La proposición

De un cielo plomizo caía la primera nieve del invierno, cuando no había pasado ni una semana de la escandalosa boda sorpresa de la bisabuela Elvira con el anónimo anciano del diluvio (un acontecimiento tan decididamente privado que la mayor parte de la familia quedó excluida y sólo asistieron Cornelia, Noel, Hiram y Della, todos unidos en su acérrima oposición a la boda, aunque por deferencia a la felicidad de su madre y a la indeclinable naturaleza de su decisión guardaron silencio y presenciaron la breve ceremonia que apenas duró diez minutos con rostros inexpresivos y estupefactos), el mismo día en que Garth y la pequeña Goldie llevaron por primera vez a su hijo recién nacido a la mansión para que lo conocieran (el pequeño Garth era tan diminuto que todos los que lo vieron pensaron que era prematuro, pero de hecho no lo era; era perfectamente proporcionado y saludable, y casi hermoso, y había nacido en la fecha indicada), cuando Germaine, escondida porque había oído sin querer parte de una discusión entre su madre y su padre y estaba muy asustada, tuvo la mala suerte de oír por casualidad, para su desazón (no era por el simple hecho de que, al ser una niña de una sinceridad insólita, no le agradaba espiar a los adultos, sino porque tampoco le agradaba que la pescaran), otra conversación privada y no pudo escapar hasta que los interlocutores, tras una sesión de al menos diez minutos sumamente emotiva, abandonaron al fin la habitación.

La niña había corrido a esconderse a uno de los salones de abajo; no es que se escondiera de sus padres (ni Leah ni Gideon habían reparado en su presencia: tal era la fría indignación que los embargaba), sino de la idea de sus padres, alzando la voz sin aspavientos, llenando el aire de cuchillos aserrados y carámbanos y uñas afiladas que la dejaban con ese sabor negro y amargo y nauseabundo en el fondo de la boca; sin saber lo que hacía corrió a la habitación que desde que la renovaron el otoño anterior pasó a llamarse el Salón del Pavo Real (Leah lo había hecho empapelar con un suntuoso papel de seda francés que mostraba, sobre un fondo opalescente, pavos reales, garzas y otras aves vistosas, con un estilo copiado de un manuscrito chino del siglo doce), y se escondió detrás de un sillón de dos plazas situado frente a la chimenea vacía. Ahí se quedó, inmóvil, jadeante, encrespada por el desasosiego. No sabía por qué motivo discutían sus padres, pero entendió muy bien la naturaleza dañina, hiriente, ligera y hábil de sus bromas, sobre todo las de Leah.

Y de pronto entraron dos personas en la habitación, enfrascadas en una conversación igualmente apasionada.

—Te he pedido…, ¿o acaso no te lo he pedido?…, que no dijeras esas cosas —dijo la mujer suavemente.

—Es que no puedo no decirlas —replicó el hombre de inmediato.

Germaine no reconocía aquellas voces. Hablaban en voz baja y estaban claramente agitados. Uno de ellos (debió de ser la mujer) se dirigió hacia la chimenea y pareció apoyar la frente contra la repisa, o bien la apoyó en el brazo extendido sobre la repisa; el otro vaciló, pero se mantuvo a una distancia respetuosa.

—Es que sencillamente no te comprendo —dijo el caballero—. Puedo aceptar que en última instancia me rechaces, hasta que te alejes de mí con desprecio…, pero que no tengas la paciencia, o la amabilidad, incluso el sentido de…, el sentido del humor…, para escucharme…

La mujer se echó a reír sin poder evitarlo.

—¡Eres tú el que no me entiende! ¡No entiendes mis circunstancias!

—Discúlpame, querida mía, pero lo cierto es que he estado indagando, con discreción, por supuesto…

—¡Qué va a decirte la gente!

—Me han dicho que no eres feliz…, que estás sola en el mundo…, una joven de una valentía insólita, y de mucho carácter…, pero que ha sufrido…

—¡Sufrido! —rió la mujer—. ¿Es eso lo que dicen? ¿De verdad?

—Dicen que has sufrido mucho, pero que prefieres no hablar nunca de ti.

—¿Puedo preguntar quiénes son los que dicen eso?

Hubo una breve vacilación, y luego el caballero dijo, en tono implorante:

—Preferiría no decírtelo.

—Entonces no lo hagas. No puedo pedirte que traiciones una confidencia.

—No estarás enfadada, espero.

—¿Por qué habría de estarlo?

—Por haber querido indagar de ti a tus espaldas.

—¡Bueno!…

—¿Qué alternativa tenía? Soy un intruso en este lugar y sé muy bien que tengo que ser prudente a la hora de hablar con unos o con otros…, porque en esta casa hay, como sabrás, como seguro que sabes, toda serie de conspiraciones vertiginosas…, conspiraciones, maquinaciones, ambiciones, sueños…, y algunos de ellos, a mi juicio, bastante descabellados…, como te digo, soy un intruso aquí y no he tenido más remedio que tantear el camino como un sonámbulo. Aunque desde aquella primera noche supe exactamente cuáles eran mis sueños, no podía abrir mi corazón por temor a ofender profundamente a alguna persona…, alguien que tenía, llamémoslo así, sus propios planes para mí.

—¿Quieren casarte con alguien?

—Creo que sí. Pero me parece que están desconcertados…, no se han puesto de acuerdo…, y por lo tanto estoy relativamente libre. Si descontamos el hecho de que —agregó con ligereza— soy todo menos libre.

La mujer sofocó un grito que sonó a sollozo.

—¡Ya te he dicho que no digas esas cosas!

—Querida mía, tenemos muy poco tiempo, ¿cómo puedes negarme? Quiero decir, ¿cómo puedes negarme la única oportunidad que tal vez tenga para expresarme? Son tan contadas las ocasiones de vernos a solas, puesto que tú lo prohíbes…

—Yo sé lo que nos conviene… —dijo la mujer con voz trémula—. O, mejor dicho, lo que es inevitable.

—Pero no te compadeces de mí…, ni siquiera quieres mirarme. Mirarme a la cara, ¿no? Aunque sabes muy bien —dijo en voz baja— cuánto te valoro, cuánto te adoro…

—Por favor…, vas a obligarme a salir de aquí.

—Sé que lo sabes, desde aquella primera noche…

—Prefiero no pensar en esa noche. Cuando lo hago me muero de vergüenza y de humillación.

—Pero querida…

—¡Me hace mucho daño que lo saques a relucir!

—No estás siendo razonable…

—¡Tú sí que no eres razonable! —replicó la mujer muy agitada—. Con la excusa de ser mi amigo no haces más que perseguirme con mayor crueldad de lo que persiguen mis enemigos.

—¡Enemigos! Pero ¿tienes enemigos?

La mujer guardó silencio mientras caminaba nerviosa delante de la chimenea, a pocos pasos de allí. Germaine oía su respiración dificultosa.

—… Ya he hablado de más… —susurró—. No pienso abrir la boca.

—No puedo creerme que tengas enemigos, personas que busquen activamente la manera de hacerte daño…

—Lo siento, pero tengo que irme… Por favor, discúlpame…

—Me prometiste este encuentro y apenas hemos comenzado…

—Fue una imprudencia. Ahora me veo obligada a cambiar de opinión.

—¡Eso es crueldad…, no sólo por mí, sino por ti misma! Veo que estás atormentada por algo, y que quieres sincerarte conmigo, y que quieres hablar…, ¿me equivoco? ¿No confías en mí?

—Esto es imposible. Te digo que no, no puedo permitir que digas esas cosas, dadas las circunstancias.

—Pero ¿de qué circunstancias hablas? Eres una mujer joven, sin ataduras, no parece que tengas responsabilidades ni obligaciones con tu familia, que yo sepa; y yo —añadió con una risa inesperada y amarga— tampoco tengo ataduras, ya no soy joven…, salvo en experiencia.

—Por favor, no te pongas en ridículo.

—¿Cómo no voy a ponerme en ridículo si, por lo que parece, a tus ojos soy objeto de burla? A todas luces indigno de que me escuches siquiera…, de que me des el gusto.

—No me entiendes —dijo la mujer, llorando—. Lo que pasa es que no…, no conoces mis circunstancias.

—Entonces deberías explicármelas.

—Déjalo, por favor. No puedo…, no puedo…, no puedo soportarlo.

Se echó a llorar y el caballero quiso acercarse para consolarla, pero (y Germaine, encogida detrás del sofá, percibió su desdicha) no se atrevió. Tras unos minutos de silencio, interrumpidos tan sólo por los desgarradores sollozos de la mujer, dijo:

—Vamos a ver, querida. ¿Acaso temes que haya demasiada discrepancia entre nuestros orígenes? Me resulta muy difícil expresar esto, pues no tengo facilidad de palabra ni sutileza, pero… ¿te preocupa que por estar sola en el mundo y carecer de fortuna, mi familia pueda oponerse a…, oponerse a nuestro…

Los sollozos de la mujer se intensificaron. Lo cierto es que la pobre parecía haber perdido el control. El caballero siguió hablando con una voz que variaba de tono y Germaine tuvo la sensación (aunque a esas alturas ya se había tapado los oídos con los puños porque todo le resultaba demasiado vergonzoso) de que se estaba armando de valor para abrazar a la joven…, pero era incapaz de moverse. Los dos estaban cerca de la chimenea, en la esquina más alejada de la habitación.

—… Oponerse a nuestro matrimonio?

La mujer musitó algo ininteligible.

—Ya veo, ¿te he insultado acaso? —gritó el hombre con desesperación—. ¿Te he insultado por el mero hecho de pronunciar la palabra matrimonio? Esperaba que no sonase tan despreciable en mis labios.

—¡No puedo más! —exclamó la mujer.

Se produjo entonces algo que sonó como un forcejeo, una respiración ahogada, como si la mujer hubiera querido marcharse pasando por delante del hombre y él, instintivamente, se lo hubiera impedido.

El corazoncito de Germaine latía con toda su inquietud y su pudor. ¡Si la descubrían!… Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el sillón, las rodillas contra la barbilla y los ojos cerrados. No quería, no quería escucharlos, no quería escuchar a los adultos en sus conversaciones privadas, secretas y apasionadas. (Tanto era lo que se decía, tanto lo que no se decía. Las frecuentes ausencias de su padre, sus coches de lujo, la carta que Leah había recibido de una chica…, o era de la madre de una chica, Gideon diciéndole a Leah: Si yo no te reclamo nada a ti, ¿por qué, a estas alturas, me reclamas nada a mí?; y Leah respondiendo fríamente: Podrías pensar al menos en la niña y en cómo le afecta todo esto; y Gideon diciendo, con tono de genuina sorpresa: ¿La niña? ¿Qué niña? ¿Todavía tenemos una hija en común? Y los rumores escandalizados y silenciados de la semana anterior, sobre la bisabuela Elvira y el anciano del diluvio: el anciano que era, a todas luces, su «amante». Pero ¡cómo iban a consentir que la muy tonta se casara, a su edad, y con ese… pobre diablo!, dijo Hiram sin entusiasmo, ¿qué consecuencias tendría para el patrimonio? ¿Querrá modificar su testamento? Y Noel respondiendo: ¡Cómo te atreves a llamar tonta a nuestra madre! ¡Quién eres tú, precisamente, para llamar tonto a nadie! No digo que esa unión sea particularmente oportuna…, es más, no digo que todas las uniones tengan que ser dichosas y oportunas…, pero si nuestra madre es feliz, como parece, casándose por segunda vez a la edad de…, Cielo Santo, ¿casi ciento un años?…, no somos nadie para oponernos. Y, que yo sepa, el anciano ese es inofensivo… y sonriente y afable y tranquilo y… ¡Y senil!, gritó Hiram. ¡El cerebro se le debió de quedar a remojo varios días en la inundación! No hace más que sonreír, como si supiera que tenemos que cuidarlo el resto de su vida. ¿Y qué pasa si nuestra madre se muere antes que él y el patrimonio pasa a sus manos y cuando se muera aparecen sus herederos? ¿Qué pasa si nos desalojan de nuestra propia casa, qué diríais si nos desalojan unos descerebrados?… Y aún antes oyó un rápido intercambio entre Ewan y Leah sobre la muerte de Vernon: Si tuvieras la certeza de quién lo mató, pero no tuvieras testigos, ¿intervendrías para vengar su muerte? ¿Quién protestaría? ¿Quién se atrevería a protestar? Pero tendrás que ser rápido, cuando lo hagas. Y no tener con ellos más compasión de la que ellos tuvieron).

Tanto era lo que se decía, tanto lo que no se decía.

La mujer alzó la voz con valentía.

—Las circunstancias son…, las circunstancias son que…, sencillamente, no soy digna de ti. Ahora ya lo sabes; y debes permitir que me vaya.

—¡Que no eres digna de mí! —el hombre se echó a reír—. ¡Cómo puedes decir tal cosa, cuando yo te he declarado mi amor, cuando prácticamente he tenido que suplicar para que me dieras la oportunidad de declarártelo! Querida, querida mía, por favor, no te muevas y mírame a los ojos…

—¡Es que no puedo! ¡No puedo! —gritó ella—. ¡No soy digna de ti!

—¿A qué demonios te refieres?

—Yo…, yo…, he tenido relaciones con otro hombre —respondió ella con disgusto y la voz entrecortada.

Por un instante reinó el silencio. Luego dijo el caballero, sin alterarse:

—Bueno, sí, otro hombre: por supuesto, otro hombre. Me entristece, pero no…, no me sorprende, tengo que reconocerlo. Eres una joven sumamente atractiva y es lógico que…, que…

—No fue una relación feliz —murmuró ella.

—¿Él…, él… se aprovechó de ti?

—¡Aprovecharse! —la mujer se echó a reír—. ¡Yo diría que más bien fui yo la que se aprovechó de él!

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué me miras de esa forma tan extraña?

—Yo fui la que pecó al enamorarme de un hombre casado —respondió enfadada—. Me enamoré y lo perseguí, estaba tan enamorada que no podía dejarlo en paz, hasta que…, hasta que…

—¿Qué pasó?

—Ya he dicho demasiado. Seguramente ya sentirás el más profundo desprecio por mí.

—Amada mía, tus palabras me duelen, pero ¿ves en mi expresión algo parecido al desprecio? ¡Por favor! ¡No me des la espalda! ¿Ves acaso en mí otra cosa que no sea amor?

—Eres demasiado bueno… Estás muy por encima de mí.

—¡No digas cosas tan irresponsables! Cuando seas mi esposa, cuando todo esto se haya asentado y haya quedado atrás, y adviertas la profundidad de mi amor, verás lo intrascendentes que son estas sensaciones. Comparadas con el amor que siento por ti, querida mía…

—Ya te lo he dicho: no soy digna de ti.

—Pero ¿por qué? ¿Sólo porque, con tu inexperta juventud, te enamoraste de quien no debías? Sospecho que este hombre que mencionas, este hombre casado, se aprovechó de ti. Y nunca querré saber su identidad, aunque fuera alguien de esta familia, como tiendo a creer… No haré preguntas, ni ahora ni en el futuro. Nunca. Te doy mi palabra. ¡Tienes que confiar en mí! Pero no puedo aceptar tu juicio implacable, la condena que tú misma te impones. Si, con tu joven inocencia, te enamoraste y saliste malherida…, lo único que puedo sentir en el fondo de mi corazón es compasión, y el deseo de reparar la crueldad de ese miserable…

—¡No es un miserable! —gritó la mujer—. ¡Es un príncipe! ¡No debemos juzgarlo!

—Entonces no hablemos de él nunca más —dijo el hombre con tono pausado.

—Salvo por el hecho —replicó la mujer— de que yo…, yo tuve una hija con él. Una hija ilegítima. Su padre no la reconoció, pero todo el mundo lo sabía.

Germaine percibía la respiración entrecortada del caballero.

—Entiendo —dijo en voz baja—. Una hija.

—Una hija, sí. Jamás reconocida por su padre.

—De modo que…, de modo que… Tuviste una hija.

—Sí. Eso es.

—Y amabas a su padre.

—Amaba a su padre. Todavía lo amo.

—Una hija…

—Una hija.

—En tal caso…, mi deber es amarlas a las dos —dijo el caballero con esfuerzo—. Debo amar a la recién nacida como amo a su madre, sin censura…, sin juzgarla. Soy, querida mía, muy capaz de…, de un amor semejante…, ponme a prueba y lo verás; pero no me rechaces. Esto ha sido, como puedes ver, un duro golpe para mí, pero…, pero creo que lo voy a superar…, que ya lo estoy superando… Ojalá… Sí, ya lo verás —dijo con desesperación—, amaré a tu hija como te amo a ti, dame la oportunidad de demostrarlo.

—No lo entiendas —murmuró la mujer—. Mi hija está muerta.

—¡Muerta!…

—Mi hija recién nacida murió. Y yo estoy perdida, y aquella noche tenías que haber dejado que me ahogara. ¡Tenías que haber dejado que me ahogara, si hubieses tenido compasión por mí!

Dicho esto, echó a correr súbitamente y salió de la habitación. El caballero, estupefacto, intentó llamarla.

—Pero, querida mía…, mi pobre querida… ¿Qué has dicho?

Corrió tras ella torpemente, jadeando.

—Querida…, querida mía… Por favor, no me abandones…

Germaine, oculta tras el sillón, tenía los ojos muy cerrados y los puños apretados contra los oídos. No quería oír, no quería saber.

Muy dentro de su pecho, en la parte más baja, comenzó a sentir un pálpito extraño y doloroso, como si algo quisiera cobrar vida con violencia, definirse. Pero no le hizo caso. Permaneció inmóvil, al fin sola en la habitación, sin oír nada. Sus mejillas estaban bañadas en lágrimas, pero no sabía identificarlas: ¿eran lágrimas de pena, o de furia? No quería ser testigo de todo lo que se le imponía.