Las mandíbulas devoran…

Una hermosa mañana de junio Leah despertó con dolor de cabeza y las curiosas palabras «Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas» resonando en la mente. Y de nuevo una mañana de julio, muy temprano, antes de rayar el alba, se despertó con la idea de que había alguien con ella en el cuarto, una amenaza dañina, «Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas», un ronco murmullo cascado de flemas que era su propia voz, pero muy alterada. Y aun otra vez más el mismo mes. De nada importaba que ahora su vida fuera una sucesión de triunfos. De nada importaba que el titanio —tanto por su calidad como por la asombrosa cantidad que actualmente se extraía del Mount Kittery— fuera a permitir a la familia comprar el resto del imperio de Jean-Pierre. Era un dolor de cabeza sordo y palpitante, era un gusto a naranjas secas en la garganta, la súbita convicción de que sus brazos y sus piernas no le responderían, que permanecería paralizada en su lecho hasta que alguien la descubriera… Esa mañana de junio, otras dos de julio y una más a mediados de agosto, antes de que llegaran los autobuses cargados de trabajadores temporeros y fuera evidente que aquel año los Bellefleur tendrían problemas: la sensación de pesadez, de abatimiento, demasiado triste como para ser pánico, la sensación de pena profunda…, pero pena profunda, quería gritar, ¿de qué?…, por el amor de Dios, ¿de qué?

Tenía éxito, llevaba adelante todo lo que se proponía, en uno o dos años se cumplirían todos sus planes (aunque estaba mentalizada para una batalla que tenía por delante: ciertos propietarios de la montaña, casi tan ricos como los Bellefleur, no aceptaban de buen grado el hecho de vender), en todas partes la admiraban, y temían, y por supuesto, la envidiaban: le tenían antipatía. Pero como le dijera Hiram, los Bellefleur no estaban en el mundo para agradar, sino para cumplir con su destino. El viejo Jeremías había sido un hombre querido, aunque con cierta compasión desdeñosa, ¿y de qué le había servido, a él ni a nadie? Ni siquiera tenía un sitio donde reposar en el cementerio de la familia…

Tenía éxito, y sin embargo, aquellos estados depresivos la acosaban cada vez con mayor frecuencia. Los identificaba como mera debilidad, por supuesto, una de las manifestaciones de la absurda maldición de los Bellefleur, en la cual no creía con certeza —no con certeza—, ¿cómo iba creer en lo que casi era la santificación de la desesperanza, que buscaba su expresión en una variedad de formas improbables (a veces de una improbabilidad irrisoria)? Circulaba una vieja leyenda familiar según la cual una de las mujeres Bellefleur sencillamente se retiró a su lecho hasta el resto de sus días; ni siquiera fingió, ni ante sí misma ni ante los demás, que estaba enferma, como hacía la mayoría de las mujeres de esa época. Y Della, con su cansina y perpetua tristeza que no era más que, como resultaba obvio ahora, varias décadas después, una manera de irritar a la familia; y Gideon, con su malhumor egoísta… Leah tenía claro que tales comportamientos eran despreciables. Habría levantado a esa anciana autocomplaciente de las almohadas de plumas de ganso y la habría sacado a la fuerza de la habitación: ¡Aquí, aquí está el mundo! ¡Aquí está! ¡No lo puedes negar! Había hecho lo posible a lo largo de toda su vida por desinflar el pretencioso luto de Della, pero sin mucho éxito: Della era una de las personas más tercas de la familia Bellefleur, y probablemente se iría a la tumba sonriente, sabiendo que había logrado, a lo largo de las décadas, importunar, fastidiar y entristecer a todos los que la conocían. Y luego estaba Gideon. Gideon y sus ciegos arranques de furia, Gideon y su aciago pesimismo. Oculto a sus admiradores. Insospechado por sus mujeres. (Porque Leah aceptaba que, de vez en cuando, aunque sólo de forma casual, tenía líos con mujeres, así, en plural. Pero siempre y cuando nadie de la familia supiera que ella lo sabía, o lo sospechaba, siempre y cuando Gideon no lo supiera, ella era, en cierto sentido, inocente de la infidelidad de su marido…, una especie de virgen…, una virgen virtuosa y desafiante que algún día, cuando le conviniese, cumpliría su venganza. Sin embargo, a veces fantaseaba con la idea de una reconciliación. Porque estaba segura de que podía volver a conquistar a su marido, si quisiera. Cuando quisiera. No tenía ninguna duda de que su marido la amaba, por debajo, o por encima, o de forma simultánea a sus numerosos adulterios. Quizá algún día volvería a convocarlo a su lecho. Si quería).

«Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son…».

De modo que Leah fue cayendo, día tras día, en la desesperación. Sabía muy bien que era absurdo, que no tenía sentido, pero no lo podía evitar; se despertaba cada vez más temprano, no impaciente como antes, sino con una sensación, pesada y horrible, de paciencia infinita…, le pesaban tanto los brazos y las piernas que apenas podía moverlos, la cabeza oprimida, los párpados le escocían como si hubiera pasado la noche llorando en secreto. Estaban a mediados de agosto. Llegó el fin de agosto. Ocho autobuses cargados de trabajadores temporeros, farfullando en su idioma extraño, sibilante y malicioso, amenazaban con declararse en huelga, o bien el capataz que ahora los representaba (ya que el antiguo capataz, el que siempre había negociado con los Bellefleur, se había marchado…, corría la voz de que lo habían matado al inicio de la temporada) amenazaba con ir a la huelga, y todas aquellas hectáreas de los huertos de melocotones, peras y manzanas se perderían, caerían de los árboles ya podridos y quedarían en el suelo amontonados, serían alimento de avispas, moscas, pájaros y gusanos. Ewan, Gideon, Noel, Hiram y Jasper estaban muy alterados; pasaban cosas todos los días, casi a todas horas, pero Leah, con un paño húmedo sobre los ojos, permanecía recostada en su tumbona, en la penumbra de su dormitorio, demasiado débil para moverse y demasiado indiferente para que le importara, sólo oía aquella voz ronca y perezosa, «Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas», una voz que no reconocía y que no le despertaba el menor interés, no más que la cosecha de fruta de los Bellefleur, o que la fortuna de los Bellefleur.

Agua que desaparecía por el sumidero. En sentido contrario a las agujas del reloj, ¿se movía? Más y más rápido a medida que desaparecía. Un sonido gorgoteante. En absoluto molesto. Tranquilo. Tranquilo como el montón de abono que el jardinero guardaba al otro lado de los muros del jardín. Tranquilo como el mausoleo del viejo Raphael. (Pero a veces le indignaba, aun en su letargo, pensar que a Raphael también lo traicionaron sus obreros. Sus empleados. Después de que el pobre hombre se molestó en adecentar sus dependencias a orillas del pantano, después de que un médico de Manhattan que estaba de visita lo convenciera de que era responsabilidad suya, como patrón, mejorar las condiciones sanitarias y ocuparse, o intentar ocuparse —¡eran muchos!— del tratamiento de los que padecían esa misteriosa enfermedad intestinal; después de todas las mejoras concretas que hizo, a santo de qué habían acudido los periodistas en tropel, más que dispuestos a «sacarlo a la luz», obedeciendo a sus editores, que a su vez respondían a los dueños de los periódicos, que ansiaban por razones puramente políticas descartar las posibilidades de Raphael Bellefleur en las elecciones. ¡Qué injusticia! ¡Qué ironía! Y no pudo hacer nada, no había manera de acallar el hecho de que habían muerto trece personas, entre ellos varios niños pequeños —que, como insistieron en puntualizar con regodeo los periodistas en todos sus artículos, trabajaban codo a codo con sus padres en los campos de lúpulo, con un calor de cuarenta grados—, como tampoco hubo forma de borrar de la mente de las masas ávidas de sensacionalismo las acusaciones que se alzaron contra él en la prensa. Y ahora, y ahora, pensaba Leah con cansancio, se repetía la historia: la familia quedaría indefensa, la fruta podrida y los millares de dólares echados a perder; el cabecilla de los obreros era un loco, un delincuente común, pero no había nada que hacer…, los Bellefleur no sólo perderían su cosecha de fruta sino que serían ridiculizados por la prensa en todo el valle, posiblemente en todo el estado, y «compadecidos» por sus competidores. En cualquier otro momento Leah se habría enfurecido más, pero estaba muy cansada: así de simple, presa de un cansancio imposible y vergonzoso).

«Las mandíbulas devoran…».

Esas palabras, que le venían a la mente en los momentos menos esperados, a menudo venían acompañadas de una imagen fantasmal del rostro de Vernon. Leah se preguntó si no las habría escrito él, si no formaban parte de alguno de sus poemas largos y desconcertantes. Y en ese instante repentino lo echó de menos. Lo echó mucho de menos. Recordaba aquellos inviernos, hacía tantos años, en el salón de abajo, consciente de que él la adoraba, y ella sonreía y se echaba a reír y le tocaba el brazo, bromeando, provocando la sonrisa de él, su felicidad pueril… Aparentando escuchar sus recitaciones. Pero a veces prestando atención, porque los poemas no siempre eran incoherentes: había destellos de belleza aquí y allá, y melodía), haciendo un esfuerzo por escuchar… ¡Ojalá no hubiera estado tan distraída!… Ahora no podía recordar qué era lo que la distraía. Y ahora Vernon estaba muerto. Lo habían matado. Que ahora ellos también estuvieran muertos como consecuencia de la astucia de Ewan (supo que atrapar vivos a los asesinos de Vernon habría sido un error garrafal, pues nadie se prestaría a declarar, y aunque lo hicieran, y los Varrell, los Gitting y el resto fueran condenados, algún juez indiferente podía dictar una sentencia leve y en pocos años quedarían libres), que se hubiera hecho justicia y se hubiera cumplido la venganza, no la tranquilizaba. Extrañaba a Vernon. Lo cierto es que no había hecho duelo por él, no sabía por qué. Se fue repentinamente, de la noche a la mañana; un sábado por la noche cayó en manos de unos borrachos dementes que lo asesinaron, lo arrojaron al río atado de pies y manos… Pasó de dar por sentada su presencia, como todos, a no verlo nunca más. En aquel momento no tuvo tiempo de hacer duelo, ni siquiera de pensar mucho en él. Sintió el deseo de destruir a sus asesinos, por supuesto, y tuvo la certeza de que los destruirían en cuestión de meses, pero no tuvo tiempo de detenerse a pensar en el propio Vernon. Y ahora esas palabras desagradables, extrañas y acosadoras se lo recordaban. Y se quedó al borde del llanto —quería llorar— inmóvil en su tumbona.

Vernon, que la había amado, estaba muerto; y la joven que él amaba, con esa timidez apasionada, estaba muerta.

Los recuerdos de Vernon se transformaron en recuerdos de su hija Christabel, a la que había perdido; y ahora también a Bromwell (aunque la semana anterior había llegado una tarjeta postal que mostraba plantas de mezquite y cactus en flor, dirigida simplemente a «Los Bellefleur», con un breve y enigmático mensaje firmado con las iniciales de Bromwell: esperaba no haberles causado ninguna preocupación, decía, pero la fuga había sido necesaria, todo en su vida estaba en orden) y Gideon, por supuesto. Gideon, que había abandonado su lecho después del nacimiento de Germaine. Gideon, que no la amaba lo suficiente. Quería llorar, de hecho se le contrajo el rostro y abrió la boca en un lamento silencioso; pero no había lágrimas. Hacía años, pensó Leah, que no lloraba.

Gideon, bailando aquella canción con toda su torpeza, cómo era, «el ojo de la aguja, el ojo de la aguja», mirándola a los ojos, mudo de emoción, Gideon, tan tierno, tan absurdo, con el rostro enrojecido, sangrando por esa nariz ridícula y abandonando la habitación a toda prisa mientras los demás se echaban a reír… Siempre tan tonto, ya de niño.

Hiram quería hablarle de Gideon. Pero los párpados le pesaban tanto que lo único que anhelaba era dormir…

—Qué más da —murmuró con los labios resecos y agrietados—, qué más da, deja que haga el ridículo negociando con esa gente, deja que les dé todo lo que pidan y que nos vayamos a la quiebra y que todos se rían de nosotros, qué más da —repitió con voz tan apagada que Hiram apenas alcanzaba a oírla.

—Leah —dijo.

—Sí.

—Leah, ¿es la huelga lo que te altera?

—No estoy alterada.

—¿Estás preocupada por la cosecha? ¿Te preocupa que puedan incendiar los establos?

—No hables tan alto —susurró ella.

—¿Te preocupa que puedan incitar a los otros trabajadores?…

—Déjame en paz, hablas demasiado alto, me duele la cabeza —volvió a susurrar.

De modo que Hiram se fue, y ella se levantó con gran esfuerzo y se las arregló para vestirse sin mirarse al espejo, y logró bajar, y comió lo que alguien puso delante y se dejó mimar, y permitió que le hablaran de lo que pedían los huelguistas —mayor salario por hora, mejor alojamiento, mejor comida, contratos legales, abogados por ambas partes, pero principalmente salarios más altos, mucho más altos— mientras ella permanecía sentada tratando de equilibrar la cabeza en el cuello, en los hombros, un equilibrio precario, muy precario, la cabeza tan quebradiza como la porcelana sobre un cuello sin fuerza y unos hombros que anhelaban derrumbarse, como el agua anhela rodear el desagüe en círculos más y más rápidos hasta desaparecer por él.

De modo que hizo una aparición en la planta baja. De modo que era capaz de hacerlo, cuando gustara. ¿Satisfechos? ¿Respondía eso sus preguntas nerviosas? Ansiaba bostezar, y alejarlos de un manotazo como si fueran moscas, y decirles que todo llega a su fin, que la vida llega a su fin, que no tenía sentido continuar con la farsa.

Después, moviéndose con cuidado, como si fuera una anciana, volvió al piso de arriba.

No había llorado, y no lo haría.

Había una victoria en ello, no haberse debilitado, sentir sólo indiferencia. Hiram y los demás pensarían que estaba deprimida por la huelga, pero de hecho, como probablemente sabrían todos, Leah comenzó a hundirse en ese sombrío estado de ánimo semanas antes. Se hundía un metro y se levantaba medio, se hundía tres metros y se levantaba dos, hasta que un día se hundió diez metros y ya no se levantó. Echada en la tumbona, con un paño húmedo en los ojos, demasiado cansada como para gritarle a Germaine, o a Belladona, o a cualquiera que tironeara del picaporte pidiéndole entrar, se limitaba a flotar, ingrávida, en lo más profundo de un estanque grande y oscuro lleno de agua. Era Vernon ahogado, era Violet, era Jeremías arrastrado por la inundación. Lo que quedaba de Leah no se molestaba en quejarse de nada.

Y había mucho de lo que quejarse aquel verano. Por alguna razón, nadie sabía exactamente cómo, el castillo estaba invadido de niños… Todos eran Bellefleur, sobrinas y sobrinos de parientes lejanos, primos muy lejanos, desconocidos que se apellidaban Bellefleur y habían ido al lago Noir a pasar el verano, evidentemente por invitación de Leah (o de Cornelia, o de Aveline, o de Ewan o de Hiram). Si no podéis venir vosotros, enviad a vuestros hijos…, les encantará el lago, y los bosques, las montañas… De modo que, en distintas momentos, hubo nueve niños, y luego doce, y luego quince. Como es natural, la servidumbre se quejó airadamente. Edna lloró porque algunos la insultaron, las sirvientas de la cocina lloraron porque la cocina estaba hecha un desastre, los mozos de cuadra estaban furiosos, el encargado se quejó porque maltrataban al pony de Germaine, ofendieron a Belladona con sus susurros y risitas burlonas (aunque él no se lo dijo a nadie) y la abuela Cornelia descubrió que muchos de ellos eran de piel morena y ojos muy negros, ojos crueles y velados y negros… ¿Seguro que eran Bellefleur, con esa sangre que les corría por las venas? Un día de julio en el que Leah se sentía bastante bien, se puso a caminar sin descanso por el jardín hasta que se topó con dos niños que estaban revolcándose en el suelo, bajo las ramas bajas de los árboles. Advirtió, para su sorpresa, que uno de ellos era su sobrino Louis, el hijo de Aveline, y la otra era una niña que jamás había visto, una mocosa insolente con cara de hurón, ojos azul oscuro y una desafiante nariz Bellefleur. Ambos estaban semidesnudos.

—¿Se puede saber qué demonios estáis haciendo? ¡A vuestra edad! ¡Fuera de aquí! ¡Vamos! —gritó Leah dando unas palmadas con la misma furia que habría desplegado de haber visto a uno de los gatos clavar sus garras en algún mueble antiguo.

Pero los adultos no eran mejores. Los adultos eran peores. Con la excusa de celebrar el éxito de las minas del Mount Kittery, Ewan abrió las puertas del castillo el 4 de julio y llegó una verdadera avalancha de personas —invitadas y no invitadas— que pulularon por el parque y engulleron y bebieron todo lo que tenían a la vista (jamones, asados, langosta, caviar, todo tipo de ensaladas imaginable, panecillos recién horneados, bollos y pasteles, fruta y queso y desde luego whisky, bourbon, ginebra, vodka, vinos, coñac y cerveza a discreción). No habían pasado ni dos semanas cuando Ewan dio otra fiesta en el lago, quizá no tan concurrida, y ahora todos los viernes por la noche llegaban sus invitados, ya entonados y vociferantes, hombres de la oficina del sheriff, policías de Nautauga Falls, amigos de negocios y conocidos, jugadores de poca monta, dueños de boleras, tabernas y restaurantes de la carretera, todos con sus mujeres, con todas sus mujeres, en distintos grados de ebriedad. Ewan contrató a un técnico en iluminación que instaló en el muelle un ingenioso mecanismo que emitía sobre el agua oscura del lago toda clase de diseños multicolores: lunas crecientes, víboras, siluetas humanas. Por lo general había una pequeña banda de música y baile hasta bien entrada la noche, y por la mañana la playa estaba sembrada de parejas dormidas y otros desechos, entre los cuales merodeaban perros y gatos, y de vez en cuando también ratas y ratones sin ningún reparo. Cuanto más se profundizaba el desaliento de Leah y más se recluía en su habitación de arriba, más estruendosas eran las fiestas de Ewan, y la conducta de sus invitados —y del mismo Ewan— más indecorosa. Como es natural, Lily nunca asistía a esas fiestas, alegando que no le gustaban ni la música estridente ni la conducta de los invitados, pero todos sabían que Ewan no la quería allí y que por lo tanto le había ordenado permanecer en su habitación. Algunos de los chicos mayores asistían a esas fiestas, sin supervisión. Hubo una riña entre Dabney Rush, un Bellefleur de diecisiete años que era de…, ¿de dónde era?…, ¿de algún lugar de la región central del país?…, y un corredor de apuestas de medio pelo de Puerto Oriskany, ambos pugnando por los favores de la modelo de un fotógrafo de Nautauga Falls. Al muchacho hubo que darle treinta y siete puntos de sutura en el rostro, pero ni por esas quiso abandonar el castillo. Algunas de las fiestas comenzaban el viernes a la noche, seguían todo el sábado y terminaban el domingo por la tarde, pero ¿qué podían hacer? Gideon estaba ausente, o le era indiferente, o quizá también asistía a las fiestas; que Leah supiera, nunca había desafiado a su hermano. El abuelo Noel y la abuela Cornelia miraban para otro lado, lo mismo que hacía Hiram, murmurando, «lo que pasa es que Ewan siente que debe retribuir a los que lo han puesto en el cargo…, y ahora tiene muchos amigos nuevos…, siempre ha sido muy gregario…». Lo más asombroso fue que algunos de los invitados de Ewan preguntaron si podían ver a Jean-Pierre II, de quien tanto habían oído hablar, y el anciano consintió en aparecer en persona en el lago, con una sonrisa indecisa y asustada, la piel de un blanco mortecino que refulgía entre las sombras y moviendo los ojos de un lado a otro. Hasta se había vestido para la ocasión, con una levita suelta. ¡Ah! ¿Es él? ¿Es el que…?, murmuraban los invitados de Ewan, dando un paso atrás, pasmados.

Leah estaba enfadada, pero cansada; estaba muy enfadada, o lo habría estado si no fuera por el cansancio. Y así fueron pasando las semanas. «Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas…». Durante una siesta desganada, al atardecer, oyó de lejos el sonido de clarinetes y tambores, y unos gritos aislados…, y se preguntó con indolencia quiénes serían esos invitados de Ewan, con tanta alegría, y tanto entusiasmo… Se agotaba sólo de oírlos.

Vernon.

Y Christabel.

Y Bromwell.

Y Gideon.

Y la hija recién nacida de Garnet. Un bebé. En cuanto Leah se dio la vuelta un instante apareció aquel pájaro aleteante, enorme y agresivo. Y después no quedó en las baldosas más que unas manchas de sangre del tamaño de una moneda.

Muchas décadas antes, su propio padre. Asesinado a modo de broma de Nochebuena. Había oído la historia tantas veces que casi creía haber presenciado la muerte. En la colina Sugarloaf. Pero ¿en qué árbol?

Nicholas Fuhr. En la cima de la colina Sugarloaf, mirando desde arriba los árboles enanos. El bosque de los elfos, lo llamaban. Se habían abrazado. Se habían besado. Muchas veces. Con la palma de las manos en el pecho de él, lo apartó, temblando. El recuerdo de su boca: tan cálida, húmeda, amante, viva. Él podría haber sido su amante, no Gideon. Pero ella no lo amaba, finalmente; ni siquiera se había visto con él en la colina Sugarloaf. Sería otra chica, quizá. Otras chicas. Mujeres. Había tantas…, tantas mujeres… Nicholas, Gideon y Ewan, y sus amigos, y sus innumerables mujeres. Unos meses antes, o tal vez semanas, Leah recibió una carta de una mujer de Invemere en la que afirmaba que su hija de diecinueve años había tenido un aborto y que casi se muere desangrada en su cuarto, arriba, en su propio cuarto, y que Gideon era sin duda el culpable, aunque la chica se negaba a admitirlo: prefería morir antes de implicar a su amante. Un amante que no la amaba. Y yo, qué tengo ver en esto, se preguntó Leah examinando la carta —llena de errores ortográficos y gramaticales y lenguaje artificioso y rebuscado—, o ¿qué tiene ver Gideon, si no la ama? Lo más probable es que no la recuerde siquiera.

No se arrepentía de no haber acudido a la colina Sugarloaf aquel día. Probablemente nada habría cambiado.

Oyó el ruido del picaporte y era su pequeña, su querida Germaine, suplicándole que la dejara entrar. ¿O era su criado Belladona? Si me permitiera, señorita Leah, si me permitiera entrar para servirla… Giró la cabeza para no oír y al rato cesaron los ruidos. «Las mandíbulas, las mandíbulas devoran». Pero yo qué tengo que ver en esto, pensó. Quería llorar. Pero no podía. Ansiaba lamentarse. Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿De qué servía exactamente? ¿Qué sentido tenía? Era demasiado práctica, demasiado eficiente. Tenía los ojos secos, su cráneo flotaba en un mar oscuro sin forma, estaba muy cansada.

Ni siquiera cuando subieron a verla, abriendo la puerta con una llave prohibida, ni siquiera cuando le susurraron que Gideon había tenido un accidente en la carretera pudo llorar. Hasta le resultó difícil abrir los ojos. Y yo qué tengo que ver con eso, tuvo ganas de decir la voz ronca y cascada, pero le faltaron fuerzas.