Fuera debido a la extraordinaria sequedad de la estación (los granjeros de todas partes no hacían más que lamentarse y día a día los pinares se hacían más quebradizos y más proclives a los incendios), o fuera por los hijos de los recolectores de fruta, que correteaban, chapoteaban y destrozaban todo en sus breves delirios (Raphael descubrió con horror que no sólo habían arrancado nenúfares, eneas y caléndulas de los pantanos: también habían infestado las orillas de la laguna de centenares de cadáveres de ranas toro, que evidentemente habían cogido con las manos y lanzado contra los troncos de los árboles, o unas contra otras); o fuera por el rumor que se había extendido por todo el valle, que aseguraba que las secretas prospecciones mineras de la zona del Mount Kittery tenían efectos perjudiciales en los arroyos de las estribaciones montañosas, incluido el riachuelo Mink, que alimentaba la laguna Mink; o fuera simplemente porque la laguna estaba envejeciendo y, como todas las lagunas que envejecen, que mueren, empezaba a encogerse, asfixiada por más y más vegetación (había observado, más desconcertado que consternado, que ahora los sauces crecían casi en todas partes: habían cruzado la laguna y se encontraban en el medio, luchando por dominar el fondo fértil y cenagoso, echando de allí incluso a las eneas), de modo que sólo quedaban unas cuantas zonas de agua, pequeñas y poco profundas, poco más que charcos aislados con criaturas atrapadas en ellos: algunos lucios, una culebra de agua, la última lubina de boca grande, que debía de pesar unos nueve kilos, pero que ya empezaba a ponerse panza arriba y pronto moriría; o fuera porque esto era, sencillamente, el castigo de Raphael por haber amado algo tanto, mucho más que a su familia: no lo sabía. Pero era obvio que la laguna se moría.
Su balsa de abedul, medio deshecha por los hijos de los desconocidos, había encallado en una pequeña isla de eneas; mientras se acercaba, descalzo, con los pies hundiéndose en el fango tibio y blando y negro, varias ranas toro croaron alarmadas y huyeron de un salto y un pato negro y solitario echó a volar, aleteando con terror.
Pero no soy yo a quien debéis temer, quería gritar Raphael.
Se sentó con las piernas cruzadas en la balsa, agarrándose los tobillos. Durante un buen rato contempló su pequeño reino y la sensación que sentía era más de aturdimiento que de consternación.
Aturdimiento que rayaba en miedo.
Porque sin duda la laguna se estaba muriendo.
Pero…, pero todavía había vida. La vida permanecía. Vida por todas partes.
Escarabajos que buceaban y zapateros y escorpiones acuáticos y libélulas y caracoles y babosas y salicarias y algas flotantes y apios silvestres y cabombas acuáticas y pececillos del lodo y setas que parecían sólidas y elásticas como si fueran de goma, pero se deshacían al menor roce. Más frondosas que nunca estaban las matas de juncos, y el tríllium con sus brillantes bayas rojas, y los musgos esponjosos y brillantes que no tenían nombre. Habría siempre plancton, algas, verdín; siempre habría, pensó Raphael, sanguijuelas.
De pronto inclinó la cabeza…, ¿había oído un ruido?, ¿una vocecita?
¿La voz de la laguna?
Permaneció a la escucha mucho tiempo, temblando. Hacía muchos años…, no podía calcular cuántos, en tiempo humano…, aunque quizá fuera hacía sólo dos semanas, en tiempo de la laguna…, esa voz, refinada hasta convertirse en un sonido puro, lo había tranquilizado y mantenido a flote y le había salvado la vida. El chico Doan…, ¿era ese su nombre?…, ¡qué nombre tan feo!…, «Doan»…, pero los Doan ya no estaban…, se habían marchado, desperdigado, su casucha fue arrasada, los establos y cobertizos habían desaparecido…, el chico Doan había intentado matar a Raphael, pero no lo logró: y aquel día, a aquella hora, la laguna se le manifestó. Lo arrastró a sus profundidades, lo abrazó, le susurró su nombre, que no era «Raphael», que no tenía nada que ver con «Raphael» ni con «Bellefleur».
Ven aquí, ven a mí, yo te acogeré, te daré nueva vida…
En los últimos tiempos, la madre de Raphael, Lily, se había vuelto «religiosa». (Eso decían los Bellefleur, en son de burla, cuando hablaban del cambio de Lily: se ha vuelto «religiosa». ¡Y no adivináis por qué!). Había intentado que sus hijos la acompañaran a la iglesia, pero Albert se negó, como era de esperar, y se echó a reír. Vida fue un par de veces y decidió no volver alegando que todo era muy lento y aburrido y que los chicos de su edad carecían de interés, y que las chicas eran francamente insulsas; Raphael también se negó, a su manera tímida, terca, sin palabras. Pero Cristo nos ofrece la vida eterna, decía Lily, irritada, con el entrecejo fruncido y con voz insegura, Raphael, ¿no quieres…, no te da miedo no querer…, la vida eterna?
Pero la laguna hablaba con mayor claridad. Porque sus palabras no eran humanas.
Ven aquí, ven a mí, yo te acogeré, te daré nueva vida…
En trance, Raphael se estiró en la balsa. ¡Ah! ¡Qué intenso, qué voluptuoso, el olor a descomposición! Lo aspiró profundamente. No se hartaba nunca de olerlo. Llevaba meses, quizá años, oliendo aquel aroma intenso y fuerte y pestilente, aquel hedor cenagoso, sin saber lo que era. Sólo sabía que era distinto al olor del agua corriente. Agua que corría, sol y viento. Los rápidos de agua blanca del riachuelo Mink, a unos kilómetros de allí, que vio hace años. (¿Se estará secando también el riachuelo Mink? ¿Lo habrán matado —como decía el rumor— las prospecciones mineras del Mount Kittery?).
Raphael no lo sabía. El mundo más allá de la laguna, que se extendía hacia todos los lados de la laguna, carecía de interés para él. Existía; o quizá no existía; no lo sabía. No era suyo.
Troncos y plantas acuáticas en descomposición…, podridas…, pestilentes…, peces flotando panza arriba…, una extraña belleza en su placidez. (En aquel momento se dio cuenta de que la lubina había muerto. Quizá llevara muerta días). Había estado un buen rato oliendo el olor a descomposición sin saber lo que era y se había acostumbrado a su intensidad, a su insinuación de la noche, una noche secreta que se mantenía de día, desafiando la ruda salud del sol. El sol tenía un tipo de sabiduría, pero la laguna tenía otra. «Ven, ven a mí, húndete en mí, yo te acogeré, te protegeré, te daré una nueva vida…».