Aquel otoño, los planes de expansión del imperio Bellefleur eran variados y ambiciosos, y también numerosos eran los hados providenciales que cayeron en el seno familiar. Por ejemplo, Morna casi sin pretenderlo (porque todavía era una chiquilla) atrajo la atención del hijo mayor del gobernador Horehound en un baile de beneficencia celebrado en la mansión del gobernador, y el joven la estaba cortejando con fervor; y un precioso día de octubre, los Bellefleur recibieron la noticia de que Edgar Schaff había muerto repentinamente de un ataque cardíaco en la ciudad de México y que su fortuna, incluyendo la casa solariega de los Hall, recaía en su esposa, según constaba en su generoso testamento (porque el pobre hombre, consternado y todo, no había alterado nunca su testamento, a pesar de la decepcionante conducta de Christabel, como si creyera que en algún momento podría convencer a su descarriada esposa de regresar al hogar con él).
(El problema residía, tal como señaló Leah, en que Christabel seguía escondida, suponían que con su amante, Demuth, y ni siquiera los detectives contratados por los Bellefleur la habían podido localizar. Lograron seguirle la pista hasta la frontera mexicana, pero a partir de allí la perdieron. ¿Cómo iban los Bellefleur a tomar posesión de la finca de los Schaff si Christabel no se presentaba para reclamarla en persona? Y los Schaff, por supuesto, encabezados por aquel ogro de matriarca, no perdieron tiempo con duelos y ya estaban impugnando el testamento. Porque Schaff, embriagado por una pasión más propia de un novio mucho más joven, se lo había dejado todo a Christabel: los periódicos, las inversiones, la finca y la casa, las valiosísimas antigüedades del barón Schaff, objetos de recuerdo interesantes y colecciones especiales; y casi veinticinco mil hectáreas de terrenos estratégicamente situados).
Y Ewan, después del contratiempo pasajero de agosto, cuando tuvo que arrestar a su propio tío por homicidio, era ahora más popular que nunca: una serie de redadas relámpago de juego por todo el condado, incluida una que tuvo gran publicidad en Paie-des-Sables (descubrieron que unos indios mestizos estafaban, con todo el descaro, a jóvenes blancos inocentes, arrebatándoles los ahorros de toda su vida y hasta sus automóviles y los aperos de labranza de sus granjas), recaudó para el condado extraordinarias sumas de dinero y un considerable arsenal de escopetas, rifles, munición y explosivos, del que harían buen uso. Y Gideon, cuya recuperación del accidente había sido lenta, se puso en acción, vendió el resto de los coches y ya había entablado negociaciones con el dueño de un aeropuerto de Invemere de considerable tamaño (a unos ciento veinte kilómetros al noreste del lago Noir) para asociarse con él de algún modo, cosa que los miembros más conservadores de la familia veían con malos ojos porque no tenían ninguna confianza en los aviones, pero que complacía a Leah sobremanera.
Se hicieron grandes cambios en las granjas Bellefleur, bajo la supervisión de Noel: demolieron los viejos graneros y construyeron unos nuevos con estupendos tejados de aluminio; instalaron silos automáticos, depósitos enormes, centenares de luces de arco; gallineros que funcionaban con generadores en los que había hasta cien mil gallinas rojas de Rhode Island viviendo en jaulas diminutas y alimentándose del grano adecuado para aumentar tanto su capacidad de poner huevos como el tamaño de los mismos; con un sistema de recintos sin vegetación, las vacas lecheras ahora vivían toda su vida en compartimentos de cemento, alimentándose (sobre todo de alfalfa) gracias a una cinta transportadora situada en lo alto. A pesar de la elevada inversión en el nuevo sistema, la familia iba a ahorrar, cada año, el oneroso coste de centenares de arrendatarios y peones informales: con un sistema casi automatizado sólo necesitaban quedarse con unos cuantos «agricultores» y Albert había mostrado gran entusiasmo por supervisar toda la operación.
—Ojalá pudiésemos librarnos también del olor de esas criaturas —se le oyó decir a Aveline.
Se refería a los animales, por supuesto.
Como es natural, también hubo algunas frustraciones de menor importancia, porque las cosas no siempre salían bien. Había, Leah lo sabía, cierta perversidad en el funcionamiento del mundo. Ella y Lily habían acicalado a Vida con sus mejores galas, la dulce y pequeña Vida, para que el hijo del gobernador se fijara en ella, pero él había preferido a Morna y ahora Aveline se pavoneaba de eso delante de ellas; los planes de Leah para construir un campamento nuevo y en condiciones en el solar de veinte hectáreas que estaba en la otra orilla del lago, donde vivía la tía Matilde en voluntaria miseria, se habían estancado temporalmente —sólo temporalmente— porque la anciana chiflada se negaba a trasladarse; y Garth, la pequeña Goldie y su hijo recién nacido dejaron la casa de piedra del pueblo poco después de los «problemas» con los recolectores de fruta (así es como se referían en la familia a los acontecimientos de finales de agosto) y se fueron a vivir a otra parte del país. Garth decía que quería tener su propia granja, en Iowa o Nebraska; él y la pequeña Goldie querían vivir en algún lugar donde nadie conociera el nombre de Bellefleur.
(«¡Me parece muy bien, pero no se te ocurra nunca regresar por aquí mendigando, no vuelvas arrastrándote ante mí!», dijo Ewan. Estaba tan profundamente herido por la decisión de Garth de marcharse que ni siquiera le estrechó la mano, aquel último día; se negó incluso a mirar a Garth, el chiquitín, aunque la pequeña Goldie lo tenía alzado pese a lo mucho que se retorcía, para que su abuelo le diera un beso de despedida. «¡No vuelvas por aquí, hijo mío, porque no vamos a dejarte entrar! ¿Está claro?», gritó Ewan. Garth se limitó a asentir con la cabeza, firmemente, mientras retrocedía. Él y la pequeña Goldie habían cambiado el Buick amarillo por una camioneta pequeña que ahora estaba cargada con todas sus pertenencias).
De modo que hubo decepciones de escasa importancia, frustraciones de escasa importancia. Pero en general, hasta el pesimista Hiram tuvo que reconocer que las cosas marchaban muy bien: aparte de la imprevista herencia de Schaff, ya poseían poco más de las tres cuartas partes de la propiedad inicial, y en unos años conseguirían el resto con toda seguridad.
—Pero tenemos que concentrarnos en lo que estamos haciendo —decía Leah con frecuencia. No podemos distraernos.
El gobernador Horehound, su familia y parte de su séquito fueron invitados al castillo para disfrutar de una semana de cacería en cuanto se levantara la veda del ciervo; y a menos de una semana de dicha visita, Belladona se acercó a Leah y le hizo una propuesta.
—Como usted sabe, señorita Leah —dijo con humildad—, está el tema de las ratas.
—¿Las qué?
—Las ratas, señora.
—¿Las ratas?
—Sí, señora, las ratas. Las que viven en las paredes y en el desván y en el sótano y en las dependencias anexas.
Leah fijó la vista en su criado. Los últimos meses se había acostumbrado tanto a aquel hombrecillo que apenas se fijaba en él, pero en ese momento le inquietaba su rostro inteligente y surcado de arrugas, con unos ojos que parecían esquirlas de cristal y esa hendidura fea y superficial de la frente. También era extraña la amplia sonrisa sin labios que parecía abarcarle de oreja a oreja. Aunque Belladona no estaba sonriendo exactamente; eso no podía llamarse sonrisa. Los niños se quejaban de que en uno de sus morrales llevaba un animal «reconstruido», con mandíbulas, con trozos de ratones secos, escarabajos, tritones, culebras, ranas, pajarillos, tortugas y otras criaturas, y que lo utilizaba para asustarlos, aunque siempre negaba que fuera ésa su intención. La cosa tenía el tamaño del puño de Belladona (tan grande como el de Ewan), y despedía un olor extraño y nauseabundo que era exactamente igual al olor de Belladona.
Leah hizo que los niños se marcharan, molesta por sus tonterías. No creía que Belladona hubiese creado su propio animal disecado, y mucho menos que lo usase para asustar a los niños. Y no era cierto que oliera mal. Ella no notaba nada. De hecho, en las últimas semanas le parecía que el pobre jorobado había crecido unos centímetros; o al menos que su encorvada postura se había comenzado a enderezar. La buena comida del castillo, así como el entorno agradable y, quizá, sus frecuentes atenciones hacia él le producían un efecto saludable.
Y ahora le venía con aquella extraña propuesta: que le permitiera hacer una pócima para deshacerse de las ratas del castillo de una vez por todas.
—Antes de que lleguen el gobernador Horehound y su séquito —le dijo con suavidad.
—Pero si no tenemos ratas —contestó Leah—. Bueno, puede que haya alguna que otra, supongo que debe de haber alguna, sobre todo en las dependencias anexas, en los viejos graneros y quizá en el sótano. Y ratones: supongo que habrá ratones.
Belladona asintió con gravedad.
—Sí. Hay ratones.
—Pero no creo que haya tantos como para preocuparnos, ¿no? De lo contrario llamaríamos a un exterminador profesional. Además, para eso están los gatos.
Belladona movió los labios, pero no dijo nada.
—Pero ¿dice que hay ratas? —dijo Leah, un tanto irritada.
—Sí, señorita Leah. Hay ratas a montones.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Las ha visto?
—Soy capaz de emitir ciertos juicios, señora.
—Bueno…, siempre he creído que nuestros gatos…
Belladona se rió con discreción.
—No los gatos que ustedes tienen, señorita Leah —contestó—. No estas ratas.
De modo que Belladona preparó en la cocina una pócima especial de veneno con una base de arsénico. Llenó dos teteras de casi medio litro y las dejó hervir a fuego lento varias horas hasta que se hubo evaporado la mayor parte del líquido. Este veneno particular, aseguraba a todos, sólo atrae a los roedores, y sólo envenena a los roedores. Los gatos y perros no lo tocarían, ni tampoco interesaría a los niños, en circunstancias normales. No había ningún peligro: sólo morirían los roedores.
—Tampoco es que tengamos tantos roedores —exclamó la abuela Cornelia reprimiendo su indignación—. Admito que hay ratones de campo que entran a veces en el sótano…, y desde luego en los graneros…, y alguna que otra rata. Ratas de la madera. Creo que son unos bichos repugnantes, pero no plantean un problema serio. No veo que haga falta llevar a cabo una exterminación en masa.
—Me parece excesivo —añadió el tío Hiram.
—Pero ahora que Belladona ha preparado el veneno —dijo el abuelo Noel, con una sonrisa peculiar—, tenemos que dejarle que lo use, como es lógico. De lo contrario, será un desperdicio.
A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que despertara la mayor parte de la familia, Belladona recorrió el castillo sin hacer ruido, y las dependencias anexas, esparciendo sus cristales de veneno (que eran de un blanco resplandeciente) por todos los rincones imaginables. Después llenó cubos y ollas con agua y las llevó a las estancias más grandes del castillo, repitiendo la operación en las tres plantas; después llevó varias tinas pesadas de agua al sótano y colocó otras tantas afuera, en los arbustos, entre los árboles ornamentales del jardín, en las escaleras de atrás. Su frente arrugada, descarnada y pálida pronto se perló de sudor y su sonrisa sin labios se hizo más pronunciada que nunca. Mientras trabajaba sin descanso, los gatos del castillo se alejaban de él a todo correr, o se encaramaban a lugares altos, desde donde lo miraban con ojos brillantes y entornados. De vez en cuando aullaba alguno de los perros, pero débilmente, casi con timidez. Él no hacía caso de aquellas criaturas sino que seguía colocando cubos, ollas, cacharros, tinas, e incluso abrevaderos con agua, resoplando mientras trabajaba.
Después se sentó a esperar.
Pero no hubo que esperar mucho: al cabo de media hora aparecieron las ratas.
Las ratas salieron de las bodegas, paredes, roperos, armarios, de los cajones, de los pajares, de debajo de la madera de los suelos, de dentro de los gruesos cojines y almohadas, de la despensa, de la biblioteca de Raphael revestida de cuero; las ratas salieron chillando, arañando, con ojos brillantes, muertas de sed. Algunas eran de más de treinta centímetros de largo, otras eran crías sin pelo, sonrosadas. Todas corrían, escabulléndose como locas por todas partes, chocando entre sí, torpes en su desbandada, emitiendo agudos chillidos, haciendo ruido con las uñas en el suelo, los bigotes encrespados. ¡Qué sed tenían! ¡Estaban muertas de sed! ¡Enloquecidas! ¡Desesperadas! Luchaban entre ellas con ferocidad por conseguir agua y se tiraban a ella de cabeza. Y en su maníaca avidez por beber, algunas se ahogaban. ¡Qué chirridos y chillidos! Nadie había oído nunca nada parecido.
Ríos de ratas y ratones y musarañas, empujándose a ciegas, golpeándose contra las paredes hasta que, al encontrar un hueco o algo blando, se abrían camino con la cabeza, y salían por la fuerza para correr hacia el agua… Los Bellefleur, estupefactos, se subieron a los muebles, incluso se acuclillaron sobre la mesa del comedor del Gran Salón, sin quitar ojo a aquellas criaturas que se contorsionaban y desgañitaban. ¡Cuántas eran! ¡Quién habría pensado que había tantas! ¡Y qué sed tan violenta tenían, con qué avidez bebían, bebían y bebían y bebían como si no pudieran saciarse! Nunca habían visto nada ni remotamente parecido.
Y al cabo de un rato, comenzaron las convulsiones.
Los cuerpos se fueron hinchando, segundo a segundo, como globos, y en seguida empezaron a precipitarse por todas partes, rodando y rodando, chillando y arañando y rasgándolo todo. Se retorcían, echaban espumarajos por la boca. Movían las patas enloquecidas. Los chillidos agudos eran cada vez más frenéticos y los Bellefleur, aterrorizados, tuvieron que taparse los oídos con las manos para no ponerse a gritar ellos también.
¡Qué extraña, qué fascinante por lo espantoso, la visión de los cuerpos hinchados de aquellas criaturas! Los vientres blancos abotagados, la piel tensa y a punto de estallar, todas ellas agitando las patas como si se ahogaran; las colas cada vez más rígidas. La muerte invisible saltaba de una a otra, tocando un hocico bigotudo aquí, un vientre como un globo allá, hasta que al fin, tras muchos minutos de agonía, la última de las bestias quedó inmóvil. Se les salía la lengua, también hinchada y muy rosada. En el trance de la muerte, aquellas criaturas se parecían, en su mayoría, a los humanos en su infancia.
Belladona, con botas altas de pescar, se paseó entre ellas con cuidado, cogiéndolas una a una por la cola y metiéndolas en sacos de yute. Si alguna rata no había muerto del todo le pisaba el vientre, con decisión, lo que producía resultados inmediatos. (Algunos de los Bellefleur se tapaban los ojos. Otros miraban aquel horror como si no pudiesen apartar la vista. Algunos se pusieron a morir, pero eran incapaces de vomitar: sólo miraban, indefensos, demasiado débiles para moverse). Aunque Belladona trabajaba con rapidez y eficacia, y aunque no se le resistió ni un solo roedor, ni se escapó para esconderse, la tarea le llevó un tiempo considerable.
En cada uno de los sacos de yute había entre cincuenta y cien roedores, dependiendo del tamaño. (Las ratas noruegas eran, desde luego, enormes, pero las musarañas eran más pequeñas que los ratones). Y había treinta y siete sacos en total.
¡Treinta y siete sacos!
Leah le dijo a Belladona, cuando se le acercó, inclinándose ante ella, muy pálido por el esfuerzo de todo el día, que le habría gustado que hubiera advertido a la familia de lo que se avecinaba; no tenían ni idea de que hubiese tantos roedores en el castillo. Ha sido muy angustioso, dijo, con voz entrecortada, muy angustioso…, sobre todo para los mayores. ¡Toda esa desbandada, y esos chillidos y ese griterío, y esas muertes horrendas y dolorosas! Una experiencia de lo más repugnante, la verdad.
—Nos lo podía haber advertido, Belladona —le dijo Leah.
Belladona se inclinó todavía más. Tras un largo momento, se atrevió a levantar los ojos hasta el borde de la falda.
—Pero, señorita Leah, no estará disgustada, ¿no? —musitó.
—Bueno…, no sé si disgustada —dijo medio riéndose.
—Tal vez he sido un poco imprudente —murmuró Belladona—, pero las ratas están muertas. Como habrá visto.
—Sí, desde luego. Como he visto.
—Por lo tanto…, ¿la señorita Leah no está disgustada conmigo?
—No, supongo que no. Supongo que ha hecho un buen trabajo.
—¿Un buen trabajo?
—Un trabajo excelente —respondió Leah débilmente.
Por un momento, sintió náuseas: las paredes y el techo le daban vueltas, y percibió un olor intenso, misterioso y húmedo que procedía del hombrecillo jorobado.
—Con todo —le dijo—, lo cierto es que no nos lo esperábamos. Creíamos que con los gatos…
—Ah, bueno —contestó Belladona con una sonrisa amplia y repentina que le llegaba de oreja a oreja—. ¡Sus gatos! ¡Sus gatos no tienen nada que hacer con estas ratas!
Los treinta y siete sacos de yute, llenos a reventar y bien atados con cuerdas, desaparecieron con celeridad. Lo que Belladona hizo con ellos nadie lo supo, ni Leah quiso preguntárselo.