¡Qué raro! ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué cayó en semejante cinismo, en tamaña desesperación? ¡Cómo iba nadie a imaginar que el gran Raphael Bellefleur iba a querer que, inmediatamente después de su muerte (que él mismo se provocó a base de no comer prácticamente nada y no tomar ni uno solo de los medicamentos que le recetó Wystan Sheeler), lo despellejaran y que, una vez tratada, utilizaran la piel para extenderla sobre la superficie de un tambor de caballería de la guerra civil que debía colocarse, según su testamento, «para siempre y en todo momento» en el rellano de la primera planta de las escaleras circulares que salían del Gran Salón de la mansión Bellefleur! El hombre que había construido el castillo debía ser conservado en él, por así decirlo, transformado en tambor, y el tambor tenía que tocarse (también según su testamento, aunque nunca obedecían aquella cláusula) todos los días para anunciar las comidas, o la llegada de invitados o cualquier otro acontecimiento especial… Qué perversidad, solían decir, riéndose y estremeciéndose. Pero ni siquiera estaba loco: no tenía esa excusa.
Bien tocado, aquel tambor hecho con la piel del tatarabuelo Raphael producía un sonido de retreta magistral, seco y enérgico, que tenía la capacidad de penetrar en todos los rincones del castillo. Al oírlo (a veces los niños jugaban con él, arriesgándose a que los castigaran severamente) la familia se estremecía y se quedaban unos segundos con la mirada perdida. Ése, pensaban sin poder evitarlo, incluso los miembros de la familia que se reían de las supersticiones, era el viejo Raphael, todavía vivo.
El tambor de piel solía decepcionar al principio. Cuando los niños se lo enseñaban a sus primos o amigos, por lo general se callaban el detalle más significativo: que estaba hecho con la piel de un ser humano. De modo que se presentaba como un tambor de la guerra civil, en buen estado, con accesorios de latón y cintas de terciopelo rojo, no muy distinto a los tambores que podían haber visto los niños en cualquier otro lado. Tócalo, si quieres, podía decir alguno de los niños Bellefleur ofreciendo los palillos, así ves cómo suena.
Una de las visitas (de hecho, fue Dave Cinquefoil, unos días antes de la misteriosa muerte del muchacho Doan) agarró los palillos y, sosteniendo el tambor torpemente entre las rodillas, como si estuviera montando a caballo, comenzó a tocarlo con ferocidad, riéndose, tan embriagado con el sonido (a juzgar por el sonoro repiqueteo, parecía que el chico tenía un talento natural para el tambor) que le resultaba muy difícil parar. Haciendo muecas, sonriendo casi sin resuello, se sentó en el rellano de la escalera y golpeó el tambor incesantemente con los palillos, moviendo manos y brazos a tal velocidad que se veían borrosos, el rostro mojado de transpiración y los ojos brillantes, mientras los niños Bellefleur intentaban detenerlo, horrorizados por el estruendo, pues en ningún momento pensaron que su primo fuera a entusiasmarse con el tambor hasta tal punto. De todos los rincones del castillo aparecieron sus ocupantes tapándose los oídos…, incluida la más tímida de las sirvientas…, incluido el más pequeño de los niños…, pero ni siquiera entonces quiso dejar el tambor Dave…, hasta que finalmente Albert le arrebató los palillos gritándole asustado:
—¡Basta! ¡Por el amor de Dios!
Después le dijeron a Dave que en realidad el tambor estaba hecho con la piel del tatarabuelo Raphael, que también era tatarabuelo de Dave. Él los miró con la boca floja y esbozó una sonrisa vaga y extraña; secándose la cara, dijo al fin que se lo había imaginado: tal vez se lo había oído decir a sus padres, o lo había oído en el castillo, pero no lo recordaba, estaba convencido de que lo había imaginado él mientras lo tocaba. No la identidad exacta de Raphael Bellefleur, claro está, pero sí pensó que el tambor estaba hecho con piel humana, perteneciente a algún Bellefleur.
—Sí —dijo Dave con risa nerviosa—. Lo he averiguado yo solo. Él ha sido el que me ha impulsado a seguir tocando sin parar.
Todos sabían que el viejo médico de Raphael, el renombrado Wystan Sheeler, intentó disuadirlo de semejante «antojo de tambor» (así lo llamaba el doctor Sheeler, tal vez queriendo minar el poder que ejercía sobre su mente enferma). Señaló que una acción tan fantasiosa, tan caprichosa, tendría el efecto inevitable de eclipsar las múltiples obras importantes que había hecho Raphael a lo largo de toda una vida. Al fin y al cabo, él había construido la mansión Bellefleur. No había nada parecido en las Chautauquas, el castillo del pobre Hans Dietrich no tenía comparación, ni en cuanto a esplendor ni ambición, y la monstruosidad gótica-medieval erigida río abajo por el hermano del «barón de los cereales» Donogue era, en el mejor de los casos, un pabellón de caza y de pesca. Raphael había sido, o ya se había olvidado, uno de los fundadores del partido republicano, al menos en aquella región del norte, y había construido su imperio de lúpulo de la nada, haciendo frente, durante sus días de gloria, a las pagas semanales de más de trescientos obreros… Todos sabían que le gustaba agasajar a sus invitados: había alojado a jueces de la corte suprema, entre ellos el formidable Stephen Field, y al rey de la fábrica de cerveza Keeley, y a los senadores Kloepmaister y Fox, y al príncipe de Gales, cuando fue de visita, y al secretario de Estado Seward, y al secretario de Guerra Schofield, y a los ministros de Justicia Speed, Stanbery, Hoar y Taft, y a Nathan Goff, cuando dejó el cargo de secretario de la Armada, y además, hubo breves visitas de Schuyler Colfax cuando fue vicepresidente, y Hamilton Fish justo después del famoso episodio del Virginius, y hasta James Garfield fue una tarde en plena campaña electoral para la presidencia. Chester Arthur iba a pasar un fin de semana en Bellefleur, pero en el último momento tuvo que quedarse en Washington a causa de la enfermedad de su mujer; Ulysses Grant había aceptado la invitación pero no apareció; y, por supuesto, estaba el misterioso «Abraham Lincoln» que había buscado refugio en la mansión Bellefleur, donde iba a pasar el resto de sus días.
(El doctor Sheeler nunca habló con aquel individuo, pues Raphael lo mantenía aislado casi siempre, pero en varias ocasiones logró verlo bastante cerca y era cierto que el anciano se parecía al difunto presidente. Flaco y adusto, de mejillas hundidas, con un semblante melancólico y un rostro que rezumaba inteligencia, además de una barba semejante a la de Lincoln: pero era mucho más bajo que él, probablemente no pasaba del metro setenta, por lo tanto no era Lincoln; no podía serlo; y el doctor Sheeler no lograba entender por qué Raphael insistía en ese disparate, o creía sinceramente que no era ningún disparate. Quizá, en su prematura chochez, el pobre Bellefleur tanto anhelaba ser una figura política importante, o, en su defecto, ser amigo íntimo de una figura política importante, que se había inventado su propio Abraham Lincoln… En lo que finalmente fue su lecho de muerte, Raphael le «confió» al doctor Sheeler que el presidente de Estados Unidos, Lincoln, estuvo a punto de sufrir un colapso, a punto también de suicidarse, que tenía ataques de pánico y de culpabilidad a causa de las innumerables muertes sufridas por la Unión y que le asqueaba la conducta y la arrogancia del secretario de Guerra, Cameron, y la vileza del Congreso, y las turbulencias del país en general, incluso en las zonas en las que no había combates y sabía —aunque en el momento no se lo reconoció a nadie— que había cometido un error encarcelando a tantos civiles en Indiana y demás lugares sólo por ser sospechosos de simpatizar con la esclavitud, pero él sabía que no había obrado bien y que merecía castigo. De modo que, ayudado por Raphael Bellefleur, a quien reconoció como alma gemela, el hombre agraviado pergeñó un plan por el que contratarían a un actor para «matarlo» en un lugar público y después de su «muerte», pondrían un cadáver de cera, reconstruido con toda pericia, de cuerpo presente para que lo vieran los millares de asistentes al funeral; pero el genuino Lincoln, liberado de su mortalidad, se retiraría al paraíso de las Chautauquas en calidad de huésped permanente de Raphael. Todo salió a la perfección, insistía Raphael, y Lincoln pasó sus últimos años en la finca prácticamente recluido, paseando por los bosques, contemplando el lago y las montañas, leyendo a Platón, a Plutarco, a Gibbon, a Shakespeare, a Fielding y a Sterne, y jugando al ajedrez y al backgammon en las largas tardes invernales, inmovilizado por las heladas, con su anfitrión, que también vivía cada vez más recluido. Poco después del «asesinato» de Lincoln, Raphael le dijo al doctor Sheeler que a él también le gustaría arreglar su propia muerte de esa manera tan anodina y a la vez irrevocable).
Pero ¿por qué quiso Raphael burlar su propia dignidad y profanar su cuerpo empeñándose en que sus herederos lo desollaran y lo convirtieran en un tambor? El doctor Sheeler no lograba comprenderlo.
Raphael consideró la cuestión con cortesía. En sus últimos años se movía despacio, con afectación patricia; todas y cada una de sus acciones, por pequeñas y aparentemente triviales que fueran, como levantar una taza de té, eran comedidas e irónicas, y transmitían una cierta tensión a todo el que observara. Si el tono de sus primeros tres cuartos de vida fue el afán, el del último cuarto fue la ironía.
—¿Me está preguntando —dijo al fin— por qué he elegido un tambor y no cualquier otro instrumento?… Si es así, lo único que puedo decir es que es que fue lo primero que se me ocurrió. Porque se da el hecho de que disponemos de un tambor de caballería.
El doctor Sheeler decidió pasar por alto el sarcasmo exquisitamente modulado de su paciente.
—Me refería, señor Bellefleur —dijo con suavidad—, a que no acabo de entender por qué desea burlarse de sí mismo mutilando su cuerpo de esa manera. No recuerdo ningún precedente de una acción tan extraordinaria.
—¿Es burla? —preguntó el anciano frunciendo el entrecejo—. Yo diría que es más bien una forma de inmortalidad.
—¡Inmortalidad! ¡Llama inmortalidad a quedarse estirado en la superficie de un burdo instrumento musical que sus herederos tendrán que tocar varias veces al día! —exclamó el doctor Sheeler—. He de decir que el concepto resulta, cuando menos, inusual.
—Ya he previsto mi lugar de descanso convencional, un elegante mausoleo diseñado por mí, de mármol blanco italiano, con hermosas columnas corintias y simpáticos ángeles andróginos, ángeles con ojos de mármol coloreado, y el propio Anubis montando guardia —respondió Raphael alargando las palabras—. Por desgracia, no hay nadie que lo comparta conmigo. La señora Bellefleur, como sabe usted, acabó con su vida de la manera más misteriosa; y mis hijos Rodman y Samuel han desaparecido por completo. Y no es probable, sospecho, que los encuentren. Dudo mucho que se presenten ni siquiera después de mi muerte. Mi único heredero es Lamentaciones, y ya ve usted en lo que se ha transformado.
—Es un joven resuelto y generoso.
—Es un idiota. Y su esposa Elvira: sabrá usted, por supuesto, que ha regresado a casa de sus padres, temporalmente, porque se ha empeñado en que nazca ahí su hijo, alegando que el ambiente de la mansión le resulta inquietante… Dudo que esa joven obcecada vuelva a vivir aquí estando yo con vida.
—A usted lo quiere mucho, pero es posible que sienta que el ambiente es inquietante. Para empezar, esa nueva idea suya…
—¡Que me quiere, dice! —exclamó Raphael con desdén—. Es evidente que no me quiere nada. Mi hijo tampoco. No es que yo los quiera especialmente. Por eso mismo quiero que mis deseos se cumplan al pie de la letra.
—¿Por eso?… —preguntó el doctor Sheeler, desconcertado.
—Por eso —respondió Raphael de modo terminante.
Tras unos años de distanciamiento, el doctor Sheeler fue convocado nuevamente a la mansión Bellefleur para tratar a Raphael (que había envejecido considerablemente desde su tercera derrota en las elecciones) por su «circulación lenta», somnolencia y depresión crónica. Para el doctor Sheeler estaba claro que su paciente había renunciado a la vida, a pesar de pedir, con voz lánguida y cansina, que le administrara los medicamentos adecuados para su condición. Paseaba a menudo bajo la lluvia por el jardín amurallado, o caminaba despacio por la orilla del lago, apoyándose con fuerza en el bastón, las gafas redondas, sujetas con una cinta elástica, oscilando fuera de la cara. Había dejado de preocuparse por cambiarse de ropa blanca con frecuencia, incluso por afeitarse; las cejas se le pusieron grises, murmuraba en alto para sí mismo, rechinando los dientes, reviviendo viejas batallas.
¡Tres veces se había presentado para el cargo de gobernador y tres veces había fracasado! Pero la tercera derrota había sido la más humillante. Millares de dólares perdidos…, sus ánimos, su fortaleza, su idealismo… Hubo, como es natural, virulentos artículos de prensa en su contra. Hubo dibujos cómicos, caricaturas infames. Revelaciones difamatorias por parte de una panda de gacetilleros: los cerdos viven mejor que los recolectores de lúpulo de Bellefleur. Y: los peones de Bellefleur mueren como moscas. Cuando se encontraba en plena campaña se apresuró a volver a casa para dar inicio a las operaciones de limpieza de los barracones, que efectivamente eran insalubres, pero llegó tarde y la gripe ya hacía estragos; y después vino un verano particularmente lluvioso, lo mismo que el verano siguiente, y no encontró suficientes peones para trabajar en los campos, el lúpulo maduró antes de tiempo y comenzó a pudrirse… Millares y millares de dólares, pudriéndose. Toda aquella espesura verde, hectáreas de enredaderas verdes serpenteando de izquierda a derecha alrededor de las guías de apoyo, un mar de hojas verdes, exuberante, más que exuberante, pudriéndose al sol húmedo. «Y cómo se habían regocijado, sabiendo que estaba arruinado».
Hayes Whittier también lo traicionó. El hijo tuberculoso de Hayes acabó muriendo —el campamento del lago Noir no logró salvarlo—, pero no fue la muerte de su hijo lo que hizo que Hayes se enfrentara a él y hasta hablara públicamente en su contra (había distintas versiones, por supuesto) durante los últimos días de su funesta campaña. Hayes estaba enamorado de Violet. O actuaba como si lo estuviera. Impresionado, como él decía, por el «embrujo» de su rostro. (¡Tal vez era el cariño malsano que ella le profesaba a ese carpintero húngaro y medio lelo cuyo nombre Raphael había olvidado!). A Raphael le parecía que la pasión sentimental de Hayes por Violet aumentaba a medida que la fortaleza de su hijo iba cediendo. La miraba con ojos ausentes, distraídos. Estaba más que dispuesto a acompañarla a diversas recepciones y cenas y, en cierta ocasión, a un espléndido funeral de la alta sociedad en Vanderpoel. Exhibía una conducta enamoradiza en cómico antagonismo con su corpulenta figura y sus patillas de boca de hacha desgreñadas, y su temible esposa (Hortense Frier, la hija del obispo, una mujer con pecho de granito), y la fama de ser uno de los líderes más astutos y osados del partido republicano. El hecho de que hubiera traicionado a otros hombres, por necesidad, como decía él, y llevado a la tumba prematuramente al menos a uno de ellos (Hugh Boutwell, tras su intento de llegar a senador) le pareció a Raphael una muestra de su autoridad: ni en sus peores sueños imaginó que lo traicionaría a él también.
—Llévame contigo a Washington —le suplicó Violet aquella decisiva mañana de abril (el día previo al Domingo de Ramos, como recordaba Raphael sin que viniera mucho al caso)—, no soporto estar en Bellefleur cuando tú te vas.
Pero Raphael, enojado por la repentina insensatez de su esposa, respondió:
—¡Querida, sólo me voy dos días! El trayecto en carruaje te agotaría, además, sería para volver de inmediato, no es un viaje de placer, no sé si lo sabes.
—Entonces diles a nuestros invitados que retrasen la visita —dijo Violet.
—De ningún modo —replicó Raphael mirándola fijamente a través de sus gafitas redondas—. ¿He oído bien? ¡Cómo voy a decirles eso a nuestros invitados!…
—Es que los Whittier son tan…, tan…
—¿Te refieres a los dos? —preguntó Raphael con aire enigmático.
Ella iba de un lado a otro de la habitación, como una actriz indicando inquietud, hasta logró soltarse unos mechones de su cabello, lo que su esposo interpretó como una obcecación carente del menor atractivo: cómo podía malinterpretar su fe, la fe inviolable de su marido en ella. ¡Cómo podía siquiera pensar que él podía creerla capaz de sucumbir a las inoportunas atenciones de Hayes Whittier!… Era repugnante, era incalificable. Raphael cogió su sombrilla de color azul lavanda, esa cosa francesa y absurda y llena de volantes, y la mandó al otro extremo de la habitación de un puntapié.
—¡Madame —gritó con voz alta y herida—, es así como envileces el aire mismo de nuestro hogar, con unos sentimientos que no puedo sino intuir y que rechazo con toda mi alma!
Mucho después, una vez concluido el viaje a Washington y olvidados sus míseros frutos, Raphael tuvo ocasión de cenar con Hayes y otros caballeros en Manhattan y advirtió la frialdad palpable de Hayes, su forzada «cortesía», por lo que dedujo —con alivio, con satisfacción— que su fe marital en la virtud de Violet no era inmerecida: estaba claro que nunca había sido amante de aquella criatura panzuda de prominentes patillas, ni siquiera una noche: la sola idea era obscena.
—Y cómo está la señora Bellefleur —preguntó Hayes tardíamente, cuando ya estaban por los licores y los puros, sin mirarle a los ojos.
—Violet está bien —respondió Raphael de manera cortante.
—Quizá lo que quiere es envilecerse —señaló Wystan Sheeler con prudencia—, porque, aunque no lo exprese, se siente culpable por su mujer…
—De ningún modo —dijo Raphael—. Más bien diría que es ella la que debería sentir culpabilidad, además de vergüenza. ¿Acaso no me traicionó? ¿No traicionó su promesa nupcial al quitarse la vida sin ningún miramiento?
—La culpabilidad de la que yo hablo —insistió el doctor Sheeler— es inconsciente. No es una culpabilidad analizada. Es más bien…
—Ella es la que estará avergonzada, como los demás —replicó Raphael con voz apagada y cansina.
—Me refiero a una culpabilidad…
Raphael se echó a reír inesperadamente. Recostado en las almohadas y sudando por un grave acceso de gripe que le sobrevino, según dedujo su médico, a raíz de un imprudente paseo por la orilla del lago a medianoche, bajo una lluvia torrencial, el anciano parecía ensimismado y a la vez sumamente astuto. Arrugó una mitad de su rostro y no hizo sino guiñar al sobresaltado doctor Sheeler.
—Discúlpeme —dijo respirando con dificultad—, pero me he visto obligado a pensar en…, en… mi abuelo Jean-Pierre, cosa que no hago casi nunca, como sabe usted…, pues no llegué a conocerlo, murió antes de que yo naciera…, mucho antes…, y si no hubiera muerto, él y los otros…, los otros infelices…, yo no habría nacido. Por eso digo que hay cosas inevitables en las que uno no debe pensar si quiere mantener la cordura…, hasta que llega el momento de sacarlas a la luz… Pero decía que…, me parece que he perdido el hilo de lo que estaba diciendo…
El doctor Sheeler le puso una mano en la frente febril e intentó calmarlo.
—Estábamos hablando de un asunto teórico —dijo el doctor Sheeler con delicadeza— y tal vez no sea el mejor momento…
—La culpabilidad —recordó Raphael, y apartó la mano del médico—. La de mi mujer o la mía, o lo que quiera sugerir. Culpa y vergüenza y todo lo demás. Pero de pronto me he puesto a pensar en una de las jugadas del viejo malhechor: la venta de estiércol de «alce» en el valle del Edén. ¡Estiércol especial del Ártico, el mejor estiércol que hay, veinticinco carros llenos, creo recordar, y se lo vendió a unos granjeros necios a setenta y cinco dólares el carro!… Y lo compraron, lo compraron —dijo Raphael, volviendo a reír a carcajadas, casi sin aliento, con lágrimas en sus ojos pétreos y estrechos—. Estiércol de alce. El muy sinvergüenza y chiflado. No me extraña que muriera como murió, como tenía que morir… Y Louis y…, y los demás… Si no hubieran muerto, yo no habría visto la luz: ni yo ni Fredericka ni Arthur. Así es. Y por eso, doctor Sheeler —añadió, con tanta risa que el pecho hundido le comenzó a palpitar—, lo que hay en el fondo de todo esto es estiércol de alce. Sus teorías…, mi sentimiento de culpabilidad…, el de ella…, el de ellos…, el de cualquiera: estiércol de alce. Un estiércol de alce del Ártico de la mejor calidad, rico en nitrógeno.
El doctor Sheeler se alejó de la cama del enfermo y lo miró con cierta frialdad. Tras una larga pausa, durante la cual Raphael siguió riéndose con total abandono, lo que no encajaba con su estado, ni con su temperamento, el buen médico dijo:
—Señor Bellefleur, no logro entender el motivo de su alborozo.
Pero Raphael, muriéndose, se rió aún con más ganas.
Y fue así como al fin murió el famoso Raphael Bellefleur, pues se trataba, evidentemente, de uno de los aspectos más macabros de la maldición de los Bellefleur: uno tenía que morir…, ya fuera en la vejez o en la juventud, con ganas y deseo o con repugnancia, no había escape, sencillamente había que morir tarde o temprano.
En cama propia o en camas desconocidas. En el lago, ese lago inquietante y oscuro; o a caballo; en «accidentes» violentos y malditos; o como resultado de algún tropiezo doméstico: caerse por las escaleras del Gran Salón, por ejemplo, o padecer alguna infección por el arañazo de un gato. Los Bellefleur solían morir de manera interesante, observó Gideon en una ocasión, muchos años antes de su propia muerte; pero su observación no siempre fue acertada.
La muerte de Raphael, por ejemplo, no fue particularmente interesante. Sufrió un paro cardiaco a raíz de una gripe severa: para entonces no era más que un simple anciano: una vejez prematura. No murió en la comodidad de su cama con dosel, sino en el suelo de la sala de Violet, conservada tal y como ella la dejó la noche de su suicidio. (Nadie supo cómo logró arrastrarse hasta allí. El día anterior parecía no tener fuerzas para nada). Murió en la sala de Violet a altas horas de la noche, un día de junio. Lo encontró una de las sirvientas a la mañana siguiente, tirado en la alfombra boca abajo, junto al clavicordio. Había quitado la funda verde de brocado que cubría el banco, pero el teclado permanecía cerrado.
Como era de esperar, en todo el estado se lloró su muerte, que consternó incluso a sus antiguos enemigos y a los numerosos hombres que se habían burlado de él y ridiculizado a sus espaldas. ¡Raphael Bellefleur, el artífice de ese monstruoso castillo, muerto!… ¡Muerto, como cualquier persona!
Se dijo que el ya anciano Hayes Whittier, confinado a una silla de ruedas en su mansión de Georgetown, rompió a llorar cuando le dieron la noticia.
—Es el fin de nuestra época ilustre —dijo—. América no volverá a ver nada parecido. (Sin embargo, las Memorias de Whittier, publicadas póstumamente, decepcionaron por su circunspección en lo referente a su vida privada, a pesar de la audacia y la franqueza con que abordó su vida pública. Con todo, por el tono de resignación melancólica con que se refería a «la inglesa hermosa», y al «embrujo» de su rostro, dueña y señora de la mansión Bellefleur, podía deducirse que nunca había sido amante de Violet).
De modo que así murió el gran hombre, el que llegara a ser multimillonario en sus mejores años: y su único heredero, Lamentaciones de Jeremías, no tuvo la osadía de desobedecer lo estipulado en su testamento. El cuerpo fue despellejado y la piel sometida a tratamiento para después tensarla en el bastidor del tambor de caballería y guardarlo durante décadas en el lugar indicado: el rellano de la primera planta de las escaleras que salían del Gran Salón. Todos juzgaban que el tambor era un instrumento bastante elegante, dentro de lo que cabe. Carecía, por ejemplo, de la esplendorosa belleza del clavicordio de Violet…, pero tenía su propio encanto.
Sólo en contadas ocasiones se utilizó el tambor de piel como había deseado Raphael, para anunciar acontecimientos señalados (el nacimiento de Jean-Pierre II, las campanadas de medianoche de la Nochevieja de 1900, el aniversario de la muerte de Raphael), y lo hizo un sirviente uniformado, una especie de mayordomo y hombre para todo que durante la guerra civil había tocado el tambor en el ejército. Tras la partida de aquel sirviente del castillo, el propio Jeremías intentó abordar la labor, pero le rechinaban los dientes y los palillos se le resbalaban una y otra vez de los dedos entumecidos; y ahí quedó todo. Nadie quiso tocar aquel tambor de piel, y menos aún oírlo. Pues el sonido que producía era asombrosamente penetrante y difícil de olvidar.
Es más, a diferencia de lo que había previsto Raphael, el tambor de piel se volvió invisible.
Nunca dejó de estar en el rellano, como es natural, pero nadie lo veía, ni siquiera la sirvienta que le quitaba el polvo de forma rutinaria lo veía. Hasta el día en que Leah preparó el castillo para la celebración del cumpleaños de la bisabuela Elvira, que cumplía cien años, nadie había advertido lo que era: fue entonces, repentinamente, cuando repararon en él con horror, repugnancia y vergüenza; por supuesto, alguien (probablemente Leah) lo sacó de ahí y lo guardó para «ponerlo a buen recaudo».
Y en un armario, o en el ático, o en las zonas más oscuras del sótano, iba a quedar el tambor de piel durante todos los años en que la mansión Bellefleur siguió en pie.