Un día, a los niños les dijeron, entre susurros, que había sucedido una cosa terrible. Habría sido terrible si le hubiera sucedido a cualquiera; pero nos sucedió a nosotros.
Una noche de octubre del año 1825, en el poblado que comenzaba a conocerse como Bushkill’s Ferry…
—Pero ¿tenían que contárselo a los niños, generación tras generación?
—¿Se gana algo con eso? ¿Qué se gana?
—¿Qué se pierde?
—Pero ¡tenemos que decírselo!
—¿Por qué tenemos que decírselo si se aterrorizan…, si va a hacer que los más pequeños lloriqueen mientras duermen y los mayores se inquieten y se les llene la cabeza de ideas de venganza?
… En el poblado conocido como Bushkill’s Ferry, en la vieja casa de troncos y ladrillo que habían construido Jean-Pierre y Louis, mataron a seis personas a sangre fría, sin previo aviso. Jean-Pierre y su amante onondaga de cuarenta años, Antoinette; y Louis (que en aquel entonces tenía cuarenta y seis años) y sus tres hijos, Jacob, Bernard y Arlette. También mataron a los dos perros de Louis —un perro cobrador y un collie con un ojo nublado— con garrotes, y por alguna razón inexplicable (los asesinos después culparon al aire del lago Noir), al perro cobrador lo decapitaron salvajemente con un cuchillo de caza. Y por último, rociaron la casa con gasolina y le prendieron fuego.
A los cinco caballos que había en el establo les perdonaron la vida.
Germaine, la mujer de Louis, se salvó gracias al incendio (error fatal de los asesinos): la dieron por muerta, pero el incendio atrajo a los vecinos, que entraron en la casa y la rescataron. (De casualidad, ésa es la verdad, porque estaba tirada donde había caído, contra la pared del dormitorio, entre la pared y la cama ensangrentada en la que yacía el cuerpo de Louis, brutalmente mutilado).
De modo que Germaine sobrevivió, a pesar de las lesiones (profundos cortes y laceraciones en el rostro y en el torso, una clavícula rota, una fisura en la pelvis, leve conmoción cerebral) y el terror incalificable que debió de experimentar. En cuanto recobró el conocimiento, dijo los nombres de los asesinos. De los ocho o nueve que eran, reconoció a cinco pese a las máscaras de arpillera y la ropa de mujer que llevaban: el comerciante indio Rabin y los Varrell; Reuben, Wallace, Myron y Silas. No sólo pudo identificarlos, sino que, además, declaró en su contra en el juicio que hubo.
En el momento de la masacre tenía Germaine treinta y cuatro años, y vivió, como esposa de otro Bellefleur, veintidós años más. A menos que la señalaran («Esa mujer que ves ahí es Germaine Bellefleur, asesinaron a su esposo y a sus tres hijos delante de ella…») nadie habría dicho que aquella mujer robusta, de mejillas sonrosadas y cabello entrecano había vivido semejante suplicio: parecía estar siempre dispuesta a sonreír. Es más, tal vez sonreía demasiado. Los ruidos repentinos siempre la asustaban, como es lógico, y si el aullido ininterrumpido de un perro se prolongaba en exceso se ponía histérica. Pero parecía bastante normal. Incluso tuvo otros hijos, tres más, como para reemplazar a los que había perdido. Dios te ha enviado a estos hijos, es una señal de Dios, dos niños y una niña. ¿No fueron precisamente los que perdiste, dos niños y una niña?, susurraba la gente, pero Germaine no respondía. No decía, con risa desdeñosa, ¡qué idiotez, hablar de Dios! Mi marido y yo nos encargamos de los bebés, nadie más. Tampoco decía, No os atreváis a hablar de la muerte de mis hijos, ni de mí; no sabéis nada de nosotros. Sencillamente, asentía con la cabeza como si pensara, y esbozaba esa sonrisa suya, agradable y transparente. Junto al ojo izquierdo tenía un lunar marrón muy atractivo.
—¿Perdonas a los que han pecado contra ti? —preguntó el pastor.
—Sí —respondió Germaine, y añadió en voz baja—: Puesto que están todos muertos.
«Pero ¿tienen que saberlo los niños, generación tras generación?
Vernon se tapó los oídos. Tenía siete años, no quería oírlo.
Pero ¡tienen que saberlo! Tienen que entender el mecanismo secreto del mundo, el hecho de que cuando alguien te ha herido, nunca te perdonará».
Con todo, algunos miembros de la familia se estremecían ante la sola mención del apellido Varrell, no porque quisieran venganza (el momento de vengarse ya había pasado hacía mucho tiempo: la mayor parte de los Varrell habían muerto, y los que quedaban estaban desperdigados por todas partes y empobrecidos, pura escoria blanca), sino porque se avergonzaban de estar vinculados a una conducta tan primitiva. El antiguo poblado del lago Noir…, cazadores y tramperos y comerciantes y trabajadores de las explotaciones madereras…, una sola calle embarrada donde merodeaban perros vagabundos, a los que disparaban por deporte hombres a caballo…, barriles de whisky de maíz…, tabernas…, peleas de borrachos…, puñaladas y disparos frecuentes…, matones ordinarios, animales a los que ni siquiera se les podía culpar de su una conducta violenta (eso advirtió Raphael, años después) porque, al parecer, la mayoría padecía algún trastorno mental: tenían la inteligencia de un niño de once o doce años.
En Inglaterra, donde Raphael inició una búsqueda que duró cinco meses hasta que, en un pueblo tranquilo, dio con Violet Odlin, que por aquel entonces tenía dieciocho años, solían preguntarle por las «contiendas familiares» de su país natal. ¿Es cierto que las familias se pelean unas con otras hasta destruir todos sus miembros, uno tras otro?, querían saber. Raphael respondía con frialdad que tal conducta era excéntrica hasta en el oeste…, hasta en el lejano oeste…, donde la civilización todavía no se había establecido firmemente. Pero los ciudadanos de mi país natal, decía con una voz sin inflexiones, eliminado todo rastro de acento de las Chautauquas, no son, en su mayoría, nativos del país, por supuesto.
Vernon se tapaba los oídos aunque los otros niños se burlaran de él. Y después soñaba que estaba encerrado en el armario, a oscuras, y que alguien lo buscaba con andares pesados y lo llamaba con voz maliciosa, ¿Vernon, dónde estás? ¿Te has metido debajo de las sábanas? ¿Y debajo de la cama? ¿O te has escondido en el armario? Se había acurrucado para ocupar el menor espacio posible. Y lo había conseguido, era un bulto del tamaño de un gato. ¿Estás en el armario? ¿Es ahí donde estás? Y la voz seguía así un buen rato hasta que de pronto se oía un estruendo y las púas de una horqueta atravesaban la puerta de un golpazo. Y él gritaba y gritaba en sueños, y se despertaba con sus propios alaridos. (Aunque a Arlette no la habían apuñalado en su armario. La sacaron de ahí y, de hecho, fue la que murió de modo más compasivo, en la cocina de la casa vieja).
Pero los otros niños, con el rostro oscurecido de sangre, prematuramente adultos en su indignación, querían oír…, querían oír…, querían oírlo todo. Y luego se interrumpían unos a otros, gritando. ¡Por qué no supo el tío Louis que aquello iba suceder! ¡Por qué no los mató él primero! ¡A Reuben y a Wallace y Myron y Silas, y a Rabin y a su cuñado también, y a Wiley, el «juez de paz», y a los demás, quienes fueran! ¿Por qué no se anticipó a lo que hicieron y los mató el primero? ¿No tenía una escopeta junto a la cama? ¿Por qué creyó, aunque fuera unos confusos instantes, que entre la partida había un representante de la ley con una orden de arresto para él? (En algunos aspectos, la conducta de Louis Bellefleur no era intachable. Tenía multas, por ejemplo, que se había negado a pagar, del mismo modo que su padre se había negado a responder ciertas citaciones judiciales por sospecha de fraude…, la finca de Chattaroy Hall, en White Sulphur Springs, sobre la que pesaba una cuantiosa hipoteca se había incendiado poco antes y estaba asegurada por doscientos mil dólares). ¿Por qué el pobre hombre casi levantó las dos manos para que le esposaran las muñecas? ¿Es que no vio, a pesar del atontamiento y la confusión del momento (aunque también se decía que estaba ciego del ojo derecho, pues siempre tenía el párpado un poco caído y la parte derecha del rostro paralizada) que los hombres que habían entrado en su casa y en su dormitorio a las dos de la mañana levaban máscaras y ropa de mujer, y botas de goma hasta el muslo?
Presentó batalla hasta el final, peleó con ferocidad, les dijeron a los niños. Pero los asaltadores sacaron los cuchillos de inmediato, y uno de ellos apareció en la puerta con una horqueta (que era de Louis) y, naturalmente, ésa fue su condena.
Pero ¡por qué no los mató él antes!, gritaban los niños.
Al principio Germaine dijo que todos los hombres iban vestidos de mujer. Después cambió de parecer…, dijo que tal vez no todos, sino tres o cuatro…, faldas hechas con sacos de forraje, de tela burda, que les llegaban hasta las rodillas, con las botas al descubierto. ¿Y llevaban máscaras todos ellos, máscaras de arpillera con orificios rudimentarios para los ojos? Creía que sí…, o algunos…, sí, todos. Todos ellos. Porque ella no había visto ningún rostro. Los rostros estaban ocultos.
Contó la historia muchas veces, algunos detalles los omitía y otros aparecían de súbito, tartamudeaba y guardaba silencio y volvía a comenzar, y sollozaba y yacía sobre las almohadas, desvaneciéndose, e incluso los que sabían muy bien lo que había sucedido en el hogar de los Bellefleur aquella noche (y hasta sabían quiénes eran los hombres no identificados) comenzaron a decir que tal vez se lo había inventado. Es decir, que se había inventado la identidad de los asesinos.
He aquí una teoría: cabía la posibilidad de que unos perfectos desconocidos hubiesen llegado a caballo a la casa de los Bellefleur al amparo de la oscuridad, atraídos por el sendero de entrada, flanqueado por falsos abetos, y por su tamaño (por aquel entonces era, de lejos, la residencia particular más grande de Bushkill’s Ferry) o por la reputación del viejo Jean-Pierre (para entonces el Almanaque de riquezas, pese a ser un plagio descarado del Almanaque de Franklin, ya iba por la sexta edición, y el incendio del balneario de White Sulphur Springs había adquirido cierta notoriedad a nivel estatal; y la fortuna oscilante de Jean-Pierre en las carreras de caballos era de conocimiento público), cabía por tanto la posibilidad de que fueran perfectos desconocidos, tal vez hombres de la ciudad, los que habían cometido los asesinatos, que su intención fuera robar a la familia y que cambiaran de parecer en el último momento; y la esposa de Louis, brutalmente golpeada y aterrorizada, podía haber imaginado simplemente las voces que dijo reconocer…
Pero ella insistió. Sabía quiénes eran: lo sabía. Por más que repitiera el relato deshilvanado en incontables ocasiones, a veces olvidando detalles y recordando otros, por más que se derrumbara al relatar los acontecimientos, jamás vaciló al identificar a los cinco hombres. Reuben y Wallace y Myron y Silas Varrell, y el viejo Rabin, cuyo odio por su suegro se remontaba a los últimos treinta años, por lo menos: ésos eran los asesinos. Lo sabía.
Noche tras noche se habían reunido en la posada del Antílope Blanco para beber y planear lo que iban a hacer con Louis y con su padre. Y una noche de octubre, lo llevaron a cabo.
Eran ocho o nueve hombres, capitaneados por Reuben Varrell.
(Wiley no salió con ellos, ni tampoco estuvo dispuesto a darles las esposas, aunque después, como es lógico, no dijo nada del incidente. Las esposas eran suyas, eso estaba claro, al menos las habían sacado de su oficina, pero él declaro no tener idea de cómo habían llegado a las manos de los asesinos).
Con sus atuendos festivos y estrafalarios —el joven Myron llegó a encajarse una gorra de mujer en la cabeza, atada bajo la barbilla— recorrieron a caballo los dos kilómetros y medio que había hasta la casa de los Bellefleur y, cargados de cuchillos y mazos y escopetas (que no pensaban utilizar a menos que se vieran obligados a hacerlo, por causa del ruido) abrieron de una patada la puerta de delante, que no estaba cerrada con llave, y corrieron a los dormitorios de la planta baja.
En uno de ellos dormían Louis y Germaine. En el otro Jean-Pierre y Antoinette.
Gritaron: ¡Están detenidos! ¡Somos agentes de la ley! ¡No se muevan!
En el dormitorio de Louis, uno de los asesinos encendió una lámpara de queroseno y los otros lo sacaron de la cama. El plan, el plan original, era esposar a Louis y a Jean-Pierre y llevárselos para matarlos; y tirar los cuerpos al lago, atados con pesos para que nunca los hallaran. Pero sucedió que —de algún modo sucedió— los gritos de Germaine y de la piel roja eran tan alarmantes…, y los perros ladraban y gruñían con tal desenfreno…, que, por supuesto, los niños corrieron a la planta baja desde su dormitorio, bajo los aleros de la casa, uno de ellos con un madero de dos por cuatro: y de algún modo sucedió que comenzaron a apuñalar a Louis casi de inmediato. Y a Jean-Pierre ni siquiera lo sacaron de la cama. No le dio tiempo a buscar la pistola que tenía bajo la almohada, ni tampoco tuvo tiempo la india que dormía con él de escabullirse de la cama y tratar de esconderse debajo, como hizo Germaine con lamentable torpeza. Con cuchillos de caza de acero y mazos de cuatro kilos y medio golpearon repetidamente a Jean-Pierre y a la mujer y los mataron en cuestión de segundos.
Louis luchó como un toro rabioso. Herido, sangrando por todas partes, la mitad de su rostro paralizado y la otra mitad retorcida en una mueca violenta, embestía a diestro y siniestro, golpeando a sus asaltantes, pidiendo auxilio. Fue entonces cuando uno de los enmascarados, con bramidos de borracho, se abalanzó sobre él con la horqueta.
El cuerpo de Louis, rescatado del incendio, mostraba pruebas contundentes de más de sesenta puñaladas.
A Bernard, de diecisiete años, lo mataron en el rincón de la cocina al que acudió a esconderse; Jacob, que era más fornido y tan alto como su padre, presentó batalla con el madero que tenía en las manos hasta que se lo arrebataron, después se dio la vuelta y, viendo la sangre que le salía a borbotones por una herida brutal que tenía en la garganta, quiso tirarse por la ventana, pero lo atraparon por detrás y lo tiraron al suelo, y con alaridos y gritos de guerra (la sed de sangre se había apoderado de ellos, ya no podían parar) apuñalaron al niño hasta que murió.
A los perros también los mataron, por supuesto.
El gato escapó, al parecer: un gato corpulento, de pelo largo y gris, con una oreja malherida y la panza caída.
Y Germaine: Reuben Varrell le dio un mazazo en la clavícula, mazazo que iba dirigido a la cara, y su hermano Wallace la agarró de la larga trenza que tenía y la arrojó contra la pared. Cuando vieron que empezaba a sangrar por la nariz y la boca y que se desplomaba en el suelo, pensaron que estaba muerta, debieron de pensarlo, aunque en el tumulto nadie fuese capaz de pensar. Porque el hecho es que allí la dejaron, se olvidaron de ella. Salieron corriendo de la habitación, gritando y riendo, chocándose unos con otros, limpiándose las manos ensangrentadas en los demás, en una fuga precipitada.
Las matanzas no duraron más que unos minutos.
Cinco personas, en poco más de cinco minutos. Y el perro cobrador, y el collie medio ciego.
Fue entonces cuando uno de ellos dijo:
—Pero ¿no había también una niña?…
¿Había que contárselo a los niños? ¿Había que contárselo todo?
Tenían que comprender el mecanismo secreto del mundo…
Tenían que comprender lo que significa ser un Bellefleur…
Los niños miraban con los ojos muy abiertos, algunos, como Vernon, se tapaban los oídos.
Otros susurraban:
—Pero ¡por qué no los mataron ellos antes!
Una de las niñas —pudo ser Yolande, hace mucho tiempo— se agarró las dos coletas que llevaba y tiró de ellas, llorando con amargura:
—¡Por qué la nena no tenía un cuchillo! ¡Podía haber matado a alguno de ellos, al menos uno!
Después, cuando huían a caballo de regreso al pueblo, exhaustos, sobrios, agotados de tanta euforia, los asesinos llegaron a pensar que fueron los espíritus quienes los impulsaron a tan frenético arrebato. No tenían la intención de matar a las mujeres, ni siquiera a los hijos (aunque de haberlo pensado con calma y sensatez, habrían comprendido que Jacob y Bernard tenían que morir), como tampoco tenían intención de matar a Arlette. Era la mejor amiga de la hija del cuñado de Rabin, que tenía dieciséis años, y solía ir a verla a su casa.
Pero el aire del lago Noir, el aire malévolo, húmedo y pesado, los susurros y los empujones de los espíritus nocturnos, los alaridos y berridos y gritos de guerra: los hombres perdieron el control, no pudieron detenerse hasta que todos hubieron muerto. Hasta que todos los Bellefleur yacieron sin vida, abatidos y sangrientos.
Los indios siempre habían temido al espíritu del lago Noir, para ellos el ángel diabólico de la muerte. Fue ese espíritu —que no ellos— el que los llevó al éxtasis de la matanza.
Salieron de allí cabalgando, golpeando las ijadas de los caballos. Uno de ellos tuvo arcadas, otro lloriqueaba para sus adentros. Reuben no hacía más que decir, una y otra vez, en voz baja y contundente: nadie se va a enterar, nadie se va a enterar, nadie se va a enterar.
A sus espaldas, la casa ardía en llamas. Habían rociado de gasolina las habitaciones de la planta baja y arrojado unas cuantas cerillas. A los pocos minutos las llamas ya cubrían el techo y las paredes, y todas las pruebas, pensaron, quedarían destruidas.
Pero ¡quién lo hizo!…
El espíritu del lago Noir.
Aunque detestaban a la piel roja y consideraban que era un escándalo que Jean-Pierre viviera con ella tan abiertamente (era una mujer atractiva, casi cuatro décadas más joven que Jean-Pierre, no era hermosa ni tenía rasgos muy indios), como lo consideraban todos los del pueblo, no tenían intención de matarla. Ni a Germaine, ni a los hijos. Ni a Arlette. Y uno de ellos había decapitado al perro. ¿Cómo era posible que, en medio de tanta confusión, alguien se hubiera tomado el tiempo de cortarle la cabeza?…
(Nadie lo quiso admitir. Lo más probable era que hubiese sido Myron, pues ya lo habían visto matar perros más de una vez; pero negó haber decapitado al perro cobrador. Jamás haría una tontería así, dijo con resentimiento).
Arlette se había escondido en el armario que estaba debajo de los aleros. Supo —lo supo de inmediato— que iban a matar a su familia, pero también supo quiénes eran los asesinos y por qué habían venido. A punto de desmayarse, salió de la cama a oscuras y se escondió en el armario; y fue allí donde la encontraron los hombres, agazapada, tan aterrorizada que había perdido el control de sus intestinos y se había manchado.
Gritaron y emitieron alaridos eufóricos, como si fueran indios, y la sacaron del armario, le desgarraron el camisón de franela que llevaba y, por alguna razón —quizá pensaron en llevársela a lomos del caballo, o sacarla de la casa, que para entonces apestaba a muerte—, la llevaron a la planta baja. La visión de la joven aterrorizada, forcejeando desnuda, el hedor de su pánico, los excitaba aún más: con voces suplicantes y gemidos agudos le gritaron lo que le iban a hacer a continuación.
Pero Silas Varrell, que los esperaba abajo, se fue hacia ellos. ¡Ya está bien, ya está bien!, gritó. Apartó a uno de sus hermanos de un empujón y le reventó la cabeza de un solo mazazo.
La casa quedó en silencio.
La casa quedó en silencio, salvo por la respiración jadeante y confusa de los asesinos.
… Cuatro, cinco, seis. Seis muertos. Y mucha sangre. Y sólo pretendían matar a dos.