El espejo

Mientras se preparaba para salir de viaje a Winterthur, donde iba a firmar un importante contrato y adquirir una considerable cantidad de tierras, Leah contempló su imagen radiante en el espejo y quedó muy complacida con lo que vio. Con su reflejo, con su espejo: pese a ser una de sus mañanas menos triunfantes, con un despertar confuso y cansado, tras un sueño ligero y atribulado, la mente tintineando y traqueteando como un tranvía, por la que aún revoloteaban retazos sueltos de peleas, el espejo le devolvió una imagen compuesta, serena y francamente (¿había alguna necesidad de modestia?) bella. Giró la cintura de lado a lado, examinándose. Esos magníficos ojos…, los labios llenos y carnosos…, la atractiva nariz…, el pesado cabello castaño rojizo, con el mismo brillo de cuando tenía dieciséis años… Llevaba pendientes de esmeralda y un traje verde de cachemir con cuello de marta que Belladona había elegido para ella (el extraño hombrecito se deleitaba con el vestuario de su señora, con el vestuario inabarcable de su señora, como si fuera una sirvienta joven y atolondrada…, y qué más daba, respondía Leah a Gideon, o a Cornelia o a Noel, o a cualquiera que osara criticarla, que fuera un poco repulsivo, ¿no deberían ver más allá de su aspecto físico?). Se puso un reloj de pulsera de oro, regalo de despedida del señor Tirpitz.

—Germaine —llamó distraída, mientras se miraba en el espejo—, ¿te has escondido? ¿Dónde estás?

Le había parecido ver fugazmente el reflejo de la niña a sus espaldas, en el espejo, pero cuando miró a su alrededor no vio a nadie. Una luz invernal pálida y gris daba a los muebles de la habitación —algunos viejos, otros nuevos— una apariencia poco hospitalaria.

—¿Germaine? ¿Estás jugando conmigo?

Pero la niña no aparecía por ningún lado, ni detrás de la cama, ni detrás del escritorio ni del armario antiguo que Leah se había subido del cuarto de Violet; y como la niña no era dada a jugar con nadie, y menos con su madre en una mañana ajetreada, Leah llegó a la conclusión de que no estaba en la habitación. Lo más probable era que la chica nueva, Helen, estuviera aún vistiéndola en la habitación de los niños. Quizá uno de los gatos se había metido corriendo debajo de la cama.

A pesar de que el viaje en tren a Winterthur era largo y el pronóstico decía que iba a haber una ventisca de diciembre, Germaine iba a acompañar a Leah. Por razones que no podía explicar, Leah se habría sentido incómoda si dejaba a la niña en casa. A menudo sentía el impulso, en los momentos más insólitos (cuando estaban bañando a Germaine, por ejemplo, o de noche, cuando ya estaba dormida, o cuando Leah estaba en la mitad de una importante llamada telefónica), o la necesidad, una necesidad casi física, de buscar a su hija, de abrazarla y mirarla a los ojos, de reír, de besarla, de preguntarle, en un tono que jamás delataba su nerviosismo: ¿Y ahora qué hago? ¿Qué viene a continuación? En tales ocasiones la niña solía abrazar a su madre, sin decir nada y con una fuerza sorprendente; sus brazos esbeltos podían cerrarse como bandas de acero alrededor del cuello de Leah, sobresaltándola y maravillándola. ¡Cuánto amor fluía entre las dos! Pero era más que amor, era la pasión de la empatía absoluta, de la identificación absoluta, como si la misma sangre fluyera por los dos cuerpos, transportando los mismos pensamientos. Como es natural, la niña de dos años nunca le dijo a Leah qué hacer, ni demostró comprensión inteligente de las palabras textuales de Leah, pero tras varios minutos de besos, abrazos y susurros, durante los cuales Leah no tenía idea de lo que decía la niña (podían ser simples balbuceos infantiles), invariablemente sabía qué estrategia seguir: la idea, la convicción absoluta, aparecía exultante en su mente.

Era imprescindible, por tanto, que Germaine la acompañara a Winterthur, a esa reunión tan importante, pese a las objeciones de Gideon y de Cornelia; por supuesto que también iría Helen, y Belladona, a quien Leah comenzaba a considerar indispensable, y en el último momento también Jasper fue sumado a la partida. (Hiram, que llevaba meses trabajando con Leah en esas negociaciones, había tenido toda la intención de ir…, pero desde la boda de su madre con ese pelagatos indigente tenía problemas para dormir, con repentinos ataques de sonambulismo, y le parecía peligroso dormir en un entorno desconocido, aunque hubiera un sirviente vigilándolo a su lado toda la noche. Y tenía que reconocer, agregó con una risa sardónica, que su sobrino Jasper, aun con sólo diecinueve años, sabía más que él de ciertos asuntos…, el muchacho tenía un instinto comercial tan destacable como el de Leah).

Leah se quitó los pendientes de esmeralda y se puso unos de perlas. Inclinó la cabeza y vio con agrado la silueta de su figura recortada por la luz invernal (todavía tenía un tipo soberbio, aunque seguía perdiendo peso y su modista estaba siempre ocupada con ella) y el cutis pálido y fino y suave, reflejado en el espejo e iluminado por esa misma luz invernal. Todavía era una mujer joven, todavía era joven, aunque había vivido muchas cosas…, a veces tenía la sensación, casi divertida, de que podía tener la edad de la tía abuela Verónica… Gideon, Gideon el taciturno, tenía el cabello cada vez más cano; su espléndida cabellera negra estaba ahora salpicada de blanco, y tenía la frente surcada de arrugas de impaciencia, no muy atractivas. Todavía era un hombre apuesto, por supuesto. Le dolía, la irritaba, ver lo apuesto que era, cómo lo miraban con adoración las tontuelas que pululaban por la casa, como dos o tres de las invitadas que tuvieron el mes anterior, y como es natural, sirvientas como Helen o la pobre Garnet Hecht. Eran tontas, las mujeres eran tontas en su mayoría y se merecían todo lo que les pudiera ocurrir…, lo que les ocurriese por sucumbir ante los hombres… Pero a Gideon le habían amputado el dedo meñique y quizá ya no fuese tan atractivo: quizá lo vieran deforme, monstruoso, despreciable. (El hecho de que le amputaran el dedo no era más que una muestra de su absurda y altanera obstinación. A Gideon se le había infectado la mano por la picadura de algún bicho, y aunque probablemente le dolió varios días y advirtió la inflamación que se expandía en rayas rojizas hacia el corazón, no había hecho nada al respecto…, decía que estaba demasiado ocupado para ver al doctor Jensen. ¡Qué indignación sintió Leah!, ¡cómo le habría gustado golpearlo con sus puños y arañarle ese rostro moreno e imperioso! «Serías capaz de pudrirte con indolencia, palmo a palmo, sólo para hacerme daño»…).

Pero no lo atacó. Ni siquiera le habló del dedo. Ese dedo absurdo y ridículo… Era un secreto a voces que Gideon dormía en otro dormitorio, en la otra punta del pasillo, aunque por guardar las apariencias, o por mera indiferencia, seguía guardando la mayor parte de su ropa en aquel cuarto. Como es lógico, los sirvientes lo sabían, cómo no iban a saberlo, y de todas maneras, qué importaba: Gideon y sus automóviles caros (el Rolls cupé, se había enterado Leah, para su disgusto, había costado casi tanto como la limusina familiar, que tenía capacidad para ocho pasajeros cómodamente sentados más el conductor) y sus prolongadas e inexplicadas ausencias (que Leah suponía relacionadas con asuntos de negocios e inversiones propios, ya que tanto Ewan como él preferían mantener su dinero al margen del de la familia y siempre aludían a cuestiones que nadie más entendía) y sus imponderables estados de ánimo inertes, paralizantes, negros como el alquitrán (que Leah despreciaba porque le parecían la forma más pura de autocomplacencia): ¿qué importaban, en realidad?

La Leah del espejo alzó la barbilla, nada de eso le preocupaba. Su marido no le importaba en lo más mínimo. Eso era lo que podía inferir cualquiera que viera su rostro impasible. Es más, parecía una joven, de hecho lo era, a punto de embarcarse en una nueva aventura…, segura como una sonámbula del destino que se abría ante ella.

Ese espejo, trasladado desde el salón de Violet cuando Leah amplió su dormitorio (tiraron una pared y pusieron un ventanal largo y moderno en lugar de esas ventanas viejas y recargadas con sus parteluces de plomo) para poder meter un escritorio de gran tamaño y otros muebles nuevos, era una de las piezas más valiosas de todas las antigüedades de la casa. Medía casi un metro por sesenta centímetros, tenía marco de oro labrado con incrustaciones de jade y marfil, al estilo de las girándulas. Leah lo subió a su cuarto junto a la talla de un bajorrelieve, tosco pero bonito, del escudo de armas de los Bellefleur, que ahora adornaba la pared por encima de su escritorio.

Un espejo antiguo, sin duda una de las piezas preferidas de Violet y, tal como se vio después, un espejo fuera de lo común. Aunque no se podía confiar demasiado (por cuestiones de luz, evidentemente) en que reflejara todo lo que tenía delante, como si fuera quisquilloso con sus gustos, lo cierto es que mostraba a Leah en todo su esplendor, con todos sus rasgos inconfundibles. Era el único espejo en el que podía confiar. Delante de él se vestía, se atusaba el cabello, ensayaba ciertos gestos faciales, miraba y remiraba sus ojos reflejados: era así como Leah entraba en íntima comunión no sólo con aquella imagen esmerada, sino con su propio interior, que naturalmente estaba oculto del escrutinio ajeno.

¡Tú sí que me conoces! ¡Vaya si me conoces!, decía riendo frente al espejo, pasando rápidamente la lengua por los dientes, dando unos toquecitos por atrás a su peinado recargado e impecable. Si Belladona no estuviera presente (le dejaba entrar a menudo, tan asexual era, tan inofensivo), hasta podría inclinarse hacia el espejo y rozarlo con los labios con la presumida inocencia de una jovencita antes de un baile.

—Nadie me conoce tan bien como tú —le susurró al espejo.

Y era cierto: de camino a su habitación, en el piso dieciocho del hotel Winterthur Arms —tras una tarde sumamente satisfactoria en la que recuperaron otra parte considerable del antiguo imperio (terreno a terreno, poco a poco, el patrimonio original de Jean-Pierre se iba reafirmando, aunque ya no eran tierras vírgenes sino granjas, huertas, aserraderos, fábricas y pueblos, pueblos enteros e incluso secciones de alguna ciudad), y Leah iba a poder declarar, con júbilo, cuando regresara a Bellefleur, que ya habían recorrido más de la mitad del camino para lograr el objetivo—, cuando regresaba a su cuarto, indudablemente cansada, pero también exultante, regodeándose con su buena estrella y oyendo con confianza los fuertes latidos de su corazón, vio sin querer su imagen en el espejo del ascensor, un espejo moteado de dorado, y vio con tal claridad que aquella imagen no era ella que se echó a reír en voz alta, furiosa.

Era un espejo grande y llamativo y vulgar, y en él se veía a una mujer joven de mediana edad, con la piel cetrina y arrugas quejumbrosas, incluso de mal genio, alrededor de sus labios pintados. La mujer pudo ser guapa alguna vez, pero ahora sus ojos estaban opacados y el cabello, aunque coqueto y peinado con esmero, estaba apagado y sin brillo, sin volumen. Llevaba unos pendientes —perlas, por supuesto— que al estar tan cerca del cutis le daban una tonalidad aún más amarillenta, y la piel del cuello de la chaqueta parecía sintética. ¡Qué espejo tan ordinario, qué insulto para los huéspedes del Winterthur Arms, que, además, pagaban tarifas extraordinarias! Leah lo miró distraídamente, mientras daba unos toquecitos al peinado por detrás. La luz del ascensor era mala, y la calidad del cristal del espejo dejaba mucho que desear…

No, sólo podía confiar en el espejo antiguo de su habitación.