La cornalina

A raíz de una promesa que hizo cuando era una joven veinteañera, hacía ya muchos años, tras la muerte del segundo, o posiblemente del tercero de sus prometidos (y uno de ellos era un apuesto oficial de marina de treinta años, cuyo padre era el dueño de una cadena de fábricas textiles del valle del Mohawk), la tía abuela Verónica jamás salía de sus aposentos antes del atardecer, y jamás vestía nada que no fuera negro.

—Todo el que sea tan desdichado como yo debería huir del sol —decía.

Creían que alguna vez se consideró una belleza —y quizá lo fue— y ahora guardaba luto no sólo por los dos o tres hombres que podrían haberla salvado de una virginidad perpetua, sino por su propia juventud perdida: por la juventud que alguna vez debió de parecerle inviolable, pero que fue desgastándose paulatinamente hasta que de ella no quedó nada, salvo ese voto de castidad terco e irrelevante que había hecho, evidentemente, ante testigos.

—Todo el que sea tan desdichado como yo debería evitar a los demás para no disgustarlos —decía con audacia—. ¡Ay, estoy condenada!

Por causa de esa promesa, Germaine casi nunca veía a su tía abuela, o la veía sólo durante los meses de invierno, cuando el sol se ponía más temprano y Germaine no se acostaba hasta bien entrada la noche. Lo sorprendente de la tía abuela Verónica era su vulgaridad. Si los niños no hubieran sabido de sus infortunados amores y del curioso voto penitencial, la habrían considerado mucho menos interesante que sus abuelos, y desde luego mucho menos interesante que su temperamental bisabuela Elvira (que pronto volvería a ser esposa, a sus ciento un años de edad). La tía abuela Verónica era una mujer regordeta, de caderas prominentes y busto generoso, estatura moderada, con un rostro plácido y bovino, ojillos de color avellana rodeados de incontables arrugas y pliegues azulados, una boca que podría haber sido atractiva si no fuera por su gesto autocomplaciente y un cutis terso y más bien suave que variaba mucho de tonalidad: a veces era bastante pálido, otras veces sonrosado y salpicado de manchas, especialmente en las mejillas, y otras parecía rubicundo, áspero y acalorado, casi color ladrillo, como si hubiera hecho ejercicios violentos bajo el sol. (Aunque jamás hacía ejercicio, por supuesto. A la pobre mujer le agotaba el solo hecho de bajar las escaleras, cosa que hacía con una languidez que ni siquiera la promesa de un buen clarete y de una buena comida podía disipar).

Sus pasatiempos eran absolutamente comunes: hacía labores de bordado, como las otras ancianas, pero nunca tuvo ni la perseverancia ni la imaginación necesarias para crear obras de arte como la tía Matilde; de vez en cuando jugaba al gin rummy con apuestas modestas; chismorreaba sobre vecinos y parientes, generalmente con un aire de lánguida incredulidad. Admiraba la buena porcelana, pero nunca tuvo su propia colección. No toleraba en la piel nada que no fuera las sábanas más finas (o eso le gustaba decir), y como es lógico detestaba las cosas hechas a máquina, sobre todo el encaje hecho a máquina. (Todas las mujeres Bellefleur, incluso Leah, detestaban el encaje hecho a máquina, a pesar de que la familia acababa de adquirir una fábrica de encaje a orillas del río Alder). Sus modales eran afectados; en realidad, ella misma era exageradamente afectada: a la hora de cenar se sentaba remilgadamente a la mesa, noche tras noche, dando sorbitos de vino con delicadeza extrema, tomando una o dos cucharadas de sopa, haciendo alarde de sus escrúpulos con la comida, como si la sola idea de tener apetito fuera aborrecible. (De hecho, había una broma familiar que venía de largo según la cual la tía Verónica se atiborraba en su cuarto antes de bajar a cenar, con el objeto de mantener el mito de su quisquillosidad infantil, aun décadas después de que el mito dejara de tener significado… o de que alguien quisiera creerlo). El apetito delicado de Verónica quedaba rotundamente desmentido por su figura rolliza y holgada, el indicio de papada y su evidente lozanía. ¡A su edad!, solían comentar los demás, maravillados. Por otra parte, nadie sabía con exactitud cuántos años tenía. Bromwell calculó una vez que debía de ser mucho mayor que la abuela Cornelia, lo que la ponía en más de setenta años, pero todos se echaron a reír hasta que el chiquillo salió de la habitación: fue una de las contadas ocasiones en las que el niño se equivocó claramente. Porque la tía abuela Verónica no parecía tener más de cincuenta años en sus momentos más aletargados, y en los más activos hasta podía aparentar cuarenta años de edad. Sus ojillos anodinos brillaban a veces con una inexplicable emoción que quizá era placer en su enigmática personalidad.

En ocasiones importantes llevaba vestidos escotados que dejaban ver su piel pálida y más bien grasa, y la hermosa piedra oscura en forma de corazón que solía llevar al cuello, colgando de una fina cadena de oro. Cuando le preguntaban por la piedra, bajaba los ojos con tristeza, la tocaba y tras una pausa larga y penosa decía que era una cornalina…, regalo del primer hombre que había amado…, el único hombre (lo veía ahora, tantas décadas después) que realmente había amado. Una piedra de color verde oscuro moteada de jaspe rojo que brillaba o se apagaba según las variaciones de luz y tiraba con fuerza de la fina cadena; un corazón de piedra del tamaño del corazón de un niño. Es preciosa, ¿no te parece? ¿No te parece una hermosura?, preguntaba, bajando la vista para contemplarla, con el ceño fruncido y su pequeña y rolliza barbilla arrugada contra el pecho. Afirmaba que ya no estaba en condiciones de juzgarla. Hacía muchos, muchos años que el conde Ragnar Norst le había regalado la cornalina.

Claro que era preciosa, respondían los demás. Si es que a uno le gustaban las cornalinas.

Norst se presentó a Verónica Bellefleur en un baile de beneficencia de Manhattan, al que asistieron, según se comentaba, muchas personas de dudosa trayectoria. Aunque Verónica, por entonces una atractiva joven de veinticuatro años que llevaba el cabello rubio rojizo trenzado y recogido sobre la cabeza a modo de corona, y que se distinguía por su carcajada espontánea y cantarina, tenía, cómo no, una carabina y en cualquier otra circunstancia no habría permitido las insinuaciones de un desconocido —¡y mucho menos de un desconocido que osara tomar su mano y llevársela a los labios!—, hubo desde el principio algo tan imperioso y al mismo tiempo tan natural en su actitud que no pudo contrariarlo. Con su atuendo formal y elegante, aunque algo anticuado, su muy oscura perilla y los rizos morenos y brillantes que sobresalían a ambos lados de la frente, el conde Ragnar Norst se identificó ambiguamente como el hijo menor de una familia de comerciantes, propietarios de una empresa naviera que recorría todo el globo, desarrollando su actividad comercial desde Nueva Guinea hasta la Patagonia y la Costa de Marfil, y también como agregado diplomático cuya embajada estaba, por supuesto, en Washington, y como «aventurero-poeta» cuyo único deseo era vivir cada día al máximo. La confusa impresión que tuvo Verónica del llamado Norst en aquella ocasión fue positiva pero complicada…, era atractivo, eso sin duda, pero qué sonrisa tan intensa y extraña le había dirigido… Y con qué incómoda intimidad le había besado la mano, como si fueran íntimos amigos…

Comenzó a soñar con él casi de inmediato. De modo que cuando reapareció en su vida unas semanas después, en una concurrida recepción en casa del senador Payne, no muy lejos de la mansión Bellefleur, lo saludó con una vivacidad inconsciente, extendiéndole la mano como si, de hecho, fueran viejos amigos. Hasta que él no tomó su mano y la llevó a sus cálidos labios con una leve reverencia, no advirtió Verónica la audacia de su comportamiento, pero para entonces ya era demasiado tarde, pues Norst la estaba hablando de muchos temas: el tiempo, el magnífico paisaje de las montañas, la «rústica» cabaña junto al lago que había alquilado para pasar el verano en el lago Avernus (a unos veinte kilómetros del lago Noir), y de su deseo de verla todo lo posible. Verónica soltó una de sus estridentes carcajadas, escandalizada, pero Norst no se amilanó. La consideraba, según sus propias palabras, «absolutamente encantadora». Y tan norteamericana.

Pronto sucedió que Norst visitaba a Verónica en el castillo, iba a almorzar o a tomar el té en su extraordinario coche negro, un Lancia Lambda de exposición que se alzaba a buena altura sobre sus ruedas radiales con marco de madera y lo bastante amplio como para que Verónica subiera sin que sus sombreros de ala ancha sufrieran el menor percance. La llevaba a pasear por la ribera del Nautauga y después descendía por el pintoresco paisaje ondulado hacia el lago Avernus, que ya en esos días empezaba a ser conocido como zona de descanso para oriundos de Manhattan que no tenían ni el interés ni los recursos para adquirir un genuino campamento chautauqua como el que había construido Raphael Bellefleur en la orilla norte del lago Noir. Durante aquellos paseos largos y pausados, que la pobre Verónica recordaría el resto de su vida, la pareja conversaba de innumerables temas informales, riendo a menudo (era evidente que estaban medio enamorados desde un principio) y aunque Norst interrogaba minuciosamente a Verónica sobre su vida, su vida cotidiana, como si cada detalle relacionado con ella lo fascinara, se mostraba llamativamente evasivo al hablar de su propia vida: tenía «obligaciones» relacionadas con la naviera de su familia que lo requerían en Nueva York con mucha frecuencia; tenía «obligaciones» relacionadas con la embajada de Suecia en Washington que lo requerían allí, con mucha frecuencia, y el resto del tiempo, bueno, el resto del tiempo lo consagraba a…, a las obligaciones consigo mismo.

—Porque todos tenemos una gran responsabilidad, ¿no le parece, mi querida señorita Bellefleur? —le decía, apretándole la mano con entusiasmo—, una responsabilidad que contraemos al nacer: la necesidad, o más bien la obligación de realizarnos, de desarrollar nuestras almas hasta el límite. Y para eso no sólo necesitamos tiempo y astucia, sino también coraje, incluso audacia… y la solidaridad de almas gemelas.

Verónica era muy capaz de aplicar un escepticismo inteligente a los innumerables asuntos de carácter doméstico (las promesas de modistas y tenderos, por ejemplo), y a la edad de trece años repudió con toda insolencia al «Dios» del Unitarismo (la rama de la familia a la que pertenecía Verónica estaba experimentando solemnemente con formas del cristianismo que consideraban racionales, ya que las irracionales les resultaban demasiado embarazosas). No era ninguna jovencita estúpida, y sin embargo, ante la carismática presencia de Norst, parecía perder toda capacidad de buen juicio y permitía que sus palabras la embargaran de emoción… Su voz era clara y sensual, la primera voz genuinamente atractiva, incluso seductora, que la infortunada joven había experimentado en su vida. ¡Ay, qué importaba lo que decía! Qué importaba: chismes sobre amigos comunes del lago Avernus, chismes sobre políticos estatales y nacionales, elogios para la finca y la granja Bellefleur, empalagosas alabanzas dirigidas a la propia Verónica (que, con el arrebol y el vértigo que le provocaba el «amor» por el conde, estaba indudablemente hermosa, y no era en absoluto inocente respecto al efecto que causaba el cruel corsé que le marcaba una cintura de avispa en los ceñidos vestidos de seda que llevaba). Verónica contemplaba a Norst con una fascinación adolescente que no se preocupaba por ocultar, y murmuraba asintiendo «sí, sí» a cualquier cosa que él dijera. Era muy convincente.

Fue un noviazgo muy poco ortodoxo. Norst podía desaparecer de repente, dejando apenas una nota garabateada de disculpas llevada por un criado (pero nunca una explicación), y podía reaparecer uno o doce días después, sin poner en duda que Verónica lo atendería, como si ella no tuviera innumerables pretendientes que la trataban con mayor consideración. Como si no tuviera, criticaban sus padres y su hermano, ningún orgullo. Pero allí estaba Ragnar Norst con su aristocrático coche que relucía como una carroza fúnebre y despedía un aroma (que con el tiempo se volvió bastante dulce, según Verónica) a cera, a cuero, a madera lustrada y también a humedad mohosa, como a ciénaga que se hubiera vuelto muy fértil gracias a siglos de descomposición. En todo momento lucía atuendos de una formalidad impecable —levitas, elegantes corbatas de seda, puños de un blanco deslumbrante con gemelos de perlas, oro, ónix o cornalina, cuellos almidonados, camisas plisadas—, y el cabello engominado, con sus dos rizos idénticos, siempre perfecto. Tal vez el cutis fuera demasiado aceitunado y sus ojos negros excesivamente negros, y sus modales demasiado impredecibles (un día se mostraba eufórico, alegre, conversador y risueño, y al día siguiente podía estar apático, o irritable, o melancólico, o tan serio en su conversación con ella sobre el tema de «cumplir con el propio destino» que la joven se apartaba, angustiada)…, y, en todo caso, como ya empezaban a decir los Bellefleur cada vez con mayor énfasis, había algo en él que no estaba del todo claro. ¿Eran los Norst una «antigua» familia sueca? ¿Eran dueños de una empresa naviera? Pero ¿qué empresa naviera? ¿Estaba Norst vinculado con la embajada sueca bajo su propio nombre o usaba un nombre falso? ¿Era el mismo «Norst» un nombre falso? Es muy posible, dijo Aaron, el hermano de Verónica, que aún creyendo en su identidad (cosa que no hago), Norst esté involucrado en alguna clase de espionaje… Al fin y al cabo, nunca hemos tenido la costumbre de confiar en los extranjeros.

Verónica, bañada en lágrimas, coincidía con ellos, pero ante la presencia de Norst lo olvidaba todo. Era muy varonil. Podía entretenerla horas y horas con canciones folklóricas suecas tocadas en un curioso y pequeño instrumento parecido a una cítara que producía un sonido intenso y a la vez arrullador, casi soporífero, una «música» tan íntima que recorría sus nervios y sus latidos hasta dejarla agotada. Le hablaba de sus múltiples viajes —a la Patagonia, al interior del África, a Egipto, a la Mesopotamia, a Jordania, a India, a Nueva Guinea, a Siria, a la tierra de Ganz— y comenzó a insinuarle, cada vez más explícitamente, que pronto podría acompañarlo, si ella así lo deseaba. Y entonces comenzó a abordarla como ningún otro hombre lo había hecho antes, tomando su mano flácida para llevarla a sus labios y besarla apasionadamente, murmurando sin vergüenza palabras como «amor» y «almas gemelas» y «destino común» y la necesidad de que los amantes se «entregaran» por completo el uno al otro. La llamaba «querida mía», «mi querida Verónica», «mi querida y bella Verónica» y parecía no advertir la incomodidad de la joven. Hablaba con voz trémula de «éxtasis» y de «pasión», de esa «tierra inexplorada» que algún día debe atravesar «una virgen como tú», pero sólo en compañía de un amante que se hubiera abierto completamente a ella. No debe existir, le advertía, ningún secreto entre amantes, ningún rincón del alma hundido en las tinieblas, pues de otra manera los raptos del amor serían meramente físicos y fugaces, y si los amantes morían uno dentro del otro, debían morir literalmente y no ser resucitados… ¿Lo entendía? ¡Ay, era imperativo que lo entendiera! Dicho lo cual la abrazó, temblando de emoción, y la pobre Verónica estuvo a punto de desmayarse. (Ningún hombre le había hablado nunca así, ni tampoco la había tomado en sus brazos tan inesperada y apasionadamente).

—¡No deberías…! ¡No está bien! ¡Ay…, no está bien! —dijo entre sofocos. Y luego, como una niña asustada, estalló en carcajadas—. Eso… no está… bien.

Aquella noche Verónica se acostó temprano, la cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado mucho vino, y apenas tuvo conciencia de taparse con las sábanas antes de deslizarse…, hundirse…, caer… en el sueño. ¡Y por la mañana vio la cornalina con forma de corazón sobre la almohada, junto a ella!…, descansando sin más sobre la almohada, junto a ella. (Supo de inmediato que era un regalo de Norst, pues dos o tres días antes, mientras cenaban en el Avernus Inn, con vistas al magnífico lago, ella armó un escándalo con sus gemelos (nunca había visto una piedra de un color tan intenso y oscuro y el centelleo le parecía fascinante). Las joyas familiares que ella había heredado (un zafiro, unos diamantes de modestos quilates, un puñado de ópalos, granates y perlas) le parecieron de pronto poco interesantes. Los gemelos de cornalina de Norst podían ser, como él insistía, baratos y hasta comunes, pero ejercieron una fascinación en Verónica que no pudo quitarles los ojos de encima durante toda la comida. Y ahora…, ¡qué sorpresa! Permaneció inmóvil un buen rato, contemplando la enorme piedra que era a la vez verde y roja, con capas de oscuridad. ¿Era posible que un objeto tan bello fuera tan común como decía?

Norst se las había ingeniado para que la criada de Verónica entrara de puntillas en su habitación y dejara la piedra a su lado y aunque la muchacha lo negó —porque su señora no estaba tan obnubilada por la pasión como para no advertir la falta de decoro de Norst al dar una propina, o sobornar, a una empleada doméstica—, Verónica supo que tal había sido el caso: un gesto audaz que su familia desaprobaría sin vueltas, pero que a ella (ay, no podía evitarlo) le había enternecido.

Colgó la cornalina de una cadena de oro y se la puso ese mismo día.

Cuanto más veía Verónica a Ragnar Norst, menos le parecía conocerlo: le asustaba, y también le entusiasmaba, pensar que nunca lo conocería del todo. Para empezar, sus estados de ánimo eran caprichosos: podía comenzar un paseo con ella de un humor excelente, pletórico de energía, pero a los quince minutos se sentía súbitamente extenuado y le pedía a Verónica que lo acompañara a sentarse un rato en un banco para contemplar el paisaje sin mediar palabra. O a veces sentía una dulce melancolía y no hacía más que mirarla a los ojos con tristeza, como si anhelara, como si ansiara algo…, a ella…, pero a los pocos minutos podía contarle una de sus largas y enrevesadas leyendas populares, situadas en Suecia o en Dinamarca o en Noruega, interrumpidas por ataques de risa (algunos de los relatos, aunque santificados por la tradición, le parecían a la joven sonrojada claramente procaces, no del todo aptos para sus oídos). Con todo, era excepcionalmente perceptivo en todas las circunstancias; ella tenía la sensación de que él veía, oía y pensaba con una claridad casi sobrenatural. Durante un infortunado almuerzo en la terraza del jardín amurallado, Aaron, el hermano de Verónica, un grandullón de más de cien kilos que sobreestimaba su capacidad de razonamiento, mucho más indicado para la caza que para una conversación civilizada, comenzó a interrogar a Norst de manera casi grosera sobre sus antecedentes. («Ah, así que tienes sangre persa por la rama materna. ¿Es así? Y por parte de padre, ¿qué clase de sangre?…»). La transformación de Norst fue notable: pareció percibir de inmediato que una confrontación con ese bruto sería no sólo desastrosa sino desagradable, de modo que respondió a las preguntas de Aaron de manera cortés, casi humilde, dispuesto a reconocer cuando era necesario que no podía explicar ciertas…, ciertas discrepancias…, no, lamentaba no poder explicar…, del todo…, no en ese momento. Verónica nunca había presenciado una actuación de una sutileza y un tacto tan exquisitos; lo miró con adoración, sin molestarse siquiera en enfadarse con el grosero de su hermano (que era cinco años mayor y se creía que sabía más que ella y que mucho de lo que sabía tenía que ver con ella), aun cuando el interrogatorio había hecho brotar gotas de sudor en la frente de Norst.

Después del incidente, cayó en la cuenta: ¡Sangre persa! Pero ¡qué maravilla! ¡Qué encantador! Sangre persa, lo que explicaba su piel aceitunada y sus ojos hipnóticos. Por poco que supiera de los suecos, aún sabía menos de los persas, pero le pareció una combinación de lo más sugerente…

—Ese «conde» es un impostor —sentenció Aaron—. Ni siquiera se toma la molestia de mentirnos con inteligencia.

—¡Qué sabrás tú! —dijo Verónica riéndose y desestimándolo con un gesto—. No sabes nada de Ragnar.

(Más tarde se supo que Aaron había hablado con el senador Payne y con dos o tres conocidos de Washington para ver si la visa de Norst podía cancelarse, si podían deportarlo sin más, con un mínimo de disputas jurídicas, a Europa. Pero Norst debía de tener amigos en posiciones encumbradas, o en todo caso amigos de mayor autoridad que la de los contactos de Aaron, pues no se pudo concretar la jugada y cuando Ragnar Norst regresó a Europa, lo hizo exclusivamente por deseo propio).

Y así fue que Verónica Bellefleur se enamoró del misterioso Ragnar Norst, aunque no fuera consciente de su «enamoramiento», sino de estar cada vez más obsesionada con él, con su sola idea, con su aura, un aura que la importunaba en los sitios más inadecuados y que podía ruborizar sus mejillas en los momentos más inoportunos. Aun antes de su enfermedad, Verónica era capaz de sumergirse en extraños ensueños letárgicos, durante los cuales su recuerdo la cautivaba; solía sacudir la cabeza, como queriendo liberarse de su hechizo. Un cálido arrullo erótico la aturdía. Suspiraba con frecuencia y sus palabras se diluían en silencios, lo que enloquecía a Aaron, que sabía, por mucho que ella lo negara, que se había enamorado del conde.

—Pero ¡si ese hombre es un impostor! —decía indignado—. Del mismo modo que esa piedra tuya, si me permitieras llevarla a examinar, resultaría falsa.

—No conoces a Ragnar en absoluto —respondía Verónica, temblando.

Con todo, también ella se sentía a menudo perturbada por él. El conde insistía en que se encontraran de noche, en lugares clandestinos (el cobertizo para botes, o junto al riachuelo Sangriento; o en el fondo más recóndito del jardín amurallado, donde había una pequeña arboleda de hojas perennes y donde a veces jugaban los niños de día), sin importarle hasta qué punto podían comprometerla esas situaciones. Insistía en hablar «francamente» sin importarle hasta qué punto podían perturbarla sus palabras. En una oportunidad le tomó ambas manos y le dijo, con voz temblorosa por la emoción:

—Algún día, mi queridísima Verónica, esta farsa terminará…, algún día serás mía…, mi más preciada posesión…, y yo seré tuyo…, y entonces conocerás la realidad de…, de… la pasión que está a punto de sofocarme…

Y, de hecho, comenzó a respirar con tal dificultad que más que respiración parecían sollozos, y los ojos le brillaban de tanto deseo indescriptible, y tras un momento angustioso durante el cual se quedó mirándola casi con furia, se apartó y se desplomó contra la baranda, levantando el brazo como para protegerse de la visión de ella. El pecho subía y bajaba con una violencia tal que Verónica se preguntó si acaso estaba sufriendo alguna clase de ataque.

Norst permaneció apoyado en la baranda varios minutos más, con los pesados párpados cerrados, como si de pronto hubiera perdido toda energía. Y después, mientras la acompañaba de regreso a casa, habló muy poco y caminó con andar vacilante, como si fuera un anciano. Al partir apenas murmuró un adiós amable y melancólico, sin levantar la vista siquiera para verla.

—Pero, Ragnar —dijo Verónica, con una audacia provocada por la desesperación—, ¿te has enfadado conmigo? ¿Por qué te has apartado así?

Él siguió sin mirarla a los ojos. Suspirando, dijo con voz débil:

—Mi querida, quizá lo mejor sea…, lo mejor para ti, sólo pienso en ti…, que no nos veamos nunca más.

Aquella noche Verónica volvió a soñar con él, un sueño mucho más vívido. Lo vio de una manera más clara que si lo hubiera visto en carne y hueso. Él tomaba sus manos y las apretaba con tanta fuerza que ella gritó de dolor y sorpresa, después la acercó a él, a su pecho, y la abrazó con fuerza. Ella podía haberse desvanecido y hasta caído si él no la hubiera sujetado con tanta fuerza… La besó de lleno en los labios, hundió la cabeza en su cuello y luego, aunque la joven desfalleciente intentaba detenerlo con sus manos débiles, le desgarró el corpiño y comenzó a besarle los pechos sin dejar de sujetarla con fuerza, susurrándole imperiosas palabras de amor. Lo excitó más aún que Verónica llevase la cornalina colgando del cuello (porque lo llevaba hasta en la cama, debajo del camisón).

—No sigas, Ragnar —murmuró con el rostro carmesí por la vergüenza—, no sigas, no sigas…

De día apenas recordaba sus tempestuosos sueños, aunque permanecía bajo su hechizo. La embargaban extrañas emociones que le quitaban la energía y su madre le preguntaba más de una vez si estaba enferma; a veces estaba llorosa, otras disgustada, otras exageradamente eufórica, o bien desafiante, avergonzada o impaciente (porque ¿cuándo, cuándo lo volvería a ver?…, le hizo saber a través de un sirviente que lo habían llamado de la embajada de Washington), o fascinada como una niña (cuando estaba segura de que él volvería a verla). En ocasiones devoraba todo lo que le ponían delante, pero la mayor parte del tiempo no tenía apetito, se limitaba a sentarse a la mesa, ajena a los demás, contemplando el vacío, suspirando, con la cabeza rebosante de imágenes lánguidas y fantasmales de su amante.

No sigas, Ragnar, decía una vocecilla, no sigas, detente antes de que sea demasiado tarde…

Fue entonces cuando el pobre Aaron sufrió un trágico accidente y el propio Ragnar Norst en persona consoló a la afligida joven.

Desaprensivamente, y en contra de los reiterados deseos de su padre, Aaron salió de caza solo a los bosques que se extienden más arriba del riachuelo Sangriento, con uno de los perros como única compañía. Al cruzar un arroyo de aguas turbulentas, evidentemente perdió pie, cayó y la corriente lo arrastró centenares de metros, hasta una cascada de dos metros de altura, y allí encontró la muerte, en unos rápidos vertiginosos y de escasa profundidad, pero llenos de rocas y troncos que se sucedían con todo ímpetu. Una rama que sobresalía rebanó la garganta del pobre joven, después conjeturaron que probablemente murió desangrado, gracias a Dios, en cuestión de minutos. Para cuando la partida que salió en su búsqueda lo encontró (hacía dos días que estaba perdido), el cuerpo, tan voluminoso e intimidante cuando vivía, estaba desangrado y blanco, enredado en una maraña de piedras y troncos cubiertos de espuma.

(Nunca hallaron ni al perro ni la escopeta, lo que añadió más misterio a la muerte).

Verónica, conmocionada, lloró y lloró, tanto por el sinsentido de la muerte de Aaron como por la muerte misma; para ella no había ningún misterio, sólo el hecho de que nunca más volvería a ver a Aaron, nunca volvería a cruzar palabra alguna con él… Por más que discutieran, se habían querido mucho.

¡Qué desagradable, esa muerte, y qué absurda! Si el testarudo de su hermano hubiera hecho caso a su padre… No; Verónica no podía soportarlo, no quería soportarlo. Lloró días enteros, sin permitir que nadie la consolara.

Hasta que regresó Ragnar Norst.

Una mañana apareció por el sendero de gravilla conduciendo su coche negro majestuoso (que tenía el motor recalentado) e insistió en que se le permitiera ver a la señorita Verónica: se había enterado en Washington de la muerte de Aaron y supo de inmediato que Verónica necesitaba consuelo para superar la crisis. Era tan exquisita y tan sensible que el horror de una muerte tan brutal podía afectar su salud.

La sola visión de Norst la reanimó. Pero como era una joven discreta se cuidó de ocultar sus sentimientos; de hecho, a los pocos segundos le invadió el recuerdo de la muerte de su hermano y se deshizo en lágrimas renovadas. De modo que Norst la llevó a caminar por la orilla del lago, sin decir nada al principio, incluso instándola a llorar; pero luego, cuando le pareció que ya se había desahogado, comenzó a hacerle preguntas sobre la muerte. Sobre su miedo a la muerte.

¿Era la muerte en sí misma lo que la aterraba…, o la naturaleza accidental de esta muerte en particular? ¿Era la muerte lo que tanto la alarmaba, o el hecho de no volver a ver a su hermano nunca más (como ella decía)?

Junto a las encrespadas aguas del lago Noir se detuvieron, escuchando el batir de las olas sobre la orilla. Ya pronto se pondría el sol. Verónica se estremeció, se había levantado una brisa más bien fría, y Norst deslizó el brazo sobre sus hombros con toda naturalidad, con toda elegancia. Respiraba afanosamente. Parecía nervioso y eufórico, pero su voz era firme, firme y contenida, y Verónica no dio señal de haber advertido su emoción: es más, mantuvo su mirada tímidamente apartada. Lo único que se preguntaba era si él no habría visto la cornalina que llevaba oculta debajo de la blusa. Pero era evidente que no la habría visto, dadas las circunstancias…

La abrazó con más firmeza, sintiendo sus hombros delgados, y acercó la boca al oído de Verónica. Con voz suave y trémula comenzó a hablarle de la muerte, de la muerte y del amor, de la muerte, el amor y los amantes, y de cómo, por el sacramento de la muerte, los amantes quedan unidos y su amor profano, redimido. A Verónica le latía el corazón con tanta fuerza que casi no podía concentrarse en sus palabras. Era muy consciente de su cercanía, de su avasalladora cercanía; tenía terror de que la besara, como había hecho en sus sueños, y abusara de ella sin reparar en los gritos de asombro…

—Verónica, querida mía —dijo tomándole la barbilla en su mano y obligándola a volverse para mirarla a los ojos—, debes saber que los amantes que mueren juntos trascienden la naturaleza física de la condición humana…, la naturaleza física y tediosa de la condición humana… Debes saber que un amor puro y espiritual redime la grosería de la carne… Mientras yo esté a tu lado para guiarte, para protegerte, no hay nada que temer…, nada, nada que temer…, ni en este mundo ni en el próximo. Nunca permitiría que sufrieras, querida mía, ¿lo entiendes?… ¿Confías en mí?

Verónica sintió de pronto los párpados muy pesados; la acometía una sensación de lasitud vagamente erótica que mucho le recordaba a la lasitud de sus sueños más secretos. La voz de Norst era suave, tranquilizadora, rítmica como las olas del lago Noir, batiendo contra ella, bañándola… ¡Ay, no habría podido protestar si hubiera intentado besarla!

Pero él seguía hablando del amor. De amantes que «anhelaban» morir por el otro.

—Yo por ti, mi querida niña, y tú por mí…, si me amas…, y con eso quedaríamos redimidos. ¡Es tan simple y a la vez tan profundo! ¿Lo ves? ¿Lo entiendes? La muerte de tu hermano te ofendió porque fue una muerte animal —brutal, insensible, accidental, no compartida— y con tu sensibilidad tú ansías encontrar sentido y belleza, y trascendencia espiritual. Tú anhelas la redención, como yo. Por medio de la muerte, uno en los brazos del otro, amada mía, nos redimimos…, y todo lo demás es un puro disparate inimaginable, por lo que se justifica plenamente que te apartes con horror… ¿Entiendes, mi amor? ¡Lo harás, ya lo verás! Sólo hace falta que tengas fe en mí, queridísima Verónica.

Ella apenas expresó un murmullo para decir que no lo entendía. Y de pronto se sintió tan extenuada que no pudo sino apoyar la cabeza en su hombro.

—Tanto la vida como la muerte, si no están adornadas por el amor —siguió diciendo Norst en voz baja, apresurada y excitada—, son ignominiosas…, son un puro disparate…, meros accidentes. No se las distingue si no están realzadas por la pasión. Porque la gente vulgar, como ya debes de haber visto, es poco más que pulgones…, ratas…, bestias sin raciocinio… que están más allá de nuestro desprecio…, a menos que nos frustren, por supuesto…, en cuyo caso debemos tenerlos en cuenta y lidiar con ellos…, por desagradable que parezca. ¿Lo ves, querida mía? ¿Sí? ¿No? Confía en mí y todo se aclarará. Ten fe en mí, Verónica, porque sabes que te amo, ¿o no lo sabes? Y que juré que serías mía… hace mucho tiempo…, tanto que no creo que lo recuerdes, yo mismo lo recuerdo vagamente… En cuanto a la gente vulgar, querida mía, no debes dedicarle ni un pensamiento…, algún día aprenderás a lidiar con ellos, como hago yo sólo por necesidad… Yo te guiaré, te protegeré, lo único que necesitas es tener fe… Y no temer a la muerte, porque la muerte de los amantes, amantes que mueren de amor y renacen gracias al amor verdadero, no tiene la crudeza de la muerte común, ¿lo comprendes?

Lo comprendía. Aunque en realidad no comprendía nada. Pero tenía la cabeza tan pesada y los párpados le escocían tanto que lo único que quería era cerrarlos… Si él la abrazara, si le susurrara las palabras que tanto ansiaba oír… Él le había declarado su amor y ella lo había oído, lo había oído, pero todavía no había expresado su deseo de casarse con ella, ni había dicho que quería hablar con su padre, o…

De pronto se apartó de ella. Estaba agitado y se frotó vigorosamente los ojos con las dos manos.

—Mi querida Verónica —dijo con una voz diferente—, tengo que llevarte de vuelta a casa. ¡Cómo se me ocurre tenerte aquí afuera, con el viento frío que sopla…!

Verónica abrió mucho los ojos, con incredulidad.

—Tengo que llevarte a casa, pobre criatura —murmuró Norst.

Aquella noche Verónica se sintió afiebrada y a pesar del frío que hacía dejó las cristaleras abiertas. Y tuvo un sueño que fue sin duda el más alarmante y el más curiosamente estimulante que había tenido jamás.

Ella estaba, y a la vez no estaba, inconsciente. Dormía, pero también era muy consciente de su cama, de su entorno y del hecho de yacer dormida con el cabello largo y suelto sobre la almohada y la cornalina apoyada en su pecho. Estoy dormida, pensó con toda claridad, como si su espíritu flotara por encima de su cuerpo, qué extraño, qué maravilla, estoy dormida y pronto vendrá mi amante, y nadie se enterará…

Casi de inmediato apareció Norst. Debió de trepar por el balcón porque de pronto estaba delante de la ventana, vestido como de costumbre con su levita, su camisa blanca brillando en la oscuridad, su perilla y sus ricitos salvajes flanqueándole la frente, definidos con toda nitidez. Guardaba silencio. El rostro, inexpresivo. Quizá algo más alto de lo que parecía de día —Verónica, paralizada, incapaz de pestañear siquiera, calculó que debía medir cerca de dos metros—, permaneció así un momento muy largo, sin moverse, simplemente mirándola con una expresión de… ¿infinito deseo, infinita tristeza…, era un anhelo…, era amor?

—Ragnar —trató de musitar—. Mi querido Ragnar. Mi prometido.

Quería abrir los brazos para recibirlo, pero no podía moverse; yacía paralizada bajo las sábanas. Dormida y a la vez completamente despierta, consciente del salvaje latido de su corazón y también del de él.

—Ragnar —susurró— te amo como nunca he amado a ningún hombre…

Entonces él apareció junto a su cama, aunque no le parecía que se hubiese movido, y ella intentó alzar los brazos hacia él…, ¡ay, cuánto ansiaba deslizar los brazos alrededor su cuello! ¡Cuánto deseaba empujarlo suavemente hacía ella! Pero no podía moverse. No pudo sino respirar hondo cuando él se inclinó para besarla. Vio aquellos ojos oscuros acercándose, vio la boca, los labios entreabiertos, sintió su aliento —cálido, áspero, algo denso—, olió su aliento, que le pareció húmedo y algo fétido —le recordó con cierto vértigo a la granja, a los peones cargando puercos muertos colgados de las patas traseras, volcando la sangre que manaba de sus gargantas degolladas en cubas enormes—. Se sumergió en su aliento, un aliento agrio que tenía algo de seco y rancio y viejo, muy viejo, y en un desfallecimiento se echó a reír, todo su cuerpo le hacía cosquillas, hasta el delirio, un delirio frenético y delicioso, y no le importaba su aliento, no le importaba en absoluto, ni su agitación, ni su impaciencia, ni su rudeza, el rechinar de sus dientes contra los de ella en un beso violento…, no le importaba en absoluto…, en absoluto…, quería gritar, golpearlo con sus puños…, quería chillar…, quería agitarse en la cama…, quitarse las sábanas opresoras de una patada…, y tenía mucho calor…, estaba bañada en sudor…, olía su propio cuerpo, el calor de su cuerpo…, le daba vergüenza, pero también le fascinaba…, tenía ganas de reírse a carcajadas…, tenía ganas de agarrar a su amante…, agarrarlo del pelo, del pelo, y aporrearlo y presionar su cabeza contra la de ella, el rostro de él contra sus senos…, así…, sí, exactamente así…, no lo soportaba, no soportaba lo que él le estaba haciendo…, sus labios, su lengua, sus dientes súbitamente duros…, no lo podía soportar…, iba a gritar, iba a enloquecer, resoplando, gritando, arañándolo con las uñas… Mi amante, mi prometido, gritaría, mi esposo, mi alma…

Con el correr de los días y las semanas, Verónica cayó en un estado aún más profundo de lánguida y dulce melancolía. Todos pensaban que la consternación sufrida por la muerte de Aaron la había sumido en un estado de ánimo «negro» del cual saldría a su debido tiempo. Pero Verónica pensaba en su hermano muy de vez en cuando. Su imaginación se concentraba en Ragnar Norst casi en exclusiva. Los días se le hacían largos y aburridos, sólo deseaba que llegara la noche, momento en que Norst se aparecía ante ella indefectiblemente, la abrazaba con pasión y la hacía suya. Ya no hacía falta que él siguiera hablando de amor; lo que sucedía entre ellos iba más allá del amor. Es más, el concepto trivial del amor —y del matrimonio— le parecía a Verónica poco interesante. ¡Y pensar que alguna vez quiso que Ragnar Norst le pidiera permiso a su padre para casarse con ella! ¡Que alguna vez creyó que era un hombre común, y ella una mujer común! Bueno, en aquel entonces no era más que una niña muy inocente.

Era extraño, comentaban todos, que el conde hubiera desaparecido así, tan de repente. Seguramente habrá vuelto a Europa… ¿Y cuándo pensaría a regresar, alguien lo sabía?…

Verónica no les prestaba atención. Sabía que murmuraban a sus espaldas, preguntándose si era infeliz, preguntándose si había alguna clase de «entendimiento» entre ellos. ¿Habría boda? ¿Habría escándalo? A Verónica no le molestaba en lo más mínimo que su amante se hubiera marchado del país: en sus sueños estaba presente, era una presencia magnífica, y eso era lo único que importaba.

Durante el día Verónica se paseaba ociosamente por la casa, entreteniendo pensamientos prohibidos, recordando ciertos placeres intensos, penetrantes, indefinibles. Tarareaba cancioncillas por lo bajo que le recordaban a las canciones que Norst le había cantado. Se cansaba con facilidad y le agradaba recostarse en una tumbona envuelta en un chal, con la mirada soñadora perdida en el lago, contemplando el camino que corría por la orilla. A veces Norst se le aparecía aunque no fuera de noche; ella parpadeaba y lo veía de pie, a unos metros de distancia, mirándola con ese deseo descarado y desvergonzado, esa intensidad bochornosa que al principio ella no había comprendido. Con mucho estilo, lánguidamente, ella extendía la mano hacia él, y él se aprestaba a inclinarse para llevarla hasta sus ávidos labios…, y entonces algún criado torpe entraba en la habitación y Norst se desvanecía.

—¡Os odio! —gritaba a veces Verónica—. ¿Por qué no me dejáis en paz?

Comenzaron a preocuparse por ella. Estaba muy apática, muy pálida, el color había abandonado sus mejillas y tenía un aspecto francamente demacrado (aunque más bella que nunca, pensaba Verónica, por qué no lo reconocéis…, el amor de Ragnar me ha embellecido más que nunca); no tenía apetito para otra cosa que no fuera una tostada y un zumo de frutas, y de vez en cuando algún pastelillo. Estaba distraída, a menudo no escuchaba lo que le decían, como si durmiera con los ojos abiertos, Era evidente que estaba hundida con la muerte de su pobre hermano muerto. Hasta cuando la examinó el médico, escuchando su corazón con aquel instrumento absurdo, ella soñaba despierta con su amante (que se le había aparecido la noche anterior y había prometido volver a la noche siguiente) y no podía responder las preguntas que le formulaba. Le habría gustado poder explicar que su alma se desvanecía hacia abajo, ligeramente hacia abajo, y que no era infeliz, y que no sufría (¿sufrir por quién? ¿Por el bruto de su hermano? ¿Por ese terco que había tenido una muerte tan desagradable?), que todo estaba desenvolviéndose como debía, como el destino había dispuesto. Ella no se iba a resistir, no quería resistirse, ni quería que nadie interfiriera. A veces, durante las horas del día, alcanzaba a ver apenas un esbozo de una luna creciente, casi invisible en el cielo claro, y la sola visión le perforaba el pecho como los besos de su amante. Se recostaba, súbitamente mareada, y echaba la cabeza hacia atrás, con los ojos en blanco…

Qué dulce, aquella melancolía irresistible, aquella sensación de espiral descendente que era a la vez el camino que tomaba su alma y su alma misma. El aire se había vuelto pesado, la oprimía; a veces le costaba respirar y mantenía los pulmones inmóviles y vacíos durante largo rato. Le habría gustado explicarle a la enfermera que ahora se sentaba a los pies de su cama o dormía en su propia cama plegable, fuera de su habitación, que ella no era infeliz en absoluto. Otros podrían ser infelices porque los abandonaba, pero no eran más que celos, en realidad eran ignorantes que no la comprendían. No podían saber lo mucho que era amada, por ejemplo; cómo la valoraba Norst; cómo le había prometido protegerla.

Sin embargo, había momentos en los que sus sueños eran confusos y desagradables, y Norst no aparecía; o, si lo hacía, tenía un aspecto tan cambiado que no lo reconocía. (En una ocasión se le apareció transformado en un gigantesco búho de ojos amarillos y feroces mechones de pelaje en las orejas; en otra apareció como un enano deforme y monstruoso con una joroba entre los hombros, y otra vez más, fue una joven exótica alta y esbelta, muy bella, con ojos orientales, una sonrisa lenta y sensual, una sonrisa que Verónica no podía ni mirar porque era muy astuta, muy obscena). Los sueños se sucedían uno tras otro, abatiéndola sin piedad, burlándose de sus ruegos por un poco de ternura, de amor, por el abrazo de su esposo. Cuando se despertaba de esos sueños, a menudo en medio de la noche, se obligaba a sentarse y advertía que le dolía mucho la cabeza, era entonces cuando le asaltaba un ramalazo de pánico: ¿no estaría gravemente enferma, tal vez muriéndose, no había forma de frenar la espiral descendente de su alma? Una vez oyó gruñir a la enfermera, agitándose en medio de su propia pesadilla.

Y entonces sucedieron dos cosas: la enfermera (una mujer atractiva de treinta y tantos años, nacida en el pueblo y formada en Nautauga Falls) se puso muy enferma por un trastorno sanguíneo y la propia Verónica, anémica y debilitada, pescó un resfriado que en cuestión de días se transformó en bronquitis y luego en neumonía. De modo que fue hospitalizada y cayó en una especie de sopor durante el cual hubo varios fantasmas oníricos y muy atareados que se ocuparon de ella. La cuidaron de manera excelente, le suministraron sangre nueva y fortalecida y la alimentaron por medio de tubos, de modo que no podía protestar y por lo tanto la salvaron. En realidad, nunca estuvo en peligro de muerte, con tanta actividad diestra y profesional a su alrededor, y en una o dos semanas Verónica recuperó no sólo la conciencia, sino también el apetito. Una de las sirvientas de la mansión Bellefleur fue a lavarle con champú el cabello, que seguía siendo hermoso y abundante, y ella también estaba hermosa, a pesar de su palidez y de las ojeras que rodeaban sus ojos. Un día anunció con voz de niña ofendida:

—Tengo hambre. Quiero comer. Tengo hambre y ya estoy aburrida de estar en la cama… ¡No lo soporto un minuto más!

De modo que la salvaron. Los pulmones estaban bien; los vahídos habían desaparecido; le había vuelto el color. Al ingresar al hospital los médicos habían descubierto, en la parte superior de su seno izquierdo, un curioso arañazo o mordisco todavía sin cicatrizar, aunque a la vez parecía antiguo, probablemente había sido uno de los gatos de la mansión, al abrazarse con imprudencia al pecho de Verónica. (Aunque los Bellefleur no tenían por entonces tantos gatos ni gatitos como en tiempos de Germaine, había seis o diez en la casa y cualquiera de ellos podría haber sido responsable de la pequeña herida de Verónica). La misma Verónica no sabía nada del asunto; pertenecía a esa generación de mujeres que pocas veces, y siempre con desgana, se miraban el cuerpo desnudo, de modo que para ella fue una sorpresa considerable enterarse de que en su seno había un extraño arañazo o mordisco que se le había inflamado. Era un problema menor, le aseguraron los médicos, que no tenía nada que ver ni con la anemia ni con la neumonía.

Indirectamente se enteró, para su asombro y su pesar, de que su enfermera había fallecido. La pobre mujer murió de anemia aguda a los pocos días de dejar la mansión Bellefleur. Lo extraordinario fue que, según decía la familia de la mujer, se encontraba en perfecto estado de salud hasta su ingreso en la mansión: nunca jamás, sostenían, había sido anémica.

Pero Verónica no había muerto.

Los sueños turbulentos y perturbadores habían terminado. Una parte de su vida había terminado. Dormía tranquila y profundamente, a salvo en la habitación del hospital, y cuando se despertaba por la mañana lo hacía con la sensación de haber descansado, relajada, con muchas ganas de levantarse. Irradiaba buena salud. Envuelta en su lujosa bata de cachemir se paseaba por el ala de hospital, atendida por su criada personal, y todos se enamoraban de ella porque era como un ángel radiante… ¡con ese cabello entre rubio y rojizo que le caía suelto por los hombros! Era alegre y traviesa como una niña, contaba chistes tontos, hasta fantaseó un par de días con la idea de hacerse enfermera. Qué guapa estaría con su uniforme blanco primoroso… Y luego, quizá, se casaría con un médico. Y ambos estarían del lado de la vida.

Sí, eso era: quería estar «del lado de la vida».

Era muy feliz y rogaba para que le dieran el alta del hospital, pero su familia era prudente (al fin y al cabo, la enfermera de Verónica había muerto…, y eso que parecía gozar de buena salud), y los médicos querían mantenerla en observación varios días más. Había algo en su caso que los desconcertaba sobremanera.

—Pero yo quiero irme ya a casa —decía con un mohín—. Estoy aburrida de no hacer nada. Detesto ser una inválida, con tantas personas alrededor que me tratan con condescendencia, con lástima…

Fue entonces cuando sucedió algo extraño. Estaba mirando a unos adolescentes que jugaban al fútbol en un campo pegado al hospital, y aunque deseaba admirarlos y aplaudir su habilidad y su aguante físico, advirtió que se estaba deprimiendo por momentos. Eran muy enérgicos, muy vulgares…, como pulgones, o ratas… No había en ellos sutileza, ni trascendencia, ni belleza. Desvió la mirada con repugnancia.

Desvió la mirada y rompió en un llanto incontrolable. ¡Cuánto había perdido! ¡Cuánto había desaparecido de su vida, al «salvarla» en aquel hospital! Las mejillas delgadas volvían a redondearse una vez más y su cadavérica palidez se tornaba poco a poco de un tono rosado, pero la imagen que le devolvía el espejo no le gustaba. La veía poco interesante, banal, bastante vulgar, ésa es la verdad. Ya no era interesante y su amante, si regresaba, si alguna vez volvía a mirarla, se llevaría una triste decepción.

(Pero su amante: ¿quién era? No lo recordaba con claridad. «Ragnar Norst». Pero ¿quién era y qué significaba para ella? Los sueños habían desaparecido, y Ragnar Norst había desaparecido, y percibía a medias que algo muy profundo había desaparecido de su vida, a pesar de su entusiasmo y de su implacable normalidad, y que en realidad era su propia alma lo que le habían arrebatado. El hospital se había encargado de eso: la había «salvado»).

Con todo, lo cierto era que agradecía el hecho de estar viva. Y, como es lógico, su familia se alegraba mucho de haberla recuperado. Seguían pensando que había sucumbido a un cuadro severo de ánimo depresivo como consecuencia de la muerte de Aaron, y ella no podía contradecirlos.

Sí, pensaba Verónica muchas veces al día, agradezco estar viva.

Una tarde, cuando la llevaban en coche a tomar el té en casa de una tía ya mayor que vivía en Nautauga Falls, vio el Lancia Lambda que se acercaba…, lo vio aparecer tras un recodo del camino, regio, negro, imperioso, descendiendo en su dirección con la autoridad de una imagen salida de un sueño. Verónica golpeó de inmediato el vidrio que la separaba del conductor y le indicó que se detuviera.

De manera que Norst frenó, detuvo su coche y se apeó para saludarla. Iba vestido de blanco. El cabello, los ojos y la perilla eran tan negros como siempre, y la sonrisa algo más vacilante de lo que ella recordaba. ¿Su amante? ¿Su esposo? ¿Aquel desconocido?… Se había enterado, dijo él con un murmullo nervioso, de su enfermedad. Sí, sabía que había estado hospitalizada, y muy enferma. En cuanto llegó de Suecia fue a verla y se alojó en la posada del lago Avernus. ¡Qué delicia verla así, de improviso, tan rebosante de salud y tan hermosa como siempre!…

Dejó de hablar y le tomó la mano con fuerza. Una llamarada pareció nublarle la visión. Se puso a temblar: la respiración se le aceleró, cada vez más superficial, y ella percibió con intensidad su deseo por ella, rayano en el paroxismo, y en ese mismo instante supo que lo amaba, y que siempre lo había amado. Él se las ingenió para disimular su agitación bajándole juguetonamente el guante unos centímetros y besándole el dorso de la mano, pero hasta este gesto se volvió apasionado. Con una exclamación Verónica retiró la mano.

Permanecieron varios minutos en silencio, contemplándose. Ella vio que era, efectivamente, el hombre que la había visitado en sus sueños, y que él también la reconocía. Pero ¿qué había que decir? Él se alojaba en el lago Avernus, a sólo unos veinte kilómetros; naturalmente, se verían; tal vez volverían a su cortejo diurno. Era inofensivo y les serviría para llenar las largas horas del día. Norst le preguntaba por la familia, por la salud…, y por cómo pasaba las noches. ¿Dormía bien, ahora? ¿Se despertaba completamente descansada? ¿Y podría, sólo aquella noche, ponerse la cornalina para irse a la cama? ¿Y… dejar abierta la ventana de su cuarto? Sólo aquella noche, señaló.

Ella se echó a reír, el rostro le ardía; tuvo toda la intención de decirle que no, pero por alguna razón no lo hizo.

Se puso a mirar con una sonrisa aturdida las marcas de aquellos dientes en el dorso de su mano, que poco a poco se le estaban llenando de sangre.