Un día de junio sin viento, de una belleza imponente (muy pocas nubes, diáfanas, sutiles como pelusas de algodón, surcaban el cielo azul porcelana), Vernon Bellefleur, que había perdido la esperanza de ser poeta durante más de veinte años (un poeta genuino, a su propio entender: todos se referían a él, con ligereza, si no con desdén, como El Poeta) se hizo poeta al fin, de súbito, gracias a una experiencia de terror obsceno. Y lo fue el resto de su vida, excepcionalmente larga.
—La vida valiosa de un hombre —entonaba Vernon a menudo— es una continua alegoría…
Pero ¿cuál es la naturaleza precisa de esta alegoría? ¿Es alegórica la vida de todos los hombres, o sólo la de unos cuantos…, la de unos cuantos elegidos?
Le gustaba leer para El Pueblo. Para los jornaleros de su familia, o para los obreros, gente sencilla, buena, incondicional, tenaz, para quienes la frase «la sal de la tierra» no era inadecuada: le gustaba ponerse delante de ellos, con su chaqueta, estrecha en las axilas y mal abrochada, parte de la barba aprisionada en la alegre bufanda roja que se enrollaba al cuello para la ocasión, alzando la voz con tal intensidad dramática que despertaba en su audiencia una comprensión profunda que no podía sino expresarse con accesos de hilaridad. (Pero ¿eran alegóricas sus vidas, sus vidas de simples jornaleros?… ¿O tal vez necesitaban los servicios trascendentales del poeta, de la poesía, para transformarlas?…). En todo caso, leía, aunque le temblaban las rodillas por la audacia de su tarea (leía para su audiencia en los campos, subido a algún carro; o en el alféizar de una ventana del aserradero de Fort Hanna; incluso en tabernas concurridas los viernes por la noche, donde el tabernero, consciente de que era un Bellefleur, exigía que le dispensaran un mínimo de atención) y las lágrimas le brotaban por las comisuras de los ojos, leía hasta que se le irritaba la garganta, hasta que la cabeza le daba vueltas por el agotamiento, hasta que, cuando alzaba la vista, advertía que la mayor parte de la audiencia se había dispersado: quizá los sonetos de treinta y ocho versos sobre «Lara» eran de una franqueza penosa y excesiva para ellos, o encontraban demasiado difíciles, demasiado exigentes, las palabras de ciertos poetas, héroes de Vernon de toda la vida, cuya obra también leía:
«¡Ah! ¿Quién puede olvidar un ser tan hermoso?
¿Quién puede olvidar sus reservados encantos?
¡Dios! Ella es como un cordero blanco que protege
al hombre con sus balidos. Sin duda el Omnividente
que disfruta de vernos disfrutar con sus obsequios
nunca dará alas a quien suplica por la ruina de tanta inocencia,
a quien defrauda vilmente un seno ingenuo de paloma.
En verdad no hay modo de liberar el pensamiento de tanta belleza
cuando oigo una trova en la que una vez vi su mano despierta
su figura flota palpable, y cercana;
Alguna vez vi desde un cenador cómo cogía una flor cubierta de rocío,
cuántas veces surgiría ante mí aquella mano
para sacudir la temblorosa humedad de mis ojos».
Como no prestaba demasiada atención a esas cosas, Vernon no era muy consciente de su edad. Tenía, suponía él, treinta y pocos años cuando tuvo aquella conmoción, la visión que iba a acudir a su mente repetidas veces —continuamente, fuera dormido o despierto— de un niño nacido en el aire, en las garras de un ave gigantesca parecida a un buitre, descuartizado en parte, incluso devorado en pleno vuelo ante su impotente mirada; la última vez que algún miembro de la familia (y esa persona había sido Leah) pensó en celebrar su cumpleaños fue hace muchos años, cuando tenía veintisiete o veintiocho años, no se acordaba bien. Vernon nunca crecerá, señaló Hiram en una ocasión, sin percatarse de que estaba hablando —con un desprecio muy poco paternal— al alcance del oído de su hijo. Pero Vernon era más propenso a pensar que en realidad siempre había sido adulto. No había tenido niñez, ¿o acaso se equivocaba? ¿No se había terminado todo de un modo abrupto y cruel? Tal vez, desde que su madre lo abandonó a la suerte de los Bellefleur, hace muchos, muchos años, su infancia se truncó desde el principio. A veces pensaba (aunque no escribía tales sentimientos porque creía que la poesía tenía que ser rapsódica y cantoral y «hermosa») que lo habían sustituido al nacer, o algo semejante… Aunque fuera un Bellefleur por herencia, tenía la absoluta certeza de que en su alma no era Bellefleur.
De modo que se peleaba a menudo, no sólo con su padre, sino con su tío Noel y su tía Cornelia, y con sus primos Ewan y Gideon, a quienes siempre, desde niño, había temido; pues él conocía un aspecto de Dios, un fragmento de la conciencia de Dios, en el que ni la forma física ni la identidad familiar eran relevantes. En una ocasión, Ewan, con su cuello de toro y siempre tan bravucón, le preguntó (utilizando un lenguaje más ordinario) si alguna vez había hecho el amor —«con una mujer, quiero decir»— y se lo quedó mirando impertérrito, como desafiando a Vernon a que percibiera siquiera la ofensa que encerraban sus palabras. A Vernon se le encendió la piel y sintió un escozor abrasador, pero logró responder, con su voz delicada, No, no, no lo había hecho, suponía que no, en el sentido habitual del término.
—¿Qué otro sentido hay? —quiso saber Ewan.
Vernon pasaba por alto tales groserías y las perdonaba, porque suponía que de algún modo era una suerte de bufón; además, ¿qué otra cosa podía hacer? A veces, durante sus paseos por las estribaciones de las colinas, a muchos kilómetros de casa, cuando las torres del castillo apenas se veían en el horizonte, se permitía pensar, con entusiasmo, que algún día su poesía sería la vía de escape de aquellas gentes desalmadas, el medio por el cual alcanzaría el poder, la fama, la venganza al fin. Ay, si pudiera descubrir la characteristica universalis, el idioma preciso y universal que se alojaba en lo más recóndito del alma humana…, ¡qué verdades tan profundas expresaría! Al igual que Ícaro, se construiría unas alas para que lo liberasen de aquel vasto, hermoso, sombrío y agobiante rincón del mundo (que a menudo le parecía el límite del mundo, sobre todo en las montañas, o a orillas del lago); a diferencia de Ícaro, él sí escaparía y viviría triunfante, pues sus alas serían las alas inviolables de la poesía. En tales ocasiones el corazón le latía con fuerza y anhelaba tener a alguien —quien fuera, incluso un desconocido— para intentar explicarle el éxtasis que sentía en el pecho…, que debía de ser, pensaba, parecido al éxtasis que experimentó Cristo…, un Cristo que anhelaba únicamente ser el salvador de la humanidad perdida y digna de compasión, el salvador de los que no oían Sus palabras. Como un hombre atrapado en una tumba, cuya voz no es lo bastante potente como para traspasar la roca compacta que lo cubre, Vernon anhelaba explicarse, pero le faltaba el arte.
En lugar de ello, tropezaba, tartamudeaba, tanteaba, molestaba y exasperaba y avergonzaba y aburría a los demás, y quedaba en ridículo (¡ay, cuántas veces!), como si fuera un ser despreciable. Uno tras otro, los niños fueron olvidándose de él. Todos ellos lo quisieron durante una temporada, lo querían mucho, lo buscaban para confiarle secretos, o para quejarse de la crueldad o la indiferencia de los mayores; le daban regalos, se subían a su regazo, le besaban la mejilla aunque les pinchara, reían con él, hasta se mofaban y le hacían bromitas; pero lo querían. Uno tras otro, Yolande (la dulce, hermosa y resuelta Yolande, que le partió el corazón cuando huyó sin dejar, como habría esperado, un mensaje para él), Vida, Morna, Jasper, Albert, Bromwell, Christabel… Garth era otra cosa. Garth siempre había mostrado un cierto desdén hacia él, hacía ruidos groseros para reírse de él durante las clases, o durante las sesiones de lectura de Vernon. También estaba Raphael, tierno y soñador, con sus ojos oscuros, manos finas y largas y pálidas, piel blanca, casi viscosa; Raphael, que era tan tímido que en los últimos años había comenzado a evitar no sólo a sus escandalosos hermanos y primos y amigos, sino al propio Vernon. Hubo una época en la que Vernon y Raphael estuvieron muy unidos. A Vernon le gustaba pensar que Raphael era su hijo, a él sí que lo habían cambiado al nacer. ¿No era, acaso, inverosímil…, absurdo…, que Ewan, ese grandullón aficionado a la cerveza, fuera su padre? Lo había llevado más de una vez a pasear con él, habían compartido bonitos momentos…
«Pues he aprendido
a contemplar la naturaleza, no como
en la irreflexiva juventud; sino escuchando a menudo
la música triste y silenciosa de la humanidad…
Y he sentido
una presencia que me perturba con el júbilo
de los pensamientos elevados; una sublime sensación
de algo que fluye a mucha mayor profundidad,
cuya morada es la luz de los atardeceres,
y el cielo azul, y la mente del hombre:
movimiento y espíritu que impulsa
todas las cosas pensantes, todos los objetos
de todo el pensamiento
y traspasa todas las cosas…»
… Y sin embargo, por alguna razón, sus caminos se separaron cuando Raphael tenía unos once años. Como es lógico, fue Raphael quien lo decidió. Vernon nunca dejó de quererlo. Pero el crío se levantaba temprano y salía antes de desayunar, y se pasaba todo el tiempo en la laguna que quedaba al norte del cementerio (la laguna Mink, se llamaba, aunque había otra laguna, ahora seca, que también se llamó en su momento laguna Mink), y cuando Vernon se iba de caminata hasta allá para estar con él, percibía que no era bienvenido: sentía que cuando se acercaba a la orilla pantanosa, atestada de sauces y juncos, y lo veía tumbado en su balsa boca abajo, mirando el agua, estaba violando con torpeza la intimidad del niño, el alma misma del niño. Era, pensaba con tristeza, como pisar con descuido el ala de un pájaro… Raphael se quedaba en la laguna hasta que se ponía el sol y después, con desgana, volvía a casa; hasta cuando llovía jugaba allí; hasta cuando el día era frío y desapacible. (Qué hará durante tantas horas, se preguntaba Lily exasperada, dudando si el niño no necesitaría tratamiento médico, o simplemente unos buenos azotes, a lo que Vernon respondía, con cierta arrogancia, ¿y qué hacemos todos los demás?). Pero había perdido a Raphael y nunca lo reclamaría. Ahora sólo quedaba Germaine: Germaine, esa belleza robusta de mejillas coloradas y ojos misteriosos, extraordinarios. Y Cassandra, la hija de Garnet, que todavía era un bebé, incapaz de apreciar la devoción de Vernon. Algún día, pensó, también perdería a Germaine y a Cassandra.
Y después estaba Leah.
Leah…, «Lara»…, su Musa…, su inspiración…, su locura.
Ewan preguntó con grosería si Vernon había realizado el acto del amor con una mujer; no preguntó si alguna vez había amado a una mujer. Sin duda, había una diferencia considerable. Se enamoró de la joven esposa de Gideon el mismo día de la boda, durante el banquete, mientras miraba con anhelo a los que bailaban…, su primo Gideon y la mujer de Gideon…, la espléndida Leah Pym…, Leah, de la otra orilla del lago…, la hija de Della Pym…, una de los Bellefleur «pobres». (Pobres por el orgullo que tienen, se decía. Della habría podido vivir tranquilamente en el castillo si hubiera querido). La amó en ese momento y desde entonces se había conformado con amarla a distancia, como un cortesano de antaño, leyendo en su presencia (aunque no siempre acaparando su atención, por desgracia) poemas de añoranza, suyos y de otros poetas, «Con qué pasos tristes, ay, luna», y Greensleeves, y los sonetos de «Lara», tiernos, torpes, de fuerte asonancia; ávido de hacer recados para ella, de cuidar a los niños, de escucharla comprensivamente cuando se quejaba de la tiranía de Cornelia. Pero en los últimos meses, no siempre lo inspiraba. La apabullante pero maravillosa voluptuosidad de su embarazo lo había turbado por momentos —descubrió entonces que la Leah de su imaginación era a veces más adorable que la Leah de carne y hueso—, pero la Leah del presente era más extremista. Sus ojos brillantes lo alteraban, y sus dedos manchados de tinta (todas las mañanas leía varios periódicos mientras desayunaba), y su rápido ingenio, su manera de dirigirse a Hiram, aun en presencia de Vernon, con un lenguaje tan lleno de alusiones privadas y términos financieros y abreviaturas de una u otra clase que casi podía ser un código: un código que Vernon no tenía esperanzas de descifrar, que le hacía sufrir. Y su tono era a menudo imperioso, primero ronco y después chillón. Devolvía los utensilios del té sólo porque una de las tazas estaba rajada, o porque el té no estaba lo bastante caliente, o porque había una muesca. —«¡Sospechosamente parecida a la uña del pulgar!»— en el glaseado del pastel de café. (Es insoportable, susurraban las sirvientas, a veces con lágrimas en los ojos. ¡Es una engreída! Y tal era su angustia que más de una vez lo decían en alto y Vernon las oía).
Seguía siendo hermosa, por supuesto. Siempre lo sería, Vernon no lo dudaba. A pesar de que la placidez suave y regordeta de su rostro había disminuido de algún modo y ahora afloraban leves arrugas casi invisibles alrededor de los ojos, casi fantasmas, en realidad, no estaban grabadas a conciencia en la piel y sólo se veían a la luz blanca e intensa del sol… (Tras el embarazo había perdido mucho peso, y seguía perdiéndolo; porque siempre corría de aquí para allá —el capitolio del estado, Vanderpoel, Falls, Puerto Oriskany, Derby, Yewville, Powhatassie, incluso la ciudad de Nueva York— y en casa rara vez se relajaba, como hacía en los viejos tiempos, en el jardín amurallado o en el tocador de Violet. Aun cuando se desplomaba agotada en una silla, no hacia sino pensar, pensar, planear, maquinar, la cabeza le daba vueltas y más vueltas, como el aspa de un molino, emanando una calor casi palpable. De hecho, Vernon la vio en una ocasión, a través de la puerta entreabierta del despacho de Raphael, ¡hablando por dos teléfonos a la vez, los auriculares presionados contra cada uno de sus hombros encorvados!). Pero Leah siempre sería una mujer hermosa, dijo Vernon para sus adentros, dejando escapar un suspiro de amante resignado, y él siempre la amaría; y ella siempre pertenecería a otro hombre.
Paseaba por la zona del lago Noir, y por las estribaciones, a veces se iba una semana o diez días, recorría con pasos pesados los campos y senderos y las orillas de los ríos con zapatos embarrados y calados por el agua, en la cabeza un gorro viejo de lluvia de Noel que era de goma, o un sombrero irlandés de Ewan que estaba en desuso y había encontrado en el suelo de un armario. Con su barba descuidada y entrecana parecía diez años mayor de lo que era, un personaje mitológico, o salido de las neblinas montañosas, con una extraña bufanda roja enrollada al cuello, los pantalones manchados a la altura de la rodilla, las chaquetas a veces anchas y a veces estrechas, a veces ni siquiera suyas. La tía Matilde le había tejido un espléndido y voluminoso jersey que calentaba como un abrigo, con bolsillos generosos para sus libros y papeles y plumas, y le había puesto botones de madera que ella misma había tallado, madera de nogal; pero un día regresó a la mansión sin él, temblando como un poseso bajo la lluvia y diciendo que no recordaba —no podía recordar— lo que había sucedido con él. (Un hombre que pierde una prenda de vestir que lleva puesta, enunció Hiram, acabará perdiéndolo todo).
Así paseaba él, siempre a pie. Excéntrico, pero probablemente no «loco» (en las montañas había algunos mucho más locos), probablemente no peligroso. Jamás se encontró, durante sus años de caminatas, a su primo Emmanuel, que para entonces ya era una figura casi legendaria e improbable, de la que el resto de los Bellefleur apenas hablaba, como si se hubieran olvidado de que era un hermano de Gideon y de Ewan y lo considerasen remoto en el tiempo, como el hijo de Raphael, Rodman, de quien se sabía muy poco: aunque se suponía que Emmanuel seguía levantando mapas de la región, recorriendo a pie todas y cada una de las hectáreas, y algún día regresaría triunfante. Con sus ojos mal emparejados (que siempre sorprendían y divertían a los niños, pero a veces violentaban a los adultos) y su aspecto desaliñado y su «poesía», Vernon llegó a ser famoso en la región; aunque también lo conocían por ser Bellefleur, por supuesto, y evitaban encontrarse con él. Los granjeros que conducían camionetas por los caminos rurales que recorría Vernon, aminoraban la marcha con cortesía al pasar por su lado, y nunca se ofrecían a llevarlo (ofrecer algo a los Bellefleur podía interpretarse como una impertinencia, viniendo de una persona inferior en la escala social, y todos vivían temerosos de ofender o insultar a los Bellefleur: Ewan había herido a varios hombres en distintas peleas, lo mismo que Gideon; y el temperamento de Raoul era legendario; Noel había sido un alborotador en sus tiempos; Hiram, en algunos aspectos el más siniestro de los Bellefleur, había ejercido su poder hacía décadas, cuando compró, a precio escandalosamente barato, las tierras de los granjeros que se habían visto obligados a ir a la quiebra; y qué decir de Jean-Pierre II, que había asesinado a once hombres una noche, tranquilo y metódico, porque había oído un «insulto» por casualidad), aunque se detenían con prontitud si Vernon indicaba que quería que lo llevasen. Y con la misma prontitud le permitían dormir en sus pajares o ayudar en las tareas de la granja (aunque era de una torpeza casi cómica) a cambio de que le dieran de comer. Lo apreciaban —apreciaban a Vernon— más allá de lo que pensaran de su familia, y podían perdonarle su mala poesía, la que él creía, pobre diablo, que iba a salvar el mundo algún día. Y si hablaba de la bondad de algún granjero, ya de regreso en el castillo, tal vez alguno de los Bellefleur más duros de corazón lo oiría aunque fuera sin querer…
Así como los Bellefleur estaban marcadamente divididos en el tema de la religión —en el tema de Dios, en concreto—, también lo estaban en el tema relacionado de la existencia del mal. Si el mal «existía», o si no era más que una apariencia, desde un punto de vista necesariamente limitado; o si era más que evidente que existía, y existía por una razón (inevitablemente divina en cuanto a alcance, si no en cuanto a sentimiento); si lo que existía no era el mal, sino una galaxia de males, cada una batallando por su cuota de carne humana; si el mal era sencillamente la ausencia palpable del bien (para todos, el más vago de los argumentos); si, dado que había un universo dominado por el espíritu, el único mal significativo podía ser espiritual; o, a la inversa, si el único mal significativo podía ser material, dada la naturaleza fundamentalmente material de universo…, así discutían los Bellefleur, por momentos apasionadamente, por momentos con una lamentable falta de cortesía, y no sólo no lograban convencer a nadie, sino que debido a esa misma pasión, se cerraban en banda a una serie de sutilezas, por infrecuentes que fueran, que podían haber contribuido a su crecimiento intelectual. (Es más, a veces se creía que el espíritu de discusión era en esencia la maldición de los Bellefleur…, porque ¿no es en la discusión donde surgen todos los males?).
Beato y bondadoso, y terco, Vernon se consideraba henoteísta, o quizá panteísta; lo que importaba, razonaba él, no era el contenido de la creencia particular de cada cual, sino su profundidad. Puesto que su Dios todo lo abarcaba y envolvía, todas y cada una de las partículas materiales —la filigrana de sinapsis en esa obra maestra de astucia que es el cerebro humano; la armadura moteada y rectangular de los peces cofre, el chirrido de los aserraderos, la sonrisa alegre de Germaine, la despedida llorosa de su madre, el esplendor del Mount Blanc y el silencio lúgubre y sepulcral del pantano Noir—, puesto que su Dios era idéntico a Su creación, no podía quedar nada por resolver, no había lugar a teorías laboriosas. Las palpitaciones cantaban como siempre lo han hecho «Aquí estoy, estoy aquí por derecho propio, existo, y el espíritu de toda la creación existe a través de mí», y el hombre sabio, y desde luego el poeta, se hace eco de esta canción. (Pero también hay un Dios de la destrucción, le dijo Gideon en una ocasión, hacía años, cuando los miembros de la familia todavía lo trataban con la suficiente seriedad como para discutir con él, ven conmigo y te lo enseño…, y le hizo acompañarlo hasta el pie de la colina Sugarloaf, atestada de barbadejos, donde le enseñó con un gesto triunfal, infantil y airado, una hembra de gamo medio devorada. Era evidente que la pobre criatura estaba embarazada —los perros le habían desgarrado el vientre— y tenía la garganta rajada con tal brutalidad que el animal se había desangrado, obligado a ver —y sus ojos asustados, aún sin picotear por las aves, estaban abiertos y con la mirada fija— el horror de las fieras y ávidas fauces de los perros. Había muerto presenciando la muerte del feto. Y los perros no estaban particularmente hambrientos, señaló Gideon, mira todo lo que se han dejado… Vernon sintió náuseas y retrocedió unos pasos; no podía dejar de vomitar, pero percibió el desprecio excitado de su primo. Cuando se recuperó, dijo:
—Gideon, los perros tienen que alimentarse…, comemos y somos comidos…, no te desesperes.
Gideon lo miraba fijamente.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué es eso de que no me desespere?
—No juzgues —susurró Vernon—. No te desesperes.
Pero Gideon lo miraba sin comprender, como lo miraría, años después, el niño Raphael cuando le preguntó sobre las sanguijuelas. No te desesperes, no juzgues, no te separes de Dios obligándote a juzgar, le imploró Vernon a Gideon, tratando de agarrar el brazo de su enojado primo. No me toques, dijo Gideon).
La familia también estaba dividida, aunque no tan claramente, en el tema de otras creencias más inmediatas. El tío Hiram no creía en los espíritus, pero su hermano Noel sí; casi todos los niños creían en el gigante de la nieve de las montañas, y en el buitre del pantano, o buitre del Noir, como a veces lo llamaban (es más, los lugareños lo llamaban a veces el buitre de los Bellefleur), pero la mayor parte de los adultos —aunque no todos, ni mucho menos— no creía en él. El hecho de que hubiera algunos Bellefleur que afirmaran haber visto a la inmensa ave en lo alto de las montañas, o dando vueltas alrededor del pantano, no parecía inspirar en el resto más que un divertido desdén: con más razón hay que saber que es un engaño, declaró Della en una ocasión, si ese mentiroso patológico de Noel dice que lo ha visto.
Bromwell mantenía una cierta imparcialidad científica, señalando con pedantería, pero con bastante acierto, que los buitres no atacan presas vivas, son carroñeros y por lo tanto no matarían ni devorarían seres vivientes; de modo que el buitre del Noir, si es que existía (y sobre eso no emitía opinión, y jamás se metería en ello, ni siquiera después de aquella mañana de junio lamentable) tenía un nombre inapropiado. Pero nadie le prestó atención, pues de algún modo parecía inútil discutir sobre un simple nombre cuando la cosa en sí era tan terrorífica.
Si alguien se lo hubiera preguntado, Vernon no habría dicho que «creía» en el buitre, antes de que la criatura apareciera en el jardín amurallado (¡ni más ni menos!, uno de los lugares más recluidos y privados y secretos) puesto que, que él supiera, jamás había visto semejante ave y le parecía más acertado reducir al mínimo el temor de los niños. Sin embargo, cuando lo vio, con su cabeza roja y pelada, las plumas de un blanco inverosímil (salpicadas de negro, como con una brocha de brea) y su curiosa cola puntiaguda, supo de inmediato lo que debía de ser… Antes incluso de ver al bebé apresado en sus garras comenzó a gritar.
—¡Mirad! ¡Mirad esa cosa! ¡Cuidado! ¡Que alguien traiga una escopeta!
Ésas fueron las palabras que salieron de su garganta en cuanto vio a la repugnante criatura.
Pero, como es lógico, no había nada que hacer. El bebé estaba perdido. Al oír los gritos de las mujeres elevándose desde el jardín, el ave echó a volar cada vez más alto, con una elegancia ruidosa y atlética, y ya comenzaba a picotear a la presa indefensa que llevaba en las garras —desgarrándolo y cortándolo con su pico afilado— por lo que caían pedacitos de carne y regueros de sangre a la tierra, casi con suavidad; como la ropa tendida flameando al viento, el buitre del Noir se elevó por encima de las ramas más altas de los robles, una visión espeluznante en aquel día de junio, con el cielo del azul más apacible que pueda haber, y se llevó al bebé como si se tratara de un simple conejo o una ardilla listada.
Vernon, que en aquel instante regresaba de su caminata matinal por el río, y que estaba a unos veinte metros del muro sur del jardín (estaba llegando a la mansión por la parte de atrás) cuando la criatura atacó, se quedó paralizado por un instante en el sendero, limitándose a contemplar la escena. Después comenzó a gritar —¡primos! ¡Niños! ¿No estaban siempre disparando cosas, escopeta en mano? ¿Dónde se habían metido ahora?—, pero entonces advirtió que el ave llevaba algo en las garras, y que aquel algo estaba vivo, y que era humano…
En un primer momento creyó que era Germaine. Pero era demasiado pequeño para ser Germaine.
¿Cassandra?…
De modo que el buitre del Noir atacó, aprovechando (aprovechando, parecería, casi con toda racionalidad) la ausencia de Leah en el jardín, no más de cinco minutos: tenía que hacer una llamada telefónica para cancelar la decisión tomada impulsivamente en una llamada anterior, a las siete de la mañana. ¡Una ausencia de cinco minutos! ¡Cinco minutos! El hecho de que ni Lissa, ni alguna de las otras sirvientas, ni alguno de los niños de más edad estuviera cerca, vigilando la cuna, fue casi una casualidad. Aquella mañana Germaine tenía unas décimas de fiebre y estaba muy quisquillosa, y tuvo tal berrinche durante el desayuno que la terraza estaba llena de cristales rotos y a la niña se la habían llevado a la habitación de los niños; y Leah acabó con tal estado de nervios (eso explicó después, una y otra vez) que no podía soportar la idea de tener compañía en el jardín, ni siquiera la más discreta de las sirvientas. Y había querido, por una vez, estar a solas con Cassandra, y con sus pensamientos, que le daban vueltas y caían en cascada y se derramaban en todas direcciones algunas mañanas, como si la hechizaran…
Pero no se había ausentado más de cinco minutos: en todo caso, no más de diez. ¿Cómo lo había sabido esa criatura endemoniada?
Cuando regresó al jardín y vio al animal que acababa de elevarse desde la cuna, batiendo sus enormes alas, comenzó a gritar de inmediato y a correr agitando los brazos como si el buitre del Noir fuera un pájaro común y corriente que pudiera asustarse. Después vio en sus garras el bebé retorciéndose y sangrando, y gritó:
—¡No! Cassandra…, no… —un segundo antes de perder el conocimiento y desplomarse en el suelo de piedra del patio.
(Donde Vernon, unos minutos después, la encontró. Vernon, cuyos ojos de loco y parloteo incoherente, y cuya mueca, que casi respondía a un tic nervioso, eran los de un hombre que Leah nunca antes había visto).