Con cierta desgana, aunque no con la resistencia mohína y autocompasiva que parecía manifestar su rostro melancólico (no lo amaba, pero no sabía que no lo amaba porque por aquel entonces no conocía lo que el amor tendría que haber sido; además, desde el incendio de Johnny Doan el día en que Germaine cumplió su primer año de vida tenía unas pesadillas tan terroríficas que lo que más deseaba era huir del castillo), Christabel consintió, más o menos sumisa, en casarse con Edgar Holleran von Schaff III, el tataranieto del tataranieto del héroe de la Guerra de Independencia, el Barón von Schaff. Edgar, viudo y con dos hijos, era un hombre adinerado que poseía, entre otras cosas, una cadena de periódicos que se distribuían por todo el estado. Su primera mujer fue la hija de Bertram Lund, el que fuera senador de Estados Unidos muchos años; murió cuando aún no había cumplido treinta años, en un trágico accidente de caza cerca del lago Plateado. El rostro de Edgar, rubicundo, hinchado, arrugado y pánfilo era el de un hombre de mediana edad, pero lo cierto es que no tenía más que treinta y ocho años. Y adoraba, como expresó repetidas veces, tanto en persona como por carta entregada en mano, a la pequeña y encantadora Christabel.
Edgar había heredado, además de los periódicos, la hermosa casa solariega de Schaff Hall, en el lago Plateado, a unos ochenta kilómetros de la mansión Bellefleur, y las diez mil hectáreas de valle fértil transferidas por el estado al Barón von Schaff como retribución a los servicios prestados durante la Guerra de Independencia. (El barón —cuya nobleza era cuestionada sólo por los más envidiosos— había sido oficial del ejército prusiano y emigró a América a petición del general George Washington para entrenar a los soldados del valle del Forge. Con el tiempo llegó a ser general de división e inspector general del ejército de Estados Unidos, donde prestó servicio desde 1777 hasta 1784. Después de la Guerra de Independencia se hizo ciudadano de Estados Unidos, como tantos otros profesionales alemanes; y además de las tierras que le concedieron en el valle del Nautauga, poseía doce mil hectáreas en Virginia y dos mil más en la zona oriental de Nueva Jersey. No es que fuera el más vasto de los imperios, pero sin duda era respetable). Schaff Hall, una mansión inspirada en un estilo arquitectónico griego, con unas veinticinco habitaciones, seis columnas dóricas y una vista fabulosa del lago Plateado, fue erigida en 1850 por el nieto del barón, coetáneo de Raphael Bellefleur; se decía que hicieron falta cuarenta yuntas de bueyes para trasladar la enorme losa de piedra caliza del pórtico de la entrada. Pero a Christabel, mordisqueándose el pulgar cuando acudió a Schaff Hall por primera vez, no le pareció nada del otro mundo. Pensó que el águila de madera dorada que había sobre la puerta principal debía de estar infestada de termitas y, en cuanto a tamaño, la casa no tenía comparación con la mansión Bellefleur.
—No seas tonta —le dijo Leah, apretando con fuerza la mano de su hija, en un súbito arrebato de cariño—. No te engañes.
Varios miembros de la familia Bellefleur, entre ellos Della, que hacía tiempo que no veía a Christabel, se horrorizaron de que se considerase siquiera la posibilidad de desposar a una chica tan joven; pero cuando al fin la vieron —alta, ágil, serena (aunque aquello no fuera más que una faceta de su terror), con su pecho bonito y pequeño y su barbilla erguida—, tuvieron que reconocer que era lo bastante madura como para casarse, como aseguraban Leah y Cornelia. Al fin y al cabo, muchas de las esposas Bellefleur habían sido muy jóvenes, y en todos los casos, en casi todos los casos, el matrimonio había sido un éxito.
¡Qué raro tiene que ser para Bromwell, decía la abuela Della, que Christabel ya le saque más de una cabeza y que parezca una jovencita de dieciocho años mientras él no aparenta más de diez, todavía un niño pequeño!… Leah se quedó mirando a su madre varios segundos con el gesto torcido.
—¿De qué te extrañas, mamá? —dijo al fin—. ¿Por qué va a ser raro para Bromwell? No te entiendo…
Se había olvidado de que Christabel y Bromwell eran mellizos.
Christabel tuvo que reunirse con Edgar en sólo tres ocasiones, y siempre en compañía de otras personas, para su alivio. Las dos familias llevaron a cabo todos los preparativos: se firmaron documentos, se sellaron contratos. Todo ese jaleo que ella detestaba se hizo sin su pleno conocimiento, lo que agradeció de veras; lo cierto es que se animó un poco durante su fiesta de despedida nupcial, cuando cortó una magnífica tarta esponjosa de seis pisos que había hecho Edna en su honor, con ese glaseado especial de vainilla entreverada con albaricoque que tanto le gustaba: ¡qué placer, pensó de pronto, cortar aquella carta para sus primas y sus amigas!… Cómo deseaba que aquella fiesta tan sencilla y animada, organizada en la reconstruida Sala de Marfil, no terminara nunca.
A las pocas semanas se casó con el vestido de boda de su tatarabuela Violet, muy ceñido y abotonado, con una cola larga y espléndida y centenares de perlas ensartadas, y el velo de encaje que hasta para su ojo escéptico era hermoso (aunque bromeando de antemano con sus damas de honor, se tapó con él la cabeza y lo aspiró con la boca y la nariz, asegurando que no podía respirar). A pesar de que «Edgar» —ella no lo llamaba así, no lo llamaba de ninguna forma, a menudo pensaba en «él» como si «él» fuera una presencia nebulosa e informe, y no del todo malévola—, a pesar de que «Edgar» salió del altar de la iglesia luterana tomándola de la mano, aunque no con la misma firmeza con que Leah había agarrado su mano aquella mañana, no se le exigía que hablara con él, ni que lo tratara de ningún modo particular, de ningún modo específico. Y el banquete de bodas transcurrió felizmente. Y la despedida posterior, en el paseo delantero de la mansión, fue muy conmovedora: Christabel, siempre escéptica y con ese aire de marimacho, ¡estalló en llanto, para sorpresa de todos!…
Despedidas, despedidas. Los abrazó y los besó a todos, uno por uno. A su madre, que estaba radiante con un vestido turquesa; a su padre, que se agachó para besarla y para que ella lo besara; a la pequeña Germaine, con su vestido blanco de flores (ligeramente manchado, pero hermoso), a Cassandra, la recién nacida que se retorcía y balbuceaba en los brazos de Lissa; a la abuela Cornelia con su nueva peluca de rizos; al abuelo Noel; a la abuela Della, cuyo rostro, arrugado como una pasa, estaba bañado en lágrimas repentinas y no reconocidas; al tío Hiram; al primo Vernon, cuyos labios finos esbozaban una media sonrisa melancólica que intensificó aún más su llanto; a la tía Lily; al tío Ewan; a sus primos Vida y Albert y Raphael y Morna y Jasper y Louis y… Y ahí estaba Bromwell, parpadeando tras los lentes de sus gafas, ¡extendiéndole la mano para estrechársela con toda formalidad!… Y a Garth, y la pequeña Goldie, tan hermosa; y a la tía Aveline y al tío Denton; y a Edna; y a Lissa; y «al anciano del diluvio» que la bisabuela Elvira había sacado de la casa; y, por supuesto, a la bisabuela Elvira, que se había cardado el blanco cabello para la ocasión a modo de copete, y cuyos dedos frágiles se aferraron a la muñeca de Christabel con fuerza sorprendente. (Desde que lo rescataron, el «anciano del diluvio» —que seguía sin nombre porque no podía recordarlo y los Bellefleur eran reacios a ponerle uno dado que, en su opinión, no tenían derecho a hacerlo y, además, consideraban que en cualquier momento vendría su propia gente a reclamarlo— había mejorado visiblemente y ya estaba fuera de peligro, hasta participaba de los juegos de los niños —en particular las damas chinas y las parejas de cartas— y ayudaba en pequeñas tareas domésticas cuando se sentía con fuerzas. El doctor Jensen le había puesto inyecciones de vitamina C y le había dejado una buena provisión de pastillas de hierro, y la bisabuela Elvira le preparaba en la cocina, sin permitir que nadie la ayudara, unas comidas con hierbas especiales que, evidentemente, resultaban beneficiosas, pues el anciano —que era muy mayor, probablemente mayor que Elvira— parecía fortalecerse día a día. Hablaba con suavidad y cortesía, dormía mucho y no molestaba a nadie. Aunque Elvira se afanaba en la cocina, era siempre una de las sirvientas la que le llevaba al anciano su comida. Elvira se limitaba a asomarse de vez en cuando desde la puerta, sin responder al saludo esperanzado, bastante tímido y confuso del anciano, cuando estaba despierto. A veces se quejaba de él: ese incordio, ese anciano mentecato, pero lo cierto es que era la única persona que se acordaba de él día tras día). Y por último, bañada en lágrimas y poniéndose de cuclillas impulsivamente, con lo que afloraron a sus medias de seda todo tipo de desgarrones y carreras, Christabel se despidió de los gatos: de Minerva, que era de la tatarabuela Elvira, y de CeCi y de Dexter-Margaret y de George y de Charley y de Misty y de Miranda y Wallace y Roo…, y de Troilus y Buddy y Muffin y Tristram y Yassou…, y de Mahalaleel, que frotó su gran cabeza contra ella como empujándola, con un ronroneo profundo, deteniéndose para lamer con la lengua áspera como la lija, húmeda y cosquillosa, la rodilla de Christabel enfundada en la media: Mahalaleel, con su altiva belleza, el cuello cardado, como si alguno de los niños acabara de cepillarlo, y el pelaje azul grisáceo resplandeciente a la luz del sol. Christabel retrocedió unos pasos, tropezándose con sus tacones altos, sollozando:
—¡Nunca os volveré a ver! ¡Si regreso, todo será distinto! ¡Nunca os volveré a ver así!…
Le dijeron que no fuera gansa y Edgar la tomó del brazo y la ayudó a meterse en el Mercedes negro reluciente, dispuesto a conducirlo él mismo.
El barón adoptó la ciudadanía americana en 1784, pero resultaba evidente que tanto él como su progenie conservaban vivos recuerdos teutónicos. La colección Schaff, le susurró la anciana señora Schaff a Christabel, era un tesoro nacional: armas y escudos medievales curiosos; paños antiguos; tapices más raídos que los de la mansión Bellefleur; cerámica flamenca del siglo dieciséis; vitrales medievales y del siglo dieciséis; juego de pesas de bronce alemán del siglo diecisiete; libros encuadernados en cuero que ocupaban paredes enteras, escritos en alemán; aguafuertes, grabados, grabados a media tinta; y, cómo no, óleos oscuros y deteriorados por los años, uno de ellos —Locura, Cupido, Leda y Sileno, atribuido a Van Miereveld— le recordaba a la nostálgica Christabel a un cuadro grande que llevaba años colgado en el rellano de la segunda planta del ala este. Había paredes enteras forradas de piel de animales. Las chimeneas estaban tan recargadas de adornos y bronces que no se podían utilizar. En todas las habitaciones, pero con especial énfasis en el Salón Principal, había águilas de cabeza blanca —de madera, de peltre, de hierro forjado, de latón—, algunas con flechas clavadas en las garras. Corría el rumor de que el barón y sus hijos coleccionaban centenares de cabelleras de indios (curtidas y tratadas adecuadamente, por supuesto), pero al menos no estaban a la vista.
La anciana señora Schaff, una mujer de muy baja estatura y figura de tapón de corcho, se levantaba todos los días a las seis y media de la mañana. Se bañaba, ayudada por una sirvienta; leía la Biblia en alto; bajaba a las siete y media en punto para guiar las oraciones de la servidumbre; desayunaba; después volvía a subir y se pasaba la mañana escribiendo cartas; cosiendo, zurciendo, y leyendo nuevos pasajes de la Biblia. La principal comida del día se servía, para asombro de Christabel, a las dos de la tarde. Era una comida formal, aunque por lo general sólo estaban Edgar, Christabel y la señora Schaff. (La cocina, le dijo la señora Schaff a su nuera sin rodeos, era sólo para la servidumbre. Estaba en el sótano. Unas personas que Christabel nunca veía preparaban la comida ahí abajo y la enviaban, por medio de un camarero que nunca hablaba, a la despensa del mayordomo, arriba).
Los dos hijos pequeños de Edgar comían a mediodía y a las cinco y media de la tarde. Comían en la habitación de los niños de la planta de arriba, con su tutor. La primera mañana, al día siguiente de su llegada a Schaff Hall, Christabel —con un alegre vestido de flores y un pañuelo amarillo alrededor de la cabeza— pasó por la habitación de los niños sólo por echar un vistazo…, y vio, para su sorpresa y gran interés, al hombre que sin duda era el tutor de los niños: estaba de pie junto a una de las ventanas abiertas, con las gafas en una mano, frotándose el puente de la nariz y murmurando para sus adentros. Christabel no supo definir la edad que tendría. Llevaba el pelo rubio ceniza mal cortado y le caía irregularmente por el cuello de la camisa; la mandíbula, bien afeitada, era fuerte, pero tal vez excesivamente cuadrada; la codera de piel que tenía la manga derecha de la chaqueta de tweed estaba suelta. Era bastante fornido, como un buey de pocos años, y por el aspecto parecía más bien el hijo de un granjero y no un tutor formado en el extranjero, como se decía: en Inglaterra y Alemania, con experiencia en las mejores familias de la costa este.
Hubo algo en su postura, en su aire de lasitud y melancolía, que a Christabel le caló muy hondo. Se lo quedó mirando desde la puerta y pensó que le resultaba familiar, aunque no estaba del todo segura. Ese perfil agradablemente feo, los hombros anchos y torpes que le arrugaban la parte posterior de la chaqueta…
El hombre se dio la vuelta repentinamente y al verla contuvo el aliento.
¡Era Demuth Hodge!…