Interrogante. Poemas de Vernon Bellefleur.
—¡Qué demonios…!
—Qué es esto…
—¿Quién ha puesto este libro aquí?
Descubrieron el volumen delgado en la biblioteca de Raphael una mañana, ¡un libro de poemas escrito por alguien que llevaba su nombre! Por si fuera poco, era el nombre de uno de los miembros de la familia fallecido recientemente. El libro tenía una encuadernación elegante, de color avena y textura áspera, páginas rígidas y grisáceas y una letra de imprenta fina y delicada, cuya tinta parecía ya desvaída. Qué raro, qué cosa tan rara. ¿Quién era el bromista que había puesto aquel libro astutamente encima de un armario de la biblioteca?
—Esto —dijo Noel pausadamente, hojeando el libro— es muy raro. Muy raro.
Cornelia le echó un vistazo por encima del hombro.
—¿Y riman los versos? Me parece que no riman.
Se pasaron el libro unos a otros, hojeándolo apresuradamente, con desconfianza, deteniéndose en algún que otro verso con una sensación de malestar que iba en aumento. ¿Era posible?… ¿Era posible que Vernon no se hubiera ahogado, que se hubiese librado de los Varrell, después de todo?… De ser así, ahora podría exponer a los Bellefleur al mundo entero; ahora no había nada que le impidiera revelar sus secretos más íntimos.
Lo más inquietante era que los poemas no tenían sentido. En ellos había palabras extrañas, desconocidas, tan firmes e inflexibles como lascas de mica, y las frases no se cerraban dócilmente, sino que se desvanecían en la nada…, en la nada.
—Pero algunos poemas son hermosos, ¿no os parece? —dijo Lily con tono indeciso.
Nadie respondió.
—¡Parece un código! ¡Acertijos! ¡Inmundicias que no se entienden si no te devanas los sesos!
Ewan le arrebató el libro y pasó las páginas con furia.
—¿Crees que es posible —le preguntó a su padre con voz baja y peligrosa— que nuestro Vernon no se ahogara?…
—Imposible —fue la respuesta cortante de Noel, que aprovechó para quitarle el libro de las manos y cerrarlo con brusquedad.
Nunca se supo, aunque interrogaron a todos los niños y a toda la servidumbre, quién había puesto el libro en el armario: quién había adquirido aquel absurdo Interrogante del no menos absurdo «Vernon Bellefleur». Pues era evidente que el nombre era falso. En todo caso, si fuera legítimo y perteneciera al poeta, el poeta no era el Vernon de ellos.
—No puede serlo. El pobre infeliz acabó enloqueciendo —dijo Aveline—. No hacía más que predicar aquí y allá en contra de su familia. ¿Cómo iba a encontrar un editor que quisiera publicar su obra, tan loco como estaba? No puede ser él.
—O mejor aún —añadió Ewan—. ¿Cómo pudo evitar ahogarse, cuando ni siquiera aprendió a nadar de niño?
—Podríamos rastrearlo —sugirió Gideon con tono despectivo— a través del editor, o del tipógrafo. Si quisiéramos.
—¡No hay ninguna dirección! Lo único que aparece es el nombre de la editorial. Anubis. ¿Y no creéis que también suena a engaño, lo mismo que ese «Vernon Bellefleur»? —dijo Jasper (que era uno de los principales sospechosos: viajaba con frecuencia a la ciudad, solo, para hacer trámites comerciales que le encargaba Leah…, y quería desligarse del libro como fuera).
Al final concluyeron que probablemente fueron Christabel o Bromwell, dado el carácter rebelde e infeliz de los dos, los que enviaron el libro por correo simplemente para provocar. Porque no había duda de que Vernon estaba muerto. Su Vernon estaba muerto.
Interrogante permaneció encima del armario casi dos semanas más. Nadie quería decírselo a Hiram, pero nadie quería tampoco (tal era la picardía de los Bellefleur) ahorrarle la experiencia de descubrirlo por sí solo. Todos los días Noel y Cornelia se preguntaban entre susurros:
—¿Lo habrá leído ya? ¿Ha entrado en la biblioteca? ¿Lo habrá visto?
Cornelia estaba convencida de que el autor era Vernon. Su querido sobrino Vernon, a quien de algún modo, incomprensiblemente, no le prestó la menor atención en toda su vida.
—¡Yo sé que estos poemas son sobre nosotros, y que están escritos en una especie de código que no podemos descifrar! —exclamó con una mano llena de anillos en el pecho—. Siempre fue muy raro, incluso antes de volverse en nuestra contra.
—No digas ridiculeces, mujer —dijo Noel—. Ese Vernon del que hablas ha muerto.
—Pero ¡siempre tuvo talento!… Sea lo que sea el talento. Siempre estaba…, bueno, ya lo sabes…, siempre tan vehemente, tan esperanzado. Acuérdate cuando no se apartaba de Leah ni a sol ni a sombra…
—¡Las palabras que salían por su boca eran incomprensibles! —respondió Noel con furia—. ¿A eso lo llamas talento?…
Pero en realidad no estaba furioso. En los últimos meses —desde las «dificultades» que tuvieron con los recolectores de fruta, y desde el regreso abrupto y poco ceremonioso de su hermano Jean-Pierre a Powhatassie (por motivos terapéuticos, instalaron al anciano en el ala Wystan Sheeler de la cárcel, con el acuerdo unánime de los Bellefleur)— había adquirido un aire despreocupado, casi efusivo, que le confería, más que nunca, el aspecto de un viejo gallo de pelea engreído, impaciente por pelear. Los asombrosos éxitos financieros le parecían irreales y no entendía, pese a la insistencia casi burlona de Leah, que tuvieran algo que ver con Germaine: había convivido tantos años con el fracaso que tampoco depositaba mucha fe en el presente. El éxito era un par de botas de estilo español de doscientos dólares; fracaso eran las pantuflas viejas y ablandadas por la mugre que solía llevar en casa. Unas se ajustaban bien a su talla, las otras se agrandaban y abrían a la par que sus pies achacosos. No había duda de cuáles prefería.
—Volvemos a ser millonarios —susurraba a veces su esposa, como una niña tonta—. ¡Y Leah promete más…, más todavía!
Noel respondió con un gruñido carente de cortesía.
A él le gustaba abordar problemas concretos en las conversaciones familiares, como el misterioso «Vernon Bellefleur», cuyo libro de poemas habían tenido el privilegio de leer. O las goteras inexplicables del nuevo tejado de pizarra que les había costado —¡ay!— tantos millares de dólares. La mitad de los árboles del jardín se estaban muriendo de alguna plaga que se manifestaba con puntitos negros. ¿Nadie lo había advertido? ¿Y qué decir de la rebelde pareja de ancianos (la bisabuela Elvira y el anciano del diluvio, ese novio absurdo que se había echado y que comenzaba a pavonearse como si fuera un miembro más de la familia, dirigiendo una sonrisa estúpida y paternal a todo el que se le acercara) y sus planes de mudarse a la otra orilla del lago?… Era un desafío abierto a Leah; insistían en irse a vivir con la tía abuela Matilde para pasar sus «años dorados», como decían ellos, en soledad; lo que, naturalmente, impediría a Leah demoler el viejo campamento para reconstruirlo según los planes elaborados que habían hecho ella y su arquitecto. ¡Lo ves, lo ves, reía Noel, las cosas siempre van a contracorriente!…
Nadie se atrevía a darle el libro a Hiram directamente. Pero una noche, al regresar de un viaje de negocios de tres días a Winterthur, se topó con él cuando estaba hojeando periódicos y revistas financieras y ordenando la correspondencia.
Interrogante. Poemas de Vernon Bellefleur.
Nadie estuvo presente en la habitación de Hiram para observar la cara que puso al levantar el libro; nadie estuvo presente para observar con qué avidez comenzó a leerlo. En la mejilla derecha afloró un tic nervioso mientras hojeaba el libro, deteniéndose aquí y allá, murmurando un verso en alto.
—¡Qué es esto!… ¡Cómo se atreven!…
Temblando, Hiram se obligó a volver al principio y leer los poemas por orden.
Si, cuando hubo acabado, pensó que el poeta era su hijo, o un impostor o, sencillamente, un desconocido con el nombre improbable de «Vernon Bellefleur», nadie lo supo. Como tampoco se supo (pues nadie se atrevía a preguntar, ni siquiera Noel) lo que pensaba de los poemas, si creía que los enigmáticos interrogantes eran sugerentes o exasperantes. Lo que sabían todos era que el libro, con varias de sus elegantes páginas arrancadas y otras tantas mutiladas, con el lomo roto, fue despreciado junto a otras revistas y periódicos atrasados, y alguna carta irritante, y quemado en el incinerador por uno de los sirvientes.