En su pequeño y elegante coche importado, un Morris Bullnose biplaza con accesorios de bronce y acabado de color aguamarina, ruedas radiales de color aguamarina y naranja y capota negra que casi nunca estaba desplegada, ni cuando hacía mal tiempo (porque le gustaba, según los Bellefleur, que lo vieran cruzar el pueblo de Bellefleur rumbo a la orilla del lago y a la mansión…, Stanton Pym, con su chaqueta deportiva de rayas y su coqueto sombrero de paja con una cinta roja, hijo de un contable y nieto de un excavador de canales, cortejaba en público a la hija de un hombre que, si lo deseara, podía invocar lazos de sangre con una de las familias de más rancio abolengo de la nobleza francesa), maniobraba el coche deportivo con inseguridad infantil por las curvas de gravilla, como si estuviera seguro de que sería observado por ojos envidiosos. El pretendiente de Della aparecía los sábados y los domingos, y algún que otro miércoles, para llevarla de paseo por caminos polvorientos alrededor del lago, o a cenar a Falls, o a remar al lago Plateado o a la misa del miércoles por la noche en la iglesia metodista, pequeña y blanca, que estaba en la carretera de Falls, o a las ferias del condado donde quizá caminaban tomados de la mano (eso era lo que les llegaba a los Bellefleur) de un puesto a otro, de una diversión a otra, comiendo algodón dulce o manzanas acarameladas o palomitas de maíz calientes con mantequilla y bebiendo limonada, como cualquier pareja de jóvenes…, salvo que esta pareja en cuestión estaba condenada, y todos sabían que el pretendiente estaba condenado si es que persistía (¿y cómo no, pues no era ningún estúpido?), en el cortejo.
El hombre que acabaría siendo abuelo de Germaine —su otro abuelo— ya era a los veintisiete años funcionario del primer banco nacional de Nautauga Falls. Más allá de su llamativa vestimenta (que se reservaba para los fines de semana, como es natural) y su costumbre de repetir bromas que nadie juzgaba muy divertidas, era un joven de gesto adusto, más bien solemne…, con una ambición maravillosa…, brillante, trabajador y con una ambición maravillosa, tal como le dijo un día el presidente del banco a Noel Bellefleur. Tenía talento para el trabajo bancario y se había especializado en créditos hipotecarios. Sabía mucho.
—… ¿Y mi situación financiera también forma parte de los conocimientos de este joven desgraciado? —preguntó Noel.
Era evidente que Stanton Pym cortejaba a Della Bellefleur por su dinero y su patrimonio…, o la promesa de obtenerlo cuando heredara, de otro modo ¿cómo se explicaba que hubiera dejado de cortejar a la hija de un fabricante de guantes de Falls con tanta facilidad, y tan hábilmente, para cortejar a Della, justo cuando el fabricante de guantes tuvo que vender el negocio con pérdida? Aunque también era cierto que Stanton Pym dejó de pretender a la muchacha mucho antes de que se vendiera la fábrica, incluso antes de que empezaran los rumores. Lo que sucedía, decía la gente con admiración, es que el joven brillante sabía mucho, así de simple.
En el primer banco nacional de Nautauga Falls, Pym vestía un traje de tres piezas sobrio y bien cortado e iba de aquí para allá con un brío y una formalidad casi militar. Por más que su abuelo hubiera trabajado como un esclavo bajo el sol implacable en pleno verano para ayudar a construir el Gran Canal y hubiera muerto a los cuarenta y tres años, de una hemorragia interna no diagnosticada, al levantar una pala muy pesada llena de barro; por más que su padre se hubiera arruinado la vista y le hubiese salido una joroba entre los omóplatos trabajando catorce horas diarias como contable auxiliar de la fábrica de tejidos más importante de la región, y por mucho que lo despidieran después de treinta años de servicio con apenas una «pensión» simbólica —nadie sabía por qué, aunque el despido pudo tener que ver con el hecho de que le fallara la vista, o con su perpetua melancolía—, el joven Stanton parecía no saber nada de aquellas humillaciones, y a veces parecía, cuando se encontraba con alguien de su antiguo vecindario, no saber nada en absoluto de su familia, viva o muerta, mostrando una ignorancia arrogante e inocente, casi seductora. A su madre, como es natural, le daba parte de su salario y la visitaba todo lo que podía, pero sus nuevas responsabilidades —su nueva vida— acaparaban casi todo su tiempo.
Si en el primer banco nacional de Nautauga Falls, con sus pretensiones sepulcrales (aunque no era el banco más grande de Nautauga Falls alardeaba de su fachada neo-georgiana, ciertamente admirable, y los suelos de falso mármol, que daban un aspecto de frescor agradable, los ventanales de cristal tallado y esmerilado y, custodiando las escaleras que conducían a la cámara acorazada, una reja de peltre tan pesada como un rastrillo medieval), el joven Stanton Pym vestía con admirable sobriedad, y si ponía esmero en parecer no sólo modesto sino también discreto en las liturgias metodistas a las que asistía, en otras ocasiones —especialmente sábados y domingos— vestía al último grito de la moda, y de haber sido un poco más alto, con los ojos más separados, podría haber sido uno de los «nuevos» jóvenes más interesantes del lugar. (En aquellos tiempos abundaban por todas partes: hijos de granjeros, o a veces peones de granjeros ambiciosos que volvían de servir en el ejército o de algún curso de dos años en una escuela de negocios, bastante más altos que sus padres, jóvenes que estrechaban la mano con firmeza y sinceridad, y sonrisas expectantes, sin la menor intención de vivir como habían vivido sus familias).
Pym no tenía más de dos o tres conjuntos para cada estación, pero cambiando los chalecos, usando diferentes pares de zapatos (a veces blancos, a veces combinados en blanco con marrón, a veces marrones, a veces negros, según la época del año y la hora del día) y diferentes corbatas de lazo y sombreros, conseguía dar la impresión de estar tan a la moda como cualquiera de los jóvenes más adinerados. (Mucho más a la moda que los Bellefleur, pues al joven Noel y a sus numerosos primos les interesaban más los caballos, la caza, la pesca, la náutica y demás aficiones masculinas que la vida social). En los meses de verano vestía de blanco todo lo que podía —pantalones blancos y planchados con raya elegante, zapatos blancos, chaqueta a rayas rojas y blancas, incluso guantes blancos— a pesar de que no era muy práctico (al fin y al cabo tenía un automóvil con el que lidiar, primero un modelo T, que exigía constantes ajustes y reparaciones, y luego el pequeño coche inglés que había comprado de segunda mano a un cliente del banco). Fue con uno de estos atuendos veraniegos como lo vio Della por primera vez, en el paseo marítimo entarimado de White Sulphur Springs.
Por aquel entonces cortejaba a la hija del fabricante de guantes, que Della conocía, por supuesto, pero la conocía poco y sin gran entusiasmo. Un joven delgado, no más alto que Della, tal vez un par de años menor que ella, el cabello oscuro engominado y peinado con raya al medio y un bigotillo negro semejante a una oruga imprecisa coronando su pequeño labio superior. Ese domingo llevaba hasta un bastón con empuñadura de marfil. Della y Stanton Pym no intercambiaron más de seis palabras en aquella ocasión, pues eran muchos los que estaban alrededor, tanto de su parte como de la de él, pero Della sintió de inmediato —y nunca abandonó esa convicción, ni siquiera treinta años después de la muerte de Pym— que ya antes de que se lo presentaran, antes de que él supiese que era una de las dos herederas Bellefleur, la había mirado con curiosa y sorprendente intensidad, como si…, como si la reconociera…, o viera algo en su rostro…, como si, en ese primer instante, en el concurrido paseo marítimo de White Sulphur Springs, él supiera lo que había.
(Quizá no fue amor a primera vista, le dijo Della a Germaine un día que estaban hojeando su viejo álbum de fotografías, no creo que exista semejante fenómeno…, y si existe, es inmoral. Pero lo que sí existe es la estima inmediata. La simpatía inmediata. Y un conocimiento plenamente consciente e inteligente de la valía del otro).
Por entonces Della tenía veintinueve años. No era una mujer hermosa —con su nariz larga y su severa mirada censora—, ni siquiera era muy atractiva, pero tenía un porte orgulloso y era famosa por su sentido común y su formalidad: su sonrisa, cuando sonreía, podía tener cierto encanto. Durante unos años la familia quiso casarla con un primo segundo que vivía en Falls con su madre viuda y pasaba el tiempo especulando, con bastante modestia, con bienes raíces, pero la unión se estancó por el silencio sobre el tema tanto de Della como del primo. ¿Tanto te disgusta Elías, tiene algo que te resulta inaceptable?…, preguntaban la madre y las tías de Della. ¿O es simple obcecación por tu parte? ¿Por qué no dices nada?
Pero Della no decía nada, y aunque fueron muchas las ocasiones en que los reunieron, a ella y a su primo, y los alentaron a pasear juntos, la «unión» se basaba en una especie de apático equilibrio. Algún día se casarían —quizá—, pero por el momento no había compromiso. Della mantuvo su reserva, no apareció ningún otro pretendiente, los años pasaban y aunque su madre y sus tías hablaban incansablemente del tema Della se negaba en redondo a discutirlo. Estaba más que conforme con su estado virginal. No era obcecada, como decía a menudo.
Fue entonces cuando, de pronto, apareció Stanton Pym.
Cómo hizo Pym para enterarse de la conversión de Della al metodismo, cómo supo que asistía a los servicios religiosos de los miércoles en la pequeña iglesia rural (no así los domingos: su familia lo prohibía), cómo logró que aceptara su compañía en aquel entorno (como buena Bellefleur, Della tendía a mantenerse apartada de los demás, aún en su entusiasmo religioso), cómo pudo vencer sus sospechas, nadie lo supo. Pero de pronto eran «novios». Se decía que eran «muy tiernos el uno con el otro». Noel se enteró de que Pym acudía a la iglesia sólo los miércoles, y que nunca había sido muy practicante; se enteró de que Pym comenzó a ver a Della apenas una semana después de romper su compromiso con la hija del fabricante de guantes. La pretende, decían los Bellefleur con tono de genuina sorpresa, la pretende, está clarísimo…, de verdad… Ni el propio Pym supo juzgar la actitud de la familia de Della hacia él, pues cuando se los encontraba por casualidad, tendía la mano a los hombres siempre con su animada sonrisa en los labios y comentaba el tiempo, contaba chistes. (Se divertía mucho con sus propios chistes y se reía estentóreamente, aunque nunca en los fúnebres recovecos del primer banco nacional).
La familia se oponía abiertamente, pero Della, como era de esperar, no les hizo el menor caso. Salía con Pym en el Morris Bullnose, entusiasmada como si fuera una jovencita, con su sombrero engalanado de flores y atado con firmeza bajo la barbilla. Los veían en las diversiones de la feria estatal, los veían remando por el lago Plateado al atardecer y cenando a la luz de las velas en Nautauga House. Della llegó a reconocer, tras un minucioso interrogatorio, que Stanton le había presentado a su madre. (La madre es imposible, valga decir, dijo Della con frialdad. No hizo más que tocarme el brazo y hacerme carantoñas y preguntarme toda clase de estupideces: cuántos sirvientes teníamos, cuántas habitaciones tenía la casa, si era verdad que a mi padre lo secuestraron en una ocasión. Lo bueno es que Stanton la critica tanto como yo y es muy consciente de sus defectos. Stanton no se parece a ella en nada. Son dos personas distintas, muy bien diferenciadas).
Cuando alguien le señalaba a Della, ya fuera Elvira, o sus hermanos Hiram y Noel, o incluso su hermana Matilde, que el joven la pretendía sólo porque era una heredera, ella lo desestimaba con un gesto como si eso fuera completamente absurdo.
No conocéis a Stanton como yo, decía.
La muerte de Stanton fue un accidente, por supuesto, así lo declararon los testigos y el propio juez de instrucción; aunque mucho antes del accidente, mucho antes de la boda, cada vez que se le advertía contra los riesgos de casarse con Della Bellefleur contra los deseos de su familia, rechazaba la idea con un gesto de la mano, como si fuera lo más absurdo que podía oír.
—Della y yo estamos enamorados —respondía sin más.
Pero ¡los Bellefleur!… ¿No les temía a ellos?
—No lo entendéis —decía sonriendo—. Della y yo estamos enamorados. Sabemos muy bien lo que hacemos.
Aunque ella rondaba los treinta años y era una mujer hecha y derecha, la enviaron a pasar el verano a casa de unos parientes de Elvira, en otro lugar del estado, y a ella y a Pym les prohibieron verse. Se escribían cartas religiosamente, pero, como cabía esperar, las cartas eran interceptadas y abiertas, y sus lacónicos y devotos mensajes, probablemente codificados, eran leídos en voz alta con desdén. Advirtieron que utilizaban las palabras «compromiso» y «matrimonio» con frecuencia. Y manifestaban su amor mutuo, pero siempre de manera sensata y más bien formal. (Las cartas, al menos, no eran obscenas, decía la familia de Della). Durante la ausencia de Della, Pym sufrió dos accidentes no relacionados, los dos de poca importancia: los frenos del coche fallaron, se salió de la carretera y fue a parar a un bosquecillo de pinos; y una noche en que fue a abrir la ventana de su dormitorio, ésta se salió del marco y le cayó encima. Hubo una lluvia de cristales rotos por todas partes, pero afortunadamente él sólo sufrió cortes superficiales. Cuando contaban la historia de Stanton Pym, con el correr de los años, los miembros de la familia Bellefleur —salvo Della, naturalmente— solían destacar la paradoja de que, si bien Pym tal vez esperaba morir a manos de los parientes de Della, o al menos recibir una buena paliza, terminó muriendo por una causa completamente accidental, como si su destino hubiera estado marcado y no tuviese nada que ver con Della.
Della regresó al final del verano y la pareja se comprometió de inmediato. A Pym lo trasladaron a la nueva sucursal del banco en Bushkill’s Ferry, donde se desempeñaría como subdirector, y, con la ayuda de una considerable hipoteca, compró una casa de ladrillos rojos, vieja pero con mucho encanto; la casa tenía buenas vistas del lago y de la mansión Bellefleur, a lo lejos. Si por casualidad se encontraba con alguno de los hombres Bellefleur siempre los saludaba cálidamente e insistía en estrecharles la mano, sin importarle el trato frío que recibía a cambio. En una ocasión Lawrence, que se dirigía a ver a su prometida conduciendo el coqueto faetón con adornos dorados que perteneciera a su padre, estuvo a punto de sufrir un grave accidente cuando los caballos se empinaron aterrorizados por el ruido del Morris Bullnose que se acercaba. En lugar de disculparse por el sobresalto de los caballos, Stanton Pym se apeó del coche y estrechó la mano de Lawrence en actitud amistosa, como si todo hubiera sido una broma divertida; de hecho, aprovechó la oportunidad para contarle a Lawrence uno de sus chistes, particularmente inadecuado dadas las circunstancias. (Un hombre y una mujer durante la luna de miel. El caballo del novio se encabrita. El novio cuenta hasta tres, despacio, antes de azotarlo. A continuación, el perro se porta mal. El novio vuelve a contar hasta tres, despacio, antes de azotarlo. Después hay un desencuentro entre el novio y su flamante esposa: se pone a contar lentamente: «uno, dos…»). Stanton estalló en una carcajada infantil, echando la cabeza hacia atrás con tal ímpetu que el sombrero de paja salió volando. Era evidente que estaba de muy buen humor. Era evidente que no temía a Lawrence en absoluto. Antes de marcharse lo invitó a visitarlos a Della y a él después de la boda, ya que para entonces, dijo con una sonrisa de despedida, «todo estará arreglado».
La boda tuvo lugar a finales de septiembre en la iglesia metodista, y asistieron pocos familiares. Della tenía un fondo fiduciario que les reportaba un beneficio no muy grande pero en absoluto despreciable, y el nuevo puesto de Stanton en el banco era muy prometedor. Parecían, según los que los visitaban, bastante felices: en todo caso, Elvira no tardó en enterarse de que Della estaba embarazada. Como es natural, no podía mantenerse alejada de su hija, por mucho que le disgustara su yerno; además, con el correr del tiempo, ni siquiera le disgustaba tanto…, aunque tampoco lo aprobaba…, de cualquier modo, desaprobaba el concepto de él. Porque el joven, a pesar de su ridículo bigote, era de buenos modales, alegre, y estaba consagrado a Della. O eso parecía. Eso parecía…, decía Elvira a los demás. ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿No deberíamos ablandarnos, quizá, puesto que acabaremos perdonándolos de todas maneras?
De modo que la joven pareja fue invitada al castillo, donde recibió una serie de regalos de boda tardíos. Varios meses antes de la llegada del bebé, a Della le dieron permiso para elegir una de las muchas cunas antiguas que se guardaban en la habitación de los niños. Y a Pym lo invitaron a jugar a las cartas con los hombres. (Siempre perdía a las cartas con los Bellefleur, pero tampoco escandalosamente, y aunque a Della le fastidiaba, no tenía razones de peso para disgustarse sobremanera). Los invitaron a pasar varios días en el castillo para las fiestas de Navidad, junto a otros huéspedes y parientes que acudirían para la ocasión; por lo que parecía —eso parecía— que había un acuerdo tácito de aceptación del matrimonio. (En ningún momento hubo un solo Bellefleur que llamara a Pym a un aparte y le diera la bienvenida a la familia, o que le estrechara la mano con calidez. Pero los Bellefleur siempre fueron reacios a mostrar sus sentimientos. No les habría gustado que los tacharan de «sentimentales»).
Fue durante la Nochebuena cuando Pym tuvo el accidente mortal de trineo, en la colina Sugarloaf. Durante todo ese día había corrido bebida y comida a espuertas (y para Navidad se anunciaba lechón asado y champán para el desayuno). Tal vez Pym no estaba acostumbrado a tanta celebración. Se creía que Della y él habían discutido por la tarde, refugiados en su habitación de la tercera planta, pero nadie supo el motivo de la discusión. (¿Acaso Della se oponía al interés de sus hermanos y primos por Pym? ¿Estaba celosa? Lo cierto era que a su joven esposo se le habían subido los humos con los halagos de Noel y Lawrence, en particular, y estaba más que dispuesto a hacer el ridículo patinando sobre hielo en el lago, o jugando a duras penas en la nieve como si llevara toda su vida haciendo esas cosas con los Bellefleur).
Los Bellefleur estaban organizando apuestas en las carreras de trineo con los Fuhr y con los Renaud, y había muchas payasadas bien intencionadas en la colina, y mucha bebida. Cerveza, cerveza negra, whisky, bourbon, ginebra pura, vodka y varios licores. Della se enteró después de que su esposo había insistido en participar de la carrera, asegurando que sabía manejar un trineo, aunque, que ella supiera, jamás había hecho cosa semejante. Supo que los hombres quisieron bajar la colina Sugarloaf por su pendiente más escarpada, de noche, con la luna semioculta por las nubes…, que se jugaron el cuello en una apuesta absurda (el trineo ganador recibiría doscientos dólares, a dividir entre cinco o seis hombres)…, que se precipitaron colina abajo enfrentando un frío vendaval del noreste, a cinco grados bajo cero: todo aquello indicaba borrachera, una borrachera canallesca.
Hubo tantas versiones de lo ocurrido en la colina, algunas coincidentes, otras abiertamente contradictorias, que Della, en medio de su profundo pesar y de su furia, pronto abandonó todo intento de descubrir la verdad entre tantas mentiras. Sólo supo que corrieron tres trineos, que el pobre Stanton, con su gorra roja de punto y su bufanda, borracho sin duda, estaba en el cuarto asiento del trineo de los Bellefleur, que ese trineo iba a la cabeza de la carrera y chocó contra una roca al descubierto y salió disparado hacia un lado, hacia una pineda —dieron la orden de saltar de inmediato— y entre gritos y carcajadas, los hombres saltaron, abandonando el costoso trineo a su suerte sin pensarlo dos veces. Pero Stanton, que nada sabía de trineos, también fue abandonado a su suerte junto con el trineo y murió en el acto al chocar contra un pino. Así de rápido, en lo que se tarda en relatar el accidente. El pobre hombre, aturdido, pasó de estar vivo a estar muerto de un segundo a otro, arrojado contra el tronco de un pino como un muñeco de trapo, con el rostro tan mutilado que varios de los hombres, tan ebrios que apenas se sostenían en pie donde yacía Pym, se pelearon al principio porque no estaban seguros de quién era.
—Pero tiene que ser —concluyó uno de ellos al fin, con lógica alcoholizada—…, cómo se llama…, el del bigote…, ese tipo…, el marido de Della…, porque no está por ningún lado…, y éste, este que está aquí en el suelo, no es ninguno de nosotros…
Encontraron la gorra roja a unos diez metros del cuerpo, retorcida en una rama.
Y por eso, dijo la abuela Della acariciando la mejilla de Germaine con su mano seca y fría, que olía a un jabón muy fuerte, tienes un solo abuelo: un abuelo Bellefleur.
La niña permaneció inmóvil y no soltó la mano de la anciana. En ese momento, un solo movimiento habría sido un error.
… Todos quisieron, como era de esperar, matar al bebé también. Querían que abortara. Yo estaba embarazada de cuatro meses de tu madre, y si hubieran tenido valor, dijo la abuela Della muerta de risa y resoplando, me habrían invitado a mí también a correr en trineo. Pero no aborté, pese al golpe que supuso perder a Stanton. Estuve muy enferma una temporada y me fui a vivir con mi hermana Matilde. Después nació tu madre, Leah, y lloré al ver que no era varón. Por aquel entonces yo no estaba en mis cabales y pensaba que sólo un varón, un hombre, podría vengar la muerte de su padre.
Cerró el viejo álbum de fotografías. Guardó silencio durante un buen rato y aunque Germaine no veía el momento de bajarse del sofá y salir huyendo, permaneció sentada, con los pies enfundados en sus zapatos de charol, muy juntitos, las medias rojas tejidas a mano a la altura exacta de las rodillas. Finalmente, la abuela Della dejó escapar un suspiro, se secó la nariz con un pañuelo arrugado y dijo con un tono semiburlesco destinado a aliviar a su nieta:
—Pero de lo que sí me libré, gracias a Dios, fue de «Dios». Desde esa Nochebuena, jamás volví a creer en toda esa porquería. ¡Y eso, supongo, se lo tengo que agradecer a los Bellefleur!