La niña traidora

Aquel último verano comenzó, al principio en secreto y después abiertamente, un combate entre la madre y el padre de Germaine: por ella, para ella, con ella como premio.

—¿A quién de nosotros quieres? —le decía Leah en voz baja, sujetándola por los hombros con firmeza—. ¡Tienes que elegir! ¡Elige!

Y Gideon, en secreto, poniéndose de cuclillas delante de ella, agarrándola también de los hombros (aunque no tan fuerte), le decía:

—¿Te gustaría venir conmigo un día de estos a volar en un avión, Germaine? ¿En un avión pequeñito? ¿En uno de los Cubs? Te encantaría, créeme, no te asustarías en absoluto. Sólo tú y tu papi. Una hora de vuelo, ir al Mount Blanc y volver. ¡Verás los ríos y los lagos, incluso esta casa, desde el cielo y nadie de aquí se enterará nunca!…

El combate era invisible. Sin embargo, se percibía. Un movimiento como de balancín: primero un lado y después el otro y después el otro de nuevo, y después el otro. Todo lo que uno tenía, el otro lo exigía. Y entonces el otro también exigía. Y una vez más el otro…

Era muy extraño, como un sueño que no terminaba nunca, sino que se alargaba y se alargaba por más que uno intentara despertar. Era muy desagradable. Y provocaba que la niña (que en junio de ese año tenía exactamente tres años y diez meses) saliera huyendo y se escondiera en el armario largo, estrecho y oscuro que había en la sala de los niños y servía para guardar ropa y juguetes que ya nadie usaba; o abajo, en el fondo del jardín, detrás de los setos nuevos.

Se metía los dedos en la boca: primero uno, después dos, después tres. Aprendió a ser prudente. Estando en la terraza en cierta ocasión, aparentando leer el periódico por encima del hombro de su madre, comenzó a leerlo en alto de verdad, gritando y riéndose con súbito entusiasmo. Leah se volvió hacia ella asombrada, un asombro que no tenía nada de placentero.

—¡Dios mío! —exclamó Leah—. ¡Sabes leer!… ¡Sabes leer, Germaine!

Germaine retrocedió unos pasos, estaba tan excitada que se cayó sentada en una de las sillas de hierro forjado. La cara le ardía.

—¿Quién te ha enseñado? —dijo Leah.

Germaine se metió un dedo en la boca y guardó silencio.

—Alguien ha tenido que enseñarte —insistió Leah—. ¿Ha sido el tío Hiram? ¿Ha sido Lissa? ¿Vida? ¿Raphael? ¿Ha sido tu padre?

Germaine negó con la cabeza, de pronto había enmudecido. Se levantó, terca y tímida, con dos dedos metidos en la boca, la cabeza inclinada, mirando a Leah (que estaba asombrada y un poco enojada), sin nada que decir.

—¿O has aprendido sola, hurgando entre los libros viejos de Bromwell, o en todos esos libros que hay en la sala de los niños? No, sola no habrás aprendido.

Germaine pestañeó sin dejar de mirar a su madre con detenimiento.

—¿O te he enseñado yo sin darme cuenta, mientras hojeo los periódicos en la terraza por las mañanas?…

Leah observó a la niña, que estaba perpleja. Buscó el paquete de cigarrillos y lo agitó hasta que uno le cayó en la palma de la mano, aunque fumar le daba tos y había prometido dejarlo pronto.

—¿Por qué no contestas? ¿Por qué pones esa cara de culpabilidad? —preguntó Leah—. No habrá sido tu padre, ¿no? ¡Como si tuviera tiempo!

Fue así como aprendió a ser prudente.

—Esqueleto, lo llaman —susurraba Leah—. Las mujeres. Las chicas que persigue. «Esqueleto». Y algunas, las más jóvenes, «Viejo Esqueleto». ¡Qué te parece!… ¡Gideon Bellefleur, el que se lo tenía tan creído!

El día de la boda de Morna, temprano por la mañana. Cuando todos se levantaron al rayar el alba y en la casa reinaba la confusión. Cuando Leah echó de su cuarto a una de las sirvientas, llorosa, porque la muy torpe no lograba hacerle un moño en condiciones.

No sabía si ponerle a Germaine un vestido de raso amarillo con un lazo en el cuello (que haría juego con el vestido amarillo de raso que ella iba a llevar) o un vestido de algodón con lunares bordados y lazos blancos largos. No sabía si dejarle los tirabuzones como estaban, es decir, cayéndole por la espalda a la pobre niña (la niña detestaba esos tirabuzones, por supuesto) o si cepillárselos rápidamente y recogerle el pelo hacia arriba, imitando el peinado de su madre, en un moño sujeto con pasadores de oro y un ramito de lirio de los valles prendido en el cabello.

—¿Sabes que se ríen de él a sus espaldas, llamándolo Viejo Esqueleto? —insistía Leah—. Pero esto no se lo digas a nadie. Ni siquiera me preguntes nada a mí. Supongo que no tendría que habértelo dicho…, acabarás teniendo un recuerdo muy degradado…, decepcionante…, y muy triste de tu engreído padre…

Y durante el desayuno, durante el desayuno apresurado, Leah se inclinó para darle un beso a Germaine, pero en realidad para susurrarle al oído (casi al alcance del oído de Gideon), «¡Viejo Esqueleto!».

Pero ¿por qué lo llamaban así?

Por lo flaco que estaba ahora.

¿Y por qué estaba tan flaco?

El accidente de coche, la conmoción cerebral, las peleas, por comer mal, por beber mucho, por sus largas ausencias, y ahora esta locura, esta locura egoísta de volar aviones… Y no me extrañaría (había rumores) que hubiera otra mujer. Allá en Invemere. Otra, otra, otra mujer más.

Viejo Esqueleto: con su rostro duro y enjuto y amarillento, tan inquieto a todas horas que no podía ni sentarse tranquilo, ni sentarse siquiera; su mente no hacía más que rodar por la pista y elevarse en el cielo, elevarse en las alturas sin fin, y el corazón le daba un vuelco de sólo pensarlo, se veía persiguiendo al Hawker Tempest, siguiéndolo hasta su destino secreto, en algún lugar del norte del lago Lágrima de Nube. Inquieto a todas horas, pero también insomne, de modo que no era inusual que se tomara casi un litro de bourbon todos los días, sólo para poder dormir tras la excitación del cielo; pero también sucedía que había días en los que estaba tan bajo de ánimo que no tenía fuerzas ni para levantarse de la cama y vestirse, y a las once u once y media de la mañana su madre llamaba a la puerta tímidamente.

—¿Gideon? ¿Gideon? ¿Estás bien? Soy Cornelia. ¿Estás bien?

—Lo que no me parece bien —dijo Gideon de camino a la boda de Morna, sentado, sentados los tres, en el asiento de atrás de la limusina Rolls más pequeña, con la división de vidrio cerrada con firmeza—, lo que no me parece nada bien es tu obsesión. Tu obsesión malsana con la niña.

—¿Se puede saber de qué estás hablando ahora?… —respondió Leah riéndose.

—De tu interés por ella.

—Sólo tiene tres años, necesita a su madre, es muy normal que las madres y las hijas sean inseparables —dijo Leah, mirando por la ventanilla—. Además, no es que tú tengas mucho tiempo para estar con ella.

—Con Christabel no eras así.

—¿Con quién? ¡Ah, sí, Christabel! Christabel y Bromwell se tenían el uno al otro, la situación era muy distinta —se apresuró a decir Leah—. Eran mellizos…, y…, y ha pasado mucho tiempo.

—Estás siempre haciéndole carantoñas e intimidándola —señaló Gideon—, como hiciste esta mañana durante el desayuno. Mis padres dicen que lo haces continuamente, que no permites que salga de tu vista, como si fuera mucho más pequeña. Como si fuera un bebé.

—¡Sólo tiene tres años! ¿A que sí, cariño?

Germaine, sentada entre sus padres, aparentaba estar muy interesada en su libro de dibujos. Con lápices de color morado, naranja, verde y rojo coloreaba un arco iris que ella misma había dibujado sobre una granja y un granero no muy interesantes que supuestamente tenía que colorear. Con su vestido de raso amarillo y el lazo grande en el cuello, y los zapatos nuevos de charol tan elegantes se sentía bastante incómoda, pero se obligó a quedarse quieta para que su madre no la regañara.

—Tiene casi cuatro años ya. Es muy madura para su edad —dijo Gideon—. No es un bebé.

—Como si tú supieras tanto de niños —dijo Leah—. ¡Tú, precisamente!…

—No estoy pensando en mí —respondió Gideon sin alterarse—. Lo digo pensando en ella, sólo en ella.

—Tú no piensas en nadie más que en ti mismo.

—Eso no es verdad.

—Y tus otros…, tus otros…, tus otros intereses —replicó Leah con una sonrisita fría, aún sin mirar a su marido—, que también son una manera de pensar sólo en ti mismo.

—Eso no lo vamos a discutir ahora —dijo Gideon.

—Eso no lo vamos a discutir nunca: no me interesa, la verdad.

—No soy yo el único que lo dice —insistió Gideon—. También lo dicen mis padres. Hasta Ewan me ha dicho que…

—¡Ewan!… —exclamó Leah—. Aún está menos tiempo en casa que tú.

—Y Lily, y Aveline…

—¡Ah, o sea que los Bellefleur han tomado partido en mi contra! —rió Leah—. ¡Los temibles Bellefleur del lago Noir!

—Y Della también.

—¡Della! Eso es mentira —respondió Leah, enojada.

—Según mi madre…

—¡Según tu madre! Pero ¿es que no tienen mejor cosa que hacer esas ancianas que sentarse a criticarme?

—Alteras mucho a Germaine con tu atención constante, con tu preocupación constante, y cómo la miras a veces —dijo Gideon, todavía sereno—. Yo mismo lo he visto: hasta yo me asustaría.

Leah resopló con impaciencia.

—Sí, claro. A ti. A ti te asustaría.

—No estoy insinuando que no te quiera. Claro que te quiere. Es un sueño de niña, un amor, y claro que te quiere, pero al mismo tiempo…, al mismo tiempo, Leah…, ¿de verdad no entiendes lo que estoy diciendo?

—No.

—¿No? ¿Lo dices en serio?

—No. Ya te lo he dicho.

—Tu obsesión, tu morbosidad…

—¡Obsesión! ¡Morbosidad! Me parece que estás desvariando de tanto volar, ¿no crees? ¡Te encanta estar allí arriba, sin nadie que te moleste, para dar rienda suelta a tus pensamientos más crueles y egoístas sin interrupción! Es evidente que su madre tiene que quererla: su padre no siente nada por ella.

—Leah, eso es absurdo. Por favor.

—Bueno, ¿quieres que se lo preguntemos?

—Leah.

—Esta aquí mismo, fingiendo no oír nada. ¡Eso es lo que hace! ¿Le preguntamos si su padre la quiere? ¿O si no es su madre, acaso, la única persona del mundo que la quiere?

Pero Germaine no alzaba la mirada. Ahora estaba sombreando el arco iris con un lápiz rojo chillón.

—Imagínate que tuvieras que elegir, Germaine —dijo Leah con suavidad—, entre tu padre y tu madre.

—Leah, por favor…

—Germaine —insistió Leah, tocándole el hombro—. ¿Me estás escuchando? ¿Entiendes lo que digo? Imagínate, sólo por divertirte, que tuvieras que elegir. Entre tu padre y yo.

Pero la pequeña no miraba ni a la derecha ni a la izquierda. Permaneció inclinada sobre su libro de dibujos, mordiéndose el labio inferior.

—Déjala en paz, Leah —dijo Gideon, alargando el brazo para cogerle la mano, enfundada en un guante amarillo—. No hagas estas tonterías. Tú no eres así.

—Pero si no es más que un juego, una diversión —respondió Leah, soltándole la mano a Gideon—. ¡A los niños les encantan los juegos: inventan las cosas más disparatadas, inventan universos enteros! Cosa que tú no entiendes porque vives aislado de tus hijos. Vamos a ver, Germaine, contéstanos. Inclina la cabeza hacia un lado o hacia el otro para que veamos a quién eliges. Si tuvieras que elegir. Si tuvieras que vivir con uno de los dos el resto de tu vida.

—Vamos, Leah —dijo Gideon con inquietud—. Estás haciendo justo lo que yo decía…

—¿Germaine? ¿Por qué finges no oír nada?

Pero la pequeña no oía nada.

Continuó coloreando y cuando el pequeño lápiz se partió en dos, lo único que hizo fue utilizar la parte más grande y siguió a lo suyo, sin levantar la vista.

Ahora el arco iris se había ensanchado y era inmenso, desplazaba claramente a la casa y el granero y la tierra.

—La estás alterando —señaló Gideon—. Esto es precisamente lo que te estaba diciendo.

—Tú has empezado, y ahora te asustas —respondió ella en voz baja—. Tienes miedo de que no te elija.

—No tiene ninguna necesidad de elegir nada. Es falso, es melodramático…

—¡Quién eres tú para hablar de falsedades! —rió Leah—. ¡Tú, precisamente, hablando de falsedades!

—Ha sido un error intentar hablarte —respondió Gideon con aspereza—. Está claro que no te preocupa en absoluto el bienestar de Germaine.

—¡Claro que me preocupa! ¡Me preocupa, y mucho! Le estoy dando el derecho de elegir, en este momento, le estoy dando un privilegio que pocos niños tienen: ¿qué decides, Germaine? No tienes más que inclinar la cabeza hacia un lado o hacia el otro…

—Basta, Leah. Sabes muy bien que la estás alterando.

—¿Germaine?

—Si quieres le digo al conductor que pare un momento y me bajo. Puedo ir con mis padres, así te dejo en paz…

—¿Germaine? ¿Por qué finges que no me oyes?

Leah inclinándose, observando la cara de la niña. Advirtió la mirada obstinada de su hija, clavada en el libro de dibujos, negándose a desviarla.

—¡Qué mala eres! ¡Eres muy mala por fingir que no oyes nada! —exclamó Leah—. Es como si me estuvieses mintiendo. Es exactamente eso, como si me mintieras…

Pero la pequeña no oía nada.

Eligió otro color, un blanco muy sucio, y comenzó a sombrear el arco iris con trazos bruscos y descuidados.

Más adelante, cuando estuvieron a solas, Leah se agachó y la agarró de los hombros con dureza. Por un momento guardó silencio, estaba furiosa. Las suaves líneas de su frente ya eran arrugas; en la piel tenía manchas de indignación. Germaine veía, sin querer ver, la cantidad de pelo que había perdido su madre: se le insinuaba el cuero cabelludo y el cráneo tenía un aspecto extraño, como si estuviera formado por capas rudimentarias, como si los huesos le crecieran de forma irregular, en planos que no acababan de encajar. Era una mujer demacrada, sin ningún atractivo, a pesar de su vestido amarillo, a pesar de las perlas que le adornaban el cuello…

—¡Eres una egoísta, Germaine! —decía Leah, zarandeándola un poco—. ¡Egoísta! ¡Mala! ¡Una traidora, eso es lo que eres! ¿Lo sabías? ¡Sí, claro que lo sabes!