Bromwell, a quien enviaron a un internado masculino caro y supuestamente prestigioso del sur del estado, comenzó a escribir cartas a casa nada más empezar las clases, a fines de septiembre. En ellas se quejaba de que los instructores o bien eran ignorantes bienintencionados, o decididamente perversos además de ignorantes. Los cursos que estaba obligado a tomar eran irrelevantes, los libros de texto de una ingenuidad alarmante. La comida que servían en el comedor podía o no podía ser adecuada —apenas la probaba, comer no le interesaba—, pero sus aposentos eran mínimos y lo habían obligado (que dijeran que era por su propio bien aún le ponía más furioso) a compartirlo con un analfabeto de un metro ochenta de estatura y cara de mono cuyos únicos intereses eran el fútbol y las revistas pornográficas. Los otros chicos, bueno, ¿qué se podía decir de los chicos? Bromwell pensaba que no eran mucho más salvajes e infantiles que sus primos, con la diferencia de que le resultaba difícil evitar su compañía, como había logrado hacer con sus primos desde su más tierna infancia. Para empezar, tenía que convivir con aquella criatura; tenía que sentarse junto a los demás en clase, en el comedor y en la capilla; tenía que participar en actividades atléticas, a pesar de su delicada constitución y su hipersensibilidad, y del hecho de que sus gafas, por más que se las pegara a la cabeza con cinta adhesiva, siempre salían volando. (Pero era parte de la educación de un muchacho en la Academia New Hazelton que el cuerpo fuera desafiado y sometido a presión tanto como la mente. Sí, el director lo sabía, sí, lo sabía muy bien por propia y dolorosa experiencia, él también fue alumno de New Hazelton en su momento y también tenía un físico débil, como le aseguraba a Bromwell, enfadado y lloroso, en todas y cada una de las varias reuniones que tuvieron; el deporte podía ser difícil, pero las lecciones de vida que le inculcaban a un muchacho eran invalorables. Más adelante Bromwell seguramente coincidiría con él). «Estoy rodeado de brutos y de sus obsecuentes apologistas», escribió Bromwell a casa.
Parte del problema consistía en que Bromwell era muy joven. Sólo tenía once años y medio, mientras que los demás eran varios años mayores. (Sus edades iban desde los catorce a los dieciocho años, incluso había uno de diecinueve, una mula sádica y alelada que, o bien no conseguía graduarse o bien no quería hacerlo). Incluso para su edad Bromwell era excesivamente menudo, aunque su cabello castaño parecía virar al gris, bajo cierta luz, y su expresión severa y más bien censora, junto a sus gafas, le daban el aire de un cuarentón. A pesar de su tamaño y las frecuentes pullas de los demás, parecía incapaz de resistirse, especialmente en las aulas, a emitir murmullos sarcásticos cuando ellos desplegaban su ignorancia; ni siquiera podía reprimir (aunque sin duda habría sido lo más diplomático) su divertida incredulidad ante las meteduras de pata de sus instructores.
—Pero ¿de verdad quieres que tus pares te rechacen con tal rotundidad? —le preguntó el director.
Bromwell lo pensó unos instantes y respondió, con cierto asombro.
—¿Es tan importante caer bien o caer mal? ¿En eso piensan los demás?… Reconozco que nunca lo he considerado.
Todo lo relacionado con la escuela le sacaba de quicio, aunque también sabía, como le decía a Leah en las cartas que le enviaba, que no podía quedarse en casa; ya no soportaba las bochornosas clases particulares del tío Hiram, y desde luego era inconcebible que asistiera a la escuela local, ni siquiera a la mejor escuela de Nautauga Falls. De modo que lo intentaría, lo intentaría… Trataría de adaptarse al absurdo horario de la escuela (todas las mañanas los despertaba un repicar de campanas a las siete y los fines de semana se les permitía dormir hasta las ocho; las luces se apagaban a las diez y media todos los días excepto los viernes y los sábados, en que podían quedarse levantados hasta las once y media; si alguno no desfilaba rumbo al comedor con los otros chicos de su pasillo, si llegaba aunque fuera un minuto tarde, solo, lo echaban de su mesa; y por supuesto, todos tenían que asistir —¡qué estupidez tan primitiva!— a la capilla).
Ninguna concesión se hizo a sus repetidas súplicas de quedarse levantado hasta la hora que quisiera, en el laboratorio (vergonzosamente inadecuado) o en la biblioteca (más vergonzosa aún: lo peor era que sus propios libros estaban todavía en las cajas, sin desembalar, en el sótano húmedo de la escuela, porque no había «suficiente espacio» para ellos en ninguna otra parte). Anhelaba, con un deseo casi físico, quedarse la noche en vela…, saber que era la única mente consciente, la única mente consciente y pensante de todo el edificio…, por eso mismo se quedaba despierto hasta las dos o tres de la mañana, afligido y desdichado, con la mente hostigada por problemas matemáticos y conjeturas astronómicas y la sensación de estar volviéndose loco.
—¿Realmente quieres, madre —preguntaba con toda educación—, que me vuelva loco? ¿Forma parte de tu plan?
Pero Leah casi nunca respondía sus cartas. Le enviaba su asignación y por lo general garabateaba unas líneas de naturaleza alegre e inocua (ni siquiera le contaba nada de Christabel: lo último que él sabía era que tanto a ella como a su amante los perseguían dos equipos distintos de detectives, los de los Schaff y los de la familia, y que habían seguido su rastro hasta México), sin hacer ninguna referencia a sus preguntas.
Le escribía a Gideon y al abuelo Noel; incluso le escribió a su primo Raphael, al que casi extrañaba, aunque sospechaba que si regresaba a casa, el carácter melancólico de Raphael pronto terminaría por aburrirlo. Se quejaba de que las actividades atléticas que se veía obligado a soportar lo estaban destruyendo. Durante el último partido de baloncesto, por ejemplo, los chicos le tiraban la pelota a él, una y otra vez, directamente a la cara, desoyendo el silbato enajenado del árbitro y a pesar de que a Bromwell le sangraba la nariz (las gafas, por supuesto, habían salido volando y estaban, una vez más, rotas); cuando al fin, después de pensárselo mucho, se aventuró hasta el extremo del trampolín, temblando de frío, pasó un chico corriendo a su lado con intención de zambullirse en la piscina y le dio un manotazo juguetón con la palma de la mano. Bromwell cayó de lado, para gran diversión de todos, y se hizo tanto daño y le entró tanta agua en la cabeza que a punto estuvo de ahogarse. No obstante, todos estos hechos siempre eran llamados accidentes, o bien muestras sin importancia del buen humor de los alumnos… Lo más insoportable de todo, se quejaba Bromwell, era lo mucho que se rumoreaba el nombre de Bellefleur. Al comenzar el curso algunos de los alumnos irrumpieron en su cuarto y se tiraron en la cama, ávidos de su amistad. Habían oído toda clase de cosas sobre su familia, allá en el lago Noir: ¿No tenían caballos de carrera? ¿No estaban metidos en política? ¿Eran tan acaudalados como decían? ¿No hubo asesinos en la familia, y alguno estaba preso?… Conocer a Bromwell debió de ser, por tanto, una decepción considerable.
(Durante el trimestre de primavera llegaron noticias del tiroteo de Fort Hanna, durante el cual el tío Ewan y sus ayudantes mataron a balazos a cuatro hombres que se habían atrincherado en una barraca con rifles y cantidades ingentes de municiones, pero Bromwell acalló las respetuosas preguntas de sus compañeros afirmando que nunca había conocido personalmente a Ewan Bellefleur, el famoso sheriff de Nautauga Falls. Era un pariente lejano).
Fue poco después del incidente de Fort Hanna, y de que Bromwell tuviera que soportar la ignominia de sacarse un 55 en su examen de historia americana (siempre sacaba malas notas en historia porque nunca estudiaba) cuando concibió la idea de escapar. Los Bellefleur tenían una idea tan poco realista de sus gastos en el colegio, de sus pasatiempos y los «regalitos» que podía querer comprar a sus amigos, que varios de ellos le enviaban dinero con cierta asiduidad, y también recibía como regalo dinero en efectivo de Leah y la abuela Della sin motivo aparente, de manera que había logrado reunir, sin mayor esfuerzo, más de tres mil dólares (que, sabiamente, no guardó en su cuarto ni en la caja fuerte de la Academia, sino en un banco del pueblo).
Después escribió una carta muy formal al Instituto de Estudios Avanzados de Astronomía de Mount Ellesmere, que se encontraba en un lejano estado del oeste, expresando su esperanza de que, a pesar de su falta de entrenamiento oficial y de su corta edad (que no mencionó), le permitieran estudiar allí. Recibió una solicitud de inscripción y una carta impersonal de acuse de recibo, de modo que llenó la solicitud y la envió por correo. Una mañana de sábado, a mediados de mayo, sin haber recibido noticias de Mount Ellesmere, sencillamente abandonó la Academia de New Hazelton. Se levantó a la hora habitual, desayunó con el resto de los alumnos y, con varias capas de ropa encima (lo que a su compañero de cuarto le pareció raro, pero, bueno, Bromwell era raro) recorrió el sendero de ladrillo de la entrada que conducía a la carretera, y desapareció. Más tarde descubrieron que había retirado todo su dinero —una suma considerable— de un banco local y que había destruido todas las cartas de su familia y algunas fotografías que se había llevado. La última vez que lo vieron iba caminando por el sendero de entrada con las manos en los bolsillos y los labios fruncidos, iba silbando una tonadilla alegre y desafinada.