Contrariamente a los rumores que corrían, y a la propia convicción reiterada y amargada de su esposo, no fue el episodio de Hayes Whittier lo que hundió a Violet Bellefleur en una melancolía distraída que la impulsó a quitarse la vida (porque así se lo llamaba: uno se «quitaba» la vida, como quien quitaba a alguien un manguito de piel o una porción de pastel que no le correspondía) una fría noche de septiembre; tampoco fue la neurastenia, provocada o exacerbada por sus numerosos embarazos y abortos. Ni la perversidad de la desdichada mujer. («Perversidad» era el término que empleaba su esposo. A medida que pasaban los años Raphael lo fue utilizando más y más, le servía para explicar, y condenar, la pasión de su hermana Fredericka por aquella absurda secta protestante, las inexplicables ganas de morir de su hermano Arthur —cosa que al fin logró en Charlestown, cuando intentaba secuestrar el cadáver de John Brown para llevarlo clandestinamente al norte, donde sus partisanos planeaban revivirlo con una batería galvánica—, la conducta de sus hijos Samuel y Rodman, el clima político de la época, las oscilaciones del mercado mundial del lúpulo, que cuando lo favorecían eran «sanas» y cuando no lo favorecían eran «perversas»).
Tampoco fue el amor. No en el sentido habitual de la palabra. Porque el amor entre un hombre y una mujer que no estuvieran unidos por lazos de sangre tenía que ser erótico por necesidad, y en el mundo de Violet no había espacio para el amor erótico extraconyugal. Además, estaba casada. Estaba muy casada. Jamás habría pensado, cuando era una jovencita que vivía en Warwick con sus padres, que alguien pudiese estar tan casado.
Tamás también estaba casado…, o lo había estado. Aunque parecía muy joven y tenía una forma de ser inocente, poco instruida. Decían que su esposa lo había abandonado después de que el barco proveniente de Liverpool atracara en Nueva York (a Liverpool llegaron desde Londres, a Londres desde París, a París desde Budapest, donde los dos habían nacido). También decían que su esposa se había negado a viajar con él y se había quedado en tierra. En una versión que le llegó a Violet (que jamás, jamás, prestaba atención a los chismes, y menos a los de su personal doméstico) la joven lo había traicionado con otros hombres porque le daba vergüenza su «tartamudeo». Según otra versión, no menos plausible, el «tartamudeo» era una consecuencia de su traición. Violet advirtió, sin molestarse en interpretar el hecho, que en su presencia el problema de Tamás con el habla se agudizaba al punto de estar siempre al borde del ahogo y el rostro adquiría un rubor alarmante, de modo que no era de extrañar que al final optase por no hablar, y si tenía que comunicarse con ella por causa del clavicordio que le estaba haciendo, y para lo que lo habían contratado, le dejaba notas o preguntas a través de la servidumbre. Nunca tuvo oportunidad de hablar con Raphael, ni de verlo más de dos o tres veces, siempre de lejos, pues no había sido Raphael el que lo contrató. Cabía suponer que al tímido joven, con su nuez prominente, su ropa ajustada y, naturalmente, su bochornoso tartamudeo (aunque el médico personal de Violet, el doctor Sheeler, creía que se trataba de un impedimento del habla), le aterrorizaba el dueño de la mansión Bellefleur. Que él, Tamás, abrigara ciertos sentimientos —ciertos sentimientos inconfundibles— hacia la joven esposa del dueño, que simplemente osara pensar en ella mientras se afanaba con amoroso esmero en el clavicordio: todo esto habría resultado tan escandaloso para Tamás como para el propio Raphael Bellefleur.
Fue a través de Truman Geddes, el congresista republicano que mató, en compañía de Raphael y en tierras de Raphael, el último alce de las Chautauquas (en 1860, aunque por aquel entonces nadie supiera que era el último alce, o uno de los últimos), que Tamás llegó a la mansión Bellefleur para construir el clavicordio de Violet. Ella había manifestado, medio en broma, el deseo de tener un instrumento que resultara «fácil» de tocar. Truman se volvió hacia Raphael y le dijo que su esposa y sus hijas disfrutaban mucho aporreando un curioso instrumento tintineante que consistía básicamente en un teclado y cuerdas, y que se llamaba, creía él, clavicordio. Era un objeto muy bonito, una obra de arte, y lo había construido un muchacho húngaro que trabajaba para un ebanista de Nautauga Falls. Truman dijo que no se atrevía a sentarse delante del instrumento porque le parecía muy delicado: era cosa de mujeres. Y dada su belleza, tampoco había sido tan caro.
De modo que Tamás llegó a la mansión Bellefleur con la tarea de construir un clavicordio para Violet, y de paso agregar cajones, estantes y armarios aquí y allá, en habitaciones que Raphael consideraba todavía incompletas. Cuando vio por primera vez a Violet Bellefleur pensó que era parte del personal doméstico, si no una sirvienta, tal vez una gobernanta, pues la joven vestía una blusa gris sencilla con mangas triangulares, una falda larga y alrededor del cuello una cadena con un reloj de bolsillo. Parecía tímida, casi infantil. Era menuda; tenía un rostro demasiado estrecho, sobre todo hacia la barbilla, para ser bonito. Los ojos eran intensos, y a menudo se veía una media luna blanca por encima del iris. De alguna manera resultaba evidente que estaba enferma, una enfermedad indefinible, quizá sin cura, aunque en presencia de Tamás (y en presencia de cualquiera de los sirvientes) se desenvolvía con magnífica precisión y su voz, aunque débil, jamás vacilaba. No era frecuente verla con sus hijos, aunque ya eran mayores y no podían poner a prueba sus fuerzas. Cuando Tamás se enteró de que la señora Bellefleur era profundamente espiritual creyó ver un aura de gracia en su rostro, o irradiándose alrededor del cabello (que era de un castaño común y corriente, aunque fino y brillante, peinado con el moño francés ondeado que dictaba la moda, y que a veces adornaba con perlas, cuentas de ámbar y de vez en cuando con lirios de valle), tenía un aire muy espiritual muy distinto a todo lo que había visto hasta entonces, salvo en pinturas de Botticelli o de ciertos pintores alemanes anónimos de la época medieval.
—La señora es una persona muy enfermiza —le dijo el ama de llaves con una sonrisa pícara— y ya sabemos lo que eso significa…
—¿Qué…, qué significa? —preguntó Tamás.
—Bueno, nosotros lo sabemos bien.
—Sí, pero… ¿qué?
—Las mujeres que están siempre quejándose de tener dolor de cabeza y sofocos… que desean que a su lecho privado…
Tamás se dio vuelta de súbito. Y tras una breve pausa respondió con una voz tan fortalecida por la furia que su tartamudeo desapareció del todo.
—No pienso escuchar ningún cotilleo de servicio doméstico.
Y el ama de llaves, como es natural, fue debidamente silenciada.
No fue una historia de amor muy definida, tal vez ni fue una historia de amor.
Porque el amor no era un dilema. Entre Violet y el joven húngaro el amor no era un dilema porque tampoco era un pensamiento; no era un pensamiento porque no había sido expresado como palabra.
Violet debió de percibir, en presencia del joven (a menudo visitaba su taller, detrás de la casa del cochero) que había algo…, algo impropio. Había un desequilibrio, y le resultaba apasionante. El hecho de que él casi nunca le hablara hacía que la situación fuera aún más peculiar. Era muy educado, por supuesto, tan educado como cualquier persona de su clase social, aunque evitaba mirarla a los ojos, y cuando le mostró los planos que había diseñado para el instrumento se quedó a más de un metro de distancia. Era como si algo fuera a suceder de pronto: una racha de viento que golpeara una puerta acristalada y se hiciera añicos, una araña o una cucaracha (por desgracia, hasta la lujosa mansión Bellefleur tenía cucarachas) que decidiera salir a la luz, deslizándose por algún tapiz antiguo. Violet debía de percibir indudablemente la agitación de Tamás, pero no daba muestras de ello, seguía visitándolo con sus sencillos vestidos ablusados, despidiendo su fragancia de los lirios del valle. Disfrutaba contemplando sus manos habilidosas (que no eran alargadas, como había imaginado —¿había soñado con ellas?— sino fuertes, manos de campesino, con dedos cuadrados y uñas cortas); observaba la lenta construcción del instrumento con un placer curioso y sutil. En el castillo había muchos otros instrumentos musicales, por supuesto, hasta un elegante piano de cola en el que podía tocar los seis o siete temas de salón que conocía, pero el clavicordio iba a ser sólo de ella. Tamás le había pedido que eligiera el tipo de madera que deseaba (fundamentalmente cerezo; y abedul para el interior, y para las airosas patas curvas y el taburete a juego una fina lámina de roble), y había expresado, con toda su dificultad, gran satisfacción por el hecho de que Violet se decantara por un teclado de nogal en lugar de marfil. Sería excepcional, único. ¿Y qué le parecían unos adornos de marfil, oro y azabache?… Pareció sumamente complacido, y emocionado, cuando ella le dijo que hiciera lo que deseara…, que ella no sabía casi nada al respecto y sólo quería lo que él quisiese.
Violet llegaba al taller, su silueta recortada a contraluz en la entrada bañada por el sol, destacando su esbelta figura, su cabello brillante. Tamás era tan callado que Violet, pese a su consabida reserva, se sentía inclinada a conversar. Le hablaba de su amor por las miniaturas de delicado diseño, hechas por artistas como él…, nacidos en Europa…, con respeto por la belleza…, conscientes de la inviolabilidad de la belleza. Le hablaba, sin reparar en los gruñidos inarticulados que obtenía por respuesta, de su niñez en la campiña…, de la modesta finca de su padre…, de las lecciones de música que su hermana y ella habían recibido a pesar del gasto que suponía…, de su entusiasmo de aficionada por Scarlatti, Bach, Couperin, Mozart, por los nocturnos de John Field y las piezas «más fáciles» de Chopin. Era una lástima, le dijo, que él no hubiera tomado clases de música, dado el visible amor y el poderoso sentimiento que le despertaba el instrumento que construía… Qué frágil parecía aquel objeto, qué delicado, y sin embargo, sabía bien lo fuerte que iba a ser para su tamaño. Una hermosura. Era un verdadero milagro que alguien pudiera crear aquello con sus propias manos: ¡con simples manos humanas!
Inclinado sobre su banco de trabajo, el joven húngaro hizo una breve pausa, sin mirar a Violet, y murmuró algo que sonó como un asentimiento. Sus labios finos se curvaron en una tímida mueca que no llegaba a ser una sonrisa, pero era evidente que estaba profundamente conmovido.
Pasaron los días, y también las semanas. Y un día Violet sugirió llevar el clavicordio —que ya estaba casi terminado— a su saloncito y que Tamás continuara allí su trabajo, donde podría juzgar el tono y la fuerza del instrumento en el lugar donde iba a tocarse. Tenía muchas ganas, dijo, de verlo allí…
Tamás se enderezó, como alarmado. Aunque su rostro afilado, que en los últimos días parecía más pálido, no transmitía nada. Al cabo de unos instantes asintió; claro que la complacería; la sugerencia debió de agradarle porque un rubor lento e intenso se extendió desde el cuello hasta el rostro. Se le cayó de la mano un pequeño destornillador que fue a parar al montón de virutas que había a sus pies.
El clavicordio ya estaba casi terminado y ocupaba su lugar junto a la ventana salediza que daba al jardín amurallado, donde, iluminado por el sol que se filtraba por los cristales antiguos, con su sutil distorsión y sus microscópicas burbujas de aire, adquiría un aire sobrenatural, una belleza casi feroz. ¡Cómo refulgía la madera de cerezo! ¡Y las teclas de nogal! ¡Y el oro y el azabache! Tamás aceptó los muchos cumplidos pronunciados en su presencia con una muda inclinación de cabeza, pudorosamente cortés; si alguien sugería, tal vez la insensible ama de llaves o alguna otra persona de la servidumbre, que estaba tardando mucho con esa cosita tan delicada, se daba la vuelta y no respondía. Lo cierto era que en las últimas semanas había dejado de hablar casi por completo. Y a pesar de la habilidad de sus manos y de su capacidad para trabajar incansablemente horas y horas (a veces hasta doce horas seguidas sin descansar) era evidente que no se encontraba del todo bien. Su piel se había vuelto translúcida y ligeramente brillante, como si estuviera afiebrado; había perdido mucho peso, algo alarmante, y la ropa le quedaba muy holgada en aquella figura alta y encorvada; cuando no trabajaba con el clavicordio le temblaban las manos. El personal de cocina hacía bromas a causa de su falta de apetito, cuyo motivo sabían perfectamente.
Se levantaba al rayar el alba y se iba de inmediato al saloncito, donde el clavicordio resplandecía con extraordinaria belleza bajo aquella luz proveniente del sudeste. Medía poco más de un metro de alto, de modo que el taburete tenía que ser bajo, y lo más hermoso y delicado que pudiera hacerlo, con patas curvas elegantes que debían dar la impresión, muy sutil, de estar cubiertas por hojas de vid, todo de roble enchapado. Iba a ser un trabajo prodigioso… Un día, mirando con discreción las manos menudas de la señora, pensó que no abarcarían más de una séptima y que por lo tanto iba a tener que rehacer todo el teclado: tenía que reducir y biselar todas y cada una de las teclas para que pudiera (de pronto se puso ambicioso, incluso audaz) abarcar una décima. Iban a ser varias semanas de labor minuciosa, pero necesaria.
Cuando le transmitió el mensaje a Violet por medio de una carta de esmerada redacción, ella lo sorprendió al mirarlo alarmada. Y dijo, casi sucumbiendo a su propio tartamudeo:
—Pero…, pero…, pero pensé que… Tamás, pensé que mi clavicordio estaba ya casi terminado… Pensé que podía estar terminado esta misma semana.
Él negó con la cabeza con impaciencia, y se sonrojó.
Violet fijó en él su mirada. Por un momento no supo qué decir: el joven húngaro, siempre tan dócil, tan amable y tan concentrado en su labor, que resultaba evidente que era una tarea sobrenatural, una tarea sagrada, ahora aparecía airado e insolente. La nuez de Tamás hizo un brusco movimiento: tragó saliva y se humedeció los labios resecos. Tenía la pálida frente bañada en sudor. Negó con la cabeza. No, no, no. No. No.
—Pero si yo… sólo soy una aficionada…, toco sólo por placer —dijo Violet, entrelazando las manos hacia delante como si le implorara—, le aseguro que no tengo mucho talento…, es sólo gusto por…, por el sonido…, por la actividad en sí…, por la pureza de…, de… Si no llego a dar una nota, me la salto sin más, y tampoco se nota tanto…, no se nota nada… Le aseguro que no pretendo tocar para nadie. Ni siquiera para los amigos más íntimos, o…
Tamás empezó a hablar, pero se le ahogaron las palabras y los ojos se le salieron de las oscuras órbitas. Decidió por tanto sacudir la cabeza sin más, con la severidad de un maestro cuyos alumnos le hubieran desobedecido.
—Pero, Tamás, el clavicordio es una hermosura…, me muero de ganas de tocarlo… Y cómo le voy a explicar a mi esposo, que cree que ya casi…
Tamás tomó la carta con dedos temblorosos y escribió con letra rígida e insólitamente grande: tiene que quedar perfecto, no transijo, de lo contrario… ¡¡lo destruyo con el hacha!!
De modo que Violet accedió, y no le dijo nada a Raphael. Y la tarea de reconstrucción del teclado comenzó.
Pasaron las semanas. Apareció el nuevo y pequeño teclado, y resultó tan bello como el anterior, o quizá más. Y cuando colocó y encordó todas y cada una de las teclas, Tamás le pidió a Violet que se sentara y tocara, para que él pudiera determinar con precisión dónde iban los pedales de metal. Violet había pensado contratar a un afinador profesional, y murmuró su sorpresa, su complacida sorpresa, al ver que el propio Tamás podía afinarlo. Tenía, era evidente, muy buen oído.
Violet dejó correr los dedos sobre las teclas, algo cohibida. Como es natural, no era el teclado de un piano, y si no presionaba las teclas con fuerza no producía ningún sonido, o bien salía apagado e impreciso. Así que tocó una o dos escalas con entusiasmo infantil, a una velocidad desigual, mientras Tamás se afanaba con los pedales.
—Es formidable —dijo Violet—. Es una maravilla. No tengo palabras para agradecérselo…
Pero Tamás no prestaba atención a sus comentarios. Estaba ajustando las cuerdas con una concentración tal que una gota de sudor le recorrió la afilada nariz, pálida como la cera, y allí quedó suspendida un buen rato antes de caer.
Tamás la oyó tocar con cierta vacilación desde varios rincones de la suntuosa habitación, incluso desde la puerta y desde el pasillo. Tenía un gesto adusto, intenso, quizá algo febril. (Comía tan poco y había perdido tanto peso que su aliento, lamentablemente, se había vuelto agrio, pero Violet trató de pasarlo por alto). A veces se acercaba a toda prisa para tocar una tecla en particular. La apretaba con su dedo largo y romo y la mantenía presionada con tanta fuerza que la sangre abandonaba la yema del dedo y bajo la uña aparecía una media luna rosada. En tales momentos Violet se estremecía al calor de su intensidad; la sentía, sentía la intensidad que irradiaba, y se asustaba y excitaba como no recordaba haberlo estado en toda su vida. No supo si lo que sintió fue decepción o alivio cuando Tamás musitó, casi sin abrir la boca:
—No está bien. No está nada bien.
Tamás adquirió la costumbre de merodear por la casa de noche; cruzaba todo el ala de la servidumbre y llegaba hasta el Gran Salón, y de ahí al saloncito del clavicordio. Una vez allí, corría las pesadas cortinas de terciopelo (como si temiera que el sereno, el portero nocturno o alguno de los perros pudiera ver la luz y descubrirlo), y trabajaba en el clavicordio horas y horas sin ser molestado. Una mañana Violet en persona, todavía en bata, lo descubrió y se quedó atónita al ver lo pálido que estaba el pobre hombre, y el extraño aspecto que tenía: debía de pesar menos de cincuenta kilos, el cabello pegoteado a la frente húmeda, los finos labios apretados como si intentara reprimir el impulso de gritar. Sus ojos encapotados, fatigados, enfilaron rápidamente hacia ella e intentó esbozar una débil sonrisa, pero era evidente que no estaba bien.
—¡Tamás! —gritó Violet—. ¿Por qué hace esto? ¿Por qué se está destruyendo?
Él le dio la espalda, sin faltarle al respeto, y con un destornillador minúsculo comenzó a ajustar una pieza del interior de clavicordio.
Esa misma mañana Violet insistió en que se tomara un consomé y unas tostadas con tocino que trajo ella en persona al saloncito en una bandeja de plata; se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada para que ningún sirviente curioso pudiera espiar. Tamás comió, aunque de mala gana. Comía sólo por complacerla; no hacía más que desviar la mirada hacia el clavicordio (que a la luz brillante de la mañana se veía más hermoso que nunca) y sus dedos se crisparon involuntariamente. Violet le preguntó qué le ocurría, por qué estaba casi siempre triste…, ¿era melancolía?…, ¿era añoranza de su tierra?…, ¿de su esposa? (Hablaba en un susurro, temblando ante su propia audacia. Pero a Tamás no pareció importarle, tampoco daba la impresión de que la estuviera escuchando. ¿Su tierra? ¿Su esposa? ¿Triste? Se limitó a encogerse de hombros y sus ojos volvieron al clavicordio).
—Pero ¡si es hermoso! —exclamó Violet.
Se puso de pie, tambaleante, se dirigió al clavicordio y golpeó una tecla negra con todos los dedos. Y la volvió a golpear, el corazón vertiginoso y ligero como el de una mariposa.
—¿No le parece una hermosura? ¡Su creación es una maravilla! —susurró triunfante.
Cuando volvió la vista hacia Tamás advirtió que él la estaba contemplando como contemplaba al clavicordio, con una expresión de absoluta y muda adoración. Por sus mejillas corrían gotas de sudor, o lágrimas, y Violet vio que estaba en paz. Resplandecía con un éxtasis invulnerable, inmóvil y calmo.
Una hermosa mañana de mayo, clara y soleada, Violet entró en su salón y vio que el clavicordio estaba terminado. Sabía que Tamás había terminado porque había dejado en el taburete el almohadón de brocado verde que ella pensaba usar.
—¡Qué alegría! —exclamó Violet, acercándose al instrumento.
Tocó una nota y sonó remota pero cristalina, con una dulzura indescriptible.
Se sentó y tocó una o dos escalas, luego un rondó abreviado; en realidad era una música infantil que se sabía de memoria. Le pareció que el tono del clavicordio era aún más bonito de lo que recordaba. ¿Qué le había hecho Tamás, por la noche?… Se inclinó para oler la fragancia de la madera pulida y no pudo resistirse a apoyar la mejilla en ella. Un artesano magistral había construido aquel instrumento exquisito para ella. Tuvo en cuenta sus preferencias a la hora de elegir las maderas y la ornamentación; le había hecho un teclado a medida para sus manos delicadas. Ninguno de los regalos caros que le había hecho Raphael (la capa de marta para asistir a la ópera, el nuevo faetón, los diamantes, las perlas, los rubíes, ni siquiera la propia mansión) significaban para ella tanto como el clavicordio de Tamás, que no era, en sentido estricto (porque era Raphael quien lo iba a pagar), un regalo del joven húngaro…
Con su bata de raso, que tenía una faja al estilo de un quimono, Violet se sentó delante del pequeño instrumento y tocó una a una todas sus piezas. Tamás entraría en la habitación de un momento a otro. Se lo imaginaba avanzando por el ala de la servidumbre…, entrando en el Gran Salón…, deteniéndose en la puerta del saloncito con la mano en el picaporte, oyendo la mazurca sencilla y delicada…, una danza de melodía fascinante compuesta por Chopin a muy temprana edad. No es que fuera muy adecuada para el clavicordio, ni los dedos frágiles de Violet eran lo bastante ágiles… pero ¡el tono, el tono!… Era tan exquisito que a Violet se le llenaron los ojos de lágrimas.
Cuando el joven húngaro entrara en la habitación, ella se levantaría del taburete con los brazos tendidos hacia él. Durante un largo momento ninguno de los dos diría nada, se mirarían a los ojos. Después, él cerraría la puerta con suavidad.
¡Qué dedos tan torpes!, exclamó ella en voz alta. ¡Qué frustrante no ser digna de algo tan exquisito! Pero iba a practicar. Le haría honor al clavicordio, como Tamás se lo había hecho, sabiendo que era algo de otro mundo y que, por así decir, se lo habían confiado a ella. Algún día no sólo tocaría aquellas piezas sencillas e infantiles, sino los temas más ambiciosos, brillantes y conmovedores de Scarlatti, Couperin, Bach y Mozart, quizá hasta organizaría pequeñas reuniones con hombres y mujeres inteligentes y cultos…, no las amistades de Raphael, sus despreciables compañeros de la política…, y Tamás sería el invitado de honor (podía quedarse a vivir en la mansión todo el tiempo que quisiera)…, se haría famoso en todo el estado…, un artesano de clavicordios y clavicémbalos…, un artesano magistral cuyos instrumentos eran sumamente costosos, pero, como decía todo el mundo, bien valían lo que costaban: él fue quien hizo el clavicordio de Violet Bellefleur, diría la gente, nunca ha habido un instrumento tan bello y cautivador…
Violet dejó de tocar un instante porque oyó algo raro. Se volvió, pero en la habitación no había nadie. Su retrato, pintado unos años antes por un lisonjero pintor de la alta sociedad, seguía colgado en su lugar, encima de la chimenea de mármol, el lugar lógico para posar la mirada, pero apartó la vista de inmediato, irritada y confusamente avergonzada por sus tonos refinados, bonitos y de un falso rosado. ¿Qué habría pensado Tamás, durante todos aquellos meses de trabajo en la sala, obligado a ver esa imagen tan convencional cada vez que levantaba la vista? ¡Tamás, un artista tan excelso! Probablemente sintió un secreto desprecio, no sólo por ese retrato y el correspondiente de Raphael, que colgaba en el Gran Salón, sino por todas las adquisiciones de los Bellefleur.
Ya sé lo que voy a hacer, diría Violet al joven cuando apareciera, ahora que he captado el espíritu de la belleza encarnado en su trabajo: voy a tener que reformar este salón, para que esté a su altura. Para hacerle una especie de santuario. Y empezaré, como es natural, por descolgar ese retrato tan insípido…
(Pero quizá él se mostraba reticente, y sorprendido. No querría que el cuadro quedara relegado. Le pediría, con timidez, si se lo podía regalar a él. Para colgarlo en su habitación. Pero ¿dónde estaba su habitación? En el ala de la servidumbre. Qué revuelo habría…, cuántas habladurías y conjeturas… Y si Raphael se enteraba… Pero claro que se enteraría, de inmediato…).
Violet vio en el reloj de la repisa que se estaba haciendo tarde, era casi media mañana. ¿Dónde estaba Tamás? A estas horas ya solía estar concentrado en su trabajo. En uno o dos minutos golpearía a la puerta una solícita sirvienta y le preguntaría si quería tomar su café de la mañana, pero si Tamás aparecía en ese momento la situación sería bastante incómoda.
¿Estaría enfermo? Ayer parecía agotado, exhausto. De hecho llevaba muchos días así. Ayer ni siquiera aceptó el consomé que ella le había llevado. Violet llegó a pensar que aquello podía convertirse en una rutina, en un ritual insignificante y placentero.
¿Tamás?
¿Está usted enfermo?
¿No va a venir?
No tardó en aparecer una criada, y Violet la envió, muy irritada, a buscar a Tamás. Era muy tarde. ¿En qué estaba pensando? Era una falta de consideración por su parte, y una crueldad, tenerla ahí esperando cuando sabía muy bien que estaría sentada delante del clavicordio, como un niño con un juguete nuevo. No era propia de Tamás, pensó Violet, esa falsa modestia.
Pero Tamás no estaba en su cuarto. No lo veían por ninguna parte.
—¿Qué está diciendo? —dijo Violet consternada, levantándose del taburete—. ¿Acaso han buscado bien? ¡Es evidente que no han buscado en todas partes!
De modo que lo buscaron por todos los rincones de la casa, por todas las plantas, por el sótano; recorrieron el jardín, los edificios externos; interrogaron a todos los sirvientes, los jardineros, los peones de la granja, incluso a los trabajadores temporarios alojados cerca del pantano; y le informaron a la señorita Violet que Tamás no aparecía por ningún lado. La cama de su cuartito estaba hecha, como siempre, y la ropa y sus artículos de aseo estaban intactos.
—Pero habrá dejado alguna nota… —exclamó Violet, afligida—. Él… Nosotros… Mi esposo… Ni siquiera le hemos pagado el clavicordio…
Recorrieron el bosque con sabuesos, porque llevaba tanto tiempo trastornado (salvo cuando trabajaba con el clavicordio) que no era descabellado pensar que quizá se había perdido al dar un paseo. Pero no lo encontraron; ni siquiera los perros pudieron rastrearlo. Violet telegrafió al ebanista de Nautauga Falls que le había dado empleo a Tamás, pero el hombre no sabía nada de él. Dijo que no sabía nada de Tamás desde hacía casi un año.
—¡Cómo has podido hacerme esto! —susurró Violet.
El corazón le latía de forma tan irregular que pensó que iba a desvanecerse. Estaba indignada, y muy asustada, y agraviada, como un niño que ha perdido a su mejor amigo: y ahí estaba el clavicordio, junto a la ventana; el magnífico clavicordio sin par, concebido para ser compartido, para ser aclamado en presencia de él, iba a tocarlo para él; pero él se había ido.
Se había ido, como se demostró, para siempre.
A partir de aquel día Violet vivió sumergida en sí misma, y sólo parecía recobrar los ánimos, aunque de modo precario, cuando se sentaba delante del clavicordio. Pasarían años y años sin que nadie hallara a Tamás, ni tuviera noticias de él. Raphael creía que aquel incidente era sumamente sospechoso. No conocía a ningún trabajador, ni artesano, ni carpintero o como cuernos quisiera llamarse aquel joven atontado, que renunciara a presentar su factura, y estuvo varios años muy molesto por el hecho de que un servicio contratado por él permaneciera impago: ése no era el estilo Bellefleur de hacer las cosas.
Violet tocaba el clavicordio, al principio eran breves sesiones, tal vez de una hora, o menos; después podía estar tocándolo dos, tres, cuatro y hasta cinco horas sin tregua. Se negó a acompañar a su marido en su viaje más ambicioso por todo el estado, en plena campaña política, y Raphael acabó culpándola a ella por sus pobres resultados. No era raro que la señora de la mansión Bellefleur descendiera hasta su sala nada más levantarse y —todavía en bata, con el cabello despeinado y suelto por la espalda, con total indiferencia por las responsabilidades domésticas y muchas veces indiferente también a la presencia de huéspedes— se sentara a tocar el clavicordio horas enteras, con la puerta cerrada. En cierta ocasión, al ver que la puerta no estaba cerrada con llave, su hijo Jeremías, por entonces un hombre ya adulto, entró en la sala con timidez y se quedó unos veinte o treinta minutos oyendo la ejecución frenética y febril de su madre, de vez en cuando lograba discernir (no sin dificultad, pues Jeremías nunca había tenido inclinación por la música, ni tampoco había recibido educación musical) unos sonidos curiosos e inesperados —etéreos, suaves, sordos, tenues— de belleza indescriptible. El clavicordio no era un instrumento fácil de tocar, supuso Jeremías al ver el esfuerzo de su madre, y las notas a menudo apagadas, metálicas, que producía. A veces le recordaba a una simple lira o a una guitarra embellecida, pero de algún lado surgía, sin previo aviso, con una fuerza sobrecogedora, una voz…, una voz casi humana…, o quizá fuera el eco de una voz…, frágil pero claramente audible…, consumida por el dolor, la distancia, la pérdida. Qué hermoso, pensó Jeremías. Y comprendió, o casi comprendió, la devoción de su madre.
En otra ocasión, estando en presencia de Jeremías, Violet dejó de tocar repentinamente. Dejó caer los brazos, inertes, y agachó la cabeza hacia el pecho. Jeremías no sabía si atreverse a acercarse. Le parecía que su madre estaba llorando en silencio. Pero cuando le dijo con un susurro: «¿Madre?», ella se volvió hacia él consternada y furiosa, y lo acusó de espiarla.
—No lo entendéis, ninguno de vosotros es capaz de entenderlo —dijo, cerrando la tapa del teclado con brusquedad—, era un artista, finalizó su tarea y no se dignó a pedir retribución por ella. ¡Cómo vais a entenderlo! Su arte se contamina por vuestra mera presencia.
Raphael, por supuesto, tenía menos paciencia con su esposa. Le pidió al doctor Wystan Sheeler que la tratara, porque le resultaba evidente que Violet padecía algún tipo de trastorno nervioso. (¿Era fiebre cerebral? ¿Anemia? ¿Alguna clase de dolencia femenina que no tenía nombre médico?). Cuando vio que el doctor Sheeler no podía curarla, ni siquiera enunciar un diagnóstico satisfactorio para su trastorno, Raphael lo echó de la casa…, y transcurrieron muchos años sin que el afamado médico lo perdonara, pero finalmente lo hizo y regresó, respondiendo a las súplicas de Raphael, para tratar al propio Raphael.
¿Por qué se recluía aun en los días más hermosos del verano para tocar ese maldito instrumento? ¿Por qué desatendía a sus invitados, a su esposo, incluso a su solitario y desorientado hijo? Raphael la acusaba de…, de…, no sabía de qué…, no sabía cómo expresarlo. Estaba convencido de que le era infiel y que sencillamente se regodeaba con su conducta y sin embargo…, sin embargo…, no tenía pruebas…, y en momentos más racionales se preguntaba qué quería decir con eso exactamente. No se atrevía a acusarla porque ella lo negaría, por supuesto, hasta podría (en los últimos años su delicada esposa se había endurecido, de alguna manera) reírse de él con desprecio. ¡Infiel! ¡Infiel! ¡En la intimidad de su propia sala! ¡Sola! ¡Con su clavicordio…, con su clavicordio! Sí, era muy probable que se riera de él, y él quedaría indefenso ante su desdén.
Al final, poco antes de que Violet se adentrara en el lago Noir y se ahogara, «quitándose la vida» de la manera más discreta posible (nunca hallaron el cuerpo, a pesar de que dragaron el lago), el clavicordio sufrió una serie de daños irreparables.
Una mañana, Raphael permaneció junto a la puerta de la sala y creyó oír la voz de un desconocido en la habitación…, una voz que surgía por debajo, o por detrás, o entre la música. Abrió la puerta de golpe, entró como una exhalación y aunque no vio a nadie —nadie además de Violet, aterrorizada— estaba tan enfurecido, tan frustrado, que dio un puñetazo en el clavicordio con todas sus fuerzas y quebró la fina madera. Varias cuerdas se rompieron —del interior del instrumento surgió chillido agudo, débil e incrédulo—, y aunque después lo repararon (de hecho, Raphael se avergonzó y desconcertó sobremanera de haber podido dañar sin ningún miramiento sus propios bienes), el clavicordio ya nunca sería el mismo. El tono era apagado, metálico y muerto, aunque siguió siendo, y todavía era, en tiempos de Germaine, un mueble de exquisita belleza.