El Cristo de Kincardine

A unos trece o quince kilómetros al norte de Kincardine surgió de pronto un Cristo gigante de tono gris amarillento, estirado en su cruz con una musculatura sin relieve, anguloso y afeminado, como una tosca caricatura, cansado. La cruz estaba hecha con dos troncos sin descortezar partidos por la mitad. Tres lágrimas de sangre surcaban las mejillas hundidas del Cristo.

La mujer que el conductor del coche había adquirido (no hacía ni una hora, en los oscuros recovecos excesivamente calurosos y cargados de humo del Salón Tropicana de Stan) se irguió en el asiento, le apretó la rodilla con sobresalto infantil y se rió, aunque la visión de aquella cosa no podía ser del todo nueva para ella. ¿No le había dicho que vivía por la zona?

—Por esta zona, no.

—Pero tu familia materna, dijiste que…

—Bueno, están por todas partes, viven desperdigados por todos los rincones del infierno —señaló irritada.

Se esforzó por ver el Cristo al pasar, pero estaba demasiado cerca de…, se había sentado justo al lado del hombre que conducía aquel automóvil enorme de color crema.

—¡Jesús! —susurró.

Después soltó una risita nerviosa por su error. Y volvió a reírse con nerviosismo, ruborizándose, por el mal gusto… La cruz en sí debía de tener unos cinco metros de altura. Y el Cristo era de casi cuatro metros. Miraba el tráfico de la autopista con ojos verdosos y melancólicos. Estaba de espaldas a una casa rural sin pintar, tenía los brazos mortecinos demasiado extendidos. El pelo era negro, negro como la brea, como el ala de un cuervo. Se le marcaban mucho las costillas, quizá había muerto de hambre antes de que lo clavaran en la cruz, las piernas eran de una delgadez extrema, eran piernas de niño, aunque muy largas. Qué destino tan absurdo, pensó por un instante el conductor del coche.

—Y mira esa especie de gorro extraño que le han puesto —dijo la mujer. Su voz se fue apagando.

—¿La corona de espinas?

—¡Eso! ¡Claro! La corona de espinas.

La mujer tenía el muslo apretado contra el del conductor, quizá adrede, un muslo cálido y enfundado en una media. Pero al ver aquel Cristo de mirada taciturna lo retiró levemente. Se desató el pañuelo «un azul pálido vaporoso, salpicado con brillos de purpurina», rodeó con él su cabello y se lo volvió a atar más firme. Después carraspeó un poco.

—Serán católicos los de esa casa.

El Salón Tropicana de Stan, a las seis de la tarde de un día caluroso y límpido de julio, había estado muy concurrido pese al aire estancado: camioneros que iban rumbo a Puerto Oriskany, ochocientos kilómetros al oeste, trabajadores de los aserraderos y las fábricas de conservas, jornaleros, algunos granjeros de poca monta y unos cuantos hombres muy mayores sentados en silencio al fondo, entretenidos con sus vasos de cerveza tibia. Cuatro o cinco mujeres solteras, entre ellas Tina, que había terminado su jornada laboral como dependienta de ropa infantil y artículos de mercería en Kresge y se disponía a comenzar el fin de semana… Contenta, tambaleándose con sus tacones altos, metía monedas en la nueva máquina de discos que borboteaba y titilaba con luces multicolores, y que parecía, pese a la parsimonia de su brazo mecánico, incapaz de cometer un error. Las monedas se las daba un hombre alto de barba y párpados gruesos que llevaba un chaleco blanco manchado, un desconocido que había llegado (como advirtió toda la clientela del Tropicana segundos después de su llegada) con un automóvil alargado y bajo de color crema, muy distinto a todo lo que habían visto hasta ese momento.

Internada en aquella barba algo descuidada, el hombre tenía una boca ondulada y sensual, una boca muy atractiva. Tina estaba sentada en la barra a su lado y notaba el peso del interés de aquel hombre, el peso inconfundible de su interés, aunque hablara poco y pareciera incómodo por el bullicio que lo rodeaba. Ella se inclinó hacia él mientras tamborileaba sobre la barra con sus bonitas uñas pintadas, cantando en voz baja el agudo estribillo que salía de la máquina de música, «No, yo no, yo no, no, no, no, no no…».

Cuando terminó la canción, se bajó del taburete y al hacerlo se le pegó la falda (¡qué pesadez, maldita sea!), a las nalgas húmedas. Pero se fue a poner el disco una vez más, muy consciente de que el hombre la seguía con la mirada. «No, yo no…».

Piernas de araña, pestañas pintadas con rímel. Negras y rígidas. Tiñendo las lágrimas que surcaban sus mejillas…, quizá también las de él…, manchando la almohada. Y el oscuro rubí del pintalabios, emborronado y grasiento, dejando su huella en todas partes: en la boca de él, en la barba, las orejas, el cuello y el pecho y el abdomen y los muslos…

«No, yo no…», cantaba con picardía, la piel resplandeciente de alegría, contoneándose tanto que la blusa de raso se le tensaba contra los hombros llenitos y torneados, «No, yo no, yo no, no, no, no no. ¡No, yo no, yo no, no, no, no, no no…!».

—¡Qué melodía tan pegadiza! La verdad es que me gusta. Me gusta mucho cantar. Es curioso como a veces uno se oye cantar, cuando está solo, o cuando no sabe ni lo que está haciendo.

—Tienes —dijo el hombre sonriendo— una voz bonita.

—Llevo toda la semana arrastrando un resfriado.

—… Bonita voz.

—Ya sabemos lo que pueden ser estos malditos resfriados de verano.

Después, conduciendo por la autopista, conduciendo muy rápido por la autopista, el hombre se inclinó hacia delante para abrir la guantera y sacar una pesada petaca de plata, del tamaño de una pinta. Una cadenita de plata como la que Tina llevaba en el tobillo izquierdo sujetaba el tapón de la petaca…

—Dices que vives por aquí, o que tu familia materna es de esta zona. ¿De apellido Varrell, dijiste?

—Mi familia materna, sí. Cerca de Kittery. Pero también viven por allá, en las montañas, están por todas partes. Tengo primos que no he visto en mi vida —se rió—, ni quiero ver.

Dio un trago de la petaca con delicadeza. Si el bourbon le sorprendió por lo bueno que era, no dio indicios de ello.

El apellido de mi padre es Donahauer. Se llamaba Jake. Lo mataron en la guerra; no volvió, así de simple. Tenían que haberlo puesto en un buque de transporte, o algo así, pero no lo hicieron. Fin de la historia. En realidad, ahora me llamo Schmidt. Tina Schmidt. ¡No conocerás a Al, espero!

El nombre no dijo nada. O tal vez no lo oyó.

—¿A quién?

—Al Schmidt.

—¿Te refieres a tu marido?

—Ex marido. Gracias a Dios.

Le pasó la petaca y los dedos de él la rodearon lentamente, acariciando de paso los suyos.

En el Salón Tropicana de Stan, al final de la barra, con su cabello claro perdiéndose entre largas columnas de humo, perezosas y diáfanas, Nicholas Fuhr levantó un vaso con el borde espumoso parodiando un brindis. Mirándose en el espejo, tal vez. Tras el desorden de botellas y excrementos de mosca… Un trapo cercano de un barman, hediondo. Siempre hay algún vertido: cosas que se rompen, líquidos que salen a chorro. Cerveza, vómito, sangre. Trapos empapados. Jirones de tela que parecen trapos. Si hubiera llevado algo en la cabeza, al menos ahí no habría sufrido daños; pero en el Salón Tropicana, levantando el vaso alegremente, como si estuviera —como si estuvieran todos— en su sano juicio, volvía a parecer ileso.

Al ver el coche estacionado en la explanada de gravilla y hierbajos, a Tina se le aceleró el pulso. Entornó los ojos con cierta lascivia, pero sólo un instante, ella no era una chica ordinaria, ávida y hueca, falta de luces.

Le hizo unas preguntas sobre el coche porque no hacerlo habría parecido, tal vez, poco convincente.

—… ¿Alemán?

—Sí. Alemán.

—Supongo… —dijo con coquetería, pasándose la lengua por los labios mientras acariciaba el guardabarros (que ardía al sol abrasador de julio), procurando no reírse—, supongo que eres uno de los hombres de la ciudad…, me refiero a…, a Puerto Oriskany.

Él miró en su dirección, pero no la miró a ella. Tenía las llaves del coche en la mano.

—… Como en los viejos tiempos…, cuando las lanchas rápidas del lago…, los hidroaviones…, traían whisky de Canadá. Una noche vi uno de esos hidroaviones. Me dieron ganas de correr por la playa agitando los brazos y pedirles que me llevaran…, bah, era por puro capricho…, no era más que una niña. No tenía mucho juicio, ésa es la verdad. Dios Santo —dijo estremeciéndose, dirigiéndole una sonrisa—, me habrían acribillado con sus ametralladoras.

—¿Crees que soy un gángster? —preguntó el hombre del chaleco.

Su rostro terso, sin arrugas, parecía como cocido al sol, incapaz de mostrar ninguna expresión: pero en aquel preciso instante tomó aliento rápidamente, con aire de diversión, y se le curvó la comisura de los labios.

—¿Un gángster de la ciudad?

—Supongo que si lo fueras no me lo dirías —gritó Tina como si tal cosa.

—¿Crees que transporto ron, por la noche? ¿Por los lagos?

—No, ahora ya no, ahora ya no hacen esas cosas —rió Tina mientras pasaba junto a él para meterse en el coche.

Él le abrió la puerta y le resultó agradable su olor cálido y perfumado, con un leve toque de sudor; era un olor que había percibido muchas veces. Pero entre mujeres no podía recordarlo, como es lógico.

—Así que crees que soy un gángster de Puerto Oriskany —señaló, riéndose.

Ella se acomodó en el asiento con garbo, consciente de su mirada admirativa. Se cubrió las piernas con la falda negra ceñida, casi con remilgos. ¡Medias, con el calor que hacía! Y unos zapatos abiertos por el talón con unas tiras negras diminutas que se había comprado hacía sólo unos días. Y la cadenita de plata alrededor del tobillo izquierdo. Y las uñas del pie pintadas de rojo.

—Yo no creo nada —gritó alegremente—. Lo único que sé es que me gusta el olor de estos asientos. ¿Es piel, piel genuina, piel blanca? Y el salpicadero, con esa madera tan sofisticada…

6.25 de la tarde. 6.32 de la tarde. A él también se le aceleró el pulso, pero temporalmente, como si obedeciera a una lógica interna que no podía controlar. Nicholas Fuhr, ahí de pie. Pero no era Nicholas, naturalmente. Aunque, a lo mejor, sí. Sus ojos ensombrecidos en el espejo mirándolo de refilón con expresión acusatoria.

—Tú me has hecho matar a Nicholas —le había gritado Gideon a Leah.

—¡Yo no te he hecho matar a nadie! ¡Estás loco! —replicó Leah, gritando a su vez.

Acto seguido, Leah le cruzó la cara. Él la agarró de la parte superior del brazo y la tiró a la cama. La vieja cama crujió alarmada por el peso de ella, por la sorpresa de ella.

—Yo amaba a Nick, y tú lo sabes —sollozaba Leah—. ¿Cómo puedes acusarme de…?

—Tampoco tanto, ¿no te parece? —gritó Gideon—. ¡No nos amas a ninguno lo bastante como para evitar nuestra muerte!

Pero Gideon no estaba con Leah, Gideon casi nunca estaba con Leah, se estaba obligando a oír la cháchara y las risitas agudas y satisfechas de una mujer. Le pareció que había un cierto coqueteo en el aire: en medio de todo ello, Gideon dio un buen trago del mejor bourbon de su padre y le extrañó que tuviera tan poco sabor. Pero, en los últimos años, aquel bourbon en particular también había comenzado a perder cuerpo.

—¿Crees que soy un gángster? —repitió, riéndose.

—¡Bueno, no sería tan raro…, alguien tiene que serlo! —respondió con desparpajo—. Lo cierto es que nunca me has dicho cómo te llamas —señaló con tono acusatorio, mientras le acariciaba la oreja.

—Cómo me llamo… —dijo él, pausadamente—. No estoy tan seguro de tener un nombre.

—¿Cómo te llaman tus mujeres?

—¿Mis mujeres?

—¡Sí! ¡Seguro que tienes toda clase de mujeres!

Era divertido, era una alegría inocua, un mero devaneo.

—No me gusta que nadie me llame por mi nombre —dijo con la misma voz pausada y divertida.

—Bueno, pero ¿estás casado?

—No.

—Sí, sí que lo estás. Estás casado. Lo veo.

—No, en realidad no lo estoy.

—Entonces, ¿qué? ¿Separado? ¿Divorciado?

—No.

—No, ¿qué?

—No, nada.

Quizá estaba nerviosa, pero se echó a reír a carcajadas con voz aniñada, como si hubiera dicho algo francamente gracioso. Le dio un leve puñetazo en el muslo, con un gestito alegre y feroz que, con toda seguridad, había utilizado antes, con otros hombres. Era divertido, entretenido e inocuo, nadie saldría herido.

—Me apuesto lo que quieras a que tienes esposa —dijo Tina—. Y una esposa hermosa.

Gideon no dijo nada. Pisó el acelerador.

—¿A que sí? ¿Y a que es hermosa? Y con mucho dinero, eso también. Conozco a los hombres de tu clase —rió.

—¿Ah, sí? ¿Nos conoces? —preguntó.

—Conozco a los de tu especie.

Él la miró con el rostro más tenso. Pero después decidió sonreír. ¿Por qué no sonreír? Nicholas no tenía ningún derecho a acusarlo, en el Salón Tropicana de Stan. Y quizá Leah estaba en lo cierto: no eran culpables de haber matado a nadie.

Le cambió el tono, ahora era más formal, con una formalidad fingida.

—¿Qué te parecería ir a cenar a la Casa Nautauga?…

¡Ay, no estaba vestida para ir a un lugar así! La sola idea la asusta, le pone en guardia.

—En tal caso pararemos primero en algún lado para que te compres algo —dijo distraídamente—. ¿Crees que con media hora tendrás suficiente?

Ella se echó a reír, todavía un poco asustada. Movió los dedos de los pies. (Qué pronto, qué asombrosamente pronto le ofrecía cosas: ropa, ropa cara, tal vez perfume, joyas. ¿Pieles de verano? Había visto en un periódico una fotografía reciente de la «chica» de un supuesto gángster, una criatura pequeña y esquelética, de gesto mohíno, prácticamente sin pecho ni caderas, que llevaba una boa de piel de zorro de verano en una comparecencia ante un tribunal de Chicago).

—Pero aún no sabes si te voy a gustar, Rodman —dijo con voz cada vez más ordinaria.

Él murmuró algo que ella no alcanzó a oír.

—Eres un encanto —dijo ella entrelazando el brazo en el de él y acercando su mano al volante. Qué grande tenía la mano aquel hombre, la palma era inmensa, y los dedos eran largos, anchos y fuertes. Estaba segura de que eran muy fuertes.

Volvió a cantar por lo bajo. «No no no, no no no…». Después se puso a hablarle de su marido. Su ex marido.

—¿Sabes una cosa, Rodman? A mí me gustan los hombres con sentido del humor, que tengan ganas de reírse, no que se pongan a llorar con la cerveza y se desahoguen con los demás. Él iba por la vida con la cabeza metida en un saco o algo así. Te lo juro. Mi hija pequeña, Audrey, quizá un día la conozcas, le tenía miedo porque tenía muy mal genio. Lo hirieron en la guerra, pero no fue nada grave, lo condecoraron con un corazón púrpura, como a todo el mundo, qué demonios. Además, era para lo único que servía, para que lo dispararan en la pierna. En realidad fue en sus partes traseras, pero no le gustaba decirlo, creía que se reirían de él. Y la verdad es que se reían. ¿Y sabes lo que dijo Audrey una vez, mirándolo desde la ventana mientras él reparaba el coche o algo parecido en la entrada? Vino corriendo donde yo estaba y me dijo, excitadísima, que le parecía muy raro que los agujeros de la cara de papá estuvieran hechos justo donde tenía los ojos —se echó a reír, reía con exageración, resollando, respirando con dificultad—. ¿Has oído alguna vez una locura semejante? Qué graciosa es. «Los agujeros de la cara de papá están hechos justo donde tiene los ojos…».

Él se unió a las carcajadas, riéndose con ganas. Mientras tanto el coche pesado recorría la autopista a gran velocidad. A la izquierda el sol no estaba cerca del horizonte, pero el cielo, entreverado de nubes intrigantes y sombrías, había comenzado a oscurecer. Era como si el aire estuviera herido, o de algún modo resentido. Las nubes, sin embargo, eran demasiado finas como para presagiar tormenta.

Al norte, a las montañas. Pero Nautauga Falls estaba en la otra dirección. Quizá debería dar la vuelta.

Frenó y se metió por un camino estrecho de tierra, una pista vieja de las explotaciones madereras. Iba demasiado rápido y el coche vibraba bastante. A Tina se le cayó la petaca de la mano, chocó contra el salpicadero y al hacerlo se derramó un poco de bourbon.

—… Vas muy rápido, maldita sea —señaló Tina, sorprendida.

—No es demasiado rápido cuando se tiene prisa —respondió él.

En el filo de la montaña, en el borde mismo, quizá habría un lugar entre todo lo que veía donde volver la vista atrás y recordar lo que él era: pero podía ser peligroso ir. Había quienes se aventuraban a ir contra viento y marea…, y no volvían. Se caían por el barranco, o contemplaban el abismo demasiado tiempo; no recordaban de dónde habían venido, menos aún por qué habían ido donde habían ido. Lo más probable era que una vez ahí te olvidaras de que estabas en el filo. Ni siquiera pensabas que podía ser el centro de un círculo porque la idea de círculo estaría ausente, de modo que no podrías meterte en él, como uno suele meterse en los pensamientos concebidos de antemano.

—¡Huy, mira ese árbol! Habrá sido la tormenta…

La carretera era infranqueable: un álamo gigante la había cruzado de lado a lado.

—Bueno —dijo el conductor—, bájate. Hasta aquí hemos llegado, quiero ver si me gustas.

Tina se estaba secando la falda, que se le había mojado cuando se le cayó el bourbon.

—No sé a que viene tanta prisa, de repente —dijo a modo de protesta.

Pero tenía las mejillas sonrojadas y los ojos le brillaban cuando se deslizó por el asiento para abrir la puerta y salir del automóvil. Resoplaba, se reía, trataba de estirarse la falda. Se avergonzó al ver sus muslos, que asomaron blancuzcos por un instante y le parecieron muy avejentados, muy temblorosos.

Pero él había apartado la vista y miraba al cielo. Se pasó las manos por el tupido cabello con parsimonia. Ancho de espalda, alto, delgado, apuesto, pero con ese chaleco blanco manchado y una camisa azul claro que no parecía haberse quitado en varios días; y tenía que recortarse la barba. Probablemente se alojarían en la Casa Nautauga. Donde había una barbería para caballeros… (Tina lo sabía por una amiga que trabajaba en la tabaquería del vestíbulo).

En aquel momento él se volvió hacia ella, y la miró. La miró por primera vez. Ella se alisó la falda y se tambaleó un poco, los tacones altos se le hundían en el suelo arenoso; intentó sonreír.

—Bueno —dijo él, como si no hubiera advertido su sonrisa—, desnúdate.

—¿Qué?

—La ropa. Quítate la ropa. Ahora. Antes de que volvamos. Quiero ver —dijo con suavidad, con aire de resignación melancólica— si me gustas.