La orquídea morada

Fue poco después del contrato con Acero Internacional, referente a un terreno de los alrededores del Mount Kittery rico en minerales, cuando el criado de Leah, Belladona, que había crecido visiblemente (aunque lo cierto era que el hombrecillo estrafalario se estaba estirando, simplemente: la columna vertebral, aunque aún deforme y torcida curiosamente hacia un lado, estaba enderezándose poco a poco), le trajo una mañana a su señora una caja de una floristería con una sola orquídea morada de gusto exquisito. También era un poco excesiva de tamaño, con un diámetro de unos treinta centímetros.

—Pero ¿qué es? —exclamó Leah, contemplándola.

—Permítame, señorita Leah —murmuró Belladona, sacando la flor de la caja.

—Una orquídea —susurró Leah—. Eso es una orquídea, ¿no?

—Una orquídea muy hermosa —respondió Belladona.

Hablaba con repentina pasión, como si la flor misteriosa la hubiera enviado él. (De hecho, no traía ningún sobre, ninguna tarjeta. Y el hombre de los repartos no tenía la menor idea, como es natural, de quién era el remitente).

—Una orquídea muy hermosa —dijo Belladona—. Como puede ver.

Leah la miró con detenimiento. Se la quitó a Belladona y la sostuvo en la mano. No tenía aroma, no pesaba nada. En efecto, era muy hermosa: de tonos morados y azul lavanda y otro lavanda más cremoso, y un negro azulado muy intenso; y un morado tan oscuro, tan brillante y oscuro, que parecía negro.

Leah se quedó mirándola tanto tiempo que su criado, que se mantenía a la espera al alcance de su mano, se puso un poco nervioso.

—Señorita Leah —dijo con suavidad—. ¿Quiere que le traiga un jarrón?… ¿O prefiere ponérsela en el cabello?

Leah, que seguía con la orquídea en la mano, no lo oyó.

—Aunque es una flor de gran tamaño —dijo Belladona con su voz grave, gutural y apasionada—, creo que resultaría muy atractiva…, muy atractiva…, prendida en el cabello de la señorita Leah. Si quiere, yo mismo podría ponérsela. No hace falta que llame a las chicas. ¿Señorita Leah?…

Sin pensar lo que hacía, Leah comenzó a desmenuzar los pétalos estriados y delicados con la uña del pulgar. ¡Qué colores tan bonitos…, morado y lavanda y una lavanda más clara y cremosa, casi blanca…, y un negro azulado muy intenso; y un morado oscuro y brillante que podía ser negro! ¡Qué cosa tan delicada, qué delicadeza tan etérea, el pistilo blanco, los estambres oscuros y temblorosos que tanto sobresalían, pulverizándose en los dedos! Siete estambres con sus siete filamentos: quebrados a toda prisa y desmenuzados hasta quedar en nada.

—¡Ay! —exclamó Leah—. ¿Qué estoy haciendo?

Sin darse cuenta había destruido la hermosa flor casi por completo.

—Llévate esta tontería y tírala a la basura —dijo, uno o dos minutos después—. Y no vuelvas a interrumpirme esta mañana, Belladona. Sabes muy bien que no me gustan las interrupciones.