequeño bolso de lona, Ewan Bellefleur salió del hogar de convalecencia solo y comenzó su viaje rumbo a la zona oeste del condado, a Eben-Ezer (que ahora, en estos tiempos desvirtuados, llamaban Ebenezer), a unos ochocientos kilómetros de distancia. Y lo iba a hacer a pie, como los peregrinos.

La mayor parte de la plantilla de la clínica salió a despedirlo. Muchas de las enfermeras lloraron, pues Ewan había sido el paciente más querido que habían tenido en muchos años; otros miembros del personal le prometieron que irían a visitarlo, y que mientras tanto rezarían para alcanzar su propia iluminación. Con su rostro rojizo y su constitución aún corpulenta, el pecho amplio y fornido rellenando con orgullo la parte delantera de su camisa, y unos ojitos brillantes recubiertos de una galaxia de arrugas, Ewan rezumaba un notable entusiasmo infantil. Alrededor de su cabello gris, dijeron, se vislumbraba un aura pálida y sutil, casi invisible; o eso les pareció, en medio de la confusa excitación de su partida.