En las montañas, por aquel entonces…

En las montañas, por aquel entonces, siempre había música. Una música compuesta por muchas voces.

Por encima del río envuelto en neblina. En la luz tenue y fría y polifacética. Era hielo, ¿o no? ¿Era sol? ¿O eran los espíritus burlones de la montaña (tenían que estar relacionados con Dios, por algo habitaban en la Montaña Sagrada, donde el diablo no osaba hacer acto de presencia)?

Muchas voces, lastimeras y seductoras y combativas y provocadoras y adorables, adorables hasta el dolor, tan adorables que el alma se desprendía del cuerpo… Se desprendía como un hilo, un cabello… fino, delgado, a punto de quebrarse…

—¿Dios? —exclamó Jedediah extasiado—. ¿Esto es Dios?

Pero no, no era Dios, porque Dios seguía oculto.

En las montañas, por aquel entonces, siempre había música.

Intentando atrapar las almas. Seductora, anhelante, frágil como voces lejanas de niña… Pero no era Dios. Porque Dios permanecía oculto. Tímido y obstinado y oculto. Indiferente a las súplicas apasionadas de Jedediah. «¡Ven pronto, Dios mío, y líbrame del mal! ¡Ven pronto a socorrerme! Que se avergüencen y se humillen los que buscan mi alma: que retrocedan confundidos los que desean mi mal». (Los espías de su padre merodeaban por la Montaña Sagrada, ajenos al peligro de la ira de Dios. Profanaban el cielo diáfano, frío, resplandeciente; la corona de nieve que iba descendiendo sin tregua hasta engullir, a no mucho tardar, el mundo entero con su pureza glacial expiatoria… Él los veía. Y si no los veía, los oía. Sus voces burlonas, «haciéndose eco» de sus plegarias más secretas, más silenciosas).

No siempre es posible discernir entre la bendición de Dios y Su ira. Por lo tanto Jedediah no sabía… ¿Debía arrodillarse ante Dios en señal de gratitud por ser capaz de oír (y a veces sentir) la presencia de sus enemigos?… ¿O debía rogarle a Dios que restara poder (ahora extraordinario y con frecuencia doloroso) a sus sentidos, en particular, al sentido de la audición?

«Dad gracias al Señor; invocad Su nombre: divulgad entre los pueblos Sus proezas. Cantad al Señor, cantad salmos: pregonad todas Sus maravillas. Buscad al Señor y Su fortaleza: buscad siempre su rostro».

Por aquel entonces siempre había música, pero quizá la música no era siempre la de Dios. Había voces, por ejemplo. Voces que discutían y charlaban y bromeaban. ¡Dios no revelará su rostro! ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Revelarse ante un miserable como tú? (Y la joven de ojos oscuros rió con picardía, después levantó la tapa de una olla con guiso de conejo y la arrojó contra la pared. ¿Por qué? Sólo por maldad. Por malicia).

«Señor, no guardes silencio: rompe Tu silencio; Dios mío, no permanezcas inmóvil».

Una voz, ligeramente burlona: Señor, no guardes silencio, Dios mío, rompe Tu silencio… Pero con un énfasis malvado, impostado: Señor, no guardes silencio; Dios mío, rompe Tu silencio, no permanezcas inmóvil… (Como si los espíritus quisieran burlarse de alguien con una inteligencia muy limitada. Imbécil, o retrasado. Con lesión cerebral. Senil).

En las montañas, por aquel entonces, el pájaro blanco gigantesco de cabeza pelada y roja aparecía con frecuencia, como si respondiera a las palabras involuntarias de Jedediah. (Del mismo modo que él era capaz de oír con tanta agudeza, también otras criaturas lo eran. Si pisaba una ramita, toda la montaña quedaba advertida. Si sufría uno de sus monstruosos accesos de tos, toda la región montañosa lo oía). Un ave silenciosa y planeadora. Su sombra, ligera en apariencia, cruzaba el suelo rocoso a toda prisa. Y después, justo encima de él repentinamente, el chillido espeluznante: y a Jedediah le daba un vuelco el corazón; y lo único que podía hacer era ahuyentar a la criatura con el garrote de madera maciza que siempre lo acompañaba.

Rezar a Dios, implorar a Dios, suplicar a Dios, bromeaba la esposa de Louis, pellizcándole las costillas, y en ese preciso instante no ve sino el ave desagradable y vieja.

El ave despedía un hedor nauseabundo: probablemente su aliento fétido, como si tuviera las entrañas podridas.

Contemplad las aves del aire.

Buscad primero el reino de Dios.

Los espíritus lo rozaban, se acercaban más de lo que se atrevía el ave y fingían estar de su lado. Dios no te escucha, Dios está ocupado allá en las llanuras, Dios te ha traicionado. ¡Tira esa Biblia absurda al río!

(Ay, y eso mismo fue una de las sorpresas más grandes de su vida. Encontrar, en efecto, la Biblia tirada unos veinte o treinta metros más abajo, en el acantilado… No daba crédito, pero ahí estaba: alguien la había arrojado. Y tardó casi toda una mañana en recuperarla, y le costó varias heridas y varios rasguños. Con todo, había páginas desgarradas y otras muchas dañadas. Las entrañas se le retorcían de indignación y de rabia, ¡y si hubiera conseguido atrapar a ese espíritu de ojos brillantes, sólo Dios sabe lo que le habría hecho!

—No habría tenido piedad —susurraba, llorando—, porque no la mereces).

Pero el atroz incidente sirvió al menos para relajar su intestino. Pues el pobre Jedediah, por más que le rogaba a Dios un alivio, padecía un cruel estreñimiento.

Sobre todo en invierno. En invierno, ciertamente.

Había construido un cobertizo pequeño y rudimentario para tal fin, entre unos matorrales alejados de la cabaña, oculto de la cabaña. Las funciones fisiológicas siempre lo habían inquietado. Lo-que-no-debe-ni-pensarse, así solía acallar ciertos pensamientos. Excepto cuando el dolor se apoderaba de él, justo en la boca del estómago, y llegaba a doblarse en dos, e incluso los espíritus huían despavoridos de su tormento.

El retrete del cobertizo, de pino pelado; y una chimenea más sólida, y un hermoso pedacito de vitral, de unos treinta centímetros cuadrados, en una ventana que daba al este (enviado a través de Henofer, junto a otras cosas no deseadas: el vitral era de un azul turquesa intenso…, con líneas rojas y beige…, un objeto absurdo, inútil, rompible…, pero innegablemente bonito y, suponía él, inocuo: un regalo de la esposa de su hermano, del mundo de allá abajo); un pozo de poca profundidad bajando la montaña, donde iba a parar el agua de un arroyo varios meses al año.

—Piensas quedarte aquí para la eternidad, ¿no? —rió Henofer frotándose las manos enérgicamente y mirando alrededor—. ¡Igual que yo! ¡Igual que yo!

Henofer y sus cartas, provisiones, cotilleos y noticias de la guerra. (Que Jedediah escuchaba vagamente. ¿Qué le importaban a Dios las miserias de los hombres…, las ansias de poseer territorios, bienes, el dominio del mar abierto? Los labios de Henofer despedían saliva cuando hablaba con fervor de la rendición de Fort Mackinaw. Una fuerza aliada de británicos e indios lo habían tomado. Y también estaba Fort Dearborn: capturado por los indios: y gran parte de la guarnición, incluyendo mujeres y niños, fue masacrada. Por una orden general emitida por el departamento de guerra, la milicia estatal se organizó en dos divisiones y ocho brigadas, pronto habría millares de hombres en el frente de batalla. La guerra era necesaria; pero tampoco es que Henofer entendiera los antecedentes, como tampoco es que tuviera intención —como es natural, Jedediah no se lo preguntó porque era muy discreto— de alistarse. Suministraba cueros a Alexander Macomb y no le iba mal. Nada mal. ¿Sabía Jedediah quién era Alexander Macomb? Era un antiguo socio de John Jacob Astor, el que —según el rumor— poseía diez millones de dólares. ¿Comprendía Jedediah lo que eran diez millones de dólares? ¿No? ¿Sí? La fortuna de Macomb no era tan grande, ni mucho menos, pero qué duda cabe de que era un hombre rico. Quizá le interesaría saber a Jedediah que su padre Jean-Pierre había hecho negocios con él hacía poco. Tuvieron algún inconveniente y una de las factorías comerciales de Macomb cercana a Kittery quedó arrasada por completo por un incendio. «Fue un rayo», dijo Henofer entre risotadas, secándose los ojos. Pero unos meses después se quemó Innisfail Lodge, que era de Jean-Pierre. Sin embargo…, decían que Innisfail Lodge tenía un seguro generoso. Jedediah no estaría al tanto de estos tejemanejes, ¿no?).

Y así charlaba sin tregua, encajándose en la frente la gorra de lana sucia que tenía. Masticaba tabaco y escupía en la chimenea de Jedediah. Nervioso, inquieto, apenas podía quedarse sentado en el tronco junto al fuego y dejar de toquetearse la gorra y la barba, o de recorrer la cabaña con la mirada —observaba y evaluaba y memorizaba— para poder informar a los Bellefleur de allá abajo. Era un espía a sueldo, evidentemente. Y sabía que Jedediah se había dado cuenta, evidentemente.

No obstante, Jedediah seguía tratándolo con cortesía, por algo Dios moraba con él; o al menos, la promesa, la esperanza de Dios. Era un hombre cristiano, humilde y de voz suave y dispuesto a poner la otra mejilla de ser necesario. No podía encolerizarse por la desaliñada presencia de Henofer, ni siquiera por las anécdotas obscenas que contaba sin tregua (unos hombres de Bushkill’s Ferry habían violado a una mestiza Mohawk cerca del aserradero y después la soltaron en la nieve, desnuda y sangrando y desquiciada: los Varrell se lo habían pasado en grande, decía Henofer secándose los ojos), o anécdotas de guerra exaltadas y disparatadas, destinadas a provocar hilaridad a veces, otras veces patriotismo. En Sacket’s Harbor, por lo visto, cinco buques británicos con ochenta y dos cañones iniciaron un ataque contra el Oneida… A las dos horas de haber abierto fuego vieron que ninguno de los bandos había alcanzado su objetivo. Finalmente, los británicos dispararon una bala de cañón de quince kilos que cayó inofensivamente en la tierra y lo más que hizo fue un hoyo profundo. Un sargento la fue a buscar y se la llevó corriendo a su capitán. «Yo he jugado a la pelota con los casacas rojas. Ahora veremos si los británicos son capaces de agarrarla de nuevo». Metieron la bala en el cañón americano y la dispararon contra el enemigo, con tanta fuerza que impactó en la popa del buque insignia de la escuadra atacante, lo inclinó del todo y las esquirlas volaron por el aire… Catorce hombres murieron en el acto y hubo dieciocho heridos. El enemigo emprendió la retirada mientras en la orilla una banda de música interpretaba Yankee Doodle. ¿Qué opinaba Jedediah de semejante hazaña?, quería saber Henofer entusiasmado.

Henofer no volvió a ver a Jedediah hasta el siguiente mes de abril. Pero aún estaba muy lejos. Sin embargo, llegó rápido: demasiado rápido. Y Henofer regresó, alegre y charlatán como siempre, con más noticias de la guerra que Jedediah no escuchaba. O quizá no era abril, sino que sólo había pasado una semana. O era el abril anterior. En todo caso, oyó su grito de saludo en el claro y ahí estaba su rostro picado de viruelas, su cabello entrecano y su sonrisa desdentada. (Era muy probable que supiese que Jedediah estaba saboteando sus trampas, pero no le importaba: algunas las desarmaba, otras las abría para sacar a las criaturas muertas o agonizantes o gravemente heridas para arrojarlas en el olvido del río). Debía de ser el abril anterior, el abril previo al trozo de vitral que le llegó a Jedediah.

El tiempo se plegaba y se ondulaba. Dios habitaba por encima del tiempo y por tanto a Jedediah le traía sin cuidado. Cuando repasaba su vida anterior —su vida como Jedediah Amos Bellefleur— veía lo insignificante que era esa vida, lo rápido que las montañas y sus lagos incontables la engullían.

Henofer desapareció rezongando ante el silencio de Jedediah. Se vengó merodeando unos días por los bosques cercanos, espiando y anotándolo todo. A modo de broma le dejó en el saliente de granito un cráneo de lobo —apenas una mandíbula— mirando a la Montaña Sagrada. Por qué hizo eso, Jedediah nunca lo supo.

¿Habría utilizado Dios a Henofer para enviarle un mensaje?…

Jedediah contemplaba el objeto, de un blanco resplandeciente y extraña belleza. Se vio a sí mismo cogiéndolo con ímpetu y arrojándolo por el borde de la montaña; pero ese mismo día, más adelante, lo vio delante de la chimenea.

—¿Me estás probando? —susurró Jedediah.

Fuera de la cabaña, los espíritus emitían sus murmullos agudos e inquietos. Jedediah logró hacer caso omiso, del mismo modo que logró evitar los dedos de la chica que lo pinchaban y toqueteaban por dentro de los pantalones.

—¿Dios? ¿Me estás probando? ¿Me estás observando? —preguntó en voz alta.

Las mandíbulas, las mandíbulas limpias y blancas. Apetito voraz: el de Dios.

Jedediah se despertó sobresaltado. Había soñado con un hombre furioso, un hombre que gritaba y amenazaba a Dios con los puños. Pero el hombre era él mismo: era él quien había gritado.

En penitencia, durmió varias noches a la intemperie, en el saliente de granito, desnudo. Bajo las estrellas frías y titilantes. Se llevó la mandíbula porque era una señal, una señal relacionada con su pecaminosidad, pero no la podía descifrar. «¿Por qué estoy aquí, qué he hecho, cómo te he ofendido?», suplicaba. Pero no había respuesta. La mandíbula guardaba silencio.