Belladona

Texto Los Bellefleur que se consideraban supersticiosos se referían a Belladona como el «troll» (¡como si alguno de ellos tuviera la menor idea de lo que era un «troll»!), pero lo más lógico era suponer, como hacían Leah, Hiram, Jasper, Ewan y otros Bellefleur «razonables», que era un enano. Pero no un enano común y corriente, como los que se ven en cualquier parte, pues lo cierto es que Belladona, jorobado como era y con una boca ancha y fina que se extendía a lo ancho de todo su rostro, casi sin labios, era atípico. Para empezar, era de una fealdad turbadora. Si uno trataba de esforzarse en que le agradara, o simplemente en tenerle lástima, aquel rostro desmesurado y arrugado, de ojos como botones descoloridos, con una extraña hendidura en la frente (como si, según se comentaba, alguien lo hubiera golpeado hace mucho tiempo con el borde romo de un hacha) y esa exasperante sonrisa ancha y tensa, desprovista de alegría, resultaba tan desagradable que uno no podía sino darse la vuelta con angustia y pulso acelerado; y las cosas que Belladona llevaba en sus pequeños saquitos de cuero y en sus cajitas (corría el rumor de que eran pedazos secos de animales muertos, pero era probable que no fueran más que hierbas medicinales, consuelda, curalotodo, ortiga mansa, col medicinal y, por supuesto, belladona) despedían un olor nauseabundo que se intensificaba en los días húmedos. Según Bromwell, Belladona llegaría al metro y medio de estatura si se pudiera poner derecho, pero estaba tan deformado, con la columna tan torcida y el pecho tan hundido, que a duras penas alcanzaba el metro veinte. Qué triste, decía la gente cuando lo veía por primera vez; qué patético, murmuraban tras mirarlo una vez más; es horrendo, es indescriptible, terminaban diciendo cuando el pobre infeliz no estaba cerca, ni tampoco Leah. (Ése era uno de los misterios más irritantes de la familia Bellefleur, el interés que Leah mostraba por Belladona. Sin duda, adquirió un valor extraordinario para ella durante el tercer y el cuarto año de vida de Germaine, y hubo entre ellos una notable intimidad…, intimidad, por desgracia, que aunque nunca sobrepasó los límites de una afectuosa pero formal relación entre una mujer y su lacayo predilecto, no dejaba de provocar, entre los ignorantes, toda clase de especulaciones crueles, malévolas, viperinas y hasta obscenas).

Belladona llegó a vivir en la mansión Bellefleur por casualidad…, es más, por una serie de casualidades.

Tras la tragedia de la muerte de la niña Cassandra, un grupo de hombres Bellefleur, a los que se unían, según los días, amigos, vecinos y parientes que estaban de paso —entre ellos Dave Cinquefoil y Dabney Rush— salían con escopetas, rifles e incluso una pistola ligera de repetición de Ewan, en busca del buitre del Noir, que al parecer habitaba en los recónditos aledaños del pantano, pero las expediciones resultaron infructuosas. Dispararon y mataron, o dejaron morir, a varias otras criaturas, en su comprensible decepción: ciervos, pumas, castores, mofetas, liebres, conejos, mapaches, comadrejas, ratas, puercoespines, serpientes (víboras cobrizas, de cuello anillado, acuáticas), hasta tortugas y murciélagos; y un buen surtido de aves, principalmente garzas, halcones, águilas y garcetas que de alguna manera les recordaban al mortífero buitre, pero volvían exhaustos y amargados, sin haber cumplido el objetivo de su cacería. Gideon, que en los últimos años había manifestado escaso interés por la caza, estaba particularmente decidido a matar al buitre del Noir, y lideró casi todas las expediciones al pantano. Incluso aquejado por la fiebre que le provocara una mordedura de serpiente insistió en formar parte de la partida de hombres. Nunca hablaba de Cassandra, menos aún de Garnet, pero a menudo hablaba del buitre del Noir y de cómo lo cazaría…, no descansaría hasta matarlo. (Bromwell solía decirle a su padre que tenía que haber más de uno, por más que la leyenda hablara siempre de un único buitre del Noir…; de lo contrario, preguntaba el fino y remilgado crío, ¿cómo iba a reproducirse?). Pero todas y cada una de las cacerías terminaron en fracaso y Gideon cada vez estaba más amargado. Llegó a sugerir que había que bombardear todo el pantano, unas veinte o treinta hectáreas: ¿no podría Ewan, que acababa de ser elegido, por escaso margen, sheriff del condado de Nautauga, conseguir el equipo necesario?… Pero Ewan se rió de la idea, le pareció que lo decía en broma. Tarde o temprano mataremos a ese bicho, dijo. No te preocupes, no se nos escapará.

Sin embargo, pasaron las semanas y al buitre del Noir no lo vieron siquiera, muchos menos lo abatieron.

Por una feliz coincidencia llegó a la mansión, tras una ausencia de varios años —nadie recordaba cuántos, ni siquiera Cornelia—, el hermano de Gideon, Emmanuel, que se había dedicado a explorar las Chautauquas con la intención de realizar un completo relevamiento cartográfico, pues incluso los mapas actuales eran rudimentarios y poco fiables. Emmanuel reapareció una tarde en la cocina, con su chaqueta de piel de borrego, sus zapatones de caminar y una mochila vieja al hombro, y le preguntó a la cocinera, con su voz pausada, casi sin inflexiones, si podía darle algo de comer. La cocinera (contratada recientemente, tras la debacle de la fiesta de cumpleaños de la bisabuela Elvira) no tenía idea de quién era, pero reconoció la nariz Bellefleur (en Emmanuel era recta y picuda, con orificios excepcionalmente pequeños) y fue lo bastante sagaz como para atenderlo, con calma y sin alboroto. Era un hombre extremadamente alto, quizá de la altura de Gideon, de cabello castaño y entrecano, largo hasta los hombros, una piel curtida y tostada por el sol que resplandecía con algo metálico —sal, mica— y grandes ojos rasgados e impasibles, en los que el iris oscuro flotaba como un renacuajo, con la cola rizada de un renacuajo. Era difícil calcular su edad; tenía la piel tan curtida que parecía no tener edad, como si fuera atemporal. Debía de tener una edad parecida a la de Gideon, o Ewan, pero parecía mucho mayor y a la vez perversamente joven. Uno de los sirvientes corrió en busca de su madre, y pronto se enteró toda la casa. Aunque casi todos se agolparon en la cocina, Emmanuel continuó comiendo su estofado de carne, masticando despacio cada bocado, sonriendo y asintiendo con la cabeza como respuesta a las excitadas preguntas.

Pronto resultó evidente —para sorpresa de toda su familia— que Emmanuel no había vuelto para quedarse; planeaba permanecer sólo unas semanas. El proyecto cartográfico no había terminado. Dijo, suavemente, como respuesta a una exclamación de Noel, que el proyecto cartográfico no estaba terminado ni mucho menos; iba a necesitar varios años más de exploración…

—¡Más años! —exclamó Cornelia, tratando de tomar las manos de Emmanuel entre las suyas, como si quisiera darles calor—. ¿Qué diablos quieres decir?

Emmanuel retiró las manos, inexpresivo. Si su rostro mostraba un aire distante, algo irónico, era a causa de sus largos ojos rasgados, ya que sus labios permanecieron inmóviles. Explicó con calma que el proyecto que se había impuesto era difícil, casi inhumano, y aunque ya había cubierto varios centenares de metros de papel pergamino con sus mapas y anotaciones, no estaba ni siquiera cerca de terminarlo porque, para empezar, la tierra cambiaba constantemente, los arroyos cambiaban de curso, hasta las montañas cambiaban de año en año (incluso de día en día mostraban signos de erosión, les dijo con solemnidad: el Mount Blanc no tenía más que dos mil setecientos metros de altura en la actualidad y perdía centímetros de hora en hora), y un cartógrafo escrupuloso no debía dar nada por sentado, aunque ya hubiera trazado en un mapa, con esmerado criterio, todo lo que sabía.

—Pero ¿qué importancia tiene? —lo interrumpió Noel, riendo con incomodidad—. Un centímetro más, un centímetro menos… Ya va siendo hora, Emmanuel, de que empieces a pensar en casarte…, en sentar cabeza…, ocupar tu lugar aquí, entre nosotros.

(Pudo ser en ese preciso instante que Emmanuel decidió no permanecer en la mansión tanto tiempo como había planeado; pero su rostro permaneció impasible mientras escuchaba los comentarios de su padre. Terminaría partiendo en la mañana del cuarto día de su visita, explicándole a uno de los sirvientes que la casa era demasiado cálida para su gusto y que no podía dormir bien, y que la cercanía de los techos lo oprimía. Y que cierto barranco del lago Lágrima de Nube lo preocupaba, pues de pronto vio clarísimo, de modo imprevisible, que lo había trazado mal).

Pero antes de partir logró responder las preguntas de Gideon sobre el buitre del Noir. De su cargada mochila de tela impermeable sacó un rollo de papel pergamino que desplegó cuidadosamente y extendió sobre una mesa, explicando que ese burdo y a todas luces inadecuado «mapa» intentaba cubrir la desolada extensión del pantano y las marismas del sur del Mount Chattaroy, que investigó por primera vez cuando todavía era un muchacho (por cierto, ¿no lo había acompañado Gideon en una de sus expediciones?) y vuelto a investigar años más tarde, aunque sin quedar enteramente satisfecho. Sin embargo, dijo apuntando con el dedo índice (con la uña curvada perversamente, como garra de águila), estoy razonablemente seguro de que es aquí donde habita el pájaro que buscas. Y señaló la zona de islas y lagos a unos treinta y cinco kilómetros al norte de la mansión Bellefleur.

Gideon se agachó para mirar el mapa, poniendo cuidado en no tocarlo, pues su hermano parecía quisquilloso al respecto. Las líneas serpenteantes lo mareaban; jamás había visto un mapa semejante, y las pocas palabras que incluía, obviamente nombres indígenas ya en desuso, se perdían en el recuerdo. Pero era posible, pensó, llegar hasta el hábitat del buitre del Noir sin mayores dificultades… Evidentemente, habían subestimado la distancia desde el lago.

Se irguió, sonriendo. Le dieron ganas de tomar a su hermano entre sus brazos y abrazarlo, pero logró dominar el impulso. Ese pájaro, ese bicho, ese diabólico hijo de perra, no se nos escapará.

Si bien el ignominioso fracaso de las primeras expediciones no había apagado el entusiasmo de Gideon, sino que, en todo caso, lo había incrementado, los demás hombres, en especial Ewan, muy atareado con sus nuevas responsabilidades, se mostraban algo descorazonados, además, los días eran cada vez más fríos. (Tras la terrible ola de calor de finales de agosto un frente de aire frío bajó de las montañas y provocó la primera helada justo el primer día de septiembre). De modo que Gideon sólo pudo convencer a Garth, a Albert, a Dave Cinquefoil y a un nuevo amigo llamado Benjamin (que compartía con Gideon la pasión por los automóviles) de que lo acompañaran a la cacería.

Tomaron una de las camionetas de la granja y condujeron unos treinta kilómetros hacia el norte por caminos de tierra, senderos tortuosos y huellas dejadas por el transporte maderero hasta que se vieron obligados a dejar el vehículo y seguir a pie: en ese preciso momento comenzó a caer una fría llovizna, a pesar de que el cielo parecía despejado. Gideon hizo circular generosamente su petaca de whisky, aunque él bebió muy poco. Estaba desesperado y lo único que quería era seguir adelante. Al principio los demás trataron de caminar a la par, pero poco a poco fueron quedándose atrás. Garth era el único que había visto al buitre del Noir: lo vio, o vio algo parecido, mientras cazaba ciervos de cola blanca cuando tenía doce años. Albert no lo había visto nunca, pero creía fervientemente en él. El joven David Cinquefoil y, desde luego, Benjamin Stone, no tenían la menor idea de lo que estaban buscando; sólo sabían que había arrebatado y luego devorado a una niña y que había que matarlo. Gideon se había convencido de que alguna vez, hacía muchos años, había visto al ave, pero la criatura que veía en su mente era deslumbrante y difusa, un pájaro fabuloso hecho de vapores humeantes, con un ojo rojo refulgente y un pico afilado como una daga. Era un monstruo y había que matarlo. Al fin y al cabo, se había llevado a una niña Bellefleur…, se había llevado a su niña.

Sus zancadas largas y desesperadas lo alejaron de los otros, pero no lo advirtió. Era una manera de cazar peligrosa, pero no lo tomó en cuenta. Lejos, a la distancia, oyó un sonido extraño. Al principio le recordó a la bolera (frecuentaba algunos bares del costado de la ruta donde se jugaba a los bolos, donde, a lo largo de los meses, había hecho interesantes amistades). Luego pensó que debía de ser un trueno, bajo y ensordecedor, después se preguntó si no podía ser una cascada. Gideon se encontraba trepando un risco, con las marismas a su derecha, y era posible que debajo fluyera un pequeño río o algún arroyo. Pensó que debía de haber una cascada…, creía haber explorado esa zona, años atrás.

El ruido atronador crecía y disminuía, hasta que quedó todo en silencio. Pero provenía de algún sitio muy cercano. Gideon trepó jadeando hasta lo más alto del risco mientras el sol comenzó a brillar con una súbita calidez estival. El pantano a su derecha despedía un fuerte olor salobre a descomposición y las altas malezas a través de las cuales se fue abriendo paso olían a humedad y calor. De pronto se sintió muy excitado: había oído risas. Levantó el arma y tocó uno de los gatillos con dedos temblorosos.

Y fue entonces cuando, sobre la cima del montículo cubierto de hierba, advirtió atónito que era un grupo de niños. Estaban jugando en un prado. El pasto estaba muy corto y muy verde, tan corto que bien podía ser tierra de pastoreo, pero Gideon tenía la certeza de que esa tierra no se usaba para la cría de ganado. Los niños jugaban escandalosamente, gritándose unos a otros, con risas agudas y chillonas. Jugaban a los bolos —bolos sobre césped—, probablemente era algún picnic escolar, pero… ¿por qué invadían las tierras de los Bellefleur, y quiénes eran? ¿Y dónde estaba la maestra? El sonido de las bolas de madera (que eran como pelotas de croquet) al golpear los palos era desproporcionadamente alto, como si el sonido hiciera eco en una habitación y rebotara en el techo bajo. Gideon se estremeció. La risa estridente de los niños también era demasiado alta. Aunque, por lo general, a Gideon le gustaban los niños, e incluso el concepto de los niños, de pronto advirtió que esos niños en particular no le agradaban y que los echaría de sus tierras con sumo placer.

De modo que descendió la loma, gritándoles. Ellos se volvieron hacia él, asombrados, con la cara fruncida de rabia y expresión beligerante. En aquel instante Gideon vio que no eran niños sino enanos proporcionados, unos quince o veinte…, ¿o podían ser (ahora que veía bien las cabezas desmesuradas y los cuerpos deformes, algunos de ellos francamente grotescos, con jorobas entre los hombros y pechos hundidos) enanos sin más? Pero ¿por qué habían invadido su propiedad? ¿Y de dónde habían salido?

Gideon se dirigió hacia ellos con audacia, pero comprobó, algo alarmado, que no retrocedían; de hecho, lo miraban fijamente con expresión extraña, con muecas tan torcidas que parecían involuntarias, como si sus músculos faciales se hubieran contraído en un espasmo, ojos bizcos o entrecerrados en un guiño malevolente, horribles sonrisas en sus bocas enormes, ahora cerradas y con los labios apretados contra los dientes. Pero Gideon siguió bajando la colina, cayendo y resbalando, a pesar de que su pistola no tenía puesto el seguro y lo que estaba haciendo era una auténtica insensatez.

El impacto de la primera bola de madera contra su hombro estuvo a punto de hacerlo caer, y en su dolor y sorpresa se le cayó la pistola, pero en el acto, sin pensarlo siquiera, la recuperó. Para entonces, sin embargo, los enanos se le habían echado encima. Gritaban, farfullaban, chillaban con clara indignación pese a la inmovilidad de sus caras deformes, subían por la colina como una jauría de perros salvajes, exactamente como una jauría de perros salvajes, y uno de ellos lo agarró del muslo mientras otro se subía a él, se aferró al cabello y lo tiró por el mero peso de su cuerpo (que, aunque atrofiado y pequeño, era considerablemente pesado), y antes de que Gideon tuviera tiempo de gritar sintió unos dientes que se le clavaban en la parte carnosa de la mano y un terrible y paralizante puntapié en la ingle. Estuvo a punto de perder la conciencia. Los chillidos agudos eran exactamente como los de fieras devorando a su presa, incluso a otras fieras, y en medio de su lucha violenta —porque anhelaba, ay, cómo anhelaba vivir— Gideon supo que iban a matarlo: ¡esas criaturas espantosas y deformes iban a matarlo, a él, a Gideon Bellefleur!…

Sin embargo, eso no iba a ocurrir, de ningún modo. Por detrás de Gideon apareció Garth, que, ante esa visión sobrenatural, se limitó a disparar un tiro al aire y los hombrecitos, aterrados, se alejaron atropelladamente. Aun en su consternación, Garth era un cazador lo bastante prudente como para apuntar lejos de su tío. Sólo tenía tiempo de disparar una vez más, de modo que se volvió y disparó a un enano que brincaba al borde de la trifulca, mesándose los ásperos cabellos con ambas manos, en un paroxismo de excitación. La bala atravesó el brazo derecho y el hombro de la horripilante criatura y lo abatió de inmediato.

Los demás enanos huyeron. Aunque aterrados, tuvieron la suficiente calma como para llevarse los bolos y los palos y nunca más se los volvió a ver; pero la tierra del prado estaba tan estropeada que resultaba evidente que allí se había organizado algún juego peculiar. Para cuando llegaron Albert, Dave y Benjamin, sin aliento, los otros enanos habían desaparecido y el único que quedaba allí era el que Garth había abatido. Gruñía y se retorcía, sangrando por innumerables heridas pequeñas, moviendo la cabeza enorme y deformada a diestro y siniestro y arrancando la hierba con sus dedos como garras. Los hombres lo contemplaron en silencio. Nunca en la vida habían visto nada parecido… No sólo tenía joroba, sino que la columna vertebral estaba tan torcida que la mandíbula se le clavaba en el pecho. Parecía (la imagen asaltó a Gideon, a pesar de estar tambaleándose por el dolor y el cansancio), un helecho de abril retorcido, tan retorcido que parecía imposible pensar que alguna vez crecería derecho y estallaría de belleza… Pero aquella criatura…, ¡tan fea!, ¡tan repulsiva! Los hombros parecían atenazados por los músculos, el cuello era grueso como el muslo de un hombre, tenía el cabello áspero y enmarañado como crin de caballo, y una hendidura en la frente, una marca profunda en el mismo hueso, en torno a la cual había seguido creciendo el cráneo de forma asimétrica. Mientras lloriqueaba y gemía suplicando clemencia (en un balbuceo que en parte parecía una mezcla de indio, alemán e inglés, casi ininteligible), abrió mucho la boca, como si sonriera, y no es exagerado decir que la boca atravesaba su ancho rostro de lado a lado, surcando los músculos de las mejillas. Se desplomó sobre su vientre y comenzó a reptar y a arrastrarse hasta un sitio donde la hierba y la maleza eran más altas, como una tortuga herida. A Albert se le subió a la cabeza la visión de esa sangre oleosa. Desenfundó su cuchillo de cazador y pidió permiso a Gideon para degollarlo. ¡Para terminar con su padecimiento! ¡Para acallar ese gruñido! Pero Gideon no lo permitió; no, mejor no… ¿Acaso no te ha puesto la mano encima, no ha osado tocarte? Y corrió, casi bailando de excitación, hacia las malezas en las que yacía el enano aferrado frenéticamente al pasto y la tierra, lo tomó del cabello y levantó la cabeza de la criatura en gesto de triunfo.

—Gideon, por favor —imploró—. Gideon. Gideon. Sólo esta vez. Vamos, Gideon…

—No, no lo hagas —dijo Gideon arreglándose la ropa y lamiéndose la mano herida—. Es un ser humano, al fin y al cabo.

Lo llamaron Belladona porque era belladona la hierba que crecía en el rincón al que se arrastró, y vieron que el enano, en su desesperación y con notable habilidad, aplastaba hojas y bayas y las frotaba contra su herida. En cuestión de minutos lo peor de la hemorragia había cesado. Y tan eficaz resultó el jugo de belladona que la criatura no sufrió ninguna infección posterior, y en pocas semanas pareció olvidar totalmente su lesión.

Mucho tiempo después Gideon lamentaría no haberle permitido a su sobrino degollar a Belladona, pero ¿cómo iba a adivinar el futuro? Y en todo caso, ¿cómo iba a cargar con el peso de haber condenado a muerte a semejante criatura, por repulsiva que fuese? Matar en el fragor de una batalla era una cosa, pero matar de esa manera era asesinar… Ningún Bellefleur había cometido jamás un asesinato, decía Gideon.

De modo que llevaron al enano a la casa, transportándolo durante ocho tortuosos kilómetros sobre una rama de arce que cargaban Albert de un extremo y Garth del otro (con los tobillos y las muñecas atados a los troncos sin ceremonia alguna, como si llevaran a un animal muerto), hasta depositarlo finalmente en la parte de atrás de la camioneta. Hacía rato que estaba inconsciente, pero cada vez que se acercaban a comprobar el débil latido de su corazón (si moría, lo más lógico era arrojarlo por un barranco) veían que estaba vivo… y que probablemente lo seguiría estando. ¡Qué fuerte era aquel pequeño canalla!, exclamaban todos.

Gideon le había salvado la vida, y por lo tanto Belladona siempre se acobardaba delante de él, y podría haberlo adorado —como adoraba a Leah— de no haber percibido su carácter; de modo que se escabullía con prudencia siempre que se encontraban. Pero cuando conoció a Leah —que entró en la habitación dando grandes zancadas, despeinada y ligeramente demacrada, pues no se encontraba bien—, de los labios de Belladona se escapó un gemido, después se arrojó de bruces al suelo y lo besó, en honor a quien consideró que era la señora de la mansión Bellefleur.

Leah se quedó mirando la joroba y dio un paso atrás para alejarse de esos besos desesperados y furiosos: siguió mirándolo boquiabierta y pasó un buen rato hasta que al fin alzó la vista hacia su esposo, que la observaba con una sonrisa maliciosa.

—¿Qué…, qué es esto? —susurró, claramente asustada—. ¿Quién es?

Gideon le dio una suave patada al enano, pisando la joroba con el tacón de la bota.

—¿No lo ves? ¿No lo adivinas? —dijo.

El color había vuelto a su rostro y parecía triunfante.

—Ha recorrido grandes distancias para venir a servirte.

—Pero ¿quién es?…, no entiendo… —dijo Leah, retrocediendo.

—Es otro amante, ¿no te das cuenta?

—Otro amante…

Leah miró a Gideon con el rostro arrugado y la boca fruncida como si estuviera probando algo repugnante.

—¡Otro! —susurró—. Pero si ahora no tengo ninguno…

Al tiempo —al poco tiempo— Leah consideró que Belladona era fantástico y lo adoptó como un sirviente especial, de su propiedad, ya que se había encaprichado tan abiertamente con ella. Con esa inmensa cabeza greñuda, esos ojillos y esa fea joroba entre los hombros, daba lástima verlo, como dijo Leah —estaba hecho una pena— y habría sido una crueldad echarlo. Además, era sumamente fuerte. Podía levantar cosas, forzarlas, destapar tapones atascados, trepar con envidiable agilidad una escalera para efectuar una reparación difícil. Podía acarrear él solo todo el equipaje de un huésped, sin mostrar signos de cansancio, salvo el leve temblor inicial de sus piernas. Leah lo vistió con una librea, y él consiguió de algún lugar unas correas, cinturones, hebillas y los pequeños saquitos de cuero y las cajitas de madera que le conferían ese aire pintoresco de gnomo. (Pero no era un troll, Leah no se cansaba de repetir, a menudo con divertido enfado: la definición oficial de Bromwell era enano, y enano tenía que ser).

Hablaba muy poco y siempre con un respeto exagerado. Leah era «la señorita Leah», pronunciado en un murmullo desfallecido, mientras se inclinaba ante ella hasta doblarse en dos, una visión cómica y, según Leah, algo conmovedora. Sabía tocar la armónica y realizar algunos sencillos trucos de magia con botones y monedas y, cuando estaba especialmente inspirado, con gatitos, haciéndolos desaparecer y aparecer en sus mangas o en el interior de su chaqueta. (En ocasiones los niños veían, con asombro y algo de miedo, que hacía aparecer cosas —incluso gatitos— cuando habían desaparecido otras cosas, otras cosas inconfundibles, lo que los alarmaba y no los dejaba dormir de noche, preocupados por el destino de las cosas desaparecidas). Aunque era tan callado que casi parecía mudo, Leah sospechaba que era de una inteligencia prodigiosa y que podía confiar en su buen juicio. Su servilismo era a todas luces vergonzoso —tonto y molesto y perturbador— pero, de alguna manera, también era halagador, y si se ponía demasiado pesado en su adoración, bastaba con que Leah le diera un golpecito juguetón y se ponía serio al instante. A pesar de su apariencia monstruosa, era un hombrecito de notable dignidad… Leah lo apreciaba, no podía evitarlo. Le tenía lástima, la divertía, y se sentía gratificada por su lealtad. Lo apreciaba mucho, por mal que les pareciese a los otros Bellefleur, incluso a los niños y a los sirvientes.

Qué raro, qué irritante, qué egoísta, pensaba Leah, que los demás no muestren interés por el pobre Belladona. Deberían compadecerlo, sin duda, deberían admirar su energía infatigable y su bondad y su voluntad (y avidez) de trabajar en el castillo sin cobrar un sueldo, a cambio sólo de cama y comida. Podía entender el desprecio de Gideon, ya que siempre había pensado que Gideon era una persona muy limitada, con una imaginación tan lisiada como lisiado era el físico de Belladona, y la sola visión de algo tan incorrecto lo asustaba (recordaba su extrema cobardía durante el nacimiento de Germaine y cómo tuvo que terminar acunándolos a los dos); pero le resultaba extraño que a los demás también les desagradara Belladona. Germaine se escabullía ante su presencia, y los otros niños, así como la abuela Cornelia, evitaban mirarlo. Se decía que los sirvientes (comandados por esa tonta supersticiosa de Edna, que pronto iban a tener que reemplazar) murmuraban que Belladona era un troll. ¡Un troll, nada menos, en la finca Bellefleur, en estos tiempos modernos! Pero era indudable que a los demás les disgustaba, y Leah decidió no dar su brazo a torcer, ni ceder a los tontos temores de Germaine, ni a las vagas objeciones que murmuraba su cuñada (Lily no se atrevía a hablar en voz alta frente a Leah: menuda cobarde), ni siquiera al desdén de Gideon. A su debido tiempo, pensaba Leah, terminarán aceptándolo y les agradará tanto como a mí.

La primera noche que lo vio la tía abuela Verónica, sin embargo, Leah no pudo evitar sentirse sacudida por algo no sólo peculiar sino también irrevocable en la actitud de la anciana. Cuando Verónica descendió la amplia escalera circular con una mano enjoyada apoyada en la baranda y la otra sosteniendo ligeramente las pesadas faldas oscuras para que no se le enredaran, se topó con Belladona (era la primera noche que cumplía el papel de lacayo de Leah, con su pequeña y elegante librea), que estaba acercando una silla a la chimenea para su señora; en ese instante, la mujer se quedó inmóvil, inmóvil con un pie levantado y enfundado en un zapato abotonado, aferrada con fuerza a la baranda. Qué mirada tan extraña la que le dirigió la tía Verónica a Belladona, que, por la postura agachada, al principio no la vio. Hasta que no retrocedió inclinándose, no alzó los ojos hacia ella…, y por una fracción de segundo, también se quedó inmóvil. Leah, que en otra ocasión habría encontrado divertido el incidente, percibió una sensación, una sensación casi indescifrable, de la mutua alarma de Verónica y Belladona: no como si se conocieran de antes, pues no era algo tan simple, sino (y eso sí que era difícil de explicar) como si fueran parientes; a qué los habían convocado y de qué habían retrocedido, qué es lo que el otro era. (Después, Verónica se sentó con gesto sombrío en su lugar de la mesa, fingiendo dar sorbos de su consomé, desparramando la comida alrededor del plato como si su sola visión le provocara náuseas —existía en la familia la idea de que Verónica, a pesar de su peso considerable, era melindrosa para comer— y tomándose unos sorbos de clarete antes de excusarse y desaparecer escaleras arriba para «retirarse» temprano).

Ni siquiera los gatos querían a Belladona. Ni Ginger, ni Tom, ni Misty, ni Tristam ni Minerva, y mucho menos Mahalaleel, a quien Belladona trató de seducir ofreciéndole hierba fresca para gatos (en sus numerosos saquitos de cuero y cajitas de madera llevaba varias hierbas envueltas en papel encerado y atadas con un hilo con gran esmero), pero Mahalaleel se mantuvo siempre a una distancia majestuosa y no se dejó tentar. Un día se lo encontró Germaine en la oscura recepción revestida de madera de teca, más inclinado que de costumbre, sosteniendo algo en su mano enguantada y diciendo «¡Gatito, gatito ven, ven aquí gatito!», con voz aguda; poco después apareció Mahalaleel con el lomo y la cola erizados, pasó junto al hombrecito y salió corriendo de la habitación. Belladona se detuvo, olisqueó la hierba que llevaba en la mano y fue tras el gato llamándolo de nuevo «Gatito, gatito» con ese tono infatigable que no denotaba ofensa alguna.