El demonio

En las montañas, por aquellos tiempos remotos, erraba sin rumbo Jedediah Bellefleur, un penitente. Cuando vio que un demonio había llegado para habitar la cabaña de Henofer, y que el demonio se había metido a la fuerza en el pecho entrecano del anciano y miraba provocativamente a través de los ojos del viejo —¡con provocación y burla, como desafiando a Jedediah a reconocerlo!—, supo que no debía tolerar que la criatura siguiera viviendo.

—Sé quién eres —susurró avanzando hacia él.

El demonio pestañeó y lo miró. El rostro de Henofer había sufrido muchos cambios, quizá fuera ya el rostro de un muerto, asombrosamente anciano. Aunque Jedediah llevaba sólo un año, o dos, o tres, viviendo al otro lado de la montaña, en ese tiempo Henofer se había convertido en un anciano, y era posible que fuera su debilidad lo que permitió que el demonio se le metiera en el cuerpo.

—Claro que me conoces —respondió el demonio.

—Ésa no es su voz —dijo sonriendo Jedediah—. No sabes imitar su voz.

—¿Su voz?… ¿La voz de quién? ¿Qué quieres decir?

—La voz del anciano. De Henofer. No lo conocías —dijo Jedediah—. Por eso no sabes imitar su voz. A mí no me puedes engañar.

—¿Qué quieres decir? —insistió el demonio. Fingiendo temor, comenzó a tartamudear—. Soy Mack…, me conoces…, Mack, Mack Henofer…, por el amor de Dios, Jedediah, ¿estás bromeando? Aunque tú nunca bromeas…

Jedediah paseó la mirada por el claro en que se encontraban: vio el caballo de lomo hundido de Henofer y su mula, y su cobarde sabueso, que yacía acostado con la panza aplastada contra el suelo, sacudiendo sin convicción la cola recortada, como si tras hacer las paces con el asesino de su amo quisiera hacerlo ahora con su vengador. Sobre un banco tosco de madera, a la entrada de la cabaña de Henofer, había varias pieles de animales…, manchadas de sangre y desgarradas e irreconocibles…, ¿mapaches, zorros, castores, ardillas, linces? La visión le sorprendió.

—No sabía que manejabas las trampas —dijo Jedediah, mirando a la criatura con una sonrisa taimada.

En otra ocasión Henofer habría soltado su carcajada ruidosa y violenta. El demonio, en cambio, fingiendo temor una vez más, se quedó mirándolo y movió los labios en silencio. Una oración al Diablo, tal vez, pero Jedediah no se echó atrás.

—No puedes vivir en esta montaña. Es una montaña sagrada —dijo Jedediah con serenidad—. Es probable que Henofer te recibiera…, seguramente lo hizo…, como también es probable que te invitara a pasar la noche y a beber con él y a escuchar sus historias repugnantes…, ¿me equivoco?…, pero nunca entendió la naturaleza de esta montaña y merecía morir. Pero tú: tú no puedes quedarte aquí. Dios no lo va a tolerar.

Los labios de Henofer se separaron esbozando una insólita sonrisa de asombro. No era la sonrisa de Henofer, sino la del demonio, y no se parecía en nada a la del anciano.

—Tú no estás bien, Jedediah —dijo el demonio.

Y a continuación quiso ofrecerle un trago. Lo invitó a entrar en su cuchitril para que se tomara algo, pero en ese momento Dios decidió importunarlo con un acceso de tos que dejó sus labios carnosos húmedos de baba oscura.

Jedediah se mantuvo firme, a la espera. Aunque no albergaba temor alguno por el Diablo, le temblaban las tripas y tuvo que sofocar el deseo de unirse a Henofer en ese terrible acceso de tos.

El sabueso comenzó a aullar y a sacudir el muñón que tenía por cola. Jedediah se preguntó si no sería otro demonio, un demonio canino acurrucado dentro de aquella lastimosa criatura, si no debería ser asimismo destruida. ¿O acaso el perro estaba intacto y el Príncipe de las Tinieblas lo había considerado demasiado humilde para ser corrompido?

Aunque Dios seguía negándose a mostrar Su rostro a Jedediah, dejó claro que Jedediah era el medio elegido para transmitir Su mensaje. «Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas». Y una vez más, con el rugido de su voz atronadora: «Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas. Así ha hablado el Señor».

Como castigo por haber alzado la voz en la Montaña Sagrada, Jedediah fue condenado a errar un número indeterminado de días, o de semanas, o de meses —Dios iba a darle instrucciones más precisas— y si sus tierras debían ser destruidas, si los animales salvajes devoraban su huerta y si los ladrones irrumpían en su cabaña, la saqueaban y luego le prendían fuego, la voluntad de Dios debía cumplirse. «Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas».

Había una paradoja en las enseñanzas de Dios. Aunque Jedediah había sido elegido —y, de nuevo, no era fácil discernir entre la ira de Dios y Su amor—, tenía prohibido, no obstante, abandonar las montañas; por ejemplo, no podía perder de vista el Mount Blanc. Cuando se acostaba a dormir, después de haber resistido el sueño todo lo posible (eso también formaba parte de las instrucciones de Dios) debía estar frente a la montaña, y cuando abriese los ojos por la mañana, lo primero que tenía que ver era la montaña, ésa era la primera imagen que tenía que invadir su aturdida conciencia. Cuando la niebla matinal ocultaba la inmensa montaña, se quedaba inmóvil, pestañeando, como si el mundo entero hubiera desaparecido mientras dormía.

Predicaba ante las pocas personas con las que se encontraba: tramperos como el viejo Henofer, una partida de cazadores (¡qué atuendos tan elegantes, cuánto dinero habrían pagado por sus escopetas, sus rifles, sus equipos! Ellos lo escuchaban sonriendo con desdén, aunque también con paciente cortesía, pero el guía indígena —de la tribu de los mohawk, alto y de panza prominente, que llevaba sombrero de hombre blanco e iba armado con un pesado rifle con adornos de plata— le clavó la mirada con inconfundible desprecio), un asentamiento de cuatro familias en la orilla sur del Nautauga, cerca de un cruce de caminos que no tenía nombre (lo miraron con el gesto torcido, haciendo muecas y finalmente farfullándole en un idioma extranjero que bien sabía Jedediah que no era francés y que no esperaba comprender sin la gracia de Dios). También se topó con un contingente de soldados que marchaban en filas desordenadas por un sendero polvoriento, pero que no tenían tiempo para él, y cuyo oficial dirigió su rifle medio en broma —o pudo hacerlo en serio— a los pies de Jedediah y lo obligó a perderse en los bosques antes de que se produjera un «accidente». Tampoco tuvo mejor suerte con un grupo de trabajadores que, con la ayuda de bueyes y mulas, parecían estar cavando un canal de este a oeste, de la nada y hacia la nada, una absurda blasfemia a los ojos de Dios. (¿Por qué construir un canal cuando las montañas estaban tan surcadas de lagos y ríos? ¿Por qué desfigurar el paisaje de Dios por un presuntuoso capricho humano?). Muchos de aquellos hombres no entendían inglés, y los que parecían hablar inglés no entendían a Jedediah y pronto se impacientaron con él, obligándolo una vez más a ocultarse en los bosques a golpe de piedras y puñados de barro mientras proferían obscenos gritos burlones. Jedediah soportaba todas estas humillaciones por amor a Dios, con la firme esperanza de que algún día, no muy lejano, Dios lo recompensara. Por algo era el siervo de Dios: todo lo que había sido Jedediah Bellefleur estaba consagrado a Dios.

«Las mandíbulas devoran, las mandíbulas son devoradas». Pero las fuerzas de la oscuridad no querían que se enseñara aquel mensaje. Así fue que Jedediah tomó conciencia de la presencia de los enemigos de Dios, y de los espías de su propio padre, que lo observaban desde las sombras del perímetro de los claros, detrás de las rocas, desde el interior de refugios rudimentarios e inmundos que parecían abandonados y a los que no se atrevía a acercarse ni siquiera bajo la más torrencial de las tormentas. A veces no le resultaba fácil distinguir entre los enemigos de Dios y los suyos: su padre, cuyo nombre Jedediah había olvidado temporalmente, aunque en sus turbulentos sueños veía el rostro del malvado anciano con tal nitidez que parecía flotar en el aire, tal vez era enemigo de Dios; por otro lado, siempre estuvo demasiado absorbido por las vanidades mundanas, demasiado atareado como para interesarse lo bastante en Dios y oponerse a Él activamente. ¿O sería un aspecto más de la astucia del viejo pecador? Cierto era que había repudiado la religión católica apostólica romana cuando repudió su tierra natal y su lengua materna para mirar hacia el oeste, y que se desembarazó de esa corrupta y diabólica religión con la misma facilidad con que se lavaba las manos, lo que sin duda había sido del agrado de Dios. Pero hasta donde Jedediah sabía, no había abrazado ninguna otra religión que sustituyera al catolicismo. Adoraba el dinero. El poder político, el juego, especular con tierras, los caballos, las mujeres, los negocios de una u otra clase —Henofer le había contado muchas cosas, de las que Jedediah recordaba muy pocas—, pero, a fin de cuentas, todo era dinero, todo se transformaba en dinero. El dinero era su Dios. ¿Y acaso ese Dios no era idéntico al propio Satanás?

El anciano, el anciano malvado, quería que Jedediah regresara a la llanura. Para que pudiera casarse, y prolongar la estirpe; para traer hijos al mundo, como había hecho su hermano Louis, para que perdurase el apellido Bellefleur y el culto al dinero de los Bellefleur (que era —¿o no era?— lo mismo que rendir culto a Satán). A veces, pensaba Jedediah desganadamente, los devotos del dinero estaban tan enfrascados en sus batallas para devorarse unos a otros que ni siquiera pensaban en el Diablo…, no tenían tiempo para el mismísimo Mammon.

Pero había enemigos, enemigos cuyos rostros nunca había visto, pero cuya presencia percibía. De vez en cuando, en las noches sin viento, hasta oía su respiración. Sombras al borde de los claros…, sombras que cobraban vida espantando urogallos y faisanes que alzaban el vuelo despavoridos, o enviando conejos que se cruzaban por el aterrado campo visual de Jedediah… Detrás de cada uno de esos pinos enormes podía esconderse un hombre con facilidad, si tenía mucho cuidado, y cuando Jedediah se volvía, bien podía asomarse y observarlo. Era probable que aquellos espías estuvieran pagados por su padre. De otro modo no era lógico, concluyó Jedediah tras largas cavilaciones, que los simples desconocidos se interesaran tanto por él, y si había demonios (aunque ¿podía haber demonios en la Montaña Sagrada, o a la vista de la Montaña Sagrada? ¿Permitirá Dios semejante blasfemia?) eran, desde luego, incorpóreos, o ésa era la idea de Jedediah, y no necesitarían esconderse detrás de ningún árbol.

Que un demonio pudiera introducirse en el cuerpo de un hombre a la fuerza y vivir en ese cuerpo y propagar el mal desde dentro era algo que Jedediah no comprendía en aquel entonces.

De modo que temía a las presencias, viajaba de noche para confundirlas y de día se escondía lo mejor que podía (a veces le daban ataques de tos fuertes y dolorosos que parecían desgarrarle los pulmones y que seguramente las criaturas que lo espiaban podían oír) y procuraba mantener vivo su corazón con una plegaria constante a Dios que sus labios murmuraban en todo momento: «Mi Dios, mi Dios y Señor, alabado sea Tu nombre y Tu reino, y Tu voluntad, y protégeme de los enemigos agazapados…».

Un día, alguien le susurró al oído, pegándose mucho al oído, respirando cálidamente y haciéndole cosquillas con la lengua, un día, Jedediah, ¿sabes lo que ocurrirá? Se abalanzarán sobre ti por detrás y te dominarán, por más que forcejees y brames de furia, y te llevarán de regreso a casa —colgando de un palo como un ciervo destripado, quizá— y te despertarás en el suelo, viéndolos de pie junto a ti, boquiabiertos y sonrientes mientras te dan puntapiés. ¿Éste es Jedediah Bellefleur, el que trepó hasta el cielo en busca de Dios? ¡Menudo aspecto tiene ahora! Esquelético, raquítico, enfermo y lleno de piojos (porque tienes piojos, eso que en este momento se desliza por tu nuca es un piojo) y también infestado de lombrices (porque has de saber que tienes lombrices; posiblemente no quieras pensarlo y te niegues a revisar los pequeños y sanguinolentos excrementos que produces, pero aún así, muchacho, aún así). Miren qué aspecto tiene, como si a cualquier Dios que se precie no le importara un comino lo que le ocurra. ¿Habrá alguna mujer que quiera casarse con él? ¿Tener hijos con él? ¡Qué disparate! ¡Dios debe de estar desternillándose de risa desde hace dieciocho años! Y la presencia desapareció riéndose a carcajadas, antes de que Jedediah pudiera ponerle la mano encima.

En sus andanzas, antes de llegar al campamento de Henofer y ver lo que había pasado allí, Jedediah padeció varias visiones siniestras. Cierto día salió del ardiente sol del mediodía y se internó en la penumbra de un bosque que se alzaba sobre tierras cenagosas y mullidas. Fue entonces cuando vio a un indio caníbal sentado frente a una pequeña fogata con las piernas cruzadas, fumando una pipa y ataviado con lo que parecían ser pieles de serpiente. A su alrededor todo era blanco, había junto a él varios montículos formados por calaveras y huesos humanos. ¡Eran huesos humanos, lo más seguro era que fuesen humanos! Y las pieles de serpiente, según pudo ver Jedediah para su absoluto horror, no eran pieles sino serpientes vivas, serpientes vivas que se enroscaban y siseaban alrededor del cuerpo desnudo y poderoso del valiente. (Las serpientes advirtieron la intrusión de Jedediah, pero el indio, con la mirada ausente, carente de expresión, aspirando silenciosamente su pipa, le pasó de largo con la mirada). Mucho tiempo después de que Jedediah huyera de esa visión infernal, siguió recordando durante días y semanas esas calaveras apiladas, esos huesos, esas serpientes grandes y sibilantes y, sobre todo, la impasibilidad del indio. ¿No había oído decir, de niño, que los caníbales de las tribus iroquesas habían sido exterminados, o convertidos al cristianismo? ¿Y cómo podía aquel indio vestirse con serpientes vivas?

(El mal de los indios paganos, pensaba Jedediah, era un mal anterior al de los blancos, era previo al mal, o al bien, del hombre blanco. Previo a la propia historia. Tal vez hasta previo a Dios).

En otra oportunidad vio a una cierva acosada por perros, perros de granja corriendo en manada, gruñendo y ladrando frenéticamente mientras la desgarraban, mientras desgarraban su inmenso vientre hinchado, donde gestaba un feto que debía nacer en una o dos semanas. Lo vio y huyó tapándose los oídos, mientras su incesante plegaria a Dios se convertía en un alarido: «Mi Señor y Mi Dios, Mi Señor y Mi Dios, ten piedad…».

Lo más extraño de todo fue la visión de un extraño rostro blanco suspendido en una ciénaga oscura, flotando entre juncos y totoras y sauces acuáticos: el rostro de un desconocido con ojos tan descoloridos que casi ni se le veían, y la barbilla lampiña casi disuelta hasta desaparecer. Un rostro humano, aunque con menos sustancia que las calaveras del indio caníbal. También era extraño que la ciénaga fuera tan oscura, tan salobre, pues era probable que no fuera muy profunda y que la alimentara un arroyo de agua corriente. Pero Jedediah no veía el fondo. Nada más ver aquel rostro flotante y fantasmal, con la débil barbilla diluyéndose y los ojos desvalidos y manchados, retrocedió asqueado y también alarmado.

Y así llegó un día en que, sin proponérselo, se topó con el campamento de Henofer y advirtió en seguida, en cuanto el viejo lo saludó y el perro comenzó a ladrar, que Henofer había sido poseído, que su alma estaba perdida y su cuerpo ocupado por un demonio. Qué aterrador fue alzar la vista y encontrarse, no con los ojos de Henofer, sino con los del demonio.

—¡Jedediah! ¡Jedediah Bellefleur! ¿Eres tú?

Sabía que Henofer era un espía de su padre, un espía pagado por él, pero en el fondo de su corazón lo había perdonado porque, al fin y al cabo, la venganza le corresponde sólo a Dios. Pero ahora el propio Henofer se había extinguido y lo que salía de los ojos acuosos del viejo no era humano siquiera.

—¡Jedediah Bellefleur! —cacareó el demonio triunfante, antes de advertir que Jedediah lo había descubierto—. ¡Esto sí que es una sorpresa, verte a este lado de la montaña! ¡Una verdadera sorpresa! ¿Eres tú, muchacho? ¡Estás muy distinto! Últimamente los ojos me están dando problemas, sobre todo con este sol. Jedediah… ¿Por qué no contestas? Tienes sed, ¿no? ¿Y hambre? ¿Eres o no eres tú? Te veo muy raro.

Extendió una manaza sucia para estrechar la de Jedediah, pero éste se mantuvo firme. Sé quién eres, susurró.