Fue a raíz de un insólito arrebato de pasión —notable en una persona tan frágil y por lo general tan sumisa— que Garnet Hecht se topó con lord Dunraven, el hombre que iba a causarle tantos tormentos y remordimientos en su vida.
Había acordado (acongojada por la cansina amabilidad de él) ver a su amante una vez más, tras varios meses de mutua renuncia: no le gustaba pensar que prácticamente le suplicó con los ojos al borde del llanto, que no de palabra, Ay, Gideon, tienes que saber cuánto te amo, siempre te he amado, y sigo amándote a pesar de la promesa de no volver a vernos más, de la promesa que hicimos para no herir a Leah ni a tus hijos… (¿Y no había sido un acto de nobleza por su parte entregar a su recién nacida al castillo, entregarla a los Bellefleur, suponiendo que ése era el deseo silenciado de su padre? Un acto de nobleza en toda regla, con un dolor desgarrador que sólo ella sabía… Ni siquiera la bondadosa señora Pym, que era la única de los Bellefleur que parecía estar al tanto de su romance con Gideon, podía intuir la intensidad de su sufrimiento —Garnet sollozaba a solas y a veces, en la despensa de la cocina, se metía todos los dedos en la boca para no llorar en alto por la doble pérdida de su amante y su hija—. Más de una vez, Della le tocaba el hombro con una sonrisa triste en los labios y le hablaba de su propio y profundo padecimiento, infligido por su propia gente, cuando era una joven esposa.
—Tenemos que decirnos, Garnet, «Esto va a pasar» —le decía Della—. Todas las mañanas, todos las tardes, todas las noches, cuando los tontos y esperanzados rezan sus oraciones como si fueran niños, tenemos que decir, con claridad y serenidad, «Esto va a pasar». ¡Porque es verdad, querida Garnet! ¡Nunca dudes de que esto va a pasar!).
Cuando acompañó a la señora Pym en una visita al castillo que duró una semana, poco después del sorprendente casamiento de Christabel con Edgar Holleran von Schaff III, Garnet logró hablar con su amante Gideon en un aparte (con discreción, aunque temblando violentamente por si los descubrían aunque fuera en un lugar tan inocente como la habitación de los niños, donde estaba «de visita» con Cassandra) y concertar una cita secreta a altas horas de la noche siguiente.
—No voy a exigirte nada —le susurró—. Pero tenemos que vernos. Por última vez.
Gideon, vestido para salir, con la barba oscura recién recortada (y ya entreverada con algo de gris, un gris plateado, advirtió Garnet con un arrebato de amor), recorriendo rápidamente con sus ojos casi saltones lo que había detrás de ella (deteniéndose apenas y después desviando la mirada de la hermosa Cassandra, que dormía en la cuna boca abajo) parecía en principio incapaz de hablar. Abrió la boca…, sonrió…, la sonrisa se diluyó…, parpadeó a toda prisa…, se aclaró la voz…, la miró directamente a la cara…, y, estremeciéndose, retrocedió unos centímetros, como respondiendo a un acto involuntario. Ella sabía que para Gideon, lo mismo que para ella, hasta un encuentro tan fortuito como aquél era doloroso: era probable que sufriera igual que ella, aunque, como es natural, jamás hablaría de esas cosas.
—Ya sé, ya sé que esto viola nuestra promesa —se apresuró a decir Garnet, casi compadeciéndolo (hacía tiempo que había desechado la autocompasión, por considerarla indigna de alguien que era amada por Gideon Bellefleur, y que había dado a luz a una hija suya)—, pero tienes que entender que estoy desesperada…, estoy muy sola…, temo que me ocurra algo terrible… ¡Ah, la verdad es que fue un alivio, aunque tu mujer no pudiera saberlo, que viniera a quitármela! —susurró Garnet.
—No hables así, no digas esas tonterías —dijo Gideon—. Si las dices, pueden convertirse en…
Ella le rozó osadamente los labios con sus dedos.
—Entonces, ¿quedamos en vernos? ¿Mañana? ¿Y no me despreciarás? ¿Vendrás a la cita?
Gideon le agarró la mano y, vacilando por un instante, la besó; o al menos la apretó contra sus labios fríos. Garnet iba a sentir la impronta de aquellos labios en su mano (aunque fuera en el dorso, pues en el último momento, no sabía por qué, le dio la vuelta a la mano) muchas horas. Sin el menor pudor, como una chiquilla que acabara de descubrir el amor, y loca de alegría por la promesa, se había besado la mano…, con la esperanza de que su locura pasara inadvertida.
—Me ama, estoy segura —murmuró en alto, dirigiéndose a su pálido y borroso reflejo mientras se trenzaba el cabello antes de acostarse aquella noche—. Pero su amor hace que nuestro dilema aún sea más trágico…
Y fue así como volvieron a encontrarse, la noche siguiente. En la habitación de la tercera planta del ala este, que jamás se utilizaba; donde, hacía mucho tiempo, en otra vida, Garnet le había llevado, obedeciendo la sugerencia de la señora Pym, algo de comer al pobre Gideon. Fue en la puerta de aquella habitación donde Garnet, con la mirada fija en Gideon Bellefleur mientras éste desgarraba con voraz apetito la carne que le había llevado, se enamoró; donde sintió, con violencia, con ímpetu desaforado, la llamada del amor. Quiso llorar en alto, Ay, Gideon, te amo, tienes que saberlo, no puede ser que no lo sepas… Tal vez (a veces se lo preguntaba, cuando revivía aquella noche) hasta había llorado en alto…
Que el encuentro fuera precisamente en esa habitación había sido idea de Garnet. Pero si a su amante le pareció de un sentimentalismo absurdo, no dio muestras de ello. (Por otra parte, Gideon era muy educado. Hacía gala de una cortesía impasible. Garnet había oído por casualidad, una tarde húmeda de agosto, a la propia Leah gritarle: «¡Cómo te atreves a lucir esa gélida e insoportable caballerosidad conmigo, con tu propia esposa, que te conoce de arriba abajo!»). Se limitó a asentir con la cabeza y repitió la hora que ella había fijado —la una de la mañana— con tono apresurado y ensimismado.
Bastante antes de la una de la mañana, Garnet salió de su cuarto sigilosamente, subió las escaleras que conducían a la tercera planta, y en las que siempre había corrientes de aire, sin atreverse más que a llevar una vela pequeña (cuya llama parpadeaba con ferocidad, resguardada por su mano ahuecada) para que no la descubrieran. La mansión Bellefleur, incluso durante el día, era intimidante: había pasillos, y rincones, y recovecos oscuros que parecía que nadie los había visitado nunca; y, como no podía ser de otro modo, las mujeres más tontas, e incluso algunos hombres, entre la servidumbre, se quejaban abiertamente de la existencia de fantasmas. Pero Garnet no creía en los fantasmas. A veces hasta le costaba creer en personas de carne y hueso —incluso en ella misma— y desde luego en la bebé que acababa de alumbrar… Sólo le quedaban las crueles estrías en el abdomen y cierta hipersensibilidad en el pecho, aun después de tantos meses, que le recordaba la ardua realidad física de su maternidad.
Como parte de los preparativos para los muchos invitados que iban a haberse alojado en la mansión Bellefleur para la fiesta de cumpleaños de la bisabuela Elvira, habían limpiado todas las habitaciones; y en muchas de ellas —en aquella habitación, por ejemplo— habían tapizado los muebles y cambiado las alfombras. De modo que la primera impresión de Garnet fue de grata sorpresa. La alfombra en la que había dormido Gideon, que estaba mugrienta, ésa es la verdad, había desaparecido y en su lugar le pareció ver una acogedora alfombra de pelo grueso. También había sillas, una cómoda, un espejo grande, varias mesitas taraceadas con mármol y, por supuesto, una cama, una cama doble, una cama con dosel y almohadas altas y colcha gruesa de color carmesí. Ruborizándose, Garnet advirtió a la luz parpadeante de su vela (y quizá vio mal, pues la vela parpadeaba y mucho) un tapiz de lo más bochornoso que colgaba justo a la derecha de la cama: una pareja ligera de ropa, tanto la mujer como el hombre parecían fornidos y enérgicos, e impacientes por hacer el amor, sorprendidos en un tocador por —¿podía serlo?— un pequeño Cupido lascivo bajando unas escaleras a lomos de un caballo, un caballo de pestañas largas y extravagantes y una curiosa expresión humana. Los amantes lo miraban boquiabiertos, y no era de extrañar: ¿quién no se habría sorprendido?
Garnet contemplaba aquel extraño tapiz (no sabía si calificarlo de obsceno o simplemente divertido, o las dos cosas; pero en cualquier caso, deberían quitarlo y guardarlo en el fondo de algún armario) cuando oyó ruidos en el pasillo. Por alguna razón (¿había dudado, incluso en ese momento, de la palabra de su amante?) lo primero que pensó fue que no era Gideon, sino otra persona cualquiera. Un par de sirvientes habían manifestado su interés por ella —interés que había sido rechazado con firmeza— y había oído que el pobre Hiram era sonámbulo, una práctica que revivió tras unos meses de quietud; y había incontables gatos, algunos bastante grandes, que rondaban por el castillo a sus anchas durante las horas nocturnas. De modo que se quedó ahí de pie, acobardada, protegiendo la velita con la mano; una mujer joven que, pese a su maternidad y pese a su pasión, parecía una chiquilla, con la mirada clavada en el umbral desierto de la puerta, como si no tuviera la menor idea de quién podía aparecer.
Fue entonces cuando apareció Gideon, por supuesto, linterna en mano. Entró con decisión, pero sin premura. Murmuró un saludo y quiso tomarle de la mano (¡qué torpeza, la de Garnet! Se apartó nerviosa porque no quería que se le cayera la vela que sostenía en la mano, pero, como es lógico, la vela se cayó y su amante, maldiciendo, tuvo que recogerla de la alfombra), finalmente logró darle un beso en la frente. Con todo, algo no iba bien. Lo percibió, lo supo de inmediato, no había duda.
Sin embargo habló, apretándole el brazo. Habló, demasiado atropellada, de su amor por él, que no se había apagado sino que se había acrecentado (y sí, era muy consciente de la promesa de no volver a hablar de esas cosas, de no atormentarse jamás). Pero tenía que quebrantarla: su vida estaba muy vacía, era muy desdichada, nada tenía sentido. Y todavía se hacía más intolerable, le dijo, por el hecho de que su mujer (aun con buenas intenciones, por supuesto, Leah siempre tenía buenas intenciones) hablara de buscarle un marido «adecuado» y hasta hubiera estado investigando solteros y viudos deseables de la zona. ¿No podía hablar —discretamente, por supuesto— con Leah? ¿No entendía Leah lo mucho que le dolían aquellos comentarios? ¿Lo entendía él? A pesar de todo, ésa no era la causa principal de su desdicha, tenía que saberlo. Ni siquiera la entrega de Cassandra —que casi le parte el corazón— era la causa principal.
Y en aquel instante, con un movimiento súbito y desesperado, se arrojó en sus brazos.
Gideon la abrazó, con cierta torpeza. Le dio palmaditas en la espalda, murmuró palabras que ella no podía interpretar; se comportó, en suma, exactamente como se habría comportado Gideon Bellefleur —y casi todos los Bellefleur, en realidad— si algún desconocido afligido se le hubiera desplomado en sus brazos en público, de modo repentino e imprevisible.
Todo su cuerpo sollozaba. Sabía —en realidad lo supo desde que entró en la habitación— que ya no la amaba. (Y el leve soplido de una ocurrencia que en realidad no llegó a ser tal, aquella abstracción de la cama grande y elegante volvería una y otra vez para obsesionar a la pobre y humillada Garnet Hecht). Pese a todo, dijo sin poder evitarlo:
—Te amo, no puedo dejar de amarte, eres un príncipe entre los hombres, no puedo, no puedo dejar de quererte. ¡Por favor, Gideon! ¡Por favor, no me abandones! ¿No ves que he renunciado a mi hija por ti, por tu bien? ¿No ves que me he condenado a vivir en la desdicha sabiendo que mi hija crecerá sin mí, y aunque sepa que yo soy su madre, no…
Gideon se apartó un poco de ella, parpadeando. Le dijo que repitiera lo que había dicho.
—¿Sobre Cassandra? Yo…, yo…
—¿Dices que has renunciado a ella… por mí? —preguntó Gideon, perplejo—. ¿A qué te refieres? ¿Por mí?
—Creí naturalmente que…
—Leah me dijo que le habías suplicado que se llevara a la niña, que no la querías, que iba a interferir con tus posibilidades de casarte algún día. ¿Cómo es que ahora dices que lo has hecho por mí?
La miró con tal incredulidad, con una inquietud tan falta de afecto que Garnet estuvo a punto de desvanecerse.
—Pensé…, sólo lo pensé…, Hiram y Leah vinieron a visitar a la señora Pym…, y no sé por qué se me ocurrió…, no lo recuerdo bien…, últimamente no recuerdo casi nada de lo que sucede…, Ay, Gideon, pensé que tú…, que todo era obra tuya…, que los habías mandado…, a ella…, para que te trajera a tu hija…, para criarla como una Bellefleur…, sin que Leah se entere, por supuesto… Pensé —susurró Garnet— que hasta podía ser una prueba de…, de mi amor por ti…
Gideon retrocedió más. Espiró audiblemente —infló las mejillas, alargó el labio inferior y resopló hacia arriba de modo que su cabello se meció— con el mismo gesto que hacía Ewan a menudo, para mostrar casi con diversión su indignación y desconcierto.
—… No, no fue así, ya ves —masculló.
—¿Gideon? —exclamó Garnet acercándose a él y tropezando al hacerlo—. ¿Estás diciendo…, estás diciendo que no…, que como padre de Cassandra no querías que ella?…
Gideon retrocedió una vez más, evitándola. Cuando los dedos de ella le agarraron la manga de la camisa, los apartó casi por instinto. Transcurrió un largo instante sin que pareciese capaz de hablar. En la frente le latía una vena con fuerza, otra en la garganta.
—… De modo que fue Leah…, fue idea de Leah…, lo sabe todo…, tiene que saberlo…, pero ¿por qué lo ha hecho?…, ¿para hacerme daño a mí?…, ¿o a ti?…, ¿o hay otro motivo?…
—Gideon —dijo Garnet en voz baja—, por favor, dímelo: ¿no le pediste que te trajera a la niña? ¿No la quieres de un modo especial, ni siquiera ahora? Como padre de Cassandra, ¿no la quieres de un modo especial?
Fue en aquel instante cuando, repentinamente, con un tono de voz que no parecía suyo, Gideon dijo algo que iba a ser tan inexplicable —tan insondable— en su propia imaginación como en la de Garnet, y que lo atormentaría, en secreto, sobremanera:
—¿Estás segura de que yo soy el padre? —se oyó decir con sarcasmo.
Por un momento prolongado Garnet no pudo sino mirarlo detenidamente. No alcanzaba a comprender aquellas palabras. Poco a poco, como aturdida, se apartó el cabello mojado de los ojos, intentó hablar, se tambaleó, lo miró fijamente. Hasta que el rostro de Gideon no se contrajo de vergüenza, y culpabilidad, y dolor inmediato, no comprendió Garnet la atrocidad que había dicho.
—Garnet, no era mi intención, te lo aseguro… —exclamó, pero ella ya se había dado la vuelta y echado a correr por el pasillo, con sus largos cabellos ondeando por la espalda.
Gideon habría salido tras ella, y la habría alcanzado, pero en medio de la conmoción, Garnet había soltado la vela y él tuvo que agacharse una vez más y atraparla mientras rodaba, todavía encendida, hasta meterse debajo de la cama.
—Me cago en Dios, ¿por qué está pasando todo esto? —exclamó Gideon medio sollozante, golpeándose el hombro con el bastidor de la cama (era demasiado corpulento para maniobrar con comodidad en tan poco espacio)—. ¿Por qué tengo que padecer este tormento? ¿Quién me está gastando esta broma infame? ¿A quién tengo que asesinar? ¡Me cago en Dios! —dijo mientras recuperaba la vela al fin y la sacaba de ahí.
Después escupió en la mecha con gran pasión, aunque la exigua llama ya se había apagado.
—… Tenía que haberla dejado —murmuró—. Tenía que haber dejado que todo se incendiara…
Y fue así como huyó Garnet, avergonzada hasta el paroxismo, sin saber apenas lo que hacía, por dónde doblar en el pasillo, por qué escalera descender. Huyó en tal estado de aturdimiento que ni siquiera podía llorar y, mal que bien, llegó a un pasillo helador de la parte de atrás, y a una puerta, se arrojó contra una puerta cuando los perros comenzaron a ladrar a coro, sobresaltados. Se arropó con la capa y cruzó el césped a todo correr. La luz de la luna iluminaba la prolongada colina que se metía en el lago…, iluminaba la colina, no los bosques de alrededor…, de modo que sólo podía correr en una dirección. Ahora descalza, el cabello al viento, la falda de su bonito camisón de seda comenzaba a rasgarse, pero ella corría sin parar, con la mirada fija y los ojos bien abiertos. De algún modo se le desgarró la capa que le cubría los hombros y se le cayó, salió volando. Pero siguió corriendo, ajena a los alrededores, sabiendo únicamente que no debía detenerse, que debía huir del horror que dejaba atrás y extinguirse en el lago oscuro y rumoroso que tenía delante. En su cabeza daban tumbos palabras sin sentido: Ay, Gideon, cómo te amo, no puedo vivir sin ti, siempre te he amado y siempre te amaré…, por favor, perdóname…
(¡Un ángel petrificado por el sufrimiento! ¡Una crucifixión, pensaría lord Dunraven después, en aquel rostro hermoso! Pero ¡qué imagen tan terrorífica, la de aquella noche, corriendo como una loca medio desnuda para ahogarse en las gélidas aguas de marzo de ese lago, que es el más feo de todos!).
Y fue así como huyó Garnet, y como, sin duda alguna, se habría ahogado. De no ser porque, por la más inverosímil de las casualidades (aunque, pensándolo bien, no menos probable que otras muchas casualidades que había experimentado en la vida, o que le habían contado de otras personas, razonó después lord Dunraven), en ese preciso momento apareció en el camino de entrada a la mansión Bellefleur un carruaje tirado por dos parejas de caballos perfectamente sincronizados que llevaban a Eustace Beckett, lord Dunraven, un pariente lejano de la abuela Cornelia que en un principio había sido invitado al cumpleaños de la bisabuela Elvira, y que, lamentándolo mucho, tuvo que declinar la invitación, aunque dijo (con una gentileza que Cornelia interpretó como afectuosa, más que sincera) que le gustaría visitar a su prima americana en cualquier otro momento. Desde Nueva York se envió un telegrama anunciando su llegada, pero, evidentemente, no fue entregado porque nadie lo esperaba en la mansión. Cuando el carruaje comenzó a subir el camino y pasó por la torre de entrada, lord Dunraven vio, para su asombro absoluto, una figura fantasmal bajando la prolongada cuesta a todo correr —descalza, a pesar del frío; el cabello revoloteando a sus espaldas, los brazos abiertos— y aunque la visión era en efecto alarmante (Garnet parecía una loca, ciertamente), lord Dunraven tuvo la presencia de ánimo y el valor de gritarle al conductor que detuviera el carruaje de inmediato; y se apeó y salió corriendo detrás de la chica hasta la misma orilla del lago, donde, en vista de que sus gritos no tenían efecto alguno en ella, se vio obligado a agarrarle el brazo desnudo para evitar que se zambullera en el agua.
—No, no, no lo hagas…, pobre criatura, no lo hagas… —gritó lord Dunraven, sin aliento.
La chica forcejeó tratando de liberarse. Le clavó las uñas, hasta llegó a morderlo (inofensivamente, como después se vio); se retorcía con tal violencia demoníaca que se le desgarró casi todo el camisón por la espalda, dejando al descubierto la carne desnuda.
—Te digo que no lo hagas —gruñó lord Dunraven cuando logró al fin sujetarla e inmovilizarla, un segundo antes de que sucumbiera al feliz desmayo.