Desconocido para Gideon…

Desconocidos para Gideon, que a medida que avanzaba el verano se obsesionaba más y más con el vuelo (ya tenía el carné de piloto y había adquirido, alentado por Tzara, un Dragonfly de color crema y alas altas, con un motor de 450 caballos que podía planear a velocidades muy bajas), desconocidos para Gideon, o Viejo Esqueleto (como lo llamaban las jóvenes con cariño, aunque en cierto sentido también con temor), cuyas tres o cuatro horas de sueño nocturno titilaban con visiones fugaces de la pista de Invemere, donde tenía que aterrizar sano y salvo a pesar de que el avión onírico surcaba el aire a tal velocidad y con tanta violencia, amenazando desintegrarse en cualquier momento, que se despertó rechinando los dientes y a punto de gritar; desconocidos para Gideon, que creía que su fascinación con el aire era, al igual que su fascinación con la mujer Rache, bastante única —o bastante única en su familia—, eran dos primos lejanos, tan desconocidos entre sí como lo eran para Gideon, que compartieron en su momento (de eso hacía ya muchos años) su misma veneración por el vuelo.

Uno de ellos fue ayudante de Octave Chanute, ya mayor por entonces, en el campamento de trabajo que éste tenía en el lago Michigan a finales de la década de 1890. Experimentó con planeadores y finalmente con biplanos; de hecho, fue el joven Meredith Bellefleur quien construyó, a partir del planeador, el primer biplano con motor de aire comprimido, además de ser la persona a quien Chanute dedicó sus más cálidas alabanzas. Sediento de mayores elogios y por lo visto bastante joven aún (poco se sabe de Meredith Bellefleur, salvo que a la edad de diecisiete años dejó a su familia para «hacer su propio camino» en el mundo), Bellefleur se ofreció voluntario para volar uno de los planeadores más arriesgados de Chanute, debido en parte a sus ambiciones de gloria y en parte a que el artilugio era de singular belleza (tenía diez alas, cada una de poco más de dos metros de largo, semejantes a las alas de las grullas, y otra más pequeña que parecía una cometa y estaba situada justo encima de la cabeza del piloto, todo ello pintado de un rojo encendido e intrépido): pero quedó a merced de corrientes de aire insidiosas que lo fueron arrastrando con sacudidas espasmódicas y alejándolo cada vez más hasta que cruzó el lago y se perdió de vista… Octave Chanute lloró la pérdida de Bellefleur como podía haber llorado la pérdida de su propio hijo. Nunca hallaron el cuerpo, tampoco aparecieron los restos del prodigioso planeador encallado en las orillas del lago. No me resisto a pensar, repetía Chanute con frecuencia, tiempo después, que el joven Meredith murió feliz. Morir así…, morir así es sin duda un privilegio.

Un privilegio parecido tuvo otro joven Bellefleur, de los Bellefleur de Puerto Oriskany, una rama familiar que, como decían los parientes del lago Noir, nunca abandonó su condición de «clase media»: eran dueños de una o dos manzanas de Puerto Oriskany, tenían algo que ver con el transporte de mercancías del lago y sus matrimonios no fueron sino mediocres. El muchacho en cuestión, Justin, pasaba los veranos en Hammondsport trabajando con Glenn Curtiss. Allí se trabajaba con fervor para construir cuanto antes, y basándose en el invento de los hermanos Wright, un artefacto que lo superara, pues era evidente que el negocio de los aviones iba a dar mucho dinero —el futuro mismo estaba contenido en ellos— y aquel que construyera el modelo más práctico y más eficaz amasaría, con el tiempo, la fortuna que amasaron los mismísimos Thomas Edison y Henry Ford. La empresa de Curtiss sacó en 1907 una primera versión del June Bug, un pequeño y atractivo aparato con motor de 40 caballos y hélice impulsora accionada por cadena, capaz de volar a una velocidad de 56 kilómetros por hora. Justin, que por entonces tenía diecinueve años, iba a volar el avión en el Primer Encuentro Internacional de Aviación que se celebraba en Reims el año siguiente, pero un accidente inexplicable —al parecer había despegado con suavidad, el viento era firme y estable— causó su muerte prematura. (La caída no fue de más de doce metros y el joven Justin habría sobrevivido de no ser por las brutales laceraciones producidas por la hélice, que al parecer enloqueció cuando el pequeño avión se estrelló contra el suelo).

Además de sus primos Meredith y Justin, de quien poco sabían los Bellefleur del lago Noir, también se decía —aunque posiblemente era una leyenda— que la esposa de Hiram, Eliza, huyó en un pequeño hidroavión de líneas elegantes, un excedente de la armada. Lo hizo a primera hora de la mañana, antes de que nadie despertara en la mansión, pero nunca supieron si el piloto era amante de la mujer o si aterrizó de casualidad en el lago para reparar algo de poca importancia y fue entonces cuando vio a la angustiada mujer haciéndole señas para que se acercara a la orilla. Sea como fuere, el hecho es que desapareció y abandonó al pequeño Vernon, que nunca dejó de llorar su abandono. (A menos que —y esto era más que posible— Vernon acabara reuniéndose con ella muchos años después, más allá de las fronteras del imperio de los Bellefleur, y de esta crónica).

Desconocido para Gideon era también el hecho de que Leah llevara semanas indagando encubiertamente la identidad de la enigmática mujer, Rache («¿Quién es este nuevo amor de Gideon?». «¡No te parece que va siendo hora de que el Viejo Esqueleto demuestre un poco de madurez!». «¿Quién es el marido de esa zorra?». «¿Tienen dinero?». «¿Dónde viven?». «¿Ama a Gideon?». «¿Qué piensa de él…, o de nosotros?»), pero sin gran éxito. Tzara no facilitaba ningún dato, y lo único que los mecánicos del aeropuerto sabían de ella (y tanto lo repetían que a Leah acabó divirtiéndole, aunque con cierto cinismo) era que vestía pantalones ceñidos, pantalones de hombre con cremallera delantera y una chaqueta de cuero marrón que sólo le llegaba a la cintura, llevaba gafas de piloto y un casco de cuero en el que embutía el cabello despreocupadamente mientras se dirigía a su avión favorito. A nadie constaba que hubiese intercambiado más de seis palabras con Gideon, que una tarde de julio se presentó para decirle que era el nuevo propietario del aeropuerto. (La mujer oyó su voz con sobresalto, pues no se la esperaba y, además, le pareció —cierto era que la voz del pobre Gideon había cambiado— aflautada y estridente, de modo que se detuvo, se dio la vuelta —pero sólo con la cintura— y lo miró por encima del hombro entrecerrando los ojos tras las lentes ahumadas, como si esperara con toda certeza toparse, en la penumbra del hangar, con la mirada lasciva de un desconocido. Y respondió a las palabras de Gideon sin ofrecerle nada a cambio, ni siquiera una leve sonrisa para corresponder a la sonrisa esperanzada de él. Se limitó a preguntarle qué tiempo iba a hacer por la tarde: ¿iba a cambiar el viento?, ¿se abriría algún claro en el mar de nubes?).

Fuera con el Dragonfly o con un Stinton de color crema y rojizo, o con un Wittman Tailwind W-8 elegante de motor continental, Gideon salía a toda prisa del aeropuerto de Invemere en compañía de sus nuevos amigos, bien hacia Powhatassie o hacia el oeste, rumbo a las Chautauquas (que no eran tan peligrosas de sobrevolar como parecían, pues el pico más alto, el Mount Blanc, no tenía más de mil metros de altura), o al suroeste, donde estaba ese óvalo grande y escabroso que era el lago Noir, o hacia el sur, a Nautauga Falls, donde a veces, cuando se les antojaba, aterrizaban en el aeropuerto y pasaban un par de horas en el Bristol Brigand, un pub cercano. Gideon pasaba buenos ratos con sus nuevos amigos, pero no tenía mucha fe en ellos. Tal vez percibía que la vida se le estaba agotando…, tal vez percibía que estaba siendo arrastrado por un viento rápido, repentino y caprichoso que no sentía el menor afecto por él…, pero lo cierto es que no creía que sus amigos (Alvin, Pete, Clay y Haggarty) fueran hombres de grandes fortunas. Dos de ellos habían sido pilotos de bombarderos y había salido en numerosas misiones, y sobrevivido a todas, y un tercero —Pete— había sobrevivido a un accidente de aterrizaje en un maizal al este del lago Plateado. Eran excelentes compañeros de copas y muy dados a contar anécdotas de vuelo y aconsejar a Gideon (en su animada compañía, Gideon parecía de algún modo apocado y bastante joven en comparación, pese a lo demacrado que estaba y a las bolsas que tenía en los ojos), no sólo sobre temas relacionados con el vuelo sino también sobre la vida misma…, incluso sobre mujeres. (¡Esa mujer Rache! ¡Menudo personaje! ¡Más fea que un demonio! ¡Fea, sí! Pero, pero… aun así).

Bebían y regresaban a sus aviones, y rodaban por la pista, y se encaramaban a lo alto del cielo, temerarios, eufóricos. La vida era muy sencilla y de una claridad extraordinaria en cuanto uno se elevaba en el aire: lo único que daba problemas era la tierra.

El 4 de julio, Gideon y Alvin lograron pasar por debajo del Puente Powhatassie de ocho arcos con sus respectivos aviones, uno sesenta segundos antes que el otro, con un margen de poco más de un metro; los otros pilotos se acobardaron al acercarse, o sencillamente entraron en pánico, y lo pasaron por encima, perdiendo de ese modo sus apuestas. (Eran apuestas modestas —cien dólares, ciento cincuenta dólares— que para Gideon no significaban nada, pero tenía cuidado de no ofender a sus amigos). En cierta ocasión, Gideon, Alvin y Haggarty lograron «enhebrar la aguja» entre dos olmos inmensos que estaban a unos cuatrocientos metros del aeropuerto de Invemere, aunque Gideon fue el único que repitió la hazaña. ¡Qué infantiles eran, y qué dulce entusiasmo el que sentían! La vida era tan fácil, tan sencilla, realmente no tenía ningún secreto siempre y cuando uno se mantuviera en el aire… En otra ocasión, a mediados de agosto, hicieron una carrera a ver quién llegaba antes al Paso de Katama, unos mil quinientos kilómetros al norte, donde el cuñado de uno de ellos tenía un refugio de pesca. Consiguieron aterrizar, sin grandes alardes de estilo, en el tramo de una carretera sin asfaltar.

De modo que Gideon tenía sus amigos, en quienes no creía del todo.

Y tenía a la señora Rache, en quien pensaba mucho, pero no siempre con placer. (Le había ofrecido a la mujer, con tono burlón, el Hawker Tempest. De regalo. ¿Le gustaría tenerlo? ¡Es suyo, entonces! Es usted la única persona del aeropuerto que lo vuela… Le había ofrecido el avión, pero ella no supo qué responder. Se volvió hacia él de mala gana, con las manos en las caderas, dándose la vuelta para mirarlo, para evaluarlo. No lo temía como una mujer puede temer a un hombre. Lo temía, advirtió Gideon, con una punzada de entusiasmo, como un hombre puede temer a otro hombre, sin saber si la oferta iba en serio o si lo decía de broma. A fin de cuentas, era un bien material que valía millares de dólares).

Como es lógico, de vez en cuando intentaba seguir al Hawker Tempest. Con discreción. Cuando estaba de humor. No esperaba tenerlo al alcance de su vista mucho tiempo, pero siempre le sorprendía lo rápido que desaparecía el avión de combate, ladeándose hacia el oeste, elevándose a setecientos metros y después a novecientos, y más aún. El Hawker Tempest tenía un motor de dos mil caballos y recorría centenares de kilómetros en muy poco tiempo, pero Gideon no tenía la menor idea de dónde lo llevaba la mujer, ni tampoco si aterrizaba en algún lugar. Gideon solía estabilizarse a unos seiscientos metros de altura y una velocidad de doscientos treinta kilómetros por hora en dirección oeste, rumbo a las Chautauquas, pero su entusiasmo se iba desvaneciendo poco a poco (la mujer Rache era demasiado rápida para él, así de simple). No tenía ningún destino en concreto, ninguna sensación de urgencia; apenas tenía la sensación de ser Gideon Bellefleur (y sí, sabía que muchas veces lo llamaban Viejo Esqueleto, pero no le importaba mucho): en cuanto despegaba de la pista, en cuanto franqueaba esa hilera de álamos enclenques que había adquirido junto con la hipoteca del aeropuerto, dejaba de importarle todo lo terrenal. Nada le pesaba sobremanera, menos aún su anhelo sentimental por una mujer cuyo rostro no había visto nunca.

Solo. Solo y flotando. Manteniéndose a flote por las corrientes de aire oceánico, moviéndose sin esfuerzo, con languidez. Cuando se encontraba a unos doscientos o trescientos metros de altitud se diluía toda su sensación de la tierra; flotaba en libertad y hasta el movimiento que lo impulsaba hacia delante y que hacía vibrar la ventanilla parecía amainar. El despegue y el ascenso eran riesgos precipitados, pero una vez sano y salvo en el cielo sentía que la tierra de abajo mutaba y se hacía inofensiva. Hasta el motor, moderándose hasta alcanzar la velocidad de crucero, se acallaba, apenas se oía por encima del latido de su corazón.

Por tanto, ¿qué era el mundo y qué le reclamaba en aquel estimulante mar de lo invisible, en aquella sucesión vertiginosa de olas de aire sobre las que flotaba, ingrávido, incorpóreo, volando no hacia el futuro —que, por supuesto, no existía en el cielo—, sino hacia la extinción misma del tiempo? Alejaba del tiempo su avión ligero, amarillo y elegante, lo alejaba de la historia, lo alejaba de la persona que había sido tantos años: atrapada en un esqueleto concreto, definido por un rostro concreto. ¡Gideon, Gideon!…, lo llamaba una mujer. ¡Qué anhelo había en su voz! ¿Era Leah? ¿Era acaso su esposa Leah, a quien amaba tan profundamente, con tan poco sentimentalismo que casi nunca tenía la necesidad de pensar en ella? ¿O era una desconocida? ¿Era una desconocida la que lo llamaba, la que lo llamaba para que se acercara?

«Gideon, Gideon…».

Aunque el avión se movía a doscientos treinta kilómetros por hora y se zarandeaba de lado a lado por las corrientes de aire cambiantes, Gideon no experimentaba ninguna sensación de velocidad. Tampoco había velocidad allá abajo: sólo la progresión lenta, ordenada y apacible, casi indiferente e incesante de campos y cruces de carreteras y casas y graneros y arroyos sinuosos y lagos y bosques que pertenecían a la tierra, y por tanto al tiempo. Gideon flotaba por encima de todo ello. El vacío del aire le resultaba fascinante porque era un vacío de gran fortaleza. Lo sostenía, y sostenía a su avión coronando y descendiendo olas invisibles que debían de ser (suponía él) de una belleza impactante. Aunque, como es lógico, no las veía. Si entrecerraba los ojos a veces le parecía…, a veces le parecía que casi podía verlas…, pero tal vez era una ilusión. El vasto espacio ingrávido que lo sostenía ha de permanecer siempre invisible.

Solo. Solo y flotando, dejándose llevar. En total soledad. Sobre las montañas envueltas en un velo de neblina, a través de lánguidas franjas de nubes, ahora a mil doscientos metros, elevándose con pereza y parsimonia hasta perder de vista no sólo el damero de campos que había debajo sino también la pista de despegue que tanto lo había cautivado durante las primeras semanas de aprendizaje: todo ello borrado por la inmensidad del cielo, que todo lo abarcaba, que todo lo engullía, sin el menor temblor.

En tales ocasiones, en tal aislamiento, Gideon experimentaba sin emoción ciertos recuerdos fugaces. Aunque tal vez no eran recuerdos sino meros espasmos del pensamiento. Oía, o casi oía, voces. Pero no las respondía. A veces eran dos personas hablándole a la vez: Tzara indicándole que diera un par de vueltas a la manivela de equilibrio. Noel alardeando medio borracho de la propiedad Rosengarten, la última pieza del rompecabezas, unas seiscientas hectáreas de pinares devastados que pronto iban a adquirir los Bellefleur. (Y ésa sería la última adquisición. La que les devolvería todo el imperio perdido de Jean-Pierre). También hablaba Leah, mofándose de él, utilizando palabras que nunca la había oído decir —¡qué suerte tienen tus fulanas, tus zorras, de tenerte como amante!— y después suplicándole y quejándose de las mayores nimiedades (le indignaba que la bisabuela Elvira y su anciano marido se hubieran instalado en la otra orilla del lago, en casa de la tía Matilde, porque se negarían a ser desalojados, los tres, y los planes de Leah de hacer un campamento nuevo y espléndido tendrían que aplazarse hasta que los ancianos murieran, pero cuándo sería eso, gritaba Leah, ¡tus parientes son muy longevos!). También oía a Ewan queriendo hablar de los hijos. De los hijos de los dos. Con un tono muy serio, inusitado en él. Medio ebrio, por supuesto, y oliendo a cerveza cuando eructaba, lo que hacía a menudo. Pero con talante serio y angustiado. No se trataba sólo del accidente de Albert con el nuevo Chevrolet, ese descerebrado de mierda, gruñía Ewan, seguro que iba a más de ciento cuarenta cuando le dio al camión de refilón —¡a más de ciento cuarenta por ese camino de gravilla!— sino también de los demás. Albert no estaba malherido, Albert se recuperaría, se recuperaría y compraría otro automóvil, pero Garth…, Garth se había ido de la casa y traicionado a su familia, y qué decir de Raphael, que no fue querido por nadie. ¿Y Yolande?… ¿Y los hijos de Gideon?

Las voces, los rostros. Gideon no se resistía a ellos, tampoco los aceptaba. Nunca respondía a sus acusaciones. Nunca los apoyaba… También estaba su hija pequeña, Germaine, mirándolo con una extraña expresión de hastío y tristeza. En los últimos meses había perdido parte de su energía: ya no le brillaban los ojos, sus movimientos no eran tan rápidos: había dejado de ser, suponía Gideon a medias, una niña. Un rostro desconocido flotando a su lado. Pero no era desconocido, cómo iba a serlo. Era el rostro de…, de su hija.

¿De verdad crees, le decía Leah burlándose con acritud, de verdad crees que es tuya? ¿De verdad crees que es de alguien?

(Leah, la impulsiva y majestuosa Leah, también había comenzado a advertir el cambio. Como es natural, Germaine era elusiva con ella, cada vez más, no dejaba que Leah la mirase a los ojos, era rebelde y terca y rompía en un llanto enloquecedor ante la menor provocación. Ya no me ayuda en nada, decía Leah aturdida, se niega a ayudarme, no sé qué hacer, no sé lo que está pasando…).

Pero era un niña, todavía. No había cumplido los cuatro años.

Rostros, voces, la sucesión de olas de aire, leves sacudidas ahora que había vuelto a elevarse a una altitud cercana a los mil cuatrocientos metros. Nada existía, debajo de él. Bancos de niebla incolora, que llamaban nube. Soplaba un viento frío procedente de la derecha —del norte— y pronto iba a tener que dar un giro de ciento ochenta grados…, girar y ladearse con cuidado…, manteniendo firme la posición mientras las olas de aire, que de pronto eran más violentas, intentaban zarandearlo de un lado a otro. Pero no era su intención regresar todavía. Tenía mucho tiempo, todo el que quisiera. Había llenado los tanques de combustible antes de despegar. Tenía todo el tiempo que hiciera falta. ¡Gideon, gritó la voz, lastimeramente al principio, después con cierta malicia, Viejo Esqueleto!

Gideon esbozó una leve sonrisa. Y se sorprendió, sonriendo así. Pero estaba completamente solo en la cabina, ni siquiera Tzara lo acompañaba ya nunca. Gideon, gritó la mujer, Gideon, ¿no me quieres? ¿No me quieres, Viejo Esqueleto? ¿No entiendes quién soy?…

Se volvió hacia ella con un movimiento veloz y no alcanzó a ver más que una imagen fugaz de aquel rostro satisfecho y misterioso. Pero supo quién era.