Solitario

En una de las habitaciones más pequeñas y húmedas de la mansión, en la segunda planta del ala este, con vistas a una parte de la muralla y de una torre en forma de minarete con falsas troneras, se hallaba el anciano, sentado en un rincón, jugando a las cartas. Las echaba sobre la mesa que tenía delante, una tras otra tras otra, estudiando sin expresión alguna el mensaje que finalmente aparecía extendido frente a sus ojos, expuesto y despojado de misterio. A continuación, resoplando con desdén o con impaciencia, recogía las cartas y volvía a barajar.

A los niños se les dijo que el tío abuelo Jean-Pierre se adaptaría poco a poco al «mundo exterior» y a ellos; tal vez, a su debido tiempo, les permitiría entrar en la habitación (¡qué deprimente era esa habitación, con sus techos bajos, paredes oscuras y una sola ventana! ¡Y la había elegido él mismo!) y los invitaría a jugar a las cartas con él, pero por el momento debían respetar su intimidad y la dignidad de su edad avanzada y no espiarlo por el ojo de la cerradura ni andar empujándose por el pasillo, riéndose como tontos.

El tío abuelo Jean-Pierre era un hombre mayor y al fin y al cabo no estaba muy bien de salud. Los ruidos inesperados lo sobresaltaban. No podía soportar a los gatos correteando por los pasillos, la visión de Belladona, del pobre Belladona, le producía repugnancia, no tenía apetito ni por los platos sabrosos que su madre Elvira encargaba en la cocina (prefería un plato de avena aguada y el pan blanco y burdo que comían los sirvientes, tenía la curiosa costumbre de espolvorear casi toda la comida —rosbif, patatas, lechuga y tomates— con azúcar), y no tenía (lo que a Leah le sorprendía en gran medida) el menor interés en los asuntos de la familia.

Pero lo cierto es que no estaba bien. Tosía y resoplaba, escupía con furia en sus pañuelos, se quejaba de dolores en el pecho y en el estómago, de insomnio (porque su cama era demasiado blanda y las sábanas almidonadas le raspaban la piel) y cada vez que abandonaba su cuarto o se asomaba a la ventana le sobrevenía una sensación de vértigo. La mansión Bellefleur era un lugar espantoso…, de un tamaño inhumano…, no recordaba lo grande que era. ¡Una visión terrorífica! ¿Qué clase de mente, inspirada por una inconfesable codicia, la había concebido? El castillo…, los terrenos del castillo…, la inmensidad oscura y agitada del lago Noir…, los millares de hectáreas de tierra salvaje…, las montañas a lo lejos: una visión aterradora. Y tras ellas, extendiéndose por todas partes, un horror aún más intenso, esa entidad que con tanta ligereza llamaban «mundo». ¿Qué mente enloquecida, trastornada por una codicia incalificable, había creado todo aquello?…

Jean-Pierre II soltó un bufido burlón y barajó y cortó y volvió a barajar y extendió las cartas, una tras otra tras otra. Prefería, sin lugar a dudas, su propio juego.