¡Gideon Bellefleur, el insaciable!
Nadie sabía (ni él mismo se habría dignado a llevar la cuenta) cuántas mujeres había amado Gideon Bellefleur en toda su vida, amado con éxito, valga aclarar; aún menos se sabía cuántas mujeres lo habían amado a él. (Y amado sin esperanza, desafiando el destino, aun cuando en toda la región se sabía lo cruel que era en tales lides). Pero algunas personas del aeropuerto de Invemere sabían —entre ellas el antiguo piloto de bombarderos, Tzara, que después sería su instructor de vuelo— que su último amor era la misteriosa «señora Rache», alta y distante, una mujer que vestía pantalones de hombre ajustados y una chaqueta de color caqui y aparecía en el aeropuerto cada semana, o cada diez días, para salir sola en el monoplaza Hawker Tempest que albergaba el aeropuerto, un avión de combate que les había quedado de la última guerra. El Tempest era el premio del pequeño aeropuerto: tenía un motor de 2000 caballos. ¡Y era precisamente aquel combativo avión el que la señora Rache alquilaba!
Gideon se enamoró de ella una gélida tarde de noviembre cuando por casualidad la vio entrar en el hangar con paso resuelto, metiéndose bruscamente el pelo castaño y anodino en el casco, con los hombros estrechos hacia delante en gesto de impaciencia, de espaldas a él. Vestía, como siempre, pantalones de hombre. Y una insulsa chaqueta o camisa de color caqui. Y el casco de piloto, y las gafas color ámbar bien encajadas. Gideon se quedó mirándola y perdió el hilo de la conversación que había entablado con Tzara. Sin poder evitarlo y con enorme rapidez, sus ojos advirtieron la fortaleza compacta de sus nalgas y muslos, la espalda larga y fibrosa, el movimiento elegante de los codos al meterse el cabello en el casco, dispuesta a abordar el avión. Cuando Gideon no respondió a una pregunta de Tzara sino que permaneció en silencio mirando el hangar, Tzara le dijo, con una sonrisa:
—Ésa es la señora Rache. Y es lo único que puedo decirte. Ni siquiera sabemos con exactitud a dónde vuela.
Antes que a ella, Gideon había amado a la esposa de Benjamin Stone, y antes a una belleza de diecinueve años llamada Hester, y antes… Pero todas sus aventuras habían terminado mal. Abruptamente, y de mala manera. Con lágrimas y quejas y hasta amenazas de suicidio, y siempre con letanías autocompasivas: en qué te he fallado, Gideon, en qué me he equivocado, por qué no me miras, por qué ha cambiado todo… Todo ello muy cansino y previsible, y a veces absurdo; cuando el amor de Gideon por una mujer se apagaba (y podía apagarse de un día al otro…, podía apagarse en una hora) llegaban las tristes letanías: y mejillas bañadas en lágrimas y ojos afligidos y labios que, al dejar de ser besados con avidez, le parecían siempre levemente repugnantes. En qué te he fallado, Gideon, preguntaban las mujeres, a veces con «valentía», otras con voces ahogadas, sentidas, impúdicas, que bien podían ser voces infantiles; por qué has dejado de amarme, en qué me he equivocado, no vas a darme otra oportunidad, qué ha sucedido…
Los buenos modales inherentes a Gideon le impedían apartarlas de un empujón, o gritarles que tuvieran un poco de dignidad (al igual que la mayor parte de su familia, detestaba a las personas que lloraban en público, o que se derrumbaban en situaciones claramente inhóspitas para sus lágrimas); cuántas veces tenía que dominarse para no abrazar a alguna de sus amantes abandonadas y colmarla de besos sólo para calmarla, sabiendo que eso no haría sino prolongar la agonía de la mujer. Conocía mujeres que, al advertir que el amor se había apagado, se habrían conformado, ávidas y desesperadas, con la compasión —¡la más vil de las emociones!— y su estrategia, su estrategia necesaria, era comportarse con la mayor serenidad y diplomacia posible, aunque nunca sin cortesía, hasta que comprendían que nunca las volvería a amar: que el extraordinario «sentimiento» que habían despertado en él había dejado de existir, sencillamente.
¿Por qué lo amaban?, se preguntaba, a veces malhumorado. ¿Por qué lo amaban con tanta pasión?
¡Cómo le habría simplificado la vida, pensaba a menudo, haber nacido con otro semblante! Con el de su primo Vernon, por ejemplo. O con otra forma de ser, con otra presencia.
Durante los meses que siguieron a su accidente, Gideon se puso a pensar en su vida, aunque pensar, y sobre todo cavilar, eran dos cosas bastante ajenas a su carácter. El concepto de pensar, o retirarse de la acción para pensar metódicamente, le parecía no sólo impropio de un hombre sino inverosímil: ¡cómo podía uno obligarse a pensar, a pensar sin más, cuando el mundo esperaba! Pero a raíz de su hospitalización, Gideon comenzó a considerar su vida y aunque nunca dejaba que sus pensamientos se concentraran en su familia, ni en su matrimonio, ni en nada que tuviera que ver con el castillo, sí pensaba a menudo en todas las mujeres con las que había tenido relaciones a lo largo de los años.
Las había amado, a todas ellas, las había amado mucho en su momento. Las había amado con locura, con desespero, con dolor. Una tras otra tras otra… Con una necesidad salvaje e intensa, tan intensa que casi daba miedo. En tales ocasiones, su apetito sexual era insaciable. Y lejos de inquietar a las mujeres, ese apetito parecía despertar en ellas una voracidad acorde…, o no era más que un anhelo irrefrenable…, un deseo, en el fondo infantil y abocado al fracaso, de mantener ese apetito aun cuando lo alimentaban, y de mantener su propia sensación de ser hermosas y atractivas, capaces de despertar el deseo prodigioso de un hombre. El hecho de que hubiera tantas habladurías sobre Gideon Bellefleur en todas partes, de que fuera responsable (como se decía) de la muerte de más de una joven, no parecía desalentar a otras mujeres: a veces hasta pensaba que su fama lo ayudaba. ¡Qué perverso, qué absurdo, qué frustrante era todo ello!… Su suegra, la insidiosa y viperina Della, le dijo en una ocasión, acercándose mucho a su oído reacio, que después de la pobre Garnet, todas las mujeres que la sucedieran se lo merecían, y aunque en ese momento se limitó a recibir las palabras de la anciana mujer con una brusca y leve inclinación de la cabeza, ahora comenzaba a ver la paulatina verdad que encerraban. ¿Acaso no merecían aquellas mujeres su destino, unido como estaba a su infinita capacidad de autoengaño?…
Y después estaba el propio Gideon: apuesto, todavía, por así decir, pero ya no el de antes.
Se veía a sí mismo sin sentimentalismo, hasta con una especie de satisfacción sarcástica. La piel se le había puesto cetrina, como si tuviera ictericia —dependiendo de la luz, también podía parecer bronceada—, y muy tersa a la altura de los pómulos, que sobresalían con crueldad. Cuando estuvo hospitalizado tuvo que soportar la humillación de innumerables inspecciones, y le afeitaron la cabeza más de una vez, de modo que el pelo le crecía desigual, en matas de color gris plomizo que a duras penas podía cepillar. Por primera vez en muchos años, no llevaba barba. La barbilla angulosa y prominente no prometía ternura, al igual que su boca curva y sensual, que parecía impaciente. Los ojos ensombrecidos y oscuros, y llamativos. Quizá más llamativos que antes, pero había adquirido, como había comprobado (así se divertía, «pensando» mientras veía ese rostro desconocido en el espejo), esa vigilancia adusta ¡de un ave rapaz de pico afilado, patilarga y acuática!… La carne se le había disuelto, no sólo en el vientre y la cintura, sino también en el pecho y en los hombros y en la parte superior de los brazos, de modo que ya no era tan atlético y fuerte como había sido; y se preguntaba, aunque no sabía si eran imaginaciones suyas, si no había perdido unos centímetros de altura. Era como si el cuerpo se le estuviera calmando, como si se acomodara a su propio ser. Y, como es natural, tenía una cojera permanente, una leve cojera bastante atrayente, resultado de la rótula fracturada.
¡Gideon Bellefleur, tan cambiado! Con todo, vio con toda claridad que la imagen del espejo era, sin duda, Gideon Bellefleur. Y que seguía siendo apuesto, pese a la mirada adusta y hambrienta, y la sonrisa fría, como de reptil, que al parecer no podía controlar. Impresionaba a las mujeres, las atraía, sucumbían (tras un asedio que podía prolongarse o abreviarse de manera absurda) a sus demandas, y eso era «amor», eso era una «relación amorosa», siempre profundamente conmovedora al principio. Tal vez, si se afeitaba la cabeza otra vez, pensaba Gideon, y fuera por ahí con la mirada mezquina, avinagrada y feroz de los reclusos, las mujeres lo temerían… ¿O no tendría mucho efecto?
La única mujer de la región incapaz de sentir deseo por él, mucho menos amor, era Leah. Por lo tanto era libre, ¿o no?, gozaba de una libertad maravillosa, estaba embriagado de libertad, ¡y sin remordimiento! Tenía el mundo entero ante sus ojos, para explorarlo a su antojo. Además, ¿no había pronosticado su suegra que todas estas mujeres, después de Garnet, merecerían su destino?
Sin embargo, se enamoró de la señora Rache, cuyo nombre nadie —ni siquiera Gideon— supo nunca.
Antes de fijarse en ella en el pequeño aeropuerto del norte de Invemere, Gideon había empezado a interesarse por los aviones privados; más que interés, era un ligero hormigueo, podía ser muy intenso un día y bastante más moderado al otro, era imprevisible. La primavera pasada había contratado los servicios del aeropuerto de Invemere para llevar a cabo una costosa operación de fumigación y lo cierto es que sintió una admiración casi infantil por la pericia del piloto Tzara, que ya tenía sus años. Volar así, con esa autoridad arrogante, a poca altura de los campos de trigo y alfalfa…, reduciendo la marcha y retrocediendo, elevándose en el último momento para eludir una hilera de árboles…, ganando altura con el viejo y maltrecho Cessna, como si no le costara el menor esfuerzo…, comprobando la velocidad y después cayendo y vuelta a subir…, la única hélice de velocidad constante zumbando invisible…, las alas bajas y la cola prominente ora incoloras, ora resplandecientes a la luz del sol, como si ardieran en llamas. ¡Qué maestría, la de Tzara! Mientras Gideon lo miraba desde su automóvil con aire acondicionado, las ventanillas subidas al máximo, Tzara cruzó por la carretera en vuelo bajo, por encima del automóvil, y lo saludó con la mano. Al parecer, le guiñó un ojo. O eso le pareció a Gideon.
Y en ese instante Gideon pensó que Tzara —que andaba cerca de los sesenta años, si no los había cumplido ya, y que había participado en más de doscientos bombardeos durante la penúltima guerra— poseía una libertad que superaba todo lo que Gideon había conocido hasta el momento. ¡La velocidad, el dominio! ¡La audacia! ¡El valor! Tzara en su avioncito compacto, casi rozando los campos de los Bellefleur, dejando atrás nubes de polvo blanco, Tzara con su casco desgastado y sus gafas de piloto, contratado por horas, un sirviente de Gideon, en cierto sentido, que, sin embargo, se elevaba por encima de él y sabía secretos que él desconocía.
La agilidad del avión, aun cargado con el tanque alimentador de más de ochocientos kilos, hacía que el automóvil de Gideon pareciera excesivamente apegado a la tierra y aburrido.
Después del accidente comenzó a sentir cierta aversión por los coches. No tanto por los coches en sí —seguía admirando su aspecto—, sino por el hecho de que, en un coche, uno estaba obligado a conducir por una carretera. Una estrecha franja de asfalto; o, peor, una carretera de tierra, o de gravilla. Qué previsible, todo ello, qué terrenal. El coche más veloz que tuvo lo había llevado a doscientos kilómetros por hora por la autopista rumbo a Innisfail, a altas horas de la noche o muy temprano por la mañana, pero hasta el fumigador Cessna podía volar a doscientos cuarenta kilómetros por hora, y en el aeropuerto había un Fairchild con cabina abierta que iba mucho más rápido. Y también estaba, cómo no, el Hawker Tempest con su estructura compacta y sus alas bajas y relativamente breves, y su deslumbrante y audaz fuselaje rojo y negro…
—¿Quién es esa mujer, la que vuela el avión de combate? —quiso saber Gideon—. ¿Cómo es que sabe manejarlo? ¿Consiguió la licencia aquí? ¿No sabes absolutamente nada de ella?
Sólo que se llamaba Rache. Y ni siquiera eso: sólo que estaba casada con un hombre que se llamaba Rache y a quien nunca veían.
Alta, delgada, de cuerpo plano. Con caderas de muchacho joven. Siempre, un segundo antes de que Gideon (que se había aficionado a recalar por el aeropuerto) lograra verla, la encontraba poniéndose las gafas de plástico en los ojos y metiéndose el pelo en el casco con gesto impaciente. La mandíbula fuerte, los labios fruncidos, la piel bonita, muy bronceada. El perfil, advirtió Gideon casi con resentimiento, era aristocrático: la nariz no muy distinta a la suya. Calculó que tendría unos treinta o treinta y dos años… No era lo que se entiende por joven, desde luego no era una chiquilla, y él estaba cansado, ay, muy cansado, de las pasiones temblorosas, quejumbrosas, inconsolables de las jovencitas. Tal vez, pensó un día que se la encontró de frente cuando se dirigía a su avión, hasta era mayor de lo que pensaba. Su edad, fuera cual fuese, le agradaba. Como le agradaría una simple mirada de ella en su dirección.
Se quedaba de pie en la pista, haciéndose sombra con la mano, para observarla mientras rodaba por la pista, soportando el rugido de la hélice que pasaba por delante y ahuyentando la posibilidad —por mínima que fuera— de que perdiera el control del avión repentinamente, nada más despegar, y cayera en picado a la pequeña alameda que había ahí mismo. Gideon se quedaba en la pista de ceniza, tiritando con su ropa ligera, observando el Hawker Tempest hasta que se perdía de vista, elevándose más y más, ladeándose hacia la izquierda, hacia el oeste, en dirección a las montañas. A veces esperaba a que regresara, aunque siempre tardaba mucho en volver, y le avergonzaba un poco que lo viera allí de nuevo, esperando, tan patoso y pegado a la tierra y esperanzado. Esperándola a ella. Esperando algo.
Había llegado a sentir cierta aversión por la tierra misma.
Lo habían arrojado contra ella con total despreocupación, como si no fuera más que un muñeco de trapo. Había chocado contra el parabrisas del Rolls, golpeado contra la puerta y contra el maizal lleno de rastrojos, derramado sangre en el polvo de agosto, gritando, ¡Germaine, Germaine! ¡Dios mío, qué te he hecho! (Después, en el hospital de Nautauga Falls, tras el delirante despertar de la anestesia, siguió llamándola. Nadie lograba entender por qué pensaba que se había llevado a su hija de tres años a conducir a toda velocidad por la carretera de Innisfail).
Una cierta aversión por la tierra, y por él mismo. Por haber sido engañado por los hombres que habían manipulado su coche. (¿Era un engaño, aun sabiendo perfectamente que habían manipulado el automóvil?)… Aversión por Gideon. Que caminaba por la tierra. Que caminaba por la tierra como corresponde, mientras uno vive. Y ahora cojeaba, ahora le dolía la rodilla derecha, empezaba a parecerse a su padre, a quien, no sabía cuándo, había dejado de querer.
«¿Germaine?…».
Lejos de casa, en ciudades anónimas, a menudo con mujeres anónimas a su lado, Gideon se despertaba diciendo ese nombre. «Germaine, ¿ha llegado el momento? ¿Ha llegado el momento de que muramos todos?».
¡Gideon el insaciable!
Ahora fascinado con el aire, y con los aviones. «¿Qué es el aire y cómo nos subimos a él? ¿Cómo huimos de la tierra?».
Enamorándose de aquella mujer Rache, que cuando no hacía caso omiso de su presencia, le devolvía el saludo con un brusco y breve movimiento de cabeza. La sangre le pesaba y se ensombrecía de amor por ella: la respiración se le volvía superficial.
Cessnas y Fairchilds y Beechcrafts y Stinsons y Piper Cubs y otros aviones ligeros rodando por la pista de despegue y alzándose por encima de los álamos y ladeándose contra el viento y elevándose, elevándose…
Llegó a gustarle mucho el olor a gasolina y aceite. Y el silencio, el temor, el temor casi palpable (pues el avión podía estrellarse en cuanto las ruedas tocaran la tierra) cuando Tzara regresaba con uno de sus pilotos alumnos. ¿Y si tomo clases, aunque haga el ridículo delante de todos? ¡Por qué no, qué diablos!
Gideon merodeando por el aeropuerto pequeño y mugriento, silbando sin melodía. Entablando conversaciones informales con los mecánicos, que nunca volaban, que no tenían interés por volar, pero sí tenían ciertas opiniones —expresadas con bastante prudencia— de la mujer Rache. (El carné de piloto original había sido expedido en Alemania, le dijeron). Metiendo monedas en la máquina de cigarrillos y fumándose esos cigarrillos secos; mascando, sólo porque el hambre lo asaltaba, barras de chocolate que sabían a cera y que sacaba de las máquinas expendedoras de la oficina del gerente. Gideon enamorado. Gideon, el insaciable, enamorado. Cuando el Hawker Tempest rodó por la pista de despegue, alzó el vuelo y comenzó a elevarse despacio, Gideon sintió que su alma se iba tras él, cada vez más diminuto hasta que lo único que quedó en el aire frío y amenazante fue el ruido sombrío de la manga-veleta ondeando al viento. Era el ruido, lo sabía, del latido de su corazón.
El insaciable Gideon Bellefleur, una figura flaca y adusta y estremecida en el aeropuerto de Invemere, evidentemente sin hogar.
Aunque Tzara sabía que los Bellefleur iban a comprar el aeropuerto, nunca habló de la operación con Gideon; cuando hablaba, y hablaba poco, era sólo para referirse a los vuelos, o al tiempo.
La primera vez que subió a Gideon a un avión fue a un biplano Curtiss con alas amarillas descoloridas, uno de sus aviones propios. Gideon se subió a la cabina con los ojos llenos de lágrimas tras sus gafas tintadas de ámbar. Le iba a cambiar la vida, por supuesto. No volvería a ser lo que era. El corazón le latía con fuerza en el pecho, como si fuera un niño pequeño, genuinamente asustado.
«¿Qué es el aire y cómo nos subimos a él? ¿Cómo huimos de la tierra?».
El viejo avión rodó por la pista rebotando y vibrando hasta que al fin se elevó, en el último minuto (la hilera de álamos escuálidos se les echaba encima con velocidad pasmosa) y Gideon se quedó sin aliento y exclamó en alto, con una mezcla de terror y regocijo infantil, ¡qué maravilla!, ¡era asombroso!, ¡estaban en el aire!, ¡volando! Por absurdo que fuera, no podía dejar de temblar. Las mandíbulas apretadas, la respiración entrecortada. Como si estuviera secretamente adherida a la tierra, la boca del estómago se le hundía a medida que el avión ganaba altura.
Ahora la tierra descendía abruptamente. No era más que una superficie en continuo descenso. Gideon miraba con asombro el cielo que oscilaba hacia abajo y se abría majestuosamente. Los álamos desaparecieron. El campo de malezas contiguo a la pista desapareció. Ahora sobrevolaban, azotados por el viento y vibrando enloquecidamente, un bosque. Y ahora sobrevolaban un campo. A poca distancia, el río Powhatassie surcaba sinuoso las campos invernales brillando como una serpiente, nunca lo había visto así. Tzara lo sobrevoló hasta que desapareció, hasta que el río descendió del todo y se perdió de vista. Campos, bosques, rectángulos de cultivos, casas y establos y silos y cobertizos, animales pastando en campos de rastrojos nevados, cada vez más pequeños, todo ello en miniatura según trepaban por el aire: ¡qué extraño, qué maravilla, qué asombroso! Tampoco era nada del otro mundo, por supuesto, los aviones eran aparatos comunes y corrientes, Gideon sabía que no había nada que temer, y sin embargo, no podía dejar de temblar, como tampoco podía evitar la sonrisa radiante y desenfrenada que le iluminaba el semblante. ¡Al fin! ¡La dicha! ¡La libertad! ¡El corazón le renacía! ¡El espíritu se elevaba por encima de la tierra!
—¡Esto es volar! ¿No? —le gritó a Tzara, que no podía oírlo, como es lógico.