Las mandíbulas…

Uno tras otro, se fueron firmando todos los bonos de dos años, con el aval de la mayor parte del patrimonio. Las minas estaban esquilmadas, los bosques madereros que parecían inagotables estaban arrasados: aunque los terrenos de los Bellefleur producían más trigo, alfalfa, soja, maíz y, desde luego, mucha más fruta que los competidores del valle, el mercado estaba débil, y seguiría estándolo debido a las extraordinarias cosechas que había habido en todas partes de Norteamérica. Y Lamentaciones de Jeremías, bautizado Félix (pero hacía muchos, muchos años, en tiempos más felices), se desesperaba cada día más.

Tenía que estar desesperado, razonaban sus hijos, porque de lo contrario no se entiende que consintiera asociarse con Horace Steadman, ni más ni menos. ¡Horace, que no inspiraba ninguna confianza ni siquiera a los propios Steadman!

—Es muy inocente, en esencia —señaló Noel con tono pausado.

—Inocente, sí. Y de una ignorancia supina —respondió Hiram.

—No digas esas cosas de nuestro padre, no está bien —dijo Noel, molesto.

Y con un gesto de impaciencia, añadió:

—No tuvo buena suerte.

En presencia de su padre decían más bien poco, pues aunque la forma de ser de Jeremías, reservada y bastante tímida, sumada a la escabrosa cicatriz blanca que tenía en la frente (la única «insignia de honor», para utilizar su propia y curiosa expresión, que consiguió en la guerra de su juventud, en la que murieron tantos contemporáneos suyos) le otorgaban un aire de vulnerabilidad, se reprimían por causa de una reticencia natural que tenían los Bellefleur: natural, en todo caso, entre padres e hijos. Después de la debacle y de la huida de Steadman a Cuba, unos acusaron a otros de haber complacido en exceso al anciano.

El joven Jean-Pierre, aplicando unos toques de loción de afeitado a su tez blanca y suave, no emitió ninguna opinión. Su sensibilidad había sido tan vapuleada por el fracaso de su padre —o eso le gustaba decir a Elvira, atacándolo con histerismo— que no tenía opinión. Y tampoco tuvo forma de actuar con libre albedrío aquella fatídica noche de Innisfail, independientemente de lo que dijeran los miembros del jurado.

La noche que lo arrastró la inundación, al pobre Jeremías lo habían incitado, en contra de su esencia, a beber mucho más de lo que tenía por costumbre. Mientras las gotas de lluvia se hacían cada vez más gruesas y comenzaban a aporrear las ventanas, y la tarde se oscurecía prematuramente, se puso a pensar en los zorros plateados que él y Steadman habían criado, los dos mil trescientos zorros que habían criado con tantas expectativas, seguros de que en dos o tres años se harían millonarios. (Eso les había dicho con todo convencimiento el criador de zorros plateados que les vendió los primeros). Y después, después… Y después, aunque pareciese mentira, una noche funesta las criaturas se las ingeniaron para romper el tupido alambrado de las cercas y se destrozaron entre ellos. Jeremías no había visto nunca nada parecido, ni siquiera en la guerra. Nunca, nunca había visto nada parecido. Esas criaturas eran caníbales, eran monstruos; por lo que parecía, habían devorado, o intentado devorar, ¡a sus propias crías!… Todo lleno de cadáveres. Trozos de carne sangrienta, fibras de músculos, y todos esos cuervos y estorninos y alcaudones picoteándoles los ojos…, la mortífera imagen era intolerable. Mandíbulas devorando mandíbulas… Al día siguiente se enteró de que Horace se había apropiado del resto del dinero (poco más de quinientos dólares, según los cálculos imprecisos de Jeremías) y huido a Cuba con su amante mulata de quince años, de la que, al parecer, todo el mundo estaba enterado menos Jeremías…

—Has vuelto a fracasar, y esta vez nos has humillado a todos —le gritó su esposa Elvira, golpeándolo con sus pequeños puños, la cara arrugada.

Jeremías comprendió de súbito que aunque ella no volviera a amarlo nunca más, él seguiría amándola a ella, pues ése era el compromiso que había contraído, compartir la eternidad. El hecho de que ella lo detestara no lo liberaba de su compromiso.

—Cuando vivía tu padre no soportaba estar en la misma habitación que él —lloraba Elvira—, pues no dejaba nunca de pensar, pensaba de una manera incesante, era espantoso. Pero ahora que has ocupado su lugar, a pesar de no estar preparado para ello, ¡cómo lo echo de menos! ¡Él habría sabido que Steadman no era más que un malhechor, y jamás se le habría ocurrido criar esos caníbales horrendos!

—No parecían caníbales —protestó Jeremías con suavidad, retrocediendo ante los golpes de su esposa—. Tú misma dijiste, acuérdate, que te parecían hermosos, que poseían una belleza sobrenatural…

—Y ahora habrá una subasta, ¿no? ¡Una subasta pública! ¡De todos nuestros bienes! ¡De los preciados bienes de tu padre! Y el mundo entero pisoteará nuestros jardines y nuestro césped, y nos embarrará las alfombras maravillosas, y todos se reirán de nosotros, y nuestra maldición volverá a estar en boca de todos…

Jeremías, acorralado contra la chimenea, intentaba agarrar a su esposa por las muñecas; aunque era una mujer menuda, de muñecas delgadas y conmovedoras, no lograba detenerlas.

—No hay ninguna maldición, querida Elvira…

—¡Cómo que no hay maldición! ¡Sólo falta que seas tú precisamente el que diga que no hay maldición!

—La idea misma de que una maldición pesa sobre la familia es una profanación, una blasfemia…

—¿Y cómo se explica entonces esta catástrofe? —gritó Elvira al tiempo que se daba la vuelta para ocultar el rostro en las manos—. Desde el primer momento…

—No estamos malditos en absoluto —dijo Jeremías, sonriendo como un tonto—. Es absolutamente posible interpretar nuestra historia como una sucesión de…, de bendiciones.

Elvira se fue atropelladamente, sollozando. Lloraba como si se le fuera a partir el corazón y Jeremías nunca pudo olvidar el patetismo de aquel momento, pues era muy consciente de que la había fallado, y también a su padre (cuya presencia llenaba el castillo en momentos turbulentos y cuya piel, tensada en ese tambor espantoso, vibraba ligeramente cuando Jeremías pasaba a su lado, tal vez de rabia o con la sencilla esperanza de que le pasara la mano por encima, era imposible saberlo… Como es natural, Jeremías nunca lo rozaba siquiera, ni tampoco se entretenía demasiado en el rellano de la escalera), y por supuesto, también había fracasado ante sus hijos, sus hijos inocentes, cuya herencia se estaba diluyendo y pronto no quedaría nada.

La catástrofe de los zorros plateados; y la necesidad de firmar otra vez los bonos de dos años (para ampliar el crédito que les concedía el banco más importante de Vanderpoel); y la necesidad, al fin, esperada desde hacía tiempo, de subastar parte de sus tesoros. (Porque los cuadros y las estatuas y varios objetos de arte eran tesoros, sin ninguna duda, como afirmaron los tasadores: una lástima que no fueran del agrado de los compradores, que no les concedieran el debido valor en la sala de subastas, en medio de la implacable claridad del sol estival, una lástima que ofrecieran menos de un tercio del precio estimado).

No mucho tiempo después, Lamentaciones de Jeremías salió de la casa a toda prisa, en plena tormenta, con la intención de salvar a los caballos, sin importarle los ruegos de Elvira para que se quedara dentro; el propio Noel intentó detenerlo por la fuerza. Pero él quería hacerlo, lo anhelaba… Era casi un anhelo físico, salir de la relativa comodidad de la casa de su padre a la tormenta feroz, imaginando los gritos de los caballos y creyendo que sólo él podía salvarlos de las aguas que poco a poco iban inundándolo todo.

—¡Jeremías! ¡Jeremías! —gritaba Elvira mientras intentaba seguirlo, pisando la mugre con el agua hasta las rodillas hasta que lo perdió de vista, oculto por la oscuridad reinante. Jeremías quería hacerlo, lo anhelaba, tenía que hacerlo…

Arrastrado por la corriente, que le levantó los pies del suelo e hizo que se golpeara la cabeza con el tronco de un árbol que había sido arrancado, arrastrado en la tormenta embravecida (no era muy distinta en intensidad a la tormenta que arruinó los planes de Leah para la celebración del centésimo cumpleaños de la bisabuela Elvira), sólo tuvo tiempo de advertir, antes de perder el conocimiento, que era su pony Barbary lo que quería rescatar del establo inundado: Barbary, su entrañable pony Shetland moteado en gris y blanco, con sus ojos grandes y brillantes, de crin larga y gruesa, casi como la lana. Barbary, su compañero de su infancia, el compañero de sus días inocentes, cuando todavía era Félix. Pese a todo, quiso salir a la tormenta, anhelaba entregarse a ella, como si sólo un bautismo violento, alejado de las groseros reclamos de Bellefleur y de la sangre, pudiera exorcizar el recuerdo de los zorros y de sus espantosas mandíbulas sangrientas. «Yo no soy uno de vosotros, como veis», suplicó el hombre ahogándose.