La cosecha

Y fue así como, en la víspera del tercer cumpleaños de Germaine (una noche calma, húmeda y sofocante, con cambios extraños de temperatura, sin ninguna luz que la iluminara, ni de luna ni de estrellas), ocurrió un suceso definitivo que lo alteró todo: la huelga se evitó, los recolectores de fruta volvieron al trabajo (sumisos, casi en silencio y por el salario del año anterior), la cosecha de melocotones, peras y manzanas fue abundante, y Leah, tras varias semanas de abatimiento, de ser otra persona que en nada se parecía a Leah, despertó de su trance.

Y todo por causa de Jean-Pierre II.

Cuando la abuela Cornelia, asomada distraídamente a una de las ventanas de arriba por la mañana temprano (poco antes de las siete, la pobre mujer casi nunca dormía hasta más tarde), vio a su cuñado anciano y endeble dirigiéndose hacia la casa, con paso vacilante, por el sendero de gravilla que corría unos veinte metros paralelo a la muralla del jardín, supo de inmediato (sin haber visto aún el cuchillo de carnicero manchado que llevaba pegado al cuerpo) que algo había pasado. Que ella supiese, nunca antes había abandonado el castillo. (Nadie se había atrevido a contarle su aparición en la fiesta de Ewan). Y sólo de verlo allí abajo, tan temprano, le invadió una extraña sensación, acentuada por su levita negra y su vistoso cabello blanco en contraste con el húmedo verdor del césped, que le pareció antinatural.

Corrió a buscar a Noel de inmediato y lo despertó de su sueño pesado (la noche anterior había bebido hasta caer dormido, preocupadísimo por la hospitalización de Gideon y por la fruta que se estaba pudriendo).

—Vas a tener que bajar. De inmediato. Eso creo. No sé por qué —le susurró empujándolo, alcanzándole las gafas—, pero creo que…, me temo que… tu hermano Jean-Pierre…

—¿Qué? ¿Jean-Pierre? ¿Está enfermo? —gritó Noel.

—Sí, creo que sí —respondió Cornelia.

Hiram también lo vio, desde la ventana de su dormitorio: apenas había logrado conciliar el sueño aquella noche tan larga y sofocante. Su cerebro formaba toda serie de imágenes de fruta podrida y amontonada, visualizaba la sonada humillación pública de su familia (habría otra subasta, las habitaciones de la planta baja del castillo quedarían sembradas de barro por las huellas de desconocidos; esta vez tendrían que vender hasta los edificios…, por una miseria), la muerte espantosa de su único hijo, que aún no había tenido tiempo de asimilar del todo. (¡Arrojado a un río inmundo por los eternos enemigos de la familia, atado de pies y manos como un perro!). Y ahora Gideon internado en Nautauga Falls, con fracturas múltiples y conmoción cerebral…

En ropa interior, aún sin afeitar, Hiram se asomó a la ventana y se puso las gafas al ver la oscura figura que se acercaba cojeando. Al principio creyó que era algún sonámbulo, un enfermo como él: el hombre caminaba con pasos vacilantes y la cabeza inclinada hacia atrás, como si no quisiera hacer el menor intento de mirar el suelo que pisaba. (Caminaba a ciegas, eso resultaba evidente. Tan pronto iba por el sendero de gravilla como por el césped, tropezando a veces con el estrecho arriate de polemonios y campanillas de coral). Pasaron varios minutos sin que Hiram reconociera a su hermano Jean-Pierre. Y cuando al fin lo hizo, como Cornelia, supo que algo había pasado.

—Espero que no haya… ¡Ese pobre infeliz!…

El joven Jasper también vio al anciano, alertado por los gemidos nerviosos de su perro, que dormía a los pies de su cama; lo vio la bisabuela Elvira, que se levantaba todas las mañanas a las seis en punto y andaba de aquí para allá preparándole el desayuno a su flamante esposo (a quien había comenzado a llamar, en secreto, en silencio, «Jeremías», aunque en persona lo llamaba «Tú» sin más), consistente en melocotones frescos con nata, tostadas con miel y un buen café cargado; lo vio Lily cuando se dirigió a la ventana para ver qué era lo que tanto llamaba la atención de su sobrinita Germaine (la niña se había levantado de la cama sin hacer ruido y, con sus rizos enmarañados y los deditos regordetes metidos en la boca, estaba arrodillada en el asiento de terciopelo junto a la ventana mirando y remirando a su tío abuelo, que en ese momento se dirigía a la parte trasera de la casa, con la cabeza noblemente inclinada hacia atrás y en la mano un objeto brillante); es probable que también lo viera Raphael porque siempre había sido de sueño ligero y, además, andaba alterado esos días porque su laguna —su querida laguna Mink— había sido invadida por los hijos de los recolectores de fruta, que eran dados a zambullirse en ella y chapotear y salpicarlo todo. Y aunque no tuvieran mala intención, aunque no quisieran causar estragos, lo cierto es que pisoteaban las eneas y los juncos en flor y arrancaban de cuajo los formidables nenúfares encerados. Raphael llevaba días evitando la laguna, como es natural, y no esperaba volver hasta que los intrusos desaparecieran, o hasta que al fin se fueran a trabajar a los huertos. Y algunos sirvientes también debieron de verlo. Las chicas de la cocina, y Edna, y también Walton; aunque no dijeron nada, por supuesto, y hasta desviaron los ojos cuando reconocieron a Jean-Pierre II y vieron lo que llevaba en la mano derecha, casi oculto por la pierna. Belladona, sin embargo, nada más ver al anciano de lejos tuvo la clarividencia y la audacia de subir corriendo a los aposentos de su señora, porque ella, bien lo sabía él, tenía que estar enterada.

—¡Señorita Leah! ¡Señorita Leah! ¡Despierte! ¡Deprisa! ¡El señor Jean-Pierre ha hecho su jugada!

Y así permaneció un buen rato aquel hombrecillo encorvado, gimiendo y lloriqueando, forcejeando el picaporte de su señora, enloquecido por la preocupación, hasta que al fin, al cabo de muchos minutos, después de muchos minutos, durante los cuales pasaba de la súplica al mandato alternativamente, puntualizando sus palabras con sollozos intermitentes, se abrió la puerta. Se abrió la puerta al fin y Leah apareció ante sus ojos, pestañeando y con el rostro laxo.

(Había despertado de su terrible trance. O la habían despertado. Y estaba presta a olvidar, con bendita rotundidad, la calma claustrofóbica que la había invadido, su paz enfermiza. Nunca más volvería a sufrir un episodio tan peculiar. Cuando más adelante quiso interpretarlo, frunciendo el entrecejo y provocando con ello la súbita aparición de aquellas arrugas tan marcadas y patéticas entre sus cejas angustiadas, diría que su «humor negro» no había sido más que una premonición. No tenía nada que ver con ella, ni con su propia vida, y menos con los asuntos de los Bellefleur en general; estaba únicamente vinculado a Jean-Pierre y su extraordinario comportamiento de aquella noche de agosto. Había percibido que algo iba a ocurrir…, de alguna manera había sabido que algo iba a ocurrir…, pero fue incapaz de evitarlo…, como Germaine…, pues Germaine también «veía» cosas, pero era incapaz de evitarlas, o ni siquiera de comprenderlas, y por lo tanto había caído en un pozo negro de abatimiento, impotente: pero después se liberó, por supuesto. Cuando el siniestro tuvo lugar, cuando salió a la luz, al mundo, ella se liberó como cabía esperar).

Durante aquella noche, o, para mayor precisión, desde las dos de la madrugada hasta pasadas las seis, Jean-Pierre II se las arregló —a pesar de sus manos artríticas, sus piernas débiles y todas las dificultades que debió de enfrentar, deambulando en la noche oscura sin estrellas, en un rincón de la finca que no le era familiar— para degollar no sólo a Sam, a sus lugartenientes y a la docena de los hombres que lo apoyaban con más vehemencia, sino a ocho personas más, siete hombres y una mujer. (Más tarde pensaron que había degollado a la mujer porque la había confundido —era corpulenta, con vello en el rostro— con un hombre).

Con un hilo de voz que se iba desvaneciendo, Jean-Pierre se limitó a decir que los obreros eran unos depravados…, que no estaban arrepentidos…, que había que ocuparse de ellos cuanto antes…, que había que impedir que siguieran insultando a sus superiores.

A su hermano Noel le entregó el cuchillo de inmediato, con gesto afable. Era un instrumento perverso, levemente curvo, a juzgar por el aspecto lo habían afilado hacía poco. Pero estaba muy manchado y mellado por el uso que le había dado el anciano caballero, como es natural. Noel lo cogió con gravedad, protegiéndose la mano con un pañuelo.

—Lo mejor será despertar a Ewan, supongo —dijo, pasándose la lengua por los labios.

De modo que uno de ellos —fue Jasper, descalzo y con el torso desnudo, lo único que llevaba encima era un pantalón blanco de verano— corrió escaleras arriba hasta el apartamento de Ewan. Y aporreó la puerta. (Ewan no llegaba a su oficina de Nautauga Falls hasta las diez de la mañana, de modo que solía dormir hasta las ocho y no le gustaba que interrumpieran su sueño).

Cuando Jasper le contó lo sucedido y le dijo que calculaban, a decir por los murmullos incoherentes del viejo, que había matado a varias personas, entre cinco o seis y veinte, o más, la desgreñada y desmesurada cabeza de Ewan se disparó hacia delante y sus ojos soñolientos y enrojecidos se abrieron y cerraron repetidas veces en cuestión de segundos.

Le pidió a Jasper que repitiera lo que había dicho.

—¿Cuántos?…

Al oírlo de nuevo, soltó un suspiro agitado y dijo:

—Sí, eso me ha parecido oír.

Era lo que había dicho Belladona: Jean-Pierre II había hecho su jugada.