Cuando la nieve caía del cielo cavernoso en remolinos turbulentos, día tras día, y el sol salía endeble a media mañana, y el castillo —y el mundo mismo— quedaba atrapado en un hielo que nunca se derretiría, los niños dormían unos con otros, dos o tres en la misma cama, envueltos en varias capas de ropa, con calcetines de angora suaves y largos y hasta las rodillas; esos días había a todas horas tazas humeantes de chocolate caliente y dulces de merengue blando que, medio derretidos, se pegaban gloriosamente en el paladar; tardes de trineo y de largas horas de indolencia frente al fuego de la chimenea, escuchando historias. ¿Cuál es la maldición de la familia?, podía preguntar uno de los niños, no por primera vez. La respuesta podía variar, dependiendo de quién estuviese presente. No había ninguna maldición, eso no eran más que tonterías; o quizá la naturaleza de la maldición era tal (¿sería ésa la naturaleza de todas las maldiciones?) que aquellos que la sufren no pueden hablar de ella. Del mismo modo que, como le gustaba decir al tío Hiram mientras se acariciaba las puntas del bigote con tristeza (un bigote que olía mucho a cera), del mismo modo que las criaturas de la naturaleza llevan las marcas características, a veces maravillosamente únicas, de su especie y su sexo sin poder verlas: viven toda la vida sin verse a sí mismos.
Si el tío Hiram era taciturno y esquivo, otros —la abuela Cornelia, por ejemplo, y la tía Aveline y el primo Vernon y, a veces (cuando tenía el aliento dulzón del bourbon y el pobre pie deforme le dolía tanto que, acomodado como un sibarita frente a la enorme chimenea de piedra del salón, la segunda habitación más cálida de la mansión, se quitaba el zapato y se masajeaba el pie y lo acercaba al fuego con osadía) hasta el abuelo Noel— eran de una generosidad sorprendente con las palabras y, quizá alentados por las llamas altas y crepitantes de los troncos de abedul, propensos a contar historias laberínticas y perturbadoras que tal vez los niños no deberían escuchar, o que en todo caso nunca las habrían contado de día. Pero sólo si no había ningún otro adulto presente. Esto no se lo contéis a nadie, es un secreto «que no debe repetirse…», y así comenzaban los mejores relatos.
Todos parecían girar en torno a los «enlaces desventurados». (Ésta era la curiosa expresión que empleaban las mujeres mayores, seguramente heredada de sus madres y abuelas. Pero a Yolande le parecía sugerente. ¡Enlaces desventurados!… ¿Crees que cuando seamos mayores —le susurraba a Christabel entre risitas y escalofríos—, nos podrá ocurrir a nosotras?). Aun cuando los matrimonios de los Bellefleur eran en su mayoría excelentes y los cónyuges demostraban estar hechos el uno para el otro y nadie osaba cuestionar el amor que se profesaban, ni la sabiduría de los padres al consentir el matrimonio o, en muchos casos, acordarlo…, aun así…, aun así también había, de vez en cuando, si bien eran casos excepcionales, «enlaces desventurados».
¿No es extraño, decía la gente, que las historias de los Bellefleur siempre hablen de amores malogrados cuando por lo general, en el noventa y nueve por ciento de los casos, todo iba de maravilla?
Noel reía tras las nubes de humo fétido de su pipa… Sí, en efecto, por lo general las cosas van muy bien, decía. Lo he advertido.
Fue la propia Yolande a la edad precoz de nueve años, después de oír una historia fascinante (y enrevesada: era necesario expurgarla para los oídos de los niños) sobre Raoul, el hermano mayor de su padre, su tío Raoul a quien no había visto jamás, que sin duda vivía en uno de los hogares más extraños que uno podía imaginar, y bastante feliz, por cierto…, fue la pequeña y hermosa Yolande quien exclamó:
—¡Nuestra maldición es que no sabemos querer bien!
La silenciaron de inmediato. Y le advirtieron que no volviera a decir nunca una cosa tan estrafalaria, ni que la pensara siquiera. ¡A quién se le ocurre! Los Bellefleur se enorgullecían de la profundidad y la pasión y la longevidad de su amor. Pero ella le susurró a su hermano Raphael, algo temerosa:
—¿Y si es cierto…, y si es cierto… que ninguno de nosotros sabe querer bien?
Tal era la angustia de la niña que resultaba difícil saber si era espontánea o aprendida; porque, aun de niña, Yolande siempre había sido aficionada a la exageración.
El problema, o la tragedia, era que los buenos matrimonios no le interesaban a nadie. Marido y mujer unidos para siempre, y felices; o al menos no infelices; ¿a quién le importaba eso? Ahí estaba el ejemplo de Garth y la pequeña Goldie, en el corazón mismo del mundo de los niños: perdonados casi al instante por su fuga temeraria. Les dieron una pequeña casa de piedra y estuco muy acogedora que se encontraba en el pueblo de Bellefleur, en medio de varias hectáreas de terreno boscoso, y a Garth le prometieron todo el apoyo económico que quisiera; aunque Garth, con una novedosa seguridad en sí mismo y liberado por primera vez en la historia de su irascibilidad y mal genio, declaró que se ganaría con gusto todos y cada uno de los centavos que la familia le pagara por su contribución a la administración de las granjas. Allí los tenían, dos jóvenes enamorados, el apuesto Garth y su adorable pequeña Goldie, todo había salido bien; pero… ¿qué se podía decir de ellos?
Por el contrario, de los amores malogrados había mucho que decir.
Y de las discusiones también. Los niños se sentían intimidados cuando los adultos discutían sobre quién había querido más a quién, o quién había amado primero a quién, o por qué se había malogrado un romance, si se envenenó por dentro o desde fuera, si era parte de la maldición o un mero accidente. … Si un amor había sido «trágico» o lisa y llanamente «vergonzoso»…
Todos sabían de la india onondaga con quien Jean-Pierre convivió varios años, a cuyo lado murió en Bushkill’s Ferry (su nombre era Antoinette: bautizada en la fe católica y llamada así en honor a Marie Antoinette, cuyo hijo, el delfín —el rey Luis XVII—, había huido, según la creencia popular, a las montañas Chautauquas); aquel enlace era considerado perverso, aunque habría sido la mitad de perverso si el anciano se hubiera casado con la mujer. Sin embargo, eran pocos los que sabían de una relación mucho más vergonzosa iniciada por Jean-Pierre durante la época de su casamiento con la pobre Hilda Osborne, aunque de eso hacía ya muchos años. Pudo ser nada más volver de su luna de miel (un viaje de dos meses por el sur que culminó con un gran baile en honor a los recién casados en Chapell Hall, Charlottesville, Virginia) o también era posible que hubiese iniciado la relación durante su compromiso: pero lo vergonzoso era el hecho de que su amante fuese una vulgar prostituta de las explotaciones madereras llamada Lucille que había vivido con varios hombres en la zona del lago Noir. Tanto alternaba sus atenciones entre esta mujer del campo y su legítima esposa Hilda de Manhattan (donde vivían, gracias a la generosidad de los Osborne, en una casa palaciega de piedra rojiza construida originalmente por el asesor de George Washington, «el barón de Steuben», y remodelada con todo su esplendor por los Osborne), que las dos —tan distintas de carácter, de temperamento, de belleza y valía— quedaron embarazadas la misma semana. Lucille —«la negra Lucy»— no pasó de ser una figura borrosa y enigmática —tal vez «Lucille» ni siquiera era su nombre verdadero— y no se sabía en qué momento de la ambiciosa carrera de Jean-Pierre la había abandonado. En 1795, cuando Hilda intentó por primera vez presentar una demanda de divorcio, se alegaba que él tenía una amante en el norte del estado, supuestamente Lucille; ya entonces había varios hijos de por medio —tres o cuatro, por lo menos, todos varones—, pero ¡cómo (se preguntaban Jean-Pierre y sus comprensivos amigos, riéndose)…, cómo podía uno tener la certeza de quién era hijo de quién con una mujer de tan promiscua moral como «la negra Lucy»!… Cuando Jean-Pierre se presentó como candidato al Congreso en 1797, la mujer ya había desaparecido de su vida por razones de índole pragmática. (Además, como él mismo decía cuando había bebido de más a quien quisiera oírle, incluso a su hijo Louis y a su nuera Germaine, «no la había amado más de lo que había amado a la otra, su esposa»: tanto una como la otra fueron estrategias desesperadas para evitar tirarse al río o rebanarse la garganta, porque la única mujer a la que había amado la perdió cuando todavía era un muchacho…).
Poco se sabía de las mujeres de Harlan Bellefleur: parece que tuvo una relación, breve, con la viuda de un tabernero de algún lugar de Ohio y se decía que había tenido, aunque no se sabía el orden, no sólo una «esposa» de sangre Chippewa por los cuatro costados sino también una «esposa» haitiana; y en los papeles arrugados que llevaba encima, después de su muerte, había un mensaje garabateado para su «único heredero» de Nueva Orleans, de quien nadie sabía nada: salvo que, cuando se desempeñaba como oficial, por llamarlo de algún modo, junto a Jean y Pierre Laffite, en la tropa de Andrew Jackson (compuesta por marineros, fusileros de montaña, criollos, negros dominicanos y piratas de Barataria), tuvo oportunidad de pasar algún tiempo en Nueva Orleans a finales de 1814 y principios de 1815. No obstante, era dudoso, como decía la afligida viuda de Louis, que Harlan hubiese dejado una viuda «legítima», y mucho menos un heredero «legítimo».
Después estaba Raphael, que fue en barco a Inglaterra para adquirir una esposa adecuada y regresó con la joven y frágil Violet Odlin (tenía dieciocho años en ese momento, contra los treinta y uno de Raphael), cuya neurastenia se agravaba con cada embarazo (diez en total: pero sólo tres hijos vivos). Quizá era un buen matrimonio. Nadie lo sabía, pues Raphael y Violet rara vez cruzaban palabra en público; es más, a los ocho o nueve años de matrimonio ya casi nunca se los veía juntos salvo en los acontecimientos más públicos, más sociales, donde se trataban con extrema cortesía, con la cordialidad que suele haber entre desconocidos que sospechan que jamás podrían congeniar y por lo tanto despliegan aún mayor afabilidad. (A juzgar por el retrato que tenían, Violet Odlin poseía un tipo de belleza frágil, apagada, de nerviosa intensidad, y el vestido de novia con sus innumerables perlas y un velo de encaje belga de dos metros y medio tenía una cintura tan diminuta —cuarenta y tres centímetros— que la joven que lo había llevado no podía ser más que una niña. De hecho, era el único vestido de la familia que pudo vestir Christabel en su propia boda y aun así hubo que embutirla en él con cierta brutalidad).
La tragedia del «vínculo amoroso» de Samuel Bellefleur era por todos conocida pese a los intentos de los Bellefleur por mantenerla en secreto y aún hoy podía haber algún adulto preocupado que se preguntara en voz alta, cuando un niño se portaba mal, si no se habría «ido al otro lado». (También utilizaban a veces la cruda expresión «irse a las tinieblas»). El matrimonio de Hiram con la desdichada Eliza Perkins duró apenas un año, pero no se podía decir, ni siquiera en sus inicios, que fuera un vínculo amoroso; y a pesar de que el aciago matrimonio de Della con Stanton Pym sí que fue por amor, según su testimonio al menos, su conclusión fue trágica y abrupta, aunque accidental, a los pocos meses. Y, luego, estaba Raoul, de quien nadie osaba hablar más que en susurros.
El más extraordinario de todos, sin embargo, era el «vínculo amoroso» de la pobre Hepática Bellefleur.
Hepática había vivido hacía muchos años, pero a menudo se la ponía de ejemplo cuando las niñas Bellefleur se obcecaban. ¡Ya sabes lo que le ocurrió a Hepática!…, decían sus madres. Y hasta las niñas más atrevidas rectificaban.
Hepática era una jovencita de dieciséis años muy hermosa, y muy malcriada, cuando se enamoró de un hombre que se hacía llamar Duane Doty Fox. (Cuando, en años posteriores, Jeremías conoció a los parientes del legítimo Duane Doty —especulador de tierras de Wisconsin y juez territorial de cierto renombre—, afirmaron no saber nada del tal «Duane Doty Fox». Lo que no era de extrañar).
Risueña, afable y a veces un poco infantil, Hepática era una joven de cabello largo y ondulado, parecido en color al de Yolande, a quien le gustaba preparar, cuando la cocinera se lo permitía, platos elaborados y extravagantes de invención propia: mousse de mariscos y crema batida, syllabub extremadamente dulce, una tarta de manteca de cacahuete y piña que todavía era uno de los platos preferidos de los niños; como cabe esperar de una joven y acaudalada heredera de los Bellefleur, que, además, era de una belleza despampanante, los pretendientes eran incontables. Entre ellos había numerosos jóvenes deseables (y algunos no tan jóvenes, pero igualmente deseables a fines prácticos), sin embargo, los rechazaba a todos rotundamente sin molestarse siquiera en pedir permiso a sus padres. No pienso casarme nunca, decía con una mueca de fastidio, no quiero meterme en todo ese lío.
Pero una cálida tarde de abril, cuando la llevaban de vuelta a casa desde el pueblo (donde visitaba con frecuencia a la hija del rector, la única jovencita de los alrededores que no era de una clase social tan escandalosamente inferior) vio por casualidad a un joven de lo más inusual trabajando a la vera del camino junto a una pequeña cuadrilla de peones. Era alto —con el torso desnudo—, llevaba un sombrero de paja encajado hasta la frente, y cuando el biplaza de los Bellefleur pasó por delante alzó la cabeza despacio, con la calma pausada de una criatura salvaje e indómita que aún ha de descubrir el dolor que infligen los seres humanos. Miró fijamente a Hepática, con su vestido amarillo a lunares y su sombrero. Ningún otro hombre del lugar se habría atrevido a mirarla de ese modo; ni siquiera los niños de los alrededores del castillo, pues a todos se les advertía que no debían mirar fijo a nadie.
¡Qué ridículo!, pensó Hepática. Sin camisa, bañado en sudor, con el pecho peludo y encrespado… ¡Y qué cómico! (De hecho, era algo extraordinario ver a un hombre con el torso desnudo, sobre todo en el camino que flanqueaba el lago, que era prácticamente un camino privado de los Bellefleur aunque en teoría estaba abierto al público. De lo más insólito, pensó Hepática. De lo más extraño).
También advirtió lo apuesto que era, pese a su piel morena; y a la barba (no estaba segura de que le gustaran las barbas). A partir de aquel día siguió observándolo, siempre junto al camino, siempre bajando el pico para poder mirarla fijamente, con el rostro fuerte y amplio y sumamente bronceado, los ojos muy oscuros; oscuros y brillantes; con un brillo intenso: o así se lo imaginaba ella. No servía de nada hablar de él ni ridiculizarlo delante de quien quisiera oírla porque ella seguía pensando en él, no hacía otra cosa, y ante la mera sugerencia de dar un paseo por el pueblo o aunque más no fuera hasta el lago, el corazón se le disparaba y le parecía que podía desmayarse en cualquier momento.
Si hubiera sido una joven más recatada (o al menos más prudente) habría esperado a volver a toparse con el joven fortuitamente, pero Hepática, haciendo gala de una resuelta impulsividad, más propia quizá de alguno de sus hermanos, indagó entre la servidumbre y los del pueblo y pronto descubrió que aquel hombre había llegado a la zona hacía poco (al parecer del Canadá, aunque también había vivido en Wisconsin) y era ayudante de un herrero y obrero contratado en el pueblo; su nombre era Duane Doty Fox.
¿Tenía familia?, preguntaba Hepática con descaro. ¿Tenía esposa?
Por lo visto no tenía a nadie: a nadie en absoluto. Ni siquiera se sabía exactamente dónde vivía.
Pero ¿no vivía en el pueblo?, quería saber Hepática.
Trabajaba en el pueblo, pero vivía, que supieran ellos, en el bosque. Un hombre extraño, tranquilo, huraño… pero un trabajador excelente, decían.
Y fue así como un hermoso día de primavera Hepática fue caminando al pueblo acompañada por una sirvienta a quien rápidamente despachó pidiéndole un recado de una trivialidad vergonzosa y entró, sola, sin temor alguno, a la tienda del herrero (con quien la familia no tenía trato porque en esa época los Bellefleur tenían su propio herrero) y conoció a Duane Doty Fox. No se sabe de qué hablaron durante aquel primer encuentro —la conversación debió de ser torpe y forzada…, Hepática debió de pasar vergüenza en algún momento— aunque, tal vez (era una jovencita de ingenio agudo y una imaginación portentosa que mentía con tal gracejo que nunca parecía hablar en serio), se puso a hablar sin tregua de su pony preferido y la necesidad de ponerle nuevas herraduras. Quizá le preguntó del Canadá, qué tipo de indios o bestias salvajes habitaban allí; o de Wisconsin; o qué pensaba del nuevo presidente; o cualquier otra tontería que se le cruzara por la cabeza.
Y fue así como se conocieron y se enamoraron. Hepática Bellefleur y aquel forastero de tez morena del que sólo sabían que respondía al nombre de Duane Doty Fox: el hecho de que se las arreglaran para encontrarse unas cinco o seis veces más sin levantar sospechas en la familia demostraba el precoz ingenio de Hepática (siempre en los bosques o en un tramo poco frecuentado del lago Noir; una vez a orillas del riachuelo Sangriento, a bastante altura del agua). Justo cuando el primer rumor llegó a la mansión, la propia Hepática, con un intenso brillo en los ojos, llevó a Fox al castillo y lo presentó: lo presentó como su futuro esposo. Ahí estaba su manita blanca metida en el puño enorme y mugriento de él, ahí estaba su cabello trigueño y rizado junto al hombro de él. No era siquiera una cuestión de amor, dijo Hepática sin rodeos. Era una cuestión de necesidad. Ninguno de los dos podía vivir sin el otro y no había nada más que decir…
La familia se opuso, como cabía esperar. Pero Hepática, tal vez diciendo la verdad o tal vez mintiendo, no tuvo más que susurrar algo al oído de su madre; algo febril y secreto y nada sorprendente. Y de ahí surgió el compromiso. Y después la boda: una boda privada a la que asistieron sólo algunos Bellefleur, en la vieja capilla de la mansión.
¿Estás feliz?, preguntaban con envidia las primas de Hepática.
Lo único que tenía que hacer era sonreírles, mostrando sus adorables dientes blancos, y ellas sabían la respuesta. Pero había algo alarmante (o eso les gustaba decir, más adelante) en la intensidad del sentimiento de ella… Era desmesurado y abrumador y malsano. ¡No había más que ver a esa bestia de tez oscura estrujándole la mano a la novia y esbozando esa sonrisa vacilante aunque sin duda sensual!… No había más que estar cerca de la pareja para sentir la pasión desenfrenada de aquel «amor»…
Los Bellefleur, sin embargo, fueron generosos y le dieron a la pareja una pequeña granja al pie de las colinas, en el riachuelo Mink, y prometieron ayudarles siempre que Fox lo solicitara, además de prometerle a Hepática —una promesa tácita, pero bastante tangible— que podía regresar en cualquier momento. (No era la primera Bellefleur que se casaba por impulso. Y era muy probable que, como en otros casos, se levantara una mañana y se diera cuenta del error).
Y el tiempo pasó: semanas y meses y buena parte de un año. Y la joven pareja guardaba las distancias. Aunque los invitaban a la mansión con frecuencia, nunca iban. Los padres de Hepática estaban destrozados; y después enojados; y desconcertados; y destrozados nuevamente; pero ¿qué podían hacer? Iban en automóvil a la granja cuando se atrevían (sin ser invitados) y pasaban más o menos una hora vacía con Hepática, cuyo aspecto era el de siempre, lo mismo que su conducta, e insistía en que le fascinaba ser una esposa chapada a la antigua que cocinaba y horneaba y limpiaba la casa con sus propias manos. (Aunque no estaba limpia ni mucho menos. Y el bizcocho que les ofreció a sus padres, con té servido en tazas de Sèvres que ya tenían rajaduras, sabía a grasa: en nada se parecía a lo que preparaba en la mansión). Duane Doty Fox se quedaba en el campo, trabajando. O en el granero. Trabajando. Sin camisa, con el sombrero de paja sucio y ladeado, con las botas salpicadas de estiércol. Se limitaba a levantar la zarpa a modo de saludo a sus suegros desde el umbral de la puerta y después se daba media vuelta y desaparecía, fuera por timidez o indiferencia. ¡Qué ordinario era el nuevo yerno! ¡Qué torpe, qué poco humano!
Fue entonces cuando uno de los tíos de Hepática se encontró con Fox en un almacén de suministros detrás del lago y se sorprendió al verlo: no recordaba que el esposo de su sobrina fuera tan moreno y peludo. Y brusco: hablaba entre dientes con una voz tan gutural que el vendedor apenas alcanzaba a entender lo que decía. Tenía la espalda fuerte, pero algo encorvada y el cuello grueso, y la barba estaba enredada y enmarañada. Lo peor de todo fue que casi ni se molestó en responder al cortés saludo del tío de Hepática. Un sonido nasal, una mezcla de resoplido y gruñido…, eso fue todo.
¡Era inconcebible que un hombre tan primitivo fuera parte de la familia Bellefleur!…
Y así guardaron las distancias durante los largos meses de invierno, pero un día, poco después del primer deshielo, Hepática apareció sola en la mansión: se había acercado simplemente para hacerles una visita sin importancia, dijo, y no quería que nadie se escandalizara. Aunque hablaba sin parar —encantadora e infantil y divertida como siempre—, era evidente que no estaba contenta, tenía marcas oscuras de tristeza bajo los ojos. Pero respondía todas las preguntas con la misma vivacidad y despreocupación, limitándose a señalar que era una lástima no poder convencer a Duane de que la acompañara —pero era muy tímido, muy, muy tímido— y esperaba que lo comprendieran.
(¿Estaría embarazada? No se lo podían preguntar, y ella no hacía ninguna insinuación. Pero estaba claro que algo la angustiaba, a pesar de su conversación frívola).
De vez en cuando, los hombres Bellefleur se encontraban con Fox por la zona y al principio hasta les resultaba casi divertido lo tosco y corpulento que se había vuelto. ¿Sería la cocina de Hepática? ¿O siempre había tenido tendencia a engordar? Tenía la barba tupida como siempre, pero ahora el vello le crecía en la garganta y, sin duda, en los hombros. Tenía mechones de vello grueso en el dorso de las manos. Los ojos, que antes tenían un tamaño normal, al menos que ellos recordaran, ahora parecían pequeños y muy juntos; hasta podían transmitir una tonta crueldad. (¿Estaría bebiendo? ¿Estaría ebrio cuando se toparon con él? Siempre pasaba por delante a toda prisa o se daba la vuelta y se marchaba, casi siempre sin siquiera rumiar un saludo). Se burlaban de su apellido Fox[2] y decían que no tenía el donaire del zorro rojo, ni siquiera del gris; no tenía el garbo inteligente de los zorros. El cabello parecía un manojo de plumas oscuras y gruesas, llenas de grasa. Y la nariz… La nariz se le había aplastado un poco, ¿no?…
¿O era todo parte de su imaginación? (Los Bellefleur, a pesar del cariño que le tenían a Hepática, tenían debilidad por las bromas burdas; y dichas bromas —como reconocían los hombres de buen grado— requerían cierta distorsión de la realidad humana).
Hepática iba a visitar a su madre cada vez con mayor frecuencia y a veces se echaba a llorar nada más llegar; pero nunca le contaba cuál era el problema. Cuando le preguntaban por qué lloraba, respondía con ligereza: «¡Es que estoy triste, nada más!» o «¡Qué tonta soy! ¿Acaso no he sido siempre así? ¡No me hagáis caso!».
Pero advirtieron que estaba más delgada (y eso que siempre había sido una jovencita delgada y nerviosa) y que pestañeaba mucho cuando hablaba, y que a menudo miraba por la ventana. Tenía moratones en la muñeca y el cuello. Y un extraño arañazo largo y ondulado en el dorso de la mano izquierda. ¡Eso ha sido un gato!, decía, entre risas. No es nada.
Un día su madre le preguntó si no le gustaría mudarse de nuevo a la mansión. Su habitación estaba preparada, intacta; al menos podía quedarse unas noches; y quizá podían hablar de todo…
—No hay nada que «hablar» —dijo con desgana—. Yo quiero a mi marido y él me quiere a mí. Eso es todo.
—Él te quiere…, ¿te quiere de verdad?
—Sí, claro.
—¿Y tú lo quieres a él?
—Claro…, claro que sí.
—¿Lo quieres de verdad?
—Sí.
—¿Hepática?…
—Te he dicho que sí.
Hablaba con rotundidad, pero también con cierta consternación. Como si en realidad no supiera qué decir…, sólo lo que tenía que decirse.
Al dejar la mansión, se dio la vuelta hacia su madre y la abrazó. Parecía estar al borde del llanto, pero se contuvo.
—No lo sé, mamá, no sé si hay algo que no funciona. Es la primera vez que estoy casada —susurró la pobre niña.
Después de aquella visita, Hepática se recluyó varios meses. Y cuando su padre y uno de sus hermanos fueron a su casa para verla, Fox los interceptó en la entrada y les dijo, o eso creyeron (porque apenas entendían sus palabras arrastradas), que Hepática estaba «descansando» y no quería «recibir visitas».
A esa altura ya era evidente que Fox había cambiado notablemente. Resultaba imposible considerarlo ni remotamente atractivo. Tenía los dientes teñidos por el tabaco, despedía un olor fétido, a carne, los mechones de vello crecían de forma alarmante en el dorso de las manos y en la parte superior de las mejillas, y las cejas, que siempre habían sido gruesas y ceñudas, estaban fuera de control. El cabello era grasiento y le caía por los hombros macizos de músculos desmedidos; los ojos pequeños, crueles, enrojecidos, brillaban como los de una bestia. Era, de hecho, una bestia. Y de pronto lo vieron claro —tanto el padre de Hepática como su tío se dieron cuenta a la vez—, vieron clarísimo que Hepática se había casado con una bestia.
Un oso, eso es lo que era.
Un oso negro. (Aunque era algo más alto que un oso negro adulto. Y todavía no se le había alargado en forma de hocico).
Sin darse cuenta, la pobre inocente se había enamorado de un oso negro, y se había casado con él.
Se fueron conmocionados. Y regresaron a casa, donde no hablaron de otra cosa. Para convencer a los demás (aunque no necesitaban convencerse, ni mucho menos) imitaron al esposo de Hepática encorvándose y gruñendo, como hacía él, con los brazos colgando y los ojos entornados de modo infernal. Dijeron a base de gruñidos que Hepática estaba descansando y no deseaba recibir visitas; se pasaban las manos con violencia por el cabello y se sacudían la barba. Resultaba inquietante ver la pericia con que lo imitaban: imitaban a un oso mitad humano.
Porque era un oso negro. Por improbable e increíble que pareciera. ¡Un oso negro que con toda la ironía se hacía llamar «Fox»!… ¿Y cómo iban a rescatar a la pobre Hepática?
(«¿Qué creéis que hicieron?», les preguntaron a los niños Bellefleur, que al principio no respondieron —tenían la mirada fija en el fuego, el ceño fruncido, quizá asustados— hasta que una de las niñas susurró: «¡Cazaron a esa mala bestia!»).
Y eso fue lo que hicieron: lo cazaron, pero no de inmediato.
No de inmediato. Porque tenían que estar seguros. Y no querían poner en peligro a Hepática.
Pero ella no volvió a visitar la mansión y con el correr de los días los Bellefleur (que estaban obsesionados con la tragedia de la joven) se exaltaban más y más. Hepática había declarado con vehemencia su amor por él, y aún más vehemente había sido cuando dijo que él también la quería, sin embargo, era evidente que había que hacer algo; no podía seguir casada con una bestia: había que rescatarla.
Finalmente, sin que sus padres estuviesen muy al tanto, un grupo de jóvenes Bellefleur y sus amigos fueron a la granja a caballo, con escopetas en las monturas. Desmontaron a medio kilómetro del lugar, asegurándose de que el viento les soplara en la cara; tomaron muchas más precauciones de las que habrían tomado al cazar un oso común. Así y todo, el hombre-oso debió de percibir que se acercaban porque cuando irrumpieron en la casa ya se había levantado de la cama y se dirigía a ellos tambaleándose, mostrando los dientes con un gruñido espeluznante que acabó siendo un alarido. Estaba desnudo, por supuesto…, salvo por el pelo tupido y grasiento que le cubría todo el cuerpo…, en todos lados había pelo, hasta en el dorso de los dedos del pie. Abrieron fuego contra él. Pero seguía acercándose. Quería golpearlos con sus enormes garras. A uno logró arañarlo ferozmente en la mejilla, a otro le dio en el ojo. Nunca habían oído unos alaridos tan espeluznantes, declararon después.
Descargaron en total la munición de seis escopetas de doble cañón, dos de ellas a una distancia sumamente cercana, antes de que, finalmente, cayera muerto.
(¿Y el cachorro? ¿Qué pasó con el cachorro?… ¿Qué hicieron con él?
—Juraron que no había ningún cachorro.
Pero unos meses después, o tal vez años, se supo que sí hubo un cachorro; y que también tuvieron que matarlo. Aunque los jóvenes que asaltaron el lugar siempre lo negaron.
—¿No había cachorro?
—No había ningún cachorro.
—¿Y qué pasó con Hepática?
—Se recluyó del mundo y al final ingresó en una casa francesa de la orden de Nuestra Señora de Monte Carmelo, para enorme disgusto de sus padres, que eran profundamente anticatólicos).