Otro carruaje, cargado de baúles apilados, atestado de personas apiñadas, se la llevó: o eso conjeturaba Jean-Pierre, aunque lo cierto es que no la veía; a quien sí vio con bastante claridad fue a su padre, con su peluca y una mirada ausente.
Al día siguiente, en la puerta de una taberna, se alistó a un regimiento que se dirigía a Fort Ticonderoga; y la noche previa a su partida no soñó con la chica, sino con la espantosa cárcel-castillo en la que habitaba su familia desde hacía siglos en el norte de Francia; sus monstruosas murallas medían unos veinticinco metros de altura y dos de grosor; el agua del foso, no muy profunda y cubierta de verdín, despedía un hedor repugnante.
Ticonderoga, lago Champlain, Crown Point… Partió rumbo al norte sin mirar un solo mapa. A partir de aquel momento no abrazaría su destino con pasividad: lo fraguaría.