Sam, el nuevo capataz y portavoz de los trabajadores, era un hombre bastante joven, de cabello castaño, cabeza pequeña pero ingeniosa y cuerpo esmirriado. Era unos centímetros más bajo que Gideon, pero iba tan erguido, la cabeza siempre hacia atrás, que parecía mirar a Gideon a su misma altura. La sonrisa de Sam era constante. Sus dientes resplandecían, como sorprendidos. Los Bellefleur deliberaban: ¿era una sonrisa obsequiosa, o meramente burlona?
—Tiene buenas intenciones —murmuraban.
—Lo que menos tiene son buenas intenciones. Es un instigador.
—Habla con una claridad sorprendente, si lo piensas…
—En los viejos tiempos no habríamos tenido problema.
—Dicen que ha estudiado derecho…
—Lee revistas y libros por encima; tiene un montón de periódicos acumulados en la parte trasera del autobús, eso es todo lo que ha «estudiado».
—Está en contacto con un sindicato del sur.
—No le importan nada los demás…, sólo busca promocionarse.
—Algunas de sus ideas no son insensatas.
—Exigencias, no ideas. Son exigencias.
—Tampoco nos costaría tanto poner suelos nuevos. Pisos de cemento. Y en cuanto a limpiar ese pozo…
—Es cierto que la fosa séptica está cerca del pozo, y debe de estar filtrando, después de tantos años…
—¿Por qué sonríe tanto? ¿Es una sonrisa, eso?
—Nos tiene miedo.
—Le tiene miedo a Gideon.
—No, se está burlando de nosotros. No hay más que ver cómo mueve los hombros. O cómo le tiembla el bigote… Y ahí lo ves, abrazando a sus tenientes, soltando grandes risotadas con ellos…, no se molestan siquiera en ocultar su hostilidad, ¿no lo veis?
—A mí no me importa hacer pisos de cemento, ni lo del pozo —dijo el abuelo Noel chupando una pipa apagada— y tampoco me importa arreglar las letrinas (con este tiempo, cuando sopla el viento de ahí me parece que hasta las huelo…, o serán imaginaciones mías), ni comprarles colchones nuevos o lo que sea. O darles más comida. La comida no cuesta nada, al fin y al cabo. Sobre todo esa clase de comida. Lo que sí me importa —siguió diciendo el abuelo Noel, alzando la voz— es darles más dinero. Porque eso irá en aumento temporada tras temporada.
—Y quieren un contrato.
—Podríamos recoger la fruta nosotros mismos.
—Con todos los niños que tenemos correteando todo el día, bien podrían trabajar un poco, para variar. A lo mejor hasta se distraen, a lo mejor les parece emocionante, recoger fruta.
—Todavía no están de huelga. No creo que vayan a la huelga.
—«Sam» dice…, a ver si me sale el acento de ese miserable…, «Sam» dice que no quieren ir a la huelga, que la huelga es como la guerra, una medida desesperada…, es el último recurso cuando fracasan las negociaciones.
—Y mientras tanto la fruta sigue madurando. Está empezando a pudrirse.
—¡No está empezando a pudrirse!
—Poco falta para que empiece a hacerlo.
—¿Y no se morirán de hambre, si no empiezan a trabajar y a alimentarse?
—Se han traído su propia comida. En latas y cajas.
—Pero no les va a durar.
—Están dispuestos a esperar.
—Están dispuestos a todo, si han llegado hasta aquí. Sam los ha aleccionado.
—En los viejos tiempos no habríamos tenido problema.
—Y a…, cómo se llamaba…, a Barker lo han matado ellos. Claro que lo han matado. En algún punto de la carretera. Lo habrá matado este Sam.
—En realidad no sabemos a ciencia cierta si está muerto.
—Con Barker nunca hemos tenido problemas.
—Era razonable, se las sabía todas.
—Si lo han matado, Ewan tendría que arrestarlos. Tendría que abrir una investigación.
—No es su jurisdicción. Es otro estado.
—Si arrestara a Sam y se lo llevara, podríamos lidiar con el resto. Hiram los reuniría a todos y les hablaría.
—No estoy seguro —dijo Hiram, incómodo— de querer hacer eso. Sam no es el único.
—Es el cabecilla. Lo han elegido.
—Están esos dos o tres, no sé cómo se llaman, él los llama sus lugartenientes, y debe de haber ocho, nueve o diez hombres más que los ayudan a organizar esto… En alguna parte tengo sus nombres. Es información confiable. Porque no todos los obreros siguen a Sam. Algunos están preocupados, como es lógico. Llevan año tras año recogiendo fruta para nosotros y saben qué esperar, pero con estas ideas nuevas de declarase en huelga…, declararse en huelga después de haber viajado más de mil kilómetros en esos autobuses destartalados…, bueno, es lógico que estén asustados. Se me acercan a hurtadillas. Me dan información. Estoy seguro de que es confiable, pero el problema es que todo cambia de un momento a otro. A estas alturas quizá haya veinticinco hombres apoyando a Sam, o quizá alguno se haya retirado, esto sigue y sigue, cuántas horas llevamos discutiendo esto…
La huelga es como la «guerra», una «medida desesperada», nadie «quiere» la huelga porque «todo el mundo» sufre…, pero si el patrón no es «razonable»…, si no es «justo»…
—Lo peor de todo es lo tarde que han llegado. El telegrama decía que estaban «inevitablemente demorados», pero en ese momento supe que era un fraude: «inevitablemente demorados». ¿Qué recolector de fruta habla con ese lenguaje?
—Lo copiaría Sam de alguna de sus revistas.
—A mí no me pareció que actuaran con normalidad cuando llegaron. No me miraron a la cara. Allí estaba yo, con mi pantalón de peto, la cabeza descubierta, estrechando manos y dándoles la bienvenida como un tonto, agua helada para todos, el almuerzo preparado y me dicen que Barker ya no estaba con ellos, farfullando y lanzando risillas sofocadas, sin mirarme a los ojos, y en ese momento se acerca ese gallito bravucón de camisa roja, yo ya lo había visto mirándome y cuchicheando con sus amigos, viene y se presenta, él es Sam, es el delegado que han elegido, no se digna siquiera a usar la palabra capataz, extiende la mano y me obliga a estrechársela…, él es quien extiende la mano… Camisa roja, bigotillo rizado, pelos asomándole por las orejas y por la nariz… ¿Seguro que no puede arrestarlo Ewan?
—No si no hay violencia. Hasta que empiece la pelea.
—¿Va a haber pelea?
—Claro que habrá pelea. Atacarán a nuestros propios peones…, incendiarán los graneros…, saben muy bien que no podemos detenerlos, qué demonios…, perciben la actitud de que la estáis hablando. A una persona como Sam no se le escapa nada.
—Me parece que estás exagerando. Para empezar…
—Eso de las negociaciones es un cuento. Lo que buscan es humillarnos. Ver a los Bellefleur de rodillas. Quieren vernos suplicar. Porque saben que nos tienen agarrados: la fruta está madura, la fruta se va a pudrir, no podemos manejar las cosas como hemos hecho hasta ahora.
—Si nos quitamos a Sam de en medio, serán tan dóciles como siempre.
—Sam no está solo, como ya os he dicho. No está solo. Hasta hay mujeres, por el amor de Dios, mujeres furiosas con la situación. Ese cotorreo, ese griterío que se oye…
—Yo no oigo nada.
—Pero no es sólo Sam. Quieren que sea él quien hable en su nombre. No es sólo Sam.
—Todo lo exageras.
—Tú sí que exageras.
Se oyó un ruido que venía de la puerta y cuando todos se volvieron para ver qué era, vieron al anciano Jean-Pierre en persona asomándose a la habitación cargada de humo. Parecía aturdido; llevaba una bata de seda muy sucia y holgada en aquel cuerpo consumido. Noel se levantó a toda prisa para ofrecerle la silla a su hermano, pero el viejo permaneció inmóvil, parpadeando.
—¿Hay algún problema? —preguntó, con una mano aferrada al cuello de la bata—. ¿Estamos en peligro?
—Jean-Pierre, no te angusties. No hay ningún problema, ni ningún peligro que no podamos manejar. No te alteres.
—¿Incendio? ¿Alguien va a incendiar algo? ¿El castillo? ¿A nosotros? ¿Por qué? ¿Qué va a pasar? ¿Qué podemos hacer?
—No hay ningún problema —repitió Noel dando unas palmaditas en el hombro de su hermano—. Está todo bajo control.
A Jean-Pierre le tembló la mandíbula casi convulsivamente y sacudió esos dedos que parecían garras. Recorrió la habitación con su mirada legañosa, pasando de uno a otro, pero sin detenerse en ninguno, como si no reconociera a nadie.
—¿Peligro? —susurró—. ¿Aquí, en la mansión Bellefleur?
Y, para sorpresa de todos, las negociaciones fueron bastante bien.
Sam y dos de sus lugartenientes se dirigieron a la casa del cochero, y desde las cuatro y media de la tarde hasta bien pasada la medianoche se discutió la situación: hubo reivindicaciones de mejora de alojamiento, de higiene, de comida y agua potable, un contrato legal, abogados por las dos partes y un contrato legal, y, por supuesto, más dinero. Uno a uno, todos los puntos fueron cuestionados y uno a uno fueron concedidos. Lo único que provocó marcada discrepancia fue el tema del dinero; Sam decía que su gente quería un aumento del doscientos por cien en la hora de trabajo, y los Bellefleur sostenían que eso era mentira.
—Eso nos llevaría a la quiebra —dijo Noel—. Sabes bien que nos llevaría a la quiebra.
—¡De ningún modo! Los Bellefleur no se arruinan por eso —dijo Sam, con una sonrisa rápida y cálida.
De modo que discutieron y en ocasiones alzaron la voz, y uno de los Bellefleur se levantó de la mesa bufando, indignado, y el propio Sam, como embriagado de excitación, o de audacia, o por llevar muchas horas sin comer, dio tal puñetazo en la mesa que el anillo de oro falso que llevaba dejó una marca en la superficie reluciente.
—Les pagaré el arreglo —dijo desaforado—. Compraré una mesa nueva…
—No digas tonterías —contestó uno de los Bellefleur.
A la una menos cuarto habían acordado un aumento del ciento sesenta por ciento. Que era mucho. Que los arruinaría, repetía Noel a modo de cantinela, con la misma congoja que si fuera verdad.
De modo que llegaron a un acuerdo, se estrecharon las manos y Sam dijo que convocaría a su gente para que votara por su aprobación, aunque tenía el firme convencimiento de que el resultado sería positivo (y así, agregó con su resplandeciente y pícara sonrisa, podremos empezar a trabajar al fin…, que es para lo que hemos venido, digo yo); y los Bellefleur prometieron tener disponible a su abogado y buscar otro abogado, supuestamente desinteresado, para que representara a los trabajadores. A la una de la madrugada Sam y sus lugartenientes se marcharon y los Bellefleur se dirigieron a la mansión y bebieron hasta caer rendidos. Gideon, a pesar de ser el que más bebió, fue el que más tarde se durmió. Casi a las cinco de la mañana.
Contempló su mano mutilada. ¿Era así como se decía? ¿«Mutilada»? Le faltaba el meñique; le faltaba, no había duda. Con un ojo seguía mirando aquel espacio vacío, preocupado, sabiendo que algo estaba mal. Tenía una desagradable cicatriz donde el enano lo había mordido. La herida se había curado y formado una costra que tendría que haberse caído ya, pero por alguna razón se había transformado en una cicatriz considerable. Es más, a veces le parecía que estaba creciendo.
Con todo, era fascinante. Qué milagros tan perversos podía ofrecer el cuerpo…
A la mañana siguiente apareció Sam con una falsa sonrisa de disculpa y anunció que los obreros habían vetado el aumento del salario.
El resto lo habían aceptado, por supuesto, pues no era ni más ni menos que lo que pedían, pero habían rechazado el aumento del ciento sesenta por ciento. Le habían dado instrucciones de no bajar del ciento ochenta y cinco por ciento.
—Han rechazado la oferta —dijo Noel débilmente.
—¡La han vetado! —exclamó Hiram con voz incrédula y crispada—. ¡Esa escoria, esa panda de indigentes y rameras y dementes!…
Y no sólo pedían mayor aumento, como les dijo Sam entrelazando sus manos atezadas, sino varias cosas más: asistencia médica gratuita, pólizas de seguros, baños privados dentro de los barracones, no fuera, y agua fresca en los huertos. Había tenido que hablar mucho con ellos para convencerlos, agregó con su sonrisa divertida, de no reclamar una participación de las ganancias de los Bellefleur…, de las ganancias netas. Hicieron mucho alboroto con eso, pero logró desestimar tales pretensiones, del mismo modo que había desestimado otros puntos que consideraba triviales (teléfonos, cocinas con horno, neveras, permiso para bañarse en el lago Noir, para usar las embarcaciones de los Bellefleur), pero la única forma de lograrlo había sido prometiéndoles que todo eso se incluiría en el contrato del año que viene.
—¡El contrato del año que viene! —dijo Noel, llevándose la mano al pecho.
—… Porque al fin y al cabo, como les expliqué, y tuve que alzar la voz para decírselo —dijo Sam—, aquí hemos venido a recoger fruta, y pronto se va a pudrir, o se la comerán los pájaros. Se perderán todos esos melocotones deliciosos, y las peras, incluso las manzanas…, las manzanas también están ya maduras. ¡No hay tiempo que perder, con tantas hectáreas! Tuve que ponerme muy firme con ellos —afirmó Sam.
Hiram se tambaleó y Jasper tuvo que sostenerlo.
—Un porcentaje de las ganancias —susurró—. De las ganancias netas…
—Va a ser nuestra ruina —aseguró Noel—. De hecho, ya lo es.
Gideon miró a Sam con detenimiento.
—Sabes muy bien que nos estás mintiendo —le dijo—. No esperarás que te creamos.
Sam fingió estremecerse por un instante y esbozó una tensa sonrisa.
—Sabes perfectamente que es absurdo —insistió Gideon.
—Están excitados, han estado bebiendo, tienen voluntad propia —replicó Sam, encogiéndose de hombros.
—Es tu voluntad, no la de ellos…
—¡Véalo usted mismo! ¡Vaya y pregúnteles, ya que sabe tanto!
—Un porcentaje de las ganancias —repetía Hiram—. De las ganancias netas…
—No creemos en esa votación —dijo Jasper—. Impugnamos la votación.
—¡En tal caso, verán lo que ocurre! —exclamó Sam.
Sacudió los brazos y su sonrisa se amplió y luego se contrajo, sin acentuarse en ningún momento. Despedía un tufo agrio a vino, a calor y a sudor.
—Los obreros tienen voluntad propia. Yo no soy el cabecilla, sino el portavoz, así de simple. No los puedo someter… ¡No soy culpable de nada!
Gideon lo agarró de los hombros, lo llevó hasta la puerta y lo echó de la casa.
—Mentiroso —dijo—. Chantajista.
A Sam se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de caer en el sendero, pero recobró el equilibrio, se enderezó y le hizo un gesto nervioso y obsceno a Gideon.
—Chantajista —repitió Gideon.
—Bellefleur —musitó Sam, alejándose sin apuro.
Pero parecía que los obreros hablaban en serio. Algunos pensaban que la huelga ya había comenzado. Una pandilla de niños correteaba por el huerto de los perales, tiraban las peras de los árboles con palos para después pisotearlas o arrojárselas unos a otros. Se oían alaridos y estallidos de carcajadas, y gran parte de los obreros, hasta los jóvenes de doce o trece años, parecían estar ya algo beodos a las nueve de la mañana.
—Nos van a destruir —dijo Noel.
—No sería más que la cosecha de fruta, ¿no? —intervino Cornelia.
Pero estaba pálida, acurrucada en su silla, con la peluca levemente torcida y a falta de un vigoroso cepillado. Parecía que en ella anidaban ratones.
—Lo primero que perderemos será la fruta —dijo Noel en un tono sin inflexiones—. Después el trigo y demás cereales, después la granja lechera, la finca de Rockland, la de Nautauga Falls, la calera ya es un fracaso evidente, y el titanio que puede agotarse…, o los mineros declararse en huelga…, cuando se enteren…, cuando…, cuando se enteren de nuestra humillación.
—¡Ojalá Leah estuviera en condiciones! —murmuró Cornelia.
—¡Leah! —exclamó Noel.
Pestañeó atontado, como si, por algún curioso motivo senil, ya la hubiera dado por muerta.
Cuando se enteraron de la inaudita decisión de los trabajadores, los jóvenes anunciaron de inmediato que ellos se encargarían de recoger la fruta. Y esos hijos de perra ya pueden largarse en los autobuses. Los Bellefleur recogerían su propia fruta, con lo fácil que era.
Garth era el más entusiasta, pero lo acompañaban muchos de los otros, en su mayoría niños de ciudad, huéspedes de verano que se arremolinaron en torno a él gritando excitados. Casi todos los sirvientes se ofrecieron como voluntarios, salvo los de edad más avanzada; incluso Belladona estaba ansioso por empezar, a pesar de su joroba y de su pecho hundido (aunque podía ser una tortura cuando tuviera que estirarse para llegar a la fruta).
—Con la chusma es importantísimo no rendirse y no aflojar ni un milímetro —decía a quien quisiera oírlo.
De modo que los jóvenes marcharon a la cabeza y se adentraron en los huertos, sin molestarse en llevar sombrero ni guantes, transformándolo en un juego, silbando, cantando y amenazándose unos a otros con las escaleras como si fueran carneros atacándose. Tal era el entusiasmo, gritando mientras iban y venían por las hileras de árboles, tirándose fruta unos a otros, trepando con cierto peligro entre las ramas más altas y quebradizas, que hasta que no pasaron más de cuarenta y cinco minutos (aunque todavía no era mediodía, el sol era abrasador) no sucumbió el primero: una de las niñas de los Cinquefoil, cuyo rostro regordete y rubicundo se puso sumamente lívido.
—Ay, creo que me voy a desmayar —murmuró antes de soltar el cesto de melocotones, que rebotó en los peldaños de la escalera.
Al poco tiempo fue Vida la que se desvaneció (hacía mucho calor y el sol caía implacable entre las hojas); y el menor de los Rush, que había tomado demasiado sol subiendo y bajando por las escaleras y agarrando a los demás del tobillo como si fuera un juego, y una de las chicas de la cocina, aunque parecía campechana y resistente como una mula. Soltaron los cestos y la fruta salió rodando, ante las burlas de los demás.
—¡Son unos vagos! ¡Miradlos! ¡Son unos flojos!
Pero el sol era feroz y ninguno estaba acostumbrado a un trabajo tan duro e insólito. Por fácil que pareciese recoger fruta de los árboles, había que estirarse mucho para llegar a la que estaba más alta y los hombros y la espalda empezaron a resentirse rápidamente, y las manos, y después las piernas, el sudor les caía a chorros por el cuerpo y empezaron a ver manchas negras y extrañas flotando a la luz del sol, y pronto no quedaron en el huerto más que Garth, Belladona y unos cuantos empleados domésticos que recogían fruta con determinación, palmo a palmo, mientras el sol ya apuntaba al mediodía, y después sólo quedaron Garth y Belladona, pero Garth se puso a vomitar con violencia y ése fue el fin de Garth. Probablemente Belladona habría seguido hasta el atardecer de no ser porque al subir la escalera dio un mal paso y el pie derecho se le resbaló hacia delante mientras que el izquierdo lo hizo hacia atrás. Se cayó de bruces lanzando un alarido y tirándose encima el cesto, que ya estaba casi lleno. Ahí terminó la recolección de Belladona.
¡Qué decepción, ver la poca fruta que habían recogido! Cuando vaciaron unos cestos en otros y los pusieron todos en fila vieron que no había más de tres docenas en total, y Gideon advirtió al examinar la fruta que la mayor parte estaba magullada.
Qué disparate, pensó Gideon. Se enderezó. Le dolía la parte baja de la espalda y por un momento se quedó contemplando la frondosa vegetación del huerto, con sus centenares, millares de melocotones. Qué disparate, pensó, mirando el cielo sin verlo.
Huyó de Bellefleur. Se alejó de allí en su Rolls cupé manchado de barro, acelerando en todas las curvas e inclinándose para hurgar en la guantera en busca de la petaca. Sabía que era peligroso, oía claramente que el motor hacía un ruido preocupante, muy preocupante, pero qué disparate, pensaba mientras el viento le azotaba el rostro y le empujaba el cabello hacia atrás.
La vibración del motor derivó en un golpeteo. Cómo habían manipulado aquel motor, con qué falta de delicadeza, pensó Gideon desdeñoso. Pisó el acelerador. Ya pronto vendría la recta y podría ponerse a ciento sesenta kilómetros por hora, a ciento ochenta, y así hasta Innisfail. Aquel martilleo era un corazón latiendo desaforadamente. Desesperado y desconcertado. No se apiadó y siguió acelerando.
Había querido llevarse a su hijita, dar una vuelta con ella, tan sólo. La veía muy poco. La quería mucho, pero la veía muy poco. La niña retrocedió con timidez, como intimidada por sus modales (estaba muy animado, con una alegría inaudita en él), pero seguramente habría accedido a salir con él si Lily no lo hubiera impedido con sorprendente firmeza.
—No. Conduces muy deprisa. Te conocemos. Estás fichado, como mi marido. «Deja a la niña en paz».
(La madre de Germaine estaba enferma y por lo tanto Lily se ocupaba de ella. Le daba galletas de manteca de cacahuete, le daba pan de masa fermentada con mermelada de ciruela. Hacían bisutería con conchitas. Ensartaban hermosas conchas celestes y marfil en cordeles largos para hacer collares. Uno de ellos iba a ser un regalo de cumpleaños de Germaine. ¿Sabía que pronto iba a ser el cumpleaños de Germaine?… No, no lo sabía).
—Pero es mi hija —dijo Gideon en voz alta—. Tendría derecho a ella, si insistiese.
Estaba tomando la curva que conducía a la carretera militar cuando sucedió algo: le pareció que se había empotrado contra una enorme cortina de metal porque hubo un ruido estrepitoso y ensordecedor. Pisó a fondo el freno y el automóvil comenzó a patinar, las ruedas de atrás pedían a voces un cambio con las de delante. Acto seguido cruzó una zanja poco profunda a toda velocidad, después unos matorrales, después se chocó con un cercado de alambrada y lo atravesó dando bandazos hasta acabar rodando por un maizal. Salió despedido contra el parabrisas, después contra la puerta, que se abrió del golpe y Gideon se vio, tras muchos minutos de confusión, tirado en el suelo de aquel maizal, manchando la tierra de sangre. Buscó a tientas a Germaine. A su pequeña. ¿Dónde estaba? ¿Habría salido despedida del coche? (Creía, irracionalmente, que el coche iba a explotar).
¿Germaine? ¿Germaine? ¿Germaine?