Los devoradores de lodo

Fue durante la víspera del segundo cumpleaños de Germaine, un día sofocante, sin una brizna de aire, en medio de una prolongada ola de calor (que duró unos doce días, con temperaturas a mediodía que llegaban a los cuarenta grados, lo nunca visto en la región de las Chautauquas), cuando Vernon Bellefleur, desmañado e impaciente y envalentonado, con su «nueva» voz poética, la barba recortada con crueldad, tanto que apenas parecía una barba, y el largo cabello atado en la nuca con una bufanda roja y sucia, irritó de tal manera a un grupo de hombres de una taberna de Fort Hanna que se volvieron contra él con furia beoda y lo arrojaron al río Nautauga causándole la muerte. O eso debió de suceder: ¿cómo iba a evitar Vernon, atado de pies y manos con soga de tender, y siendo el único de los niños Bellefleur que nunca aprendió a nadar, cómo iba a evitar ahogarse en aquellas aguas profundas y torrentosas?…

El verano, el calor abrasador, la actividad del castillo, el constante ir y venir, la muerte de Cassandra, la sorpresiva visita de lord Dunraven (que le había prometido a Cornelia regresar después de su viaje a la costa oeste para pasar unos días más en el castillo antes de partir para Inglaterra), los frecuentes viajes de Leah, Hiram y el joven Jasper a ciudades lejanas: era demasiado, decían los Bellefleur mayores; estaban ocurriendo demasiadas cosas, así de simple. El cambio angustioso de Vernon a raíz del entierro del bebé; la campaña de Ewan para su nombramiento como sheriff del condado, que había comenzado con cierta desidia, escepticismo y buen humor, dejando claro que no le importaba —a ningún Bellefleur podía importarle mucho ese cargo—, pero que con el tiempo pareció adquirir mayor importancia. Estaba el problema de Gideon. (Aunque delante de Leah, como es natural, no había tal «problema», lo único que sucedía es que se iba a menudo, y se ausentaba días enteros cada vez que se iba). Y la enorme decepción que fue el rechazo, por parte del gobernador, de la petición formal de indulto para Jean-Pierre (denegación que llegó acompañada por una nota escrita a mano, absolutamente innecesaria, en la que se decía que la «sentencia original» ya era «bastante benévola», un comentario que enfureció a Leah y juró que algún día se vengaría de Grounsel). La sorpresa de una carta peculiar (y no muy refinada) de muchas hojas, escrita por la anciana señora Schaff y dirigida a Cornelia, criticando con dureza a su nieta «empecinada» que «a pesar de su tierna edad ya mostraba los vicios de sus ancestros»: Cornelia leyó ciertos párrafos elegidos a la familia, que reaccionó con sonoras carcajadas, y después con resentimiento, y después con furia y desconcierto. (Christabel, interrogada por su madre y por Cornelia, afirmaba no tener idea de qué quería decir la anciana señora Schaff. «Quizá lo dice porque me duelen las rodillas cuando nos arrodillamos para rezar y a veces me retuerzo incómoda, o pongo un pañuelo enrollado para arrodillarme sobre él», decía Christabel con lágrimas en los ojos). También hubo la sorpresa, que bien pudo ser agradable aunque perturbó en gran medida a la familia, de la buena estrella de Bromwell, quizá «buena estrella» no era la expresión adecuada: había publicado un trabajo de treinta páginas en una revista que ninguno conocía, Revista para el estudio del tiempo, un trabajo de gran meticulosidad en el que los gráficos, cuadros, fórmulas, datos y vocabulario daban fe de un intelecto extraordinario (una nota biográfica sobre Bromwell decía que era el colaborador más joven que había tenido la revista en toda su historia). El único miembro de la familia que intentó leer el trabajo fue Hiram.

—El chico promete —dijo evasivamente—. Me parece que ya no hay razón para que siga enseñándole matemáticas…

Una sorpresa más agradable fue la prolongada visita de lord Dunraven. Las montañas y la naturaleza salvaje y los innumerables lagos lo había cautivado, según decía: le parecía fascinante que los Bellefleur vivieran en un mundo tan paradisiaco, y que lo hicieran con tal… desenfado, con tanta naturalidad. Noel lo llevó a pescar a la orilla norte del lago Noir (¡ay, ese lago, ese lago siniestro y formidable! En Inglaterra no había nada parecido, ni siquiera en la zona montañosa de Escocia), y a varias expediciones cortas de pesca y caza en las zonas más altas, aunque pronto advirtieron que el primo de Cornelia, pese a gozar de buena salud en todos los aspectos y a estar en la flor de la vida, con sus cuarenta y dos años, y pese a su carácter entusiasta por demás, se cansaba antes que los otros hombres; en cierta ocasión se durmió, o cayó en un estado de aletargamiento inconsciente, a lomos del caballo que Noel le había elegido y tuvieron que atarlo a la silla y al cuello del caballo con sogas. Pero le fascinaban las montañas, decía a menudo —¿qué altura tenían las Chautauquas?— y el aire tan puro y los lagos tan hermosos, al menos en esa naturaleza que los Bellefleur le enseñaban (porque en otros lugares las hectáreas de campo habían sido arrasadas, y podía haber arroyos contaminados por aserraderos y fábricas, algunos de los cuales eran propiedad de los propios Bellefleur). Noel respondía con evasivas, sin saber muy bien a qué se refería. Coincidía en que las montañas eran hermosas, pero creía que eran más altas hace años, durante su infancia: no sabía la altura, tres mil metros, tal vez, el pico más alto…

—No, en mi país no hay nada parecido —decía lord Dunraven con una sonrisa triste en los labios.

Lord Dunraven era algo más bajo de lo habitual, al menos para los parámetros de los Bellefleur, pero tenía buen porte. El rostro bondadoso se le iluminaba a menudo con una sonrisa que le arrugaba el semblante y le cambiaba el aspecto: pese al cabello tupido y entrecano y las pronunciadas entradas a la altura de las sienes, podía parecer mucho más joven. Las mejillas parecían estar siempre curtidas por el viento, con un atractivo tono rubicundo; los ojos eran transparentes y amables; y su forma de ser, aunque estudiada y cohibida, era elegante y digna. Aunque los niños de la familia se reían de él a sus espaldas (el acento de lord Dunraven les parecía hilarante) llegaron a apreciarlo mucho, y Germaine sentía por él un cariño especial. (¡Pobre Germaine! Además de haber perdido a su hermana recién nacida, su padre casi nunca estaba en casa y ahora ni siquiera su primo Vernon, con quien siempre había pasado mucho tiempo, estaba mucho por allí).

Lord Dunraven, Eustace Beckett, tenía una finca rural de grandes dimensiones en Sussex y una casa en la ciudad, en el barrio de Belgravia; su fortuna era modesta, comparada a la de los Bellefleur, pero era el único heredero de su padre y vivía holgadamente. La única vez que logró hablar con Garnet después de la terrorífica escena en la orilla del lago (de la que nadie sabía, pues, como es lógico, lord Dunraven respetaba la intimidad de la joven y su profundo y visible pesar), le dijo a la joven desdichada que él era un mero «aficionado» en los asuntos de la vida y que a veces sentía, a pesar de su edad y de las muertes frecuentes acaecidas en su familia, que todavía no había empezado a vivir. Y esbozó esa sonrisa tímida y esperanzada, y la miró con una ternura tan sincera y hasta infantil que Garnet se dio la vuelta aturdida y murmuró una excusa: tenía que huir de su presencia, no soportaba su amabilidad, ni el recuerdo de la bochornosa escena a orillas del lago. (Cuando Garnet huyó a Bushkill’s Ferry, lord Dunraven preguntaba por ella de vez en cuando, con naturalidad, con amabilidad, pero nadie le contó lo de Cassandra; aunque sí que le hicieron saber, indirectamente, que la familia de la joven era un tanto vulgar. Con todo, lord Dunraven escribió a Garnet, y hasta le envió flores al menos en una ocasión —eso dijo Della—, y hablaba de ella con un cariño despreocupado, lo que demostraba que ignoraba sus propios sentimientos. Tendría, suponía él, muchos admiradores…, una chica con tanto encanto y tan hermosa y circunspecta…, una chica tan delicada. ¿O ya estaba comprometida? Bueno, dijo Cornelia cansinamente, tal vez).

Fue al poco tiempo de la partida de lord Dunraven en tren, dispuesto a cruzar el continente (y a los Bellefleur les divertía bastante el hecho de que su invitado no lograra asimilar las dimensiones por más que se lo explicaran) cuando Vernon sufrió el brutal ataque de un grupo de hombres de Fort Hanna un sábado por la noche, en una taberna de la peor zona del puerto de la ciudad.

Toda la familia coincidía en que Vernon había cambiado mucho a raíz de la muerte de la recién nacida: cayó en una depresión aletargada que le duró varios días, negándose a comer, y salió de su habitación desordenada con la barba muy corta y una mirada feroz en sus ojos desiguales. El cuarto apestaba a humo. Dijo que había quemado todos sus papeles, sus poemas viejos, sus apuntes de poemas, incluso algunos de sus libros. Todo eso había terminado.

Les leyó fragmentos de poemas nuevos, pero la voz era tan áspera e impaciente, y los poemas tan confusos —sobre la «caída» de Dios, el «divorcio» entre Dios y el hombre, la crueldad de Dios, la ignorancia de Dios, la supremacía elevada y solitaria del hombre, la obligada rebeldía del hombre, el aletargamiento de las masas— que nadie los entendía y si antes los niños se avergonzaban por la efusiva bondad de su tío, ahora se avergonzaban (y en cierta medida se asustaban) de su ira. En la cena de despedida de lord Dunraven, que Cornelia planeó con esmero, en el comedor grande, con sus elegantes murales, tapices y arañas, y el mobiliario alemán exquisito, aunque pesado, Vernon los inquietó a todos al empecinarse en leer un poema que había comenzado aquella misma tarde, en el cementerio. Se levantó de su asiento y leyó una serie de recortes de papel que temblaban en sus manos, después alzó la vista y clavó la mirada en el techo y recitó de memoria todo tipo de versos incoherentes: algunos sobre el buitre del Noir, otros sobre la muerte del bebé, pero la mayoría era sobre cosas inconexas: la traición de Dios, la sumisión del hombre, la ignominiosa naturaleza servil del hombre, su egoísmo, venalidad, crueldad, cobardía y falta de orgullo. Algunos versos giraban en torno a cierta familia que, según decía, había explotado a los granjeros arrendatarios y sirvientes y obreros, así como la tierra, y a la que había que detener…

—Si no fuera porque lo que recitaba el muy canalla era poesía —señaló Ewan— le habría partido la cara.

A los pocos días, los Bellefleur se enteraron, por varias fuentes, incluyendo Della, escandalizada, de que Vernon había vuelto a sus correrías por el campo —se presentó en un picnic de la iglesia bautista en Contracoeur, en la posada de White Sulphur Springs, en el pueblo, en Bushkill’s Ferry (donde, como era de esperar, se emborrachó con verdadera alegría), y hasta llegó a Innisfail y a Fort Hanna—, ávido por hablar con quien quisiera escucharlo, jóvenes o viejos. Si en el pasado apenas bebía, y si lo hacía no pasaba de la limonada con cerveza (una bebida muy preciada por muchos de los niños Bellefleur, pero sólo cuando eran niños), ahora intentaba beber lo que bebiesen los otros hombres —cerveza, cerveza amarga, whisky, ginebra— y pagaba numerosas rondas, como si llevara toda una vida haciéndolo. Con su barba recién recortada, su dedo índice señalador y una voz efectista de escabrosa urgencia, exigía la atención de los presentes como nunca la había exigido, pero cuando su público se percataba de la naturaleza de las palabras —cuando advertían que el tipo ya no era precisamente simpático, y que no podían ni reírse de él con naturalidad ni tampoco apreciarlo— comenzaban a impacientarse. ¡Qué le había sucedido a Vernon Bellefleur, el «poeta»! Hasta la palabra «amor» provocaba en él la necesidad de arquear las cejas con escepticismo.

En Contracoeur arengó a sus asombrados oyentes sobre su naturaleza servil: ¡si ofrecían sus almas inmortales a ese Dios diabólico era porque debían de ser unos desalmados! En la galería desvencijada de la posada de White Sulphur Springs leyó con voz temblorosa un poema sobre el despreciable fracaso del hombre a la hora de forjar el destino, tanto de la carne como de la historia, con lo que alarmó a varios de sus oyentes —granjeros y comerciantes de poca monta, ya mayores y jubilados—, que, al no oír del todo bien, creyeron que estaba leyendo una proclamación de guerra. En el mismísimo pueblo, tan cercano a la mansión y perteneciente a su familia casi en su totalidad, habló con sarcasmo de los Bellefleur y reprendió a los del pueblo por su pasividad. ¿Por qué llevaban décadas, incluso siglos, soportando su baja posición? ¿Por qué permitían que los explotaran? Eran esclavos, eran unos parásitos, no eran humanos. A los granjeros arrendatarios de los Bellefleur les habló en el mismo tono y no pareció percibir el resentimiento de sus oyentes. En Innisfail y en Fort Hanna leyó largos fragmentos apasionados de un poema inconcluso llamado «Los devoradores de lodo», en el que, como era de esperar, acusaba a las masas de consentir su propia degradación y, por si fuera poco, de estar agradecidos por ello: ¡Transigir con lo que sea, tronó, con tal de que cese el conflicto! No era de extrañar que Dios tratase a la humanidad como lo hacía, aplastando a las masas con el talón y obteniendo de ellos todo tipo de declaraciones serviles y pías de amor…

Los granjeros arrendatarios eran esclavos, y los obreros de los aserraderos y las fábricas eran esclavos. Sus ansias de venderse (y de venderse barato) los hacía infrahumanos; pero tampoco tenían la dignidad de los animales, ni ninguno de sus sanos instintos. Bien organizados, podían doblegar a los dueños si se lo proponían, pero claro, eran demasiado cobardes para intentarlo: los primeros intentos de agruparse en sindicatos, hace unos años, fueron un fracaso tan espantoso y sangriento que ahora no se atrevían ni a pensarlo siquiera. A veces los hablaba con franqueza y sin rodeos, haciendo movimientos bruscos y admonitorios con el dedo índice; otras veces leía o recitaba sus poemas, pero intercalando imágenes duras y desagradables, a menudo alarmantes: mandíbulas devorando mandíbulas, hombres como gusanos reptando sobre el vientre, legiones de hormigas metiéndose a toda prisa en el arroyo y siendo arrastradas por la corriente, criaturas que devoraban mugre y afirmaban que era el maná, el Hijo de Dios como un idiota farfullando incoherencias. En Innisfail, durante un picnic de los bomberos voluntarios, provocó tal indignación entre un grupito de obreros de los aserraderos que de no ser por la intervención de un soldado de caballería que estaba fuera de servicio (un conocido de Ewan de la infancia) que se lo llevó de ahí a la fuerza le habrían dado una paliza.

Pero no hubo nadie que interviniera, nadie que lo rescatara cuando, la noche del sábado siguiente, en la taberna de Fort Hanna cercana al viejo puente levadizo, de algún modo se enzarzó en una pelea con varios jóvenes. (Entre ellos, según se dijo, Hank Varrell y uno de los chicos de los Gitting, aunque a la postre no hubo ningún testigo oficial que los identificara, ni nadie que se ofreciera a facilitar descripciones). Cómo se las arregló Vernon para llegar a Fort Hanna cuando lo habían visto en Falls horas antes aquel mismo día; por qué buscó esa taberna específica, frecuentada por hombres que trabajaban en el aserradero de los Bellefleur y que, en su momento, estuvieron bajo su «dirección»; por qué, en su estado etílico, insistió en dirigirse a ellos de manera tan íntima y provocadora (los llamaba hermanos y camaradas), nadie lo sabía.

—Hablaba como un predicador —dijo alguien—. Estaba tan convencido de lo que decía…, incluso se le veía contento…, hasta el final.

Aquel día la temperatura sobrepasó los treinta y siete grados y el calor, estancado, sin una brizna de aire, parecía emanar de la tierra misma. Aunque la taberna estaba en la orilla del río Nautauga, el agua a esa altura estaba espantosamente sucia y despedía un hedor a azufre que irritaba los ojos. Semanas antes comenzó a correr el rumor, aún no fundamentado, de que el aserradero podía cerrarse definitivamente y, como es natural, los obreros estaban enojados y, como es natural, le preguntaron a Vernon qué sabía; pero él negó que fuera un Bellefleur, negó saber nada al respecto e insistió en acusarlos a ellos de sus propios apuros. ¡Ellos habían destruido el río, ellos había destruido sus propias almas!…

—Y yo no me excluyo —gritó Vernon apasionadamente—. ¡Yo soy de vuestra misma especie! ¡Yo también he devorado lodo diciendo que era el maná!

Nadie se explicaba cómo lograron los hombres sacar a Vernon a rastras y atarle las manos y los pies con soga de colgar la ropa (soga que estaba atada entre dos árboles cubiertos de maleza en un patio adyacente a la taberna) sin llamar la atención de nadie, por lo que nadie llamó a la policía; cómo lograron cargar con él por la cuesta empinada de la colina, atestada de escombros, hasta la carretera y el puente (bastante concurrido al tratarse de un sábado por la noche). Como es lógico, Vernon opuso resistencia violenta, dando patadas y golpes por todos lados; a uno de los jóvenes le partió el labio y a otro una costilla; Vernon les gritó con insolencia cuando lo arrojaron por la barandilla. Se decía que cayó como una bala, que se hundió y volvió a salir a flote unos metros río abajo, todavía gritando, agitando brazos y piernas y que, en medio de una protesta enérgica y feroz, desapareció de la vista una vez más. Se decía que después, cuando los jóvenes huían limpiándose la manos y riendo, uno de ellos dijo a los demás:

—¡Eso es lo que hacemos con los Bellefleur!

Y que otro joven, no identificado, añadió:

—¡Eso es lo que hacemos con los poetas!