Había una vez un hombre, les contaban a los niños, que recorrió a caballo la calle principal de Nautauga Falls ataviado con una ropa tan elegante, y montado en un caballo tan grácil y de una belleza tan exquisita que todos los que lo vieron por casualidad se detuvieron en seco y hablaron de ello aún muchos años después. Era un hombre de tez muy bronceada y edad indefinida, ya no era joven, vestía un traje de ante ajustado a su cuerpo alto y esbelto, y en la cabeza un sombrero de copa de lana negra y ala ancha, llevaba una corbata de lazo, unos guantes muy finos de color amarillo limón y unas botas de piel con tacón prominente: no había duda de que era algún forastero de la otra punta del país. Y qué apuesto era, coincidieron todos los que lo vieron.
¿Sabían que era Harlan Bellefleur, que había vuelto para vengar las muertes de su familia? ¿Reconocieron su perfil Bellefleur, aunque llevara un sombrero occidental y hubiera perdido el acento de las Chautauquas?
En cualquier caso, lo mandaron al lago Noir, a los Varrell. Y ni una sola mano se alzó en su contra al día siguiente, cuando disparó a sangre fría (así lo llamaron los ávidos periódicos, a sangre fría) a cuatro de los cinco hombres que su cuñada había acusado de asesinar a su padre, a su hermano y a los hijos de su hermano.
Bueno, ya está hecho, parece que dijo Harlan con una sonrisa desdeñosa cuando vio que el último de los Varrell, Silas, yacía muerto. Con un estilo estudiado (de hecho, lo estaban observando, de hecho hubo numerosos testigos) se dio la vuelta y se alejó.
Eso, les decían a los niños, era una venganza. No sólo el acto, los asesinatos, sino también el estilo.
No hay nada tan profundo como una venganza, les dijeron. Nada tan exquisito. Harlan Bellefleur entró en la ciudad a caballo, buscó a los asesinos de su familia y los mató a todos, uno tras otro, ¡como si fueran perros!…
El sabor que dejaba. El sabor de la venganza. Como una miel densa en la boca, así era. Inconfundible. Una sacudida del corazón, oleadas de sangre poderosa y embriagadora corriendo por las venas, una corriente de sangre clamorosa y anhelante… Inconfundible.
(Pero qué desagradable, la venganza. La sola idea de vengarse. Animales arrancándose la carne unos a otros. Un primer ataque, y después otro, y otro y otro: el temblor enfermizo de las rodillas, el sabor alquitranado en el fondo de la boca… Eso pensaba Vernon Bellefleur, en medio de la excitación de los otros niños. Debía de ser un niño, entre ellos; o al menos estaba disfrazado de niño. Entonces. En esos días borrosos e interminables y lejanos. Venganza, susurraban los demás, riendo en alto del puro nerviosismo que les producían ciertos pensamientos. ¡Ah…, la venganza! Ojalá hubiéramos vivido entonces).
Pero qué momento tan exquisito, ciertamente. No había nada parecido. Ninguna experiencia humana, ni siquiera la experiencia del amor erótico y apasionado podía igualarlo. Pues en el amor (conjeturaban los Bellefleur más elocuentes) nunca hay, nunca puede haber, más que la sensación, por apasionante que sea, de que uno se satisface a sí mismo; pero con la venganza se tiene la sensación de satisfacer al universo entero. Se hace justicia mediante un acto violento. Se hace justicia contra los deseos de la humanidad.
La venganza, a pesar de ser una forma de justicia, siempre es contraria a los deseos preponderantes de la humanidad. Declara la guerra a lo establecido. Es siempre revolucionaria. No puede ejecutarse a sí misma, ha de ser ejecutada; y ha de ser ejecutada mediante la violencia, por un individuo abnegado y dispuesto a morir en el cumplimiento de su misión.
Y eso hizo Harlan Bellefleur, con su rostro de halcón y su tez roja de indio, con su Stetson negro y su yegua costeña de pelo marrón grisáceo y bruñido, cuando entró en Nautauga Falls una hermosa mañana del mes de mayo de 1826…
(«La venganza será mía, dijo el Señor». Eso decía Fredericka con insistencia, discutiendo con Arthur. Por lo tanto, John Brown era un asesino, o acaso podía negarlo, por más que creyera obrar al servicio del Señor. Lo mismo que Harlan Bellefleur. Un asesino a los ojos del Todopoderoso).
El doctor Wystan Sheeler no podía saber, tampoco Raphael Bellefleur podía explicar (careciendo, como carecía, de todo atisbo de vida interior, que habría considerado mera debilidad), que unas siete décadas después de que Harlan apareciese a lomos de su esbelta yegua, Raphael iba a caer en una melancolía abatida y escéptica que lo impulsó a pedir que lo desollaran y utilizaran la piel para un tambor, en parte debido a ciertos acontecimientos ocurridos antes de su nacimiento.
¡Cuánta rabia sintió, y cuánta ignominia!… Aunque en realidad no puede decirse que sintiera nada. Raphael no recordaba conscientemente que nadie le hubiese contado nada (¿los vecinos?, ¿los compañeros de clase?, desde luego no sus padres, que nunca hablaban del pasado) de la masacre de Bushkill’s Ferry, ni del juicio ni de la repentina reaparición de Harlan; es más, tenía muy pocos recuerdos conscientes de su infancia.
(Aunque tuvo que tener una infancia, lo sabía…, al menos durante un tiempo).
Éstas eran las cosas que contemplaba, a lo largo de los años, en la periferia de su vida extremadamente activa: la masacre, el rescate de Germaine de la casa en llamas y la detención del anciano Rabin y de los Varrell, y la audiencia pública, la acusación, el juicio en sí…
Sobre todo, esto: la humillación de su madre.
Su madre, Germaine, con su dicción pausada y su desconcierto, en la sala del tribunal día tras día, aquel invierno ya avanzado de 1826, ante centenares de desconocidos, curiosos y observadores. La humillación que vivió en esos momentos era más dolorosa, si cabe, que la masacre misma, tan breve. (Nunca dejó de asombrarlo: seis personas asesinadas en cuestión de minutos, ¡qué rapidez!).
Su madre, Germaine, con un vestido negro sin forma, retorciendo y plegándose la falda mientras hablaba…
Raphael se preguntaba si dirigió la mirada a la mesa de los acusados, ¿los miró?, ¿miró a los asesinos de su familia?… Sin duda habría visto, a la austera luz de las altas ventanas de la sala, que eran hombres comunes y corrientes; disminuidos tanto por el entorno como por la culpabilidad. O tuvo la frialdad de no dirigirles la mirada durante los muchos días que duró el juicio…
«Sí, los reconocí; sí, los conocía, conocía a los asesinos de mi esposo y de mis hijos. Sí, están en esta sala».
El juzgado del condado de Nautauga Falls exhibía una fachada de arenisca y cuatro columnas «griegas»; daba a una bonita plaza en la que también se alzaba la vieja cárcel del condado en el extremo opuesto. El juzgado era un edificio amplio para la época, y en lo que se conoció, según la fuente, como el juicio de los Bellefleur, o el juicio de los Varrell, o el juicio del lago Noir, albergó más de doscientos espectadores. (El distrito del lago Noir, con sus innumerables delitos no resueltos —robos, incendios provocados, asesinatos—, tenía mala reputación ya desde los primeros asentamientos, a mediados de la década de 1700; y aunque la masacre de los Bellefleur se consideró excesiva, y particularmente espeluznante porque había niños involucrados, el público y los periodistas del sur del estado lo vieron como una muestra representativa de la criminalidad de la región: brutal, salvaje, pero nada sorprendente).
Apiñados en los asientos, parecidos a bancos de iglesia, estaban los amigos y vecinos de los Bellefleur, y también los amigos, vecinos y parientes de los Varrell, y otros lugareños que no estaban en ninguno de los bandos; e incontables desconocidos: algunos llegaron a Nautauga Falls en carros tirados por caballos, otros en elegantes carruajes. Los más pobres se habían llevado las viandas y comían en la plaza, a pesar del frío; los más adinerados se alojaban en Nautauga House y en Gould Inn, o se habían desplazado desde sus fincas del Bulevar Lakeshore, curiosos por ver a la mujer Bellefleur y a los hombres, a los hombres monstruosos que habían asesinado a su esposo a y sus hijos. (Algunos de los más acomodados habían conocido en su época a Jean-Pierre Bellefleur, aunque pocos lo habrían admitido). Que una mujer hubiese tenido que presenciar un horror semejante, y sobrevivir…
Pobre Germaine Bellefleur.
Pobre desdichada.
Los dibujos de la prensa de Germaine Bellefleur mostraban una mujer de profunda tristeza, ojos oscuros y observadores, en la mitad de la treintena, o quizá cercana a los cuarenta años, con una mandíbula prominente y arrugas prematuras alrededor de la boca. Según la opinión generalizada, no era hermosa. Tal vez lo fue en su momento, pero ya no lo era, ya no lo era, definitivamente: ¿no había algo terco y porfiado en el gesto de aquella boca, y en la expresión rasgada de sus ojos? Llamada al estrado para dar testimonio, sentada en aquella silla, parecía más menuda de lo que era, y su voz, quebrada, tenía un timbre nasal que no se caracterizaba por ser femenino ni masculino; no era una voz melodiosa, eso era evidente, lo que le restó simpatías y compasión. Observaron que mientras respondía las interminables preguntas del fiscal, y después las interminables y acosadoras preguntas del abogado defensor, retorcía y plegaba la falda de su vestido poco favorecedor, clavando la mirada en el suelo, como si la culpable fuera ella… (A los periodistas los decepcionó no sólo el aspecto de la señora Bellefleur, carente de gracia femenina, sino también su testimonio: no cabía la menor duda de que estaba ensayado. Como es natural, la señora Bellefleur, además de los asesinos y la mayor parte de los testigos, no se habrían atrevido a hablar en semejante lugar, ante el juez y el jurado y los numerosos espectadores, sin haber memorizado, como colegiales, todas y cada una de sus palabras; lo que, como dijo el corresponsal de un periódico de Vanderpoel con cierto ingenio, hizo que a ojos de un observador externo, todos ellos, la señora Bellefleur y también los supuestos asesinos, parecieran pertenecer a una sola familia numerosa de muy pocas luces, con la conducta y las aptitudes intelectuales de borregos descerebrados. ¡Qué poco estilo tenían todos!).
Gente de campo. Gente del monte. «Blancos pobres». (A pesar de las fincas de los Bellefleur y de las numerosas inversiones de Jean-Pierre). Ahí estaba el anciano Rabin con sus mejillas hundidas y encías casi desdentadas, el rostro arrugado como una pasa, y tan feo; y los Varrell, que era la primera vez que se ponían un traje y una corbata de lazo…, Reuben y Wallace y Silas con aspecto enfermizo…, y el muchacho Myron, que no parecía tener más de diecisiete años, mirando la sala con una media sonrisa vacua. El anciano Rabin, y los Varrell, y la señora Bellefleur: ¿acaso no eran todos de la región del lago Noir, y no estaban siempre los del lago Noir involucrados en peleas? ¿No eran todos incivilizados e incorregibles?…
Una vida, varias vidas, reducidas a una sola hora.
La terrible y extenuante concentración de significados: como si la vida de Germaine se hubiera detenido aquella noche de octubre, junto con la vida de los otros. Como si nada existiera salvo ese momento: no una hora, en realidad, sino bastante menos de una hora.
«¿Podría relatar ante el juez, con la mayor claridad posible y sin omitir ningún detalle, qué sucedió exactamente la noche del…?».
Silencio en la sala. Silencio interrumpido a menudo por oleadas de susurros. Mujeres mirándose entre ellas, alzando la mano enguantada para ocultarse el rostro, y sus palabras. Germaine se calló, desconcertada. Lo que había dicho, lo que aún tenía que decir, lo que ya había dicho tantas veces, se entrelazaba como una maraña, como cintas, como un hilo imprudentemente largo, qué hacer, ¿detenerse, darle un tijeretazo al hilo y volver a empezar, o continuar?…
«Por favor, cuéntenoslo, señora Bellefleur, con la mayor claridad posible y sin omitir detalles…».
Y así una y otra vez. Otra vez. La procesión titubeante de palabras. Advertir súbitamente, presa del pánico, que se había olvidado algo y no saber si detenerse y retroceder, tartamudeando y sonrojándose (pues sabía muy bien, cómo no iba a saberlo, el desprecio y el desdén de ciertas personas hacia ella, cómo la miraban hora tras hora, cómo la juzgaban), o continuar, repitiéndose una y otra vez, Y entonces, en la habitación de al lado los oí con Bernard, oí gritar a Bernard, una retahíla de palabras tras otra, como si estuviera cruzando un arroyo pisando rocas sobresalientes que amenazaban con volcarse con su peso. Tenía que seguir. No podía detenerse. Y sin embargo…
«Y tiene la absoluta certeza, señora Bellefleur, de haber reconocido las voces de los asesinos…».
Y una vez más, una vez más, los nombres: los nombres que también eran como las rocas dispuestas para cruzar el arroyo: Rabin y Wallace y Reuben y Silas y Myron. (Y aunque pensó —mientras yacía convaleciente en la casa de un vecino— que sabía quién era uno, tal vez dos, de los que quedaban por identificar, oía las voces de nuevo y las reconocía, o casi las reconocía, sí, sabía quiénes eran, lo sabía, le aconsejaron que se ciñera a su relato original, pues la defensa no dudaría en interrogarla sobre sus «recuerdos» cuando ya habían pasado muchos días del hecho en sí).
La mesa de los acusados: hombres de rostro burdo, huraños, perplejos, tres de ellos con patillas que ocultaban la mitad de la cara, el más joven, Myron, con la mirada ausente, sonriendo al juez y al jurado y a los agentes del sheriff como si fueran amigos de siempre. (El abogado de los Varrell impidió, con acierto, que Myron subiera al estrado porque probablemente habría confesado, de haber recordado los crímenes. Se decía que Myron no estaba en su sano juicio, y tal vez fue esa afable cortedad suya la razón por la que, meses después del juicio, se ahogó a raíz de un accidente en canoa en un día común y corriente en el lago Plateado).
Con osadía e insolencia, y una risita de incredulidad que le salía de lo más profundo de la garganta, el abogado de los Varrell (un joven de veintiocho años de Innisfail con ambiciones políticas) propuso la absolución de los acusados por falta de pruebas: sus clientes tenían coartadas; parientes, vecinos y compañeros de juerga ofrecieron desde el principio todo tipo de relatos detallados sobre el paraderos de los hombres aquella noche (relatos detallados absurdos que para los periodistas no eran sino una prueba más de la ignorancia reinante en el lago Noir, una curiosa mezcla de ingenuidad y brutalidad). De todos modos, no había pruebas, no había ni una sola prueba, más allá de la acusación de una mujer confusa y malintencionada… ¿Cómo podía esperar, preguntó el joven a la señora Bellefleur, alargando su nombre como si le pareciera de algún modo extraordinario, cómo podía esperar que la sala creyera que, con toda la confusión del momento, pudiese reconocer a alguien, cuando, según sus propias declaraciones, los asesinos llevaban máscaras?
Era evidente que no había pruebas, ni siquiera circunstanciales. Y sus clientes tenían coartadas. Todos y cada uno de ellos pudieron explicar exhaustivamente lo que hicieron aquella noche, todas las horas de aquella noche. Era la palabra de una sola mujer contra la de muchas otras personas, que, además, habían jurado decir la verdad con la mano en la Biblia.
«Y nos pide que creamos», dijo el joven, que insistía en alargar las palabras mientras miraba a toda la sala, a los doce hombres del jurado, al juez y a los espectadores apiñados en los bancos, «nos pide que nos tomemos en serio, señora Bellefleur, una acusación que, por lo que usted dice, debe juzgarse como francamente dudosa…».
Como si compartiera la culpabilidad de sus clientes, el abogado hablaba con descaro y arrogancia, estaba crispado, hasta indignado. Tenía la manía de esbozar una muy leve sonrisa justo después de hacer una afirmación que él consideraba escandalosa: una leve sonrisa levantando la cabeza con enmudecido asombro. «Y nos pide…». «Y pide a esta sala…». Probablemente había tomado clases de elocución porque proyectaba la voz, fina y aflautada, con una confianza pasmosa; y su cuerpo pequeño y fornido, con una barriga como un melón, estaba siempre absolutamente erguido.
A continuación, sus preguntas se centraron en Jean-Pierre y en Louis. Pero sobre todo en Jean-Pierre.
—Esa mujer onondaga, Antoinette, que murió junto a los demás… ¿Qué relación tenía con la familia, si es que tenía alguna relación? ¿No era —preguntó el abogado con vacilación socarrona— una amiga particular de Jean-Pierre…, no era una amiga íntima…, que compartía el hogar de los Bellefleur desde hacía años?…
Al principio Germaine no respondió, clavó la mirada en el suelo y el rostro se le ensombreció. Después respondió con voz pausada que la mujer no salía del ala de la casa en la que vivía. Casi nunca hablaban. Casi nunca se veían… Y luego, alzando más la voz, dijo casi con acritud que, como es natural, a ella le había parecido mal, sobre todo por los niños, pero qué podía hacer…, qué podía hacer nadie…, así era el anciano…, hacía lo que quería…, ni siquiera Louis se enfrentaba a él…, aunque ella tampoco se lo había pedido, porque…, porque se habría enfadado…, porque siempre se ponía del lado de su padre, contra quien fuera.
—¿Y los asesinatos —preguntó el abogado— no podrían estar relacionados con la mujer onondaga, con el hecho de que fuera la concubina de Jean-Pierre Bellefleur?…
Germaine, encorvada hacia delante, pareció considerarlo. Pero no respondió.
—Señora Bellefleur, ¿no podría ser que…?
Desconcertada, con las arrugas de alrededor de la boca más marcadas, Germaine lo negó moviendo la cabeza despacio. No parecía comprender el hilo del interrogatorio.
—Una mujer joven onondaga, y su anciano suegro con sus innumerables…, sus innumerables, digamos, socios comerciales de entonces…
De ahí pasó a una serie de preguntas referentes a las varias actividades de Jean-Pierre desde sus años en el Congreso. Las muchas hectáreas de tierra salvaje que había acumulado, bajo nombres diversos (un hecho que pareció sorprender a Germaine y la obligó a mirar al abogado con visible asombro), el hecho de haber sido copropietario de Chattaroy Hall y del servicio ferroviario de Nautauga Falls a White Sulphur Springs y de la Gazette y del barco de vapor y de la empresa maderera del Mount Horn que entró en quiebra y…, ¿no hubo también una voluminosa venta de fertilizantes…, una estafa…, que supuestamente eran de estiércol de alce del Ártico…, muchas carretadas, por cierto? Y durante los años que prestó servicio en el Congreso, ¿no hubo un escándalo descomunal por causa de La Compagnie de Nueva York?…
Las preguntas se sucedían sin tregua, una tras otra. Germaine intentaba responder.
—No sé —decía con voz vacilante, avergonzada—. No lo sé, no lo recuerdo, nunca hablaban de negocios en casa, no sé…
Y a continuación, abruptamente, volvió a interrogarla sobre la noche de los asesinatos, y sobre las máscaras. ¿No se había aterrorizado? ¿No se aturdió sobremanera? ¿Acaso no había estado, como ella misma había reconocido, inconsciente casi todo el tiempo que los hombre estuvieron en la casa?… ¿Cómo era posible que, puesto que llevaban máscaras, los hubiera reconocido?
Y tampoco había presenciado las otras muertes, sólo la de Louis. En el otro ala de la casa habían matado a Jean-Pierre y a la mujer onondaga, bastante lejos de sus dependencias; y a los niños en el salón y en la cocina. De modo que no había presenciado esos asesinatos. Era imposible que supiera lo que estaba ocurriendo. O quiénes eran los asesinos. Decía que había reconocido las voces, pero cómo podía haber reconocido ninguna voz… Los asesinatos fueron cometidos, afirmó el joven abogado con su voz alta y resonante, por desconocidos. Era muy posible que fueran ladrones, atraídos por la casa de los Bellefleur, por el gran tamaño de la misma y por la fama del anciano Jean-Pierre; o quizá eran indios furiosos con la mujer onondaga por su relación con el célebre Jean-Pierre; o quizá —y esto era sin duda lo más probable— eran enemigos de Jean-Pierre, que deseaban su muerte por asuntos relacionados con sus prácticas comerciales deshonrosas. La señora Bellefleur, sumida en un estado de perturbación mental, probablemente creyó oír voces conocidas…, o hasta era posible que quisiera (por motivos que sería indiscreto explorar) acusar a los Varrell y a Rabin debido a una enemistad que venía de largo entre las dos familias…
Germaine lo interrumpió.
—Sé quiénes eran —dijo—. Lo sé. Yo estaba ahí. Los oí. ¡Los conozco muy bien!
Y acto seguido, se levantó, antes de que los agentes del sheriff acudieran a impedirlo, y comenzó a gritar.
—¡Son ellos! ¡Ellos lo hicieron! ¡Esos de ahí! ¡Los que están ahí sentados! ¡Usted lo sabe, como lo sabe todo el mundo! ¡Ellos mataron a mi marido y a mis hijos! ¡Asesinaron a seis personas! ¡Yo lo sé! ¡Yo estaba ahí! ¡Lo sé muy bien!
Caía una nieve fina, a primera hora de la mañana de mayo en que Harlan Bellefleur disparó y mató, en una hora y cuarenta y cinco minutos, a cuatro de los asesinos acusados; al quinto, el joven Myron, le perdonó la vida porque al intentar escapar, no sólo se dio la vuelta para echar a correr sino que se cayó de bruces y comenzó a arrastrarse desesperado, como un animal enloquecido. De modo que Harlan, invadido por una sensación de repugnancia, más que de pena, levantó el cañón de la pistola, con culata de plata, apuntó al cielo y no disparó.
El anciano Rabin recibió un solo disparo en el pecho cuando abrió la puerta de su casucha, en la orilla norte de la laguna Olden, al oír que alguien llamaba impetuosamente a la puerta; a Wallace y a Reuben los mató en la calle principal del pueblo, por entonces conocido como lago Noir; a Silas en la oscura habitación trasera de la posada del Antílope Blanco, donde al parecer estuvo esperando a Harlan (pues para entonces…, avanzada la mañana…, ya sabía, lógicamente, que Bellefleur se había puesto en camino) sentado y agazapado en una silla con respaldo de mimbre, desarmado. Harlan, eufórico por el ajetreo de la mañana y seguido por un reducido grupo de admiradores del pueblo que lo alentaban, «¡Y ahora Silas! ¡Silas es el siguiente!», abrió la puerta de la taberna de una patada y entró en el lugar con paso resuelto, como si supiera de antemano que Varrell, aquel Varrell en particular, no iba a presentar batalla. La piedad que sintió por el baboso de Myron lo había debilitado un poco, pero no tuvo compasión por Silas, encogido de miedo en la oscuridad del cuarto, respirando tan alto que se le oía a metros de distancia, a través de una puerta cerrada.
—Así que te declararon inocente —rió Harlan.
Y acto seguido levantó la pistola, apuntó a la cara y le disparó a quemarropa.