La laguna, la laguna Mink, su laguna, estaba en su mejor momento: exuberante y emitiendo todo tipo de reflejos, rebosante de vida incalculable e ingobernable: la suya.
—¡Qué preciosidad! ¿Podremos acercarnos más? ¿Hay algún sendero? —exclamaban las visitas desde el camino de gravilla.
(Pero la orilla estaba cubierta de aliso y sauces de agua, aneas, camalotes, espadañas, juncos y hierbas altas sin nombre. Había muchos sauces de agua, de repentina aparición —Raphael se preguntaba cómo habían crecido tan rápido aquel verano—, tallos fibrosos con docenas de raíces rojas y ávidas, arqueándose por encima del agua y hundiéndose bajo la superficie para agarrarse al lodo del fondo. Y creciendo con ferocidad desde todos los rincones del fértil perímetro de la laguna. De un día a otro era necesario volver a abrir el sendero estrecho y secreto de Raphael).
—Hola, Raphael… ¿Es Raphael? ¿Raphael? ¿Es él?
—¿Raphael?…
Voces desconocidas. Huéspedes del castillo. (Ahora había visitas a todas horas. Pero rara vez daban con la laguna de Raphael).
Reflejos, al atardecer, de una cierva con su cervatillo de seis semanas. Agachando la cabeza para beber. Cautelosa, aunque también bulliciosa; salpicándolo todo; pisando matas de juncias que se hundían lentamente bajo su peso. Los ojos del cervatillo eran enormes, pero no veían nada con interés. El pelaje de la cierva era de un curioso tono entre rojizo y plateado. Al beber irradiaban ondas irregulares e intermitentes hacia el lejano centro de la laguna.
Reflejos de libélulas a mediodía. La orilla, la laguna, las ramas salientes de los sauces, todo lleno de libélulas: un delirio de brillo iridiscente, turquesa, ónix, rojo amarillento: sus excesivas cabezas monstruosas, el batir de alas palpitantes.
La laguna en su madurez, en todo su esplendor. Pero a mitad del verano las criaturas se quedan por ahí tiradas, como exhaustas…, las ranas en las matas de hierba, una serpiente en una roca blanqueada al sol…, una tortuga caimán, nueva en la laguna y nueva a los ojos de Raphael, en un tronco medio sumergido. Algas de color verde chillón, con olor a putrefacción y a sol. Muy por arriba, pero mirando la superficie vibrante y salobre de la laguna como si estuviera a escasos centímetros, el cielo gris transparente, insustancial, sometido a la perturbación de escarabajos acuáticos, arañas pescadoras y peces del fango.
La vida, reflejada en la laguna o aspirada por ella y engullida, sin reflejo. Serpientes de agua, gráciles y ondulantes, como espadañas que hubieran cobrado vida; y silenciosas. Silenciosas también las innumerables percas con sus rayitas oscuras y diminutas y su apetito insaciable.
—¿Raphael?…
Tú no nos quieres, fue la repentina recriminación de Vida cuando, sin motivo aparente, le dio un empujón a su hermano. En su voz había dolor y desconcierto, además de ira. Era el cumpleaños de alguien. Raphael estaba seguro de que no era el suyo… Él se escabulló como pudo, inquieto y aburrido de tantos juegos absurdos. Las sillas musicales y «El ojo de la aguja» y adivinanzas y escondites… No era cierto que no los quería. Lo que ocurría, sencillamente, era que nunca pensaba en ellos.
La laguna vibraba y brillaba y temblaba con sus espíritus secretos. Quería conocerlos. Iba a conocerlos. Criaturas durmientes, criaturas presurosas, arañas, cangrejos, milenramas, redonditas de agua, renacuajos, horripilantes peces gato en las sombras fangosas del fondo. Piojos diminutos, casi microscópicos, agarrados a las hierbas subacuáticas; burbujas reventando en la superficie, despidiendo olor a descomposición, como los gases corporales; burbujas que no se revelaban como aire, como nada, sino como glóbulos vivos del tamaño de las pulgas.
Reflejos de gorriones pantaneros, mirlos de alas rojas encaramados con dificultad a las eneas, agitando las alas con fuerza en las hojas de los sauces. En una ocasión, a través de un laberinto de pontederias infestadas de insectos, el gran pájaro de alas blancas con su cabeza pelada y su pico afilado, pasó volando muy alto, tan lejos que ni siquiera se oía el sonoro batir de alas.
(El buitre del Noir, lo llamaban. En su duelo furioso y aturdido. ¡Cuánto alboroto, tantas lágrimas ruidosas, tanto dolor profundo, tanta ira! Día tras día se oían disparos desde el pantano, desde la orilla del lago; pero regresaban con las manos vacías. Raphael se escondía y observaba, y se escabullía de la casa haciendo el menor ruido posible y, naturalmente, nunca le pedían que acompañara a los hombres al pantano).
Reflejos de un ojo multiplicado por mil —¡millares y millares de veces!— en una sola gota de agua. Ojos que reflejan ojos. La laguna era, por supuesto, más compleja y vertiginosa que las alas de una libélula; más sutil que el fino pellejo de la rana toro; más viva y astuta que los mosquitos rojos. Estaba siempre alerta, consciente de su presencia, le lamía los dedos tanteadores, acariciándolos, calculando, reconfortándolos. Ojos que miran ojos que miran ojos. Esas largas tardes de verano en las que la misma calima parecía dormida, y sin embargo, todo estaba rebosante, rebosante de pensamientos…
Reflejos de moscas, mosquitos, colibríes. Reflejos de lucios hambrientos, proyectados boca arriba contra las almohadillas de los nenúfares recubiertos de verdín.
Reflejos, demasiado repentinos y brillantes (rojos, aceitunados) de un cardenal y su hembra, interrumpiendo la tranquilidad de las meditaciones de Raphael.
Si pudiera descender, si pudiera hundirme, si pudiera enterrar la cabeza en el lodo cálido y oscuro, si tuviera unos pulmones fuertes que soportaran el dolor…
Paciencia.
Quietud.
Bajo la oscura superficie acuática de sombras danzarinas y coloreadas, en el Teatro Rialto, se habían sentado de niños —ocupando una fila entera—, entusiasmados con la nueva adquisición. (Varios bloques del centro de Rockland, al oeste, en el condado de Edén. Entre las propiedades había una vieja sala de cine con una marquesina medio caída y un amplio salón abovedado cuyo techo, del mismo azul que el huevo de los petirrojos, estaba afelpado con lentejuelas que parecían escamas). Comían palomitas rancias con mantequilla —sus palomitas— y devoraban caramelos de menta, y a duras penas podían tranquilizarse, aun cuando La marcha del tiempo mostraba imágenes indescriptibles. Aquélla era su propiedad, una propiedad de los Bellefleur, la fachada de arenisca, las columnas de yeso barato, las alfombras «orientales», gastadas y mugrientas, filas y filas de asientos en descenso gradual hacia el escenario; el telón escarlata ya desvaído, pliegues sobre pliegues de terciopelo. La moldura sucia y ornamentada del techo; la pantalla con sus finas grietas entrecruzadas. Lo que en cambio no poseían era el juego de sombras coloridas que mostraba la pantalla, de modo que se acomodaron en el asiento para contemplarlo y al instante se transportaron, al igual que el resto del escaso público, a la misteriosa historia que transcurría en los maizales de la región central de Estados Unidos, o en una ciudad tropical, o en «París». Salía una mujer hermosa, aunque de facciones severas, cabello rubio platino con las puntas onduladas hacia dentro, tan hacia dentro que a ojos del escéptico Raphael parecía un maniquí. Los vestidos que llevaba se le pegaban al pecho, incluso a la pelvis inclinada. Había una joven, su hermana pequeña, que aparecía en pocas escenas, al principio de la película y después al final, cuando la mujer regresaba a su ciudad natal (aunque por poco tiempo, porque su amante, el del bigote, un piloto millonario, la perseguía por todo el continente), y esta joven —bonita y campechana, de cabello trigueño y resplandeciente, voz suave y melódica y una leve sonrisa— era mucho más interesante que la otra mujer, mucho más atractiva, por lo que cuando aparecía en la pantalla el interés del público renacía; era palpable, no había duda. Un papel tan pequeño y, sin embargo, ¡qué joven tan extraordinaria!
(Pero cuando Raphael se inclinó hacia su madre para decirle «¿No es Yolande?», Lily fingió no comprender la pregunta. Fingió no oírlo siquiera.
—¿No es ésa Yolande? —preguntó Raphael, alzando la voz.
La familia le dijo que se callara; había más personas en la sala, no estaban solos. Cuando todo terminó y se prendieron las luces y los demás abandonaron la sala, los Bellefleur permanecieron en sus asientos, como si estuvieran muy conmovidos, subyugados por los milagros naturales de la pantalla y por su belleza casi sobrenatural. Fue entonces cuando Raphael volvió a preguntar por la chica —por Yolande, no había duda de que era Yolande—, pero Lily dijo con voz aturdida e imprecisa:
—No, no era Yolande. Por un momento lo pensé, hasta que la miré con mayor detenimiento. Cómo no voy a reconocer a mi propia hija si la viera.
Y Vida resopló con desdén diciendo:
—Esa actriz era hermosa y Yolande no lo era, tenía una nariz horrible.
Y Albert no hizo sino emitir un gruñido divertido y perplejo.
Y Leah señaló, apretando la mano de Lily:
—Tu hija no tendrá más de quince años, y esa chica, esa joven, tenía más de veinte por lo menos. Seguro que ya se habrá casado y divorciado varias veces.
Garth y la pequeña Goldie, que se habían sentado al otro lado del pasillo con las manos entrelazadas, compartiendo una bolsa de cacahuetes y riéndose tontamente, dijeron no haber advertido a ninguna joven: ¿una joven de la película que se parecía a Yolande?… No, no habían visto nada de nada).
Y como era de esperar, no había ninguna «Yolande Bellefleur» entre los nombres de los actores.
—Qué tonterías piensas, Raphael —susurró Vida, sin dejar de mirarlo—. Cada día estás más raro. Ya no sé si me caes bien.
Reflejos atravesando reflejos como una flecha. Rostros flotantes saliendo de la luz fantasmal del proyector de la película, o adquiriendo forma al salir del agua calma y oscura. (Aunque no había una sola agua, una sola sustancia. Había capas y capas, corrientes entrelazadas con otras corrientes, muchas aguas, muchos espíritus, incognoscibles).
—¿Cómo es posible —se preguntaba Raphael, con una leve punzada de temor— que nos reconozcamos unos a otros día tras día, incluso de hora en hora?… Todo se mueve, todo cambia, todo se hace fluido, transparente. En el periódico había visto la fotografía de un hombre alto y fornido con el ceño fruncido, y hasta que no leyó el pie de fotografía no advirtió que era su propio padre. En una ocasión, mucho antes del amanecer, bajó de su habitación sin hacer ruido para no despertar a nadie y cruzó el césped descalzo a todo correr, con el corazón invadido por una esperanza absurda (¡llegar!, ¡llegar cuanto antes sano y salvo!, asegurarse de que la laguna no había desaparecido por la noche, como sucedía en uno de sus sueños extraños). Fue entonces cuando vio por casualidad, a cierta distancia, en los aledaños pantanosos de la laguna, a su tía abuela Verónica dirigiéndose hacia la casa a toda prisa. Caminaba como una sonámbula, con los brazos extendidos y la cabeza erguida. Por los hombros le caían rizos de cabello cano y, a la luz neblinosa, parecía una chica muy joven. No faltaban más de dos o tres minutos para el amanecer y los mirlos de ala roja piaban con frenesí; en el pantano cantaba un búho. Qué raro, qué cosa tan rara ese regreso apresurado de la tía abuela Verónica al castillo, desde la zona pantanosa y anegada que hay más abajo del cementerio, qué raro que camine —que se deslice— con elegancia sin hacer ningún ruido, sin advertir a su sobrino, que había alzado la mano a modo saludo tímido y vacilante y no estaba a más de diez metros de distancia… Raphael vio que los juncos de plumas sedosas apenas se mecían cuando ella pasaba.
Sin embargo, un minuto después, contemplando las aguas incoloras de su laguna, Raphael podía preguntarse si en realidad la había visto…, si había visto a alguien. El pantano estaba casi oculto por la neblina. Por la tierra corrían volutas de niebla indolentes, como si tuvieran vida. De todos modos, ¿acaso no había personas, familiares o desconocidas, proyectadas sin relieve en la pantalla de un cine, inescrutables de un día a otro, irreconocibles?… Quizá todos eran incorpóreos, como las sombras, todo imágenes, todo reflejos.
Saliendo del agua trémula y agitada en la que se había metido descalzo había un rostro: el rostro de un muchacho joven, el rostro añejo de un niño, empañado por el agua, mordisqueado por corrientes invisibles. Como si lo enmarcara con ternura entre dos manos, la laguna lo mantenía a flote. El rostro de un desconocido, parecía. Con una expresión curiosa y esperanzada…
Tal vez estaba confundido y la expresión no era esperanzada. Quizá no era nada de nada: sólo agua, sólo luz. Pues si las aguas oscuras no existían, tampoco existiría el rostro. Se desvanecería de inmediato. Jamás habría sido.