Fue en un elegante Buick biplaza amarillo canario, con llamativas ruedas radiales, que Garth y la pequeña Goldie se fugaron; y en un pequeño y airoso Fiat rojo, con autobomba, techo descapotable color crema y tapacubos pulidos —regalo de Schaff por su último cumpleaños— lo hicieron Christabel y Demuth Hodge una hermosa mañana de otoño, conduciendo, durante breves períodos de su alegre, temeraria y eufórica fuga, a velocidades cercanas a los ciento sesenta kilómetros por hora, a pesar de los sinuosos caminos de montaña. Fue un Auburn preparado para correr, blanco, tapizado en gris, con tubo de escape descubierto y de un cromado reluciente, otro biplaza deportivo, el que se llevó por las sombras laberínticas de una ciudad extranjera anónima, posiblemente Roma, a la bella y joven actriz llamada Yvette Bonner en la película Amor perdido, vista en secreto por varios de los Bellefleur más jóvenes, que conjeturaban no sólo sobre la identidad de la actriz —¿era Yolande o simplemente se parecía a Yolande?— sino sobre la posibilidad de que tuviera en la vida real, al igual que en la pantalla, una relación seductoramente cerebral y a la vez erótica con el joven y bigotudo francés que, en la película, la llevaba lejos con audacia y estrépito.
Hace muchos años (y había varias fotografías en color sepia que lo constataban) el bisabuelo Jeremías, a pesar de su mala suerte y su pesimismo, tuvo uno de los primeros automóviles de la región, un Peugeot de festiva apariencia en el que los pasajeros (incluso la bisabuela Elvira con un sombrero de ala ancha profusamente floreado y atado con firmeza bajo la barbilla) se sentaban unos frente a otros. Por el diseño se parecía bastante a un coche de caballos, expuesto al viento, con ruedas radiales del tamaño de las de bicicleta y un solo faro. (Los arabescos pintados, que parecían, pese a la pobre reproducción de la fotografía, sumamente delicados y bellos, le recordaban a Germaine a algunos edredones de la tía abuela Matilde). Noel, Hiram y Jean-Pierre compartieron por un tiempo, antes de que los acreedores de su padre lo reclamaran, un maravilloso Peugeot Bebé: sólo cabía una persona con comodidad, era ruidoso, peligroso y tan llamativo que resultaba casi cómico (con el asiento turquesa y embellecedores también turquesas, en contraste con la madera rojiza de las ruedas; y una carrocería a rayas negras y doradas, cuatro lámparas de bronce excesivas y una bocina también de bronce que emitía un sonido estridente y descomedido destinado a espantar a los caballos que se cruzaban en el camino). Tenía el privilegio de ser por entonces el único en su especie en todo el estado. Si a Hiram, ya de mayor, le disgustaban los coches y se negaba a aprender a conducir (ni siquiera le gustaba la limusina familiar, por muy competente que fuera el chofer), era probable que se debiera al afectuoso recuerdo que aún tenía del Peugeot Bebé, y de vez en cuando caía en oscuros estados de ánimo, oscuros como la boca del lobo, como el que padeció cuando hubo que vender el coche en una subasta. («¿Para qué amar algo si uno lo va a perder?», musitaba a menudo. «¿Para qué amar a alguien si existe la posibilidad de perder a esa persona?…». Consecuentemente, hay que reconocer que nunca amó profundamente a su joven esposa, ni tampoco tuvo mucho amor que ofrecer al desventurado Vernon, cuya muerte fue para él, a partes iguales, una vergüenza (¡siempre supo que ese chico terminaría haciendo una tontería!) y una causa de dolor paternal.
Tal vez fue el Morris Bullnose de Stanton Pym, además de su audaz intento de casarse, y de permanecer casado, con una heredera Bellefleur lo que enfureció a la familia de Della; aunque el Bullnose era un coche pequeño y costaba bastante menos que los otros coches de la familia (un Napier de seis cilindros y un Pierce-Arrow de exposición), a los hermanos y primos de Della les parecía que su coqueto aire deportivo y sus accesorios de bronce eran impertinentes e inadecuados para un joven empleado del banco de Nautauga Falls. (Cuando murió Stanton, Della lo vendió de inmediato. Tanto Noel como un primo llamado Lawrence se ofrecieron a comprarlo por una suma considerable, pero Della se negó. «Antes de venderlo a cualquiera de los dos», dijo, «lo meto en el lago Noir y me hundo yo con él»).
Ragner Norst, el prometido de la tía abuela Verónica que se autodenominaba conde, y tal vez lo fuera, a pesar de las dudas de los Bellefleur (al fin y al cabo había sido, o pretendía haber sido, amigo íntimo del conde Zborowski, el mismísimo Zborowski que poseía tantas propiedades en Nueva York, celebraba suntuosas recepciones en París y terminó muriendo en un inesperado accidente, mientras conducía su espléndido Mercedes en una feroz carrera por el sur de Francia), tenía un magnífico Lancia Lambda negro, tan negro como un coche fúnebre, regio y majestuoso, de chasis compacto y suspensión delantera independiente, para envidia de los Bellefleur, aunque sospechaban que Norst lo había adquirido de segunda mano: tenía curiosos arañazos en las puertas y en el guardabarros delantero, y los mullidos asientos de color gris metalizado despedían un olor parecido al agua estancada o a una tumba.
Durante muchos años los Bellefleur no condujeron más que un coche «bueno»: un Cadillac de color granate con ruedas radiales de acero, uno de los primeros de los Fleeetwood Broughams (con apoyapiés alfombrados, lámparas de lectura giratorias y ajustables y accesorios de caoba, entre otros detalles). Fue este coche, que necesitaba con urgencia una mano de pintura, el que recibió Gideon como regalo de bodas para que llevara con estilo a su joven esposa al hotel elegido en secreto para la luna de miel; pero Gideon, tan enamorado de los caballos y, en todo caso, tan enamorado de Leah, no supo apreciar el automóvil de 7030 c. c. y motor de ocho cilindros en V que los llevó sin hacer ruido, pese a la gran velocidad que a veces alcanzaban sin advertirlo. Tras la ignominiosa pérdida en Paie-des-Sables del Pierce-Arrow color ciruela, Gideon adquirió a través de su amigo de Puerto Oriskany, Benjamin Stone (hijo del filántropo Waltham Stone, que había hecho fortuna con la producción de lavadoras), varios coches notables: el magnífico Hispano-Suiza, un Aston-Martin reconstruido, un Bentley verde botella que mucho admiraba lord Dunraven y, algo después, más o menos en la época de la huelga de los obreros temporeros, un Rolls-Royce cupé de color blanco y motor absolutamente silencioso, sin duda alguna el coche favorito de Gideon, al menos hasta su accidente.
Como es natural, los Rolls eran la elección unánime de la familia en cuanto a coches grandes, de modo que, al aumentar la fortuna de los Bellefleur adquirieron, ante la particular insistencia de Leah, un Silver Ghost de seis plazas con todos los lujos imaginables: tapicería de cuero, paneles pintados a mano, ceniceros de plata, espejos con marco de plata, accesorios de oro y alfombras de piel mullida (una novedad en el mercado, piel de lobo de Alaska). Una visión a todas luces impactante y muy adecuada para aparecer en los feos portales del Correccional Estatal de Powhatassie y sacar de allí al pobre y sumiso Jean-Pierre II de rostro lívido, finalmente considerado digno del perdón del gobernador. Sin embargo, no fue el Rolls el automóvil que quiso llevar Leah cuando, acompañada por su sirviente Belladona, por Germaine y por el joven Jasper (que progresaba a pasos agigantados, que parecía saber tanto de las finanzas de la finca como el propio Hiram, y casi tanto como Leah), se dirigió hacia el sur en un infructuoso y desacertado intento de localizar y llevarse a casa a su descarriada hija Christabel. Para ese propósito Leah condujo su propio coche, un práctico y austero sedán Nash que, según ella, no provocaría que nadie se fijara en él o sus ocupantes. Evidentemente, no encontró a Christabel ni a su amante Demuth, tampoco las autoridades lograron dar con el Fiat, aunque Edgar hizo la denuncia de inmediato. ¡Qué espléndido regalo había sido aquel cupé rojo de techo color crema y deslumbrantes tapacubos! Y todo, como dijo la anciana señora Schaff amargamente, para procurarle los medios a una vulgar ramera que iba a abandonar a su esposo y a su familia; ¿y quien puede asegurar que no fue el Fiat lo que inspiró el romance de la pequeña ramera, así como su fuga de la mansión Schaff?
A lo largo de los años, y no en estricto orden cronológico (los Bellefleur, mezclaban al recordar «el orden cronológico» sin ningún pudor, de hecho Germaine afirmaba que sentían un altivo desdén por él), tuvieron una limusina Packard, un Pierce-Arrow de exposición, un Stutz-Bearcat verde y un vehículo llamado Scripps-Booth que nadie parecía recordar. Los archivos de las pólizas de seguro indicaban que también hubo un Prosper-Lambert, evidentemente un coche francés, con lámparas de acetileno y asientos tapizados en cabritilla teñida. Y un Dodge y un La Salle; y también varios Ford, entre ellos dos modelos A que fueron de los más resistentes que tuvieron los Bellefleur. El interés por los automóviles variaba mucho entre los Bellefleur, y no era consistente, en cualquiera de sus miembros, a lo largo de la vida. Ewan sostenía que no le preocupaba mucho qué conducía, siempre y cuando lo transportara de un lugar a otro de manera rápida y económica. Observó con cierta alarma el repentino encaprichamiento de su hermano Gideon con los coches, que le pareció menos convincente que su anterior encaprichamiento con los caballos, pues Gideon ya era un hombre adulto, había dejado de ser un muchachito impulsivo.
El propio Ewan se conformaba con conducir un buen coche americano, sólido y elegante, como el Packard, si bien es cierto que a su amante favorita (la divorciada Rosalind Manx, que se llamaba a sí misma «actriz cantante») le compró, con ayuda de Gideon y de Benjamin Stone, un llamativo Jaguar tipo E azul con tapicería de piel de conejo teñida y accesorios de plata, que a menudo se veía recorriendo hasta las calles más estrechas de Nautauga Falls a toda velocidad, evidentemente ajeno (e inmune) a la policía de tránsito. (A Ewan no le habría molestado que Lily aprendiera a conducir, aunque no la alentaba, y además, no tenía tiempo de enseñarle, pero manifestó una satisfacción divertida cuando Albert, que había intentado enseñarle a conducir el Nash de Leah, lo dio por imposible). El propio Albert tenía un Chevrolet Caprice que una vez chocó de costado con la camioneta de un granjero arrendatario: Albert salió herido, pero el granjero murió en el acto. Jasper conducía un Ford práctico y elegante sin grandes lujos y Morna llegaría a tener, como regalo de cumpleaños de su flamante marido, un distinguido Porsche de color marrón chocolate. Bromwell nunca tuvo coche, ni siquiera aprendió a conducir.
El automóvil más viejo que tuvieron los Bellefleur, más o menos cuando nació Germaine, era el Ford negro de dos puertas de la abuela Della, regalo de un compasivo tío político (uno de los hermanos de Elvira) para que pudiera, si así lo deseaba, conducir sola donde se le antojara, pero, por supuesto, Della nunca aprendió a conducir y el coche permaneció inutilizado década tras década, con la batería muerta y nidos de golondrinas en los asientos, metido en la vieja cochera de la casa de ladrillo rojo de Bushkill’s Ferry. Cuando Leah era una niña intentó en vano ponerlo en marcha; a partir de ese momento no dejó de fastidiar e insistir para que Della lo llevara a reparar y lo pusiera a punto, pues, si lo ponían en marcha, su amigo Nicholas Fuhr se había ofrecido a enseñarle a conducir. ¿Y no le parecía divertido a Della salir las dos el domingo a pasear en él por el río, o en dirección al sur, salir de las montañas y hacer un viaje de una noche, aunque no fuera más que para cambiar de aires?
—Pero ¿se puede saber por qué quieres cambiar de aires? —preguntó Della irritada (su hija, más bien marimacho, tenía una voz estridente y agresiva)—. ¿No tenemos ya suficientes problemas aquí?
De modo que el viejo Ford negro permaneció encerrado en la cochera, deslucido, rechazado, oxidándose por parches leprosos, cubierto de polvo y heces de palomas y golondrinas; y ahí sigue, de hecho, el día de hoy.