El hijo perverso

Aun cuando estaba en la cumbre de su fama y poder, en el mejor momento de su vida excepcional, cuando parecía evidente que en pocos años iba a hacerse multimillonario (la primera cosecha de lúpulo, de unas ciento sesenta hectáreas, le había dado unos beneficios muy superiores a lo que, con su característico conservadurismo, había calculado; y la segunda cosecha, de más de doscientas hectáreas, le dio aún mayores beneficios gracias a la bendita ayuda de los fuertes aguaceros que arruinaron las plantaciones de Alemania y Austria y provocaron una maravillosa subida de precios en el mercado mundial) y que iba a poder imponer su voluntad con más contundencia en el mundo de la política (¿no había casi convencido al receloso Stephen Field de ser el hombre idóneo, pese a su fama de secretismo y obstinación y su lamentable comportamiento en público, para ocupar el cargo de gobernador en estos tiempos turbulentos?), aun después de concretar las últimas adquisiciones para su espléndida finca, el baño romano con sus inestimables azulejos italianos y el invernadero con cúpula de cristal y la pagoda de mármol frente a los establos; aun cuando los invitados alababan la mansión con palabras entusiastas que lo habrían avergonzado de no haber sido, cuanto menos, merecidas; y pese al transcurso de un período de tiempo tan lleno de acontecimientos que debería haber bastado para exorcizar lo peor de su resentimiento, Raphael Bellefleur estallaba con frecuencia en arrebatos espasmódicos de ira al pensar en su perverso hijo Samuel, que había huido de él.

Naturalmente, Samuel no había «huido» de él. Seguía en el castillo, en la Habitación Turquesa, bajo el mismo techo que su padre. Y sin embargo, todos actuaban como si hubiera muerto, y Raphael seguía la ficción, pues lo cierto era que el joven no existía en el sentido estricto de la palabra.

Violet lloraba la pérdida de su joven y apuesto hijo, pero se negaba a discutir el asunto con Raphael. Sabemos lo que sabemos, murmuraba, y de eso no podemos hablar.

El anciano Jedediah guardaba las distancias como siempre, correcto, distante, apartando de Raphael sus ojos claros de color avellana cuando se encontraban por casualidad. A menos que fueran imaginaciones de Raphael, su padre, de edad avanzada, se avergonzaba de él. ¡Haber perdido a un hijo como Samuel! ¡Un joven y apuesto oficial! ¡Y perderlo de esa forma!…

Al principio, los amigos jóvenes de Samuel iban de visita a menudo. Raphael les ofrecía comida y bebida, pero siempre se excusaba y abandonaba la sala; no soportaba ver a los jóvenes de uniforme, ninguno tan alto y tan apuesto y tan agudo como Samuel. Oía sin querer la conversación, entre murmullos: Samuel volvería, Samuel reaparecería cualquier día de estos, ¡y menudas historias contaría! Era inconcebible que Samuel Bellefleur estuviera muerto…

Claro que no ha muerto, dijo uno de los tenientes. Sencillamente, elige no estar con nosotros.

Lamentaciones de Jeremías, el pobre, lloraba la pérdida de su hermano y deambulaba por la casa con mirada melancólica, era una lástima contemplar sus ojos hundidos y oscuros. Vete, sal de mi vista, se quejaba Raphael, tienes que saber que no sirves como sustituto. Y el niño infeliz abandonaba la habitación sin hacer ruido y cerraba la puerta.

A Raphael le habría gustado retirarse del mundo por un tiempo para llorar la pérdida de su hijo como corresponde. Sin embargo, le resultaba imposible alejar sus pensamientos del mundo. «El mundo. El mundo del tiempo, y de la carne, y del poder». ¿Acaso no estaba el mundo siempre ahí, siempre alborotado, por mucho que uno cerrara los ojos y no lo viera? La inviolabilidad de las montañas Chautauquas, la soledad espectral y neblinosa de la mansión Bellefleur, que para muchos de los que la visitaban desde el sur del estado y para el mismísimo señor Lincoln (que la visitó por primera vez a finales de la década del cincuenta, cuando la nación se encaminaba hacia la guerra a marchas forzadas) le daba un aspecto atemporal y le confería un aura de ensueño, casi legendaria, pronto dejaron de tener interés para Raphael. A fin de cuentas, él era el dueño del castillo, él sabía todas las torpezas y los frustrantes errores de cálculo que había cometido en su creación, él era el único responsable de su mantenimiento. Al igual que el Dios de la creación, no era razonable buscar consuelo en su creación, pues, ¿no era la suya, al fin y al cabo?

De modo que no podía retirarse. No podía apartar del mundo su inteligencia acelerada e inquieta, por mucho que eso fuera precisamente lo que había elegido Samuel. Sólo se atrevía a mencionárselo a Jedediah, y no con dolor sino con furia ofuscada:

—¿Comprendes, padre, lo que ha hecho este hijo mío? Se ha ido…, se ha ido…, se ha ido sin motivo alguno y sabiendo muy bien lo que hacía, «se ha ido al otro lado, a las tinieblas».

Pero Jedediah, de cabello blanco y actitud distante como siempre, como si su alma permaneciera en las montañas, se limitó a asentir vagamente con la cabeza y se dio la vuelta. Padecía —o fingía padecer— una sordera casi total.

—¡Padre —gritaba Raphael, con el corazón hecho un nudo en el pecho—, mi hijo se ha ido a las «tinieblas»!…