Muchos fueron los telegramas apasionados que cruzaron el Atlántico, y las cartas manchadas de lágrimas que los respondieron; muchos fueron regalos modestos y de buen gusto que lord Dunraven envió a su tímida amada (para la noche de San Miguel un anillo antiguo con una sola perla rosa, para Navidad un chal japonés en tonos morados y verdes, para el Día de Reyes una cajita de música alemana con incrustaciones de carey y remaches de plata…, regalos que la pobre Garnet sentía que no podía aceptar, pero tampoco tenía el valor suficiente para rechazarlos por temor a herir los sentimientos de su pretendiente). Cuando lord Dunraven regresó a América poco después de Año Nuevo, como invitado de los Bellefleur, por supuesto, hubo muchas semanas de cartas entregadas en mano a Garnet, en la casa de la señora Pym de Bushkill’s Ferry, y semanas de encuentros aparentemente secretos en aquella casa (con Della, cómo no, en la habitación contigua, a modo de carabina), semanas de noches en vela, súplicas cada vez más apasionadas por parte de lord Dunraven, defensas cada vez más debilitadas por parte de Garnet: hasta que al fin, para asombro de todos, y para el del propio lord Dunraven, Garnet accedió a ser su esposa.
—No puedo decir…, no puedo saberlo…, si algún día sentiré el mismo amor que dice sentir por mí —dijo Garnet llorando en sus brazos—, pero…, pero… si es cierto que no me considera indigna…, si es cierto que no siente un desprecio secreto por haber entregado mi corazón y mi alma a otro hombre…, ay, con qué imprudencia…, si es como dice, que obtener mi mano en matrimonio le hará feliz, evitará que pierda la esperanza, entonces…, entonces…, entonces no puedo rechazarlo, pues, como todo el mundo exclama, lord Dunraven, es usted el más bueno de los hombres, el más generoso, el más atento…
Las palabras de Garnet provocaron en el rostro rubicundo de lord Dunraven un rubor aún más intenso y por un instante pareció no asimilar —no se atrevía a asimilar— la importancia de lo que había oído. Pero después se limitó a susurrar, «¡Mi querida Garnet! ¡Mi amada Garnet!», y la abrazó con más fuerza y le dio un beso cálido y apasionado y marital en aquellos labios angustiados.
Garnet Hecht, la joven sirvienta sin padres, nieta de la esposa del anciano Jonathan Hecht, empobrecida, apenas educada y, a raíz de su vergonzoso romance con Gideon Bellefleur y el nacimiento de su hija ilegítima, compadecida con desdén en toda la región del lago Noir… ¡iba a casarse con lord Dunraven! ¡Iba a ser la esposa de ese caballero refinado y viviría en su finca de la campiña inglesa el resto de su vida!
La noticia era, como decían todos, de lo más extraordinaria.
Qué extraordinario, dijo Leah. Nuestra pobre Garnet, tan infeliz, va a pasar a ser «lady Dunraven».
Como era de esperar, hubo muchos comentarios exaltados. Con todo, y curiosamente, muy pocos fueron malintencionados. Todos los Bellefleur, incluida Leah, tenían muy claro que Garnet se había resistido a las proposiciones de lord Dunraven; quiso romper toda comunicación con él en más de una ocasión; era evidente que no había sido ella la que lo había seducido y engatusado para casarse. Sentían que su conducta había sido honorable. Aunque Garnet no era Bellefleur, había demostrado una integridad digna de los Bellefleur, era una lástima, de hecho, que no pudieran contarla como una más de la familia.
La abuela Cornelia se ofreció a abrir el castillo para la boda: todo apuntaba a que, si Morna terminaba casándose con el hijo del gobernador Horehound (aunque el noviazgo era cuando menos tormentoso), la boda se celebraría en la mansión del gobernador, y no en la de los Bellefleur. Además, eso no iba a suceder hasta el mes de junio, si es que sucedía.
—Debéis permitírnoslo —dijo Cornelia a la tímida pareja—. Haremos lo que esté en nuestra mano. Las obras del ala oeste ya están casi terminadas. Hemos transformado toda la tercera planta en una suite de invitados particularmente acogedora, sería una suite nupcial idónea, muy amplia, con mucha intimidad…
Pero finalmente Della insistió, y como es natural nadie se atrevió a contradecirla, en que la boda debía celebrarse en su casa. Garnet y lord Dunraven se casarían en la iglesia anglicana de Bushkill’s Ferry y después habría una «pequeña» reunión en su casa.
—Garnet ha sido, como todo el mundo sabe, como una hija para mí, una hija muy querida —dijo Della con labios temblorosos, como si estuviera haciendo esfuerzos por no llorar—. Y la voy a echar de menos, la voy a extrañar mucho. Pero sólo quiero que sea feliz. Y este matrimonio es un regalo del cielo. Es un regalo de lo que deben «llamar» cielo.
De modo que tanto la boda como la celebración serían al otro lado del lago. Pero la fecha planteaba problemas. Lord Dunraven quería casarse cuanto antes, como es lógico (había esperado mucho tiempo, mucho tiempo, el consentimiento de su amada, y ya no era ningún jovencito; además, tenía muchas ganas de volver a su tierra natal), pero Jonathan Hecht estaba gravemente enfermo, y podía morir en cualquier momento. El doctor Jensen no les daba ninguna esperanza. De hecho, el hombre cadavérico tenía aspecto mortecino. Cornelia y Della debatieron el asunto durante varias horas. Si seguían adelante y fijaban la fecha de la boda para principios de marzo, como quería lord Dunraven, era probable que Jonathan muriese poco antes de la fecha, con lo que habría que aplazar la boda. Pero esperar a que falleciese era de muy mal gusto, por supuesto, de modo que eso era imposible. La mejor estrategia era celebrarla de inmediato, pero también era imposible: las prisas provocarían habladurías indecorosas y arruinarían los planes de una celebración digna.
Al final decidieron programarla para el primer sábado de marzo, justo antes de la cuaresma.
Y tuvo lugar el día señalado, sin el menor contratiempo. Temían que Garnet se arrepintiera en el último momento, pues seguía preocupada por la conveniencia del matrimonio, sin saber si merecía el amor de lord Dunraven: pero se mantuvo firme en su decisión e intercambió las promesas nupciales con voz clara y firme. Nunca habían visto a una novia, exclamaron todos después, de una belleza tan exquisita. Y nunca habían asistido a una boda tan animada.
La pequeña iglesia se decoró con buen gusto, había lirios, rosas blancas y claveles rosas y blancos; el novio, con el cabello plateado y apartado de las sienes con elegancia, nunca había estado tan apuesto; y la novia…, ay, la novia: el vestido que llevaba, blanco y sencillo, con canesú fruncido, le marcaba de forma favorecedora la cadera esbelta y los senos pequeños y altos. Sobre el cabello tupido y rubio como la miel, peinado con raya al medio de modo que le caía como dos alas suaves y curvas por las sienes, tenía el velo de encaje flamenco que había llevado Della el día de su boda. Se desenvolvió con garbo y orgullo: no hubo peligro —como auguraron algunos de los Bellefleur menos caritativos— de verla recorrer el pasillo hacia el altar avergonzada, o con aire de culpa, o de que se echara a llorar en el momento crucial. La piel, de color crema e inmaculada (los leves estragos de los dos últimos años habían desaparecido), el cuello como una columna majestuosa y la elegancia de su porte erguido sugerían que ya era, aun en ese momento, lady Dunraven. La única señal de su nerviosismo era el temblor de su ramo de novia, una combinación de claveles rosas y blancos.
Aparte de la belleza de la novia y del visible amor que transmitía el rostro del novio, la boda fue memorable por otro motivo: el anciano Jonathan Hecht no sólo había logrado sobrevivir y por lo tanto no truncar los planes, sino que, probablemente haciendo un esfuerzo sobrehumano, se obligó a salir del lecho de enfermo y llevó a la novia al altar en la silla de ruedas que no había podido usar en los últimos cinco o seis años.
—¡Qué proeza! ¡Qué sorpresa! —exclamó el abuelo Noel, agarrándole el brazo después de que todo hubiera pasado—. Usted hace lo que se le antoja, ¿no? ¡Como todos nosotros!
Noel fue el más animado, y el más bullicioso, de todos los invitados. Dijo claramente que no le importaba en absoluto hacer el ridículo, se dedicó a besar a las mujeres e insistió en bailar con la novia, casi como si fuera su hija.
—Así que lady Dunraven, ya veo. Lady Dunraven, ¿me equivoco? —dijo guiñando y abrazando a la joven ruborizada hasta que Cornelia acudió a llevárselo—. ¡Tú también haces lo que se te antoja, como todos nosotros! ¡Ahora lo veo claro! ¡Lo empiezo a comprender! —se jactaba Noel.
Y así fue como Garnet y lord Dunraven se casaron al fin y partieron en seguida rumbo a Inglaterra, donde iban a vivir contentos el resto de sus días, pues aquella boda feliz fue el buen augurio de un matrimonio feliz. En enero del año siguiente mandaron un telegrama, nunca recibido, anunciando el nacimiento de un hijo; pero en términos generales, cuando partieron a Inglaterra comenzó a entibiarse la comunicación con los Bellefleur.
—Es cierto, es cierto —dijo Della con una sonrisa triste—, todos debemos hacer lo que se nos antoja.
Y sin embargo:
Apenas dos días antes de la boda, Garnet buscó a su amante Gideon y habló con él apasionadamente, en secreto, tres cuartos de hora.
Lo único que quería, dijo, era despedirse de él. Pues, como seguramente sabría, el sábado se iba a casar y poco después partiría rumbo a Inglaterra. Su vida estaba dando un giro que jamás habría imaginado.
—Entre nosotros…, entre tú y yo…, han pasado tantas cosas —dijo con cierta dificultad—, que es casi como si…, casi como si nos hubiéramos casado y sufrido la pérdida de nuestra hija. Por eso…, por eso quería despedirme de ti en privado.
Gideon, profundamente conmovido, tomó la mano de la joven y se la llevó a los labios. Musitó algo sobre el bonito anillo de pedida —la pequeña perla rosa en el engaste antiguo— que no había visto hasta ese momento.
—Sí —dijo Garnet distraídamente—, sí, es muy bonito. Lord Dunraven es tan bueno que yo apenas…, apenas…
Y, con la mirada fija en el rostro demacrado y melancólico de su amante (él también había sufrido, quizá con mayor crueldad que ella), perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
Tras una pausa, Gideon le soltó la mano. Le deseó felicidad en su matrimonio y en su nueva patria. ¿Iba a regresar a América algún día?
Garnet creía que no. Lord Dunraven expresaba a menudo su deseo de «sentar cabeza», tras el agotamiento y la turbulencia del último año, evidentemente estaba acostumbrado a una vida mucho más tranquila.
—Es una persona discreta por naturaleza —dijo Garnet—. Lo contrario…, lo contrario que tú. Y que tu familia.
—Un buen hombre —señaló Gideon, pausadamente— que merece ser feliz.
—Sí, un buen hombre. Un hombre… excepcionalmente bueno —repitió Garnet con voz apagada.
Se quedaron un rato en silencio. En otra parte de la casa, alguien hizo sonar con alegría las notas atipladas de un piano y se oyeron las carcajadas de los niños. Una de las chimeneas despedía un agradable olor a humo de leña; la puerta de la habitación en la que se encontraban se abrió suavemente con la entrada de uno de los gatos, el mismísimo Mahalaleel, resplandeciente con su tupido pelaje invernal. Maulló con curiosidad y caminó hacia delante, como si él y Gideon fueran amigos. Sus ojos de color pardo rojizo, a la luz de la lámpara, brillaban con una inteligencia encubierta y se movía con la cola enorme en alto, como un gran penacho plateado.
—Bueno… —dijo Garnet. Hizo una pausa y pestañeó con rapidez—. Sólo quería…, pensé que, como no falta mucho para el sábado…
Gideon asintió con solemnidad.
—Sí, me imagino que hay mucho que hacer. Vas a estar muy ocupada.
—La señora Pym me ha dicho…, me ha dicho que has comprado un aeropuerto, en Invemere. ¿Es cierto? Y que estás aprendiendo a pilotar aviones…
—Sí —afirmó Gideon.
—Pero… ¿eso no es peligroso?
—¿Peligroso? —dijo Gideon. Había dejado de acariciar la cabeza del majestuoso gato y parecía distraído—. Pero los hombres tienen que asumir desafíos, ya sabes. Sólo en el movimiento hay vida.
—¿Y tu mujer no se opone? —preguntó Garnet con un hilo de voz, trémula e imprudente.
—¿Mi mujer? —preguntó Gideon con extrañeza.
—Sí. ¿No se opone? Eso tiene que ser…, tiene que ser muy peligroso.
Gideon se echó a reír, enderezándose. Garnet no pudo interpretar su tono.
—«Sólo en el movimiento hay vida» —dijo Garnet—. Nunca lo olvidaré.
Dicho lo cual, le dirigió a su amante una sonrisa radiante y a la vez melancólica que deslumbró a Gideon y tuvo que apartar la mirada.
—Supongo —susurró Garnet— que ahora tenemos que dejarnos. Supongo que…
Mahalaleel se frotó contra sus piernas, maullando con esa voz gutural y ronca, pero cuando Garnet se agachó para acariciarlo, la criatura se alejó y saltó al respaldo de un sillón, y de ahí a la repisa de la chimenea. Un jarrón de cristal se ladeó y a punto estuvo de caerse cuando la cola del gato lo rozó.
—Sí, supongo que sí —dijo Gideon.
Estaba apagado, casi sombrío. ¿Deseaba llorar, deseaba llorar en alto, como ella? En los últimos meses había adquirido un cierto aire doliente. Pero a pesar de las mejillas delgadas y arrugadas, de los ojos ensombrecidos y de la mueca casi cruel de sus labios, seguía siendo un hombre sumamente apuesto. Con una punzada de grata inquietud, Garnet advirtió que estaba condenada a llevar la imagen de aquel hombre en lo más recóndito de su corazón para el resto de sus días.
—Si en el último momento —dijo de pronto, con el corazón desbocado—, aunque sea en los escalones de la iglesia, o después de la ceremonia, cuando estemos a punto de irnos en el coche…, si me hicieras una señal…, no tienes más que levantar la mano, como si…, como si fuera de casualidad…, Gideon, aunque fuera en el último momento…, ¡sabes muy bien que volvería contigo!
En aquel instante el gato inquieto saltó de la repisa de la chimenea a la mesa y al hacerlo acabó tirando el jarrón, del que sólo quedaron unos trozos grandes y siniestramente curvos en el suelo.
Cuando los recién casados estaban por subirse a la limusina de los Bellefleur, despidiéndose con la mano de todos los presentes, que se prodigaban en buenos augurios para la pareja en las escaleras de la casa de Della, Gideon —en última fila, con su abrigo largo de almizclera (los vientos de marzo eran gélidos) y un sombrero de piel a juego— sintió un picor repentino en la oreja y, sin pensarlo, levantó la mano para rascarse: empezó a levantar la mano para rascárselo, pero se detuvo en seco. Vio cómo lo miraba la novia.
Cuando se estaba despidiendo de todos con la mano, vertiginosamente, moviendo las manos pequeñas y bonitas enfundadas en guantes blancos mientras el viento sacudía su hermoso cabello, se detuvo de repente al ver que Gideon iba a hacer un gesto. Se detuvo…, se detuvo y lo miró…, lo miró fijamente con una expresión en la que se mezclaba la esperanza, el horror y la incredulidad.
Pero Gideon no llegó a rascarse a la oreja. Bajó la mano con prudencia, con sabiduría. Podía soportar el picor de la oreja, reflexionó, por intenso que fuera, hasta perder de vista la limusina que se alejaba por la carretera de Falls.