En lo alto de las montañas las estaciones se sucedían a toda velocidad. Ahora el planeta se inclinaba hacia el norte, ahora al sur. Ahora la aurora boreal inundaba el cielo nocturno y hacía caer en la embriaguez a todo aquel que la miraba; ahora toda la luz era absorbida por la nada y el mundo era negro…, negro…, de una negritud absoluta y silenciosa, como eclipsado por el profundo fango del pecado humano.
¿Cuántas estaciones?… ¿Cuántos años?
Jedediah intentaba contarlos con los dedos, dolorosos por el frío. Pero cuando pasaba de cinco a seis su mente palpitaba y moría.
Las nubes descendían perezosamente por el cielo de la noche, bajo las cumbres nevadas de las montañas, más abajo, por debajo del límite forestal, mientras la neblina surgía desde los ríos secretos y brumosos. Las entrañas de la tierra, ocultas a la vista. En todo aquello, advirtió Jedediah, había una deliberada ausencia, pues Dios se negaba a mostrar Su rostro. A pesar de que su siervo Jedediah llevaba muchas estaciones arrodillándose a la expectativa.
«Dios, no me obligues a rogar… No me obligues a arrastrarme…».
La aurora boreal, siempre vista por vez primera. Un acallado frenesí de luz. ¿Qué tendrá que ver aquella belleza, aquellas bellezas insondables, incalculables, con Dios?, se preguntaba Jedediah con rencor. ¿Será cierto que Dios habita en esa belleza, en ese «firmamento»?
Las luces norteñas se desvanecían. Finalmente regresó la negra noche y borró toda memoria. Los espíritus, ocultos en la neblina, deambulaban a su antojo. Hacían lo que querían. Burlándose, mofándose, acariciándose los cuerpos unos a otros. Las más íntimas caricias. Los más obscenos susurros.
¿Estaba Dios ahí?, se preguntaba Jedediah. ¿En eso? ¿En esas criaturas?
Había vuelto a escalar el firmamento, después de vagar meses como un penitente. Todo lo que él había visto…, los hombres y mujeres con los que se había encontrado, y a los que había intentado convencer del amor de Dios…, las medidas que Dios le había obligado a tomar, muchas veces en contra de sus propios deseos: todo ello finalizado ahora, y olvidado, porque la Montaña Sagrada no tenía nada que ver con la llanura. La memoria se hundía. El pasado se cerraba. Sólo permanecía Jedediah. Y Dios.
El pecado, observó Jedediah, tiraba de Dios con más fuerza que el amor. El pecado exigía que Dios mostrase Su rostro mientras que el amor, el mero amor, sólo rogaba.
Pecado. Amor. Dios.
Pero como era el siervo de Dios no podía cometer pecados. Dios no le ofrecía libertad. Se preguntaba, de rodillas, en su larga vigilia nocturna, si era por lo tanto incapaz de amar.
Hasta la furia que había sentido contra el demonio que expulsó el alma del cuerpo de Henofer desaparecía con rapidez. Porque Henofer, sin duda, había accedido a esa obscenidad. No era digno de pena. El demonio, desalojado de su cuerpo, se habría escabullido con toda probabilidad al cobijo de las sombras del barranco y de la turbulencia de la corriente. Se introduciría por la fuerza en otro cuerpo y pronto estaría en casa. La insolencia del mal, pensaba Jedediah. Mientras yo me arrodillo en este saliente. Rogando. Tengo las articulaciones rígidas, los huesos doloridos y unos pinchazos en el vientre tan agudos que sólo quiero doblarme en dos, arrastrarme ante Tus ojos…, lo que Te complacería de verdad, ¿me equivoco, acaso?
«… Porque por tu bien yo he soportado el reproche; la vergüenza ha cubierto mi rostro. Me he convertido en un extraño para mis hermanos, y un forastero para los hijos de mi padre… Oh, Dios, en la magnitud de tu misericordia escúchame, en la verdad de tu salvación. Líbrame del fango, y no dejes que me hunda: déjame que me libre de los que me odian, y me aleje de las aguas profundas. No permitas que la inundación me sobrepase, ni permitas que me trague la profundidad, ni que el abismo me envuelva en sus fauces… Y no ocultes tu rostro; porque estoy en peligro; escúchame con prontitud. Retira la noche de mi alma, y redímela…
No ocultes tu rostro.
No ocultes tu rostro».
Fue poco después del regreso de Jedediah a su cabaña en el Mount Blanc (advirtiendo, sin emoción, que estaba intacta: sus enemigos eran demasiado sabios para caer sin querer en las trampas que él había ideado para ellos), en una calma atemporal que bien podía ser tanto de invierno como de un otoño tardío, cuando él se encomendó a la tarea, la gran tarea, la aterradora tarea, la tarea para la que había venido a las montañas hacía tanto tiempo, a pesar del escarnio de su familia: contemplar el rostro de Dios.
Saber, amar, y servir. Pero, por encima de todo, contemplar.
Así se arrodilló en el saliente mascullando con frenesí oraciones tan apasionadas que los espíritus de la montaña no se atrevían a acercarse, ni siquiera a pincharle debajo de los brazos o entre las piernas, ni a soplarle en los oídos; se arrodilló, y entrelazó las manos delante de él, y bajó la cabeza, como se debe hacer. Y rezó y esperó, y rezó, y esperó, y de nuevo rezó, toda la noche, y esperó, esperó sin dejar de rezar, como llevaba años haciendo, sin contar las estaciones, sin advertir las estaciones, rezando y esperando, esperando y rezando, rezando, porque era Jedediah, a la espera, siempre a la espera, con infinita paciencia, humilde en la oración, humilde en la espera, el siervo de Dios, el hijo de Dios, una criatura escuálida, barbuda, de ojos hundidos cuyo aliento hedía y cuyo cuerpo tenía una capa incrustada de mugre que sólo un cepillo de cerdas duras podría borrar.
Aquella noche, aquella noche terrible, Jedediah se arrodilló en el saliente de la montaña y le susurró a Dios que le mostrase Su rostro, porque era la última vez que se iba a humillar ante Su indiferencia: y su voz se elevó como si saliese de él a la fuerza, mientras unos dolores punzantes y extraños le atravesaban el estómago y el abdomen, dejándolo helado, luego transpirando, luego helado de modo tan súbito y penetrante que le tembló todo el cuerpo. «Ay, Dios, Dios mío», gimoteaba, doblado hacia delante, agarrándose con las manos a la roca hasta que pasó el dolor. Entonces comenzó de nuevo, con voz normal. Rápida y racionalmente. Como si todo estuviera en orden. Como conversando, sólo conversando, con Dios. Con Dios, que era en Sí mismo racional, y que escuchaba con infinita paciencia y concentración.
De pronto regresó el dolor, pero ahora era una, después dos, después tres piedras como puños que avanzaban de costado, hacia la izquierda, por sus tripas.
No podía creer ese dolor. Era más intenso de lo que uno podía medir. Un grito se desgarró de sus labios, pero era un grito de pura sorpresa, porque ese dolor no podía verbalizarse.
«Ay, Dios mío…».
Veloz como una puñalada, algo perforó su vientre, rebanándole el abdomen hacia abajo, hasta lo más profundo de su abdomen, que había cobrado vida con el agónico dolor. Aquello se retorcía, se enrollaba, estaba vivo, frenéticamente vivo, mientras Jedediah se aferraba a sí mismo, mirando sin ver lo que quizá fuera el firmamento. No podía, no lo podía creer, no podía creer ese dolor, ahora lloriqueaba como un niño, mientras algo borboteaba y se hinchaba hasta reventar, hinchándose más y más, hasta reventar, en sus tripas. ¡Qué ocurría! ¡Qué tenía que hacer! Sus dedos entumecidos arrancaron el raído cinturón y los botones del pantalón, y logró bajarse el pantalón a pesar del terrible dolor que casi lo había doblado en dos, porque no era más que un ataque…, un ataque de gripe…, una diarrea repentina…, una tormenta estallando en su cuerpo, completamente ajena a él.
«Dios mío, ayúdame…».
Se bajó el pantalón justo a tiempo: las entrañas se le vaciaron ardientes, salpicando la roca sagrada, y el hedor que se levantó casi lo mareó.
De cuclillas, se alejó con torpeza, los pantalones enredados en los tobillos, el cuerpo bañado en una fina capa de sudor que le escocía la piel. No lo podía creer, no lo podía creer… La agonía del vientre borboteaba de nuevo, y crecía, se hinchaba más y más, ya era tan grande como una sandía, y comenzó a gemir tanto por el terror (porque estaba vivo, aquello no era él, aquello estaba vivo) como por el dolor. Las balas gaseosas le atravesaban el intestino hasta que de nuevo sus vísceras se rindieron, y la tormenta se desencadenó: más violenta, más despiadada, que la primera.
El rostro le ardía. Los poros se le incendiaban con pequeñas llamaradas. Todos los pelos de punta, por el asombro. «Dios», rogó, «qué está ocurriendo…».
Intentó levantarse, enderezarse, para poder escapar de este ultrajado lugar. Pero una convulsión lo sacudió. Se agarró el vientre y cayó hacia delante. Y a cuatro patas, con los pantalones todavía enredados en los tobillos, gateó unos metros…, hasta que otra convulsión lo sacudió y le crujieron los dientes dentro de la cabeza. Estaba helado, congelado, aunque al mismo tiempo una furiosa llamarada le pasó por encima, y la boca de pronto estaba tan seca que no podía tragar. Soltó un aire nauseabundo: tan nauseabundo, tan extremadamente nauseabundo, que se le cerraron los pulmones; no podía respirar.
Las entrañas estaban lívidas de dolor. Retorcijos y retortijones. Agachado, la cabeza apretada entre las manos, se acunaba hacia atrás y hacia delante por el dolor, esperando. Aunque estaba enfermo, indescriptiblemente enfermo, el veneno no remitía. «Dios, Dios», suplicaba, pero no sucedía nada: Se limitaba a esperar, sus dedos extendidos oprimían las mejillas ardientes. Era un niño, un crío, un animal aturdido por el dolor.
Nada importaba ahora, salvo vaciarse: liberar sus intestinos de aquella masa como de lava que tanto lo oprimía.
Las lágrimas le resbalaban por la cara. El cuerpo también lloraba, el torso, los muslos. Algo demoníaco había cobrado vida dentro de su ser y no podía, no se podía librar de él, estaba subordinado a él, humillado, acobardado, esperando medio desnudo a ser aliviado. Habría pronunciado el nombre de Dios de no ser porque el dolor era tal, y tan repentino, que no era capaz de decir palabra: el lenguaje se disolvía en ruidos puramente animales. Lloraba, gimoteaba, gritaba. Se acunaba con sus caderas consumidas.
Ahora le dolía todo el cuerpo. Ahora el alma abandonaba su cuerpo, aterrorizada. Tenía el torso resbaladizo por el sudor, los muslos y las caderas huesudas, las piernas delgadas, duras, tensas. Tenía que liberarse, pero no podía. El dolor borboteante y a oleadas crecía en intensidad, sentía una presión terrible en su interior, pero no era capaz de defecar, no podía liberarse, no tenía el control.
Fue entonces cuando la presión aumentó de súbito hasta salir violentamente de él, estallando con un calor atroz y sobrenatural. Y de nuevo las heces enfermas, aguadas, abominables, salpicaron la roca sagrada.
Un olor ardiente y horrendo. Nunca había percibido un olor así en toda su vida.
Jadeando, se alejó arrastrándose. Se arrastraba a ciegas. La presión había disminuido, sentía los intestinos vacíos, de repente la fiebre había remitido y tiritaba de frío, los dientes le castañeaban con el frío, habría querido regresar a su cabaña, pero la cabaña estaba a sus espaldas y decidió arrastrarse hacia un pequeño riachuelo que bajaba de la montaña para poder lavarse…, para purificarse.
Hundió las manos y la cara en las gélidas aguas.
Entonces el frío lo sacudió, el frío lo atravesó y todo su cuerpo se estremeció con los escalofríos. Tenía que llegar a la cabaña. Tenía que llegar y dormir, en la seguridad de su cabaña, cerca del fuego; por la mañana se habría recuperado, y el alma habría regresado a su cuerpo…
Hizo acopio de fuerzas. E intentó erguirse. Despacio. Tembloroso. Pero un leve amago de dolor, o quizá la mera expectativa de dolor, lo asustó y se quedó paralizado, doblado, agazapado como un animal. Ay, Dios mío, no, no, no podía estar sucediéndole de nuevo.
Pero volvió a suceder. Otro cólico de diarrea. Otra evacuación feroz de las entrañas, el excremento acuoso y ardiente le corría por los muslos y las pantorrillas. Luego hubo grandes heces, blandas. Espirales, ríos. Muy enfermo. Muy enfermo. El hedor era insoportable, se sentía desvanecer, corría el peligro de desvanecerse… Cuchilladas de dolor, veloces y espantosas. El cuerpo se retorcía como si le urgiera huir. Pero no podía escapar porque el infierno estaba en su interior.
Los globos oculares se le cegaron. La mente se le quedó en blanco. No guardó ni un pensamiento, ni una imagen, ni el más débil deseo. Se había convertido en una mera sensación, un animal agazapado en la ladera de la montaña, entregado por entero a la carne. Allí donde Jedediah había estado ahora sólo quedaban ríos y espirales de excrementos abrasadores.
Y así transcurrió la noche. La noche interminable.
Hora tras hora. Los espasmos de su vientre, seguidos de lapsos de desvanecimiento y escalofríos, tirado en la tierra, demasiado débil para arrastrarse a su refugio. Después otro espasmo, otro ataque explosivo de líquido ardiente: las entrañas retumbaban con un trueno gaseoso y hediondo: el cuerpo estremecido de dolor. Una hora tras otra. No había un final. Ni misericordia. Durante los períodos de relativa lucidez, la mente suscitaba espantosas imágenes de comida: comida devorada y digerida: devorada y digerida y convertida en excremento para ser expulsada con rabia. Él había creído, los pasados años, que había ayunado; que había doblegado sus necesidades corporales más humillantes al dominio de su voluntad; pero en realidad se había hartado de comer como cualquier animal. Se había atiborrado, con voracidad, deseando convertir cualquier cosa en comida para que sus entrañas lo pudieran digerir. Y ahora tenía que sufrir por ello.
… Otra repentina contracción de los intestinos. Un relámpago de dolor. Y aunque él habría creído, de haber podido pensar, que su pobre cuerpo retorcido por el dolor ya había expiado su culpa, siempre había otra emanación explosiva, y otra más…
Sentía náuseas. Lloraba. Escondía la cara.
Mucho dolor. Mucha destemplanza. Horror. Fetidez. Impotencia. Vergüenza. Una hora tras otra. Jedediah, que no era más que aquello, que lo había sido todo el tiempo. Vio que toda su vida, no sólo estos años en la montaña, no había sido sino el proceso de un organismo, un proceso continuado, imparable, insaciable: la ingesta glotona de comida, la digestión de la comida, la evacuación de la comida, retorciéndose, agitándose, borboteando con vida propia y violenta, no con la suya, no tenía nada de humano, no tenía nombre y, sin embargo, le habían dado el nombre de Jedediah. ¡Qué burla, aquella corriente infinita de comida y excremento con un nombre humano! Una excesiva acumulación en su interior. Demoníaca. Hirviente. ¿Y si tenía lombrices en las vísceras, y si había babosas finas y blanquecinas arrastrándose aturdidas por las líquidas deyecciones que había evacuado por toda la montaña?…
No tenía el valor de mirar. Aunque desde luego había mirado, sin ver. Y el excremento estaba atestado de ellas. Por supuesto. El excremento era ellas, del mismo modo que también era él.
Así transcurrió la noche, y los ataques se sucedían, hora tras hora, sin piedad. Hasta que los huesos pélvicos le sobresalieron de la piel y el vientre y el abdomen se quedaron huecos y una fina, fría brisa matutina se cernió sobre su cabeza atormentada por el dolor. ¡No quedó ni una palabra, ni una sílaba, ni un sonido! El organismo que era él mismo no había muerto, ni estaba vivo.
Fue así como Dios mostró Su rostro a Su siervo Jedediah, y desde entonces y para siempre mantuvo Su distancia.