«Buena fortuna», «Felicidad», «Sagradas Vísperas», «Providencia milagrosa» y «Reloj Celestial» eran los nombres de los inmensos edredones de lana rellenos de plumas que hacía Matilde, la tía de Germaine. Los edredones crecían lentamente bajo la atenta mirada de Germaine, muy lentamente, cuadrado por cuadrado, mientras Matilde charlaba con el abuelo Noel y con Germaine, sus dedos rechonchos trabajando sin cesar. Pasaban los meses, pasaban los años. «El jardín de cristal», «Giroscopio», «El baile» (un baile de esqueletos divertidos), «Bestiario», «El pantano del Noir» y «Ángeles» crecieron cuadrado a cuadrado, deslizándose cada tanto hasta el suelo para ocultarse entre los pies de la tía Matilde.
—¿Por qué llevas a Germaine a la casa de esa mujer? —preguntó la abuela Cornelia con irritación—. Matilde no es que sea un buen ejemplo, ¿no te parece?
—¿Ejemplo de qué? —preguntó Noel.
—A Leah no le gusta —replicó Cornelia.
—Leah no tiene tiempo para enterarse de esas cosas —dijo Noel.
Sin embargo, iban a menudo al «campamento» de Raphael Bellefleur, una media docena de cabañas de troncos a orillas del lago, a muchos kilómetros de la mansión Bellefleur. Según la leyenda familiar, Matilde se mudó allí muchos años atrás por puro despecho: había fracasado en el intento de ser una Bellefleur, había fracasado en conseguir un marido adecuado, y sencillamente se había recluido en los bosques. Pero el abuelo Noel le dijo a Germaine que eso no era cierto. Matilde se había instalado al otro lado del lago porque…, porque ése había sido su deseo.
—¿Y yo también puedo vivir allí? —preguntó Germaine.
—Podemos ir de visita —contestó el abuelo Noel—. Cuando queramos.
Germaine a lomos de su nuevo pony Buttercup y Noel con Fremont, su viejo semental, altivo pero perezoso. Y, efectivamente, iban casi tantas veces como querían.
La tía abuela Matilde era una mujer de huesos grandes que cantaba mientras trabajaba y tenía la costumbre de hablar sola. (En ocasiones Germaine la había oído decir: «Vaya, dónde habré puesto esa cuchara» o «Demonios, ¿qué estáis haciendo en esa mesa?»). Si se sentía sola en el campamento, no lo parecía; por el contrario, era la Bellefleur más feliz que Germaine conocía. Nunca alzaba la voz, nunca arrojaba objetos en un acceso de furia ni salía corriendo de ninguna habitación llorando a mares. Allí no sonaba el teléfono; de hecho, no había teléfono, y las cartas llegaban muy de vez en cuando. Aunque la familia no miraba a Matilde con buenos ojos, ni mucho menos, al menos la dejaban en paz. (Era «rara», era «testaruda», decían los Bellefleur. Era «terca» porque insistía en su aislamiento y en hacer edredones y alfombras para ganarse la vida. Las reuniones sociales no le interesaban, ¡ni siquiera las bodas y los funerales!, y se empeñaba en usar pantalones, botas y chaquetas; y en los viejos tiempos, como hija que era de Lamentos de Jeremías, hasta insistió en trabajar junto a los peones de campo, una excentricidad que las mujeres Bellefleur jamás le habían perdonado. Tenía que haber sido hombre, decían desdeñosas. Tenía que haber sido un granjero indigente de los que habitan en la ladera de la colina. No merece el nombre de Bellefleur).
Pero la dejaron en paz. Tal vez la temían.
De modo que seguía cosiendo edredones, feliz en su soledad, y el abuelo Noel iba de visita con Germaine y pasaban espléndidas tardes juntos. Germaine tenía permiso para ayudar a Matilde con la costura, y Noel se acomodaba junto al fuego, se quitaba las botas y movía con placer los pies enfundados en calcetines, la pipa atrapada entre los dientes. Le encantaba chismorrear sobre la familia: ¡las tretas que pergeñaba Leah!, había que reconocer que era ingeniosa, el comportamiento de Ewan, los problemas de Hiram, lo que Elvira le había dicho a Cornelia, lo que hacían los hijos de Lily; todos los niños crecían a una velocidad vertiginosa. Matilde reía, pero hablaba poco. Estaba enfrascada en su trabajo. Noel se quejaba de lo rápido que pasaba la vida, pero Matilde no coincidía con él.
—A veces creo que no pasa el tiempo —decía—. Al menos en esta orilla del lago.
Los edredones, los edredones inmensos y maravillosos que Germaine recordaría toda su vida:
«Buena fortuna»: un cuadrado de un metro ochenta de lado, un laberinto de retales azules tan intrincado que uno podía perderse dentro de él contemplándolo.
«Felicidad»: triángulos entrecruzados de color rojo, rosado y blanco.
«Providencia milagrosa»: una galaxia de lunas opalescentes.
Hechos para personas desconocidas, vendidos a personas desconocidas que evidentemente pagaban buenos precios por ellos. (¿Por qué no compramos uno nosotros? —preguntaba Germaine a su abuelo—. ¿Por qué no podemos llevarnos uno a casa?).
«Reloj Celestial» era el edredón más grande, pero Matilde lo estaba haciendo para ella. Ése no estaba en venta. De cerca parecía un edredón chiflado porque era asimétrico, con cuadrados que contrastaban no sólo por sus colores o diseños, sino también por la textura.
—Toca este cuadrado, ahora toca este otro —decía Matilde suavemente, tomando la mano de Germaine—, y ahora este… ¿Lo ves? Cierra los ojos.
Lana áspera, lana fina, satén, encaje, arpillera, algodón, seda, brocado, cáñamo, pequeños pliegues. Germaine cerraba los ojos con fuerza y tocaba los cuadrados viéndolos con los dedos, leyéndolos.
—¿Comprendes? —preguntaba Matilde.
Noel se quejaba de que «Reloj Celestial» le dañaba los ojos. Había que mirarlo a cierta distancia para apreciar su diseño y aun así era demasiado complicado. Le daba dolor de cabeza.
—¿Por qué no bordas un bonito edredón de satén, pequeño y sencillo? —le dijo a Matilde—. Pequeñito, agradable.
—Hago lo que hago —respondió ella, cortante.
En ocasiones, ya de regreso en el castillo, Germaine cerraba los ojos y recreaba mentalmente la cabaña de Matilde. Veía a las gallinas blancas picoteando en el polvo, a la única vaca lechera de cara blanca, y a Foxy, el gato naranja rojizo, mucho más amable que los del castillo. (Las crías de Mahalaleel andaban por todas partes, metiéndose entre los pies, y aunque eran de una belleza despampanante, hasta las hembras tenían mal genio. Uno no podía evitar acariciarlos —tan seductores eran—, pero se arriesgaba a recibir un arañazo). Matilde tenía un cardenal en una jaula de mimbre; piaba y chillaba como un pájaro doméstico. Germaine lo veía en su mente, las plumas de color rojo chillón, el pico naranja y grueso. Y las malvas, al fondo del jardín de la cocina. Y en el lavadero, la tina de madera y el «mazo», un tubo largo de hojalata acampanado en la punta. Había una mantequera de cerámica con un batidor de madera. Una rueca. Un telar que usaba Matilde para tejer alfombras en secciones de un metro de ancho, con ovillos de retales teñidos. (Tejer era una labor ardua, más aún que coser edredones. Lo más difícil era dar con el número adecuado de ovillos para cada franja). En la sala de estar había una vieja cocina de hierro que quemaba leña; y la cama de Matilde, que consistía en un sencillo catre de cuatro columnas con blancos faldones fruncidos, un colchón de cáscaras de maíz y plumas, y uno de los edredones de Matilde como colcha. Las almohadas altas de plumas de ganso tenían fundas blancas almidonadas con bordes de encaje hecho a mano. Germaine se echaba la siesta en esa cama más de una vez, con Foxy hecho un ovillo a su lado.
—¿Por qué no podemos ir a vivir con la tía Matilde? —preguntaba Germaine, con tono quejumbroso.
—No querrás abandonar a tu madre y a tu padre, ¿no? —le regañó su abuelo—. ¡Hay que ver las cosas que se te ocurren!
Germaine se metió un dedo en la boca, luego otro, y luego otro más. Y se los chupó, desafiante.