El día antes de que la bisabuela Elvira cumpliera cien años, en cuyo honor la familia había planeado una celebración por todo lo alto, Leah y algunas otras personas advirtieron que Germaine estaba más nerviosa que de costumbre, hasta un poco malhumorada. La niña, de natural alegre, se negó a sumarse al entusiasmo de los demás (la mayoría de los niños y muchos de los adultos se encontraban en un estado de excitación rayano en la euforia con motivo de la fiesta…, ya que desde los tiempos de Raphael Bellefleur no se organizaba un acontecimiento social tan ambicioso en la mansión Bellefleur); prefería estar sola en la habitación de los niños, o en el vestidor de su madre, o en el salón de Violet, asomada a la ventana con nerviosismo, con una concentración propia de un adulto, mirando el cielo de noviembre (sin una sola nube); estaba tan enfrascada que la menor pisada a sus espaldas, o un suave «¿Germaine?…», o la veloz carrera de alguno sus gatitos preferidos por el suelo bastaba para que diera un leve grito asustado. Leah la buscó y se arrodilló delante de ella, le rodeó la carita con las manos y clavó la mirada en sus ojos evasivos.
—¿Qué te pasa, tesoro? ¿No te encuentras bien? —le preguntó.
Pero la niña dio una respuesta inconexa, tratando de liberarse del abrazo de su madre. El cielo sabía a lodo, dijo. A lodo negro. Tenía anguilas. El sótano olía mal: a caucho y mofetas, y a algo que se estaba quemando en la cocina. Le subían arañas diminutas por las piernas y la picaban…
—Debe de estar pescándose algo —dijo la abuela Cornelia acercándose a ella, sin tocarla—. Mira qué ojitos tiene…
—Germaine —dijo Leah, intentando abrazarla—, te aseguro que no tienes ninguna araña en las piernas. ¡Cómo vas a pensar eso, con lo lista que eres! Lo único que tienes es piel de gallina, tienes frío, no puedes parar de temblar, ¿a que no?… ¿Te estás enfermando? ¿Te duele la tripa? Por favor, tesoro, dime qué te pasa…
Pero la niña apartó a Leah de un empujón, corrió a la ventana y apoyó la mejilla en el cristal para poder mirar hacia arriba, muy preocupada. Tenía la frente arrugada, los labios fruncidos y más pálidos de lo habitual, retraídos de los pequeños dientes infantiles formando una mueca horrenda.
—Mira que es rara esta niña —susurró Cornelia, con un escalofrío.
—… ¿Te estás resfriando, Germaine? Por favor, cuéntame. O mírame, al menos. ¿Qué estás mirando allí arriba? ¡No hay nada que mirar! —exclamó Leah.
Agarró a Germaine nuevamente y, una vez más, rodeó el rostro de la niña con sus manos, esta vez con cierta brusquedad.
—No quiero que digas esos disparates. ¿Me oyes? No vuelvas a decir esas tonterías delante de mí, ni de los demás, por supuesto. Y menos cuando lleguen mañana nuestros invitados. ¡Anguilas en el cielo, mofetas en el sótano, arañas! ¡Qué disparate!
—Leah, la vas a asustar —dijo Cornelia.
Pero Leah hizo caso omiso de su suegra. Tenía la mirada fija en el rostro de su hija, tratando de sujetar la cabeza inquieta de la niña. Sus ojos estaban dilatados, la piel, pálida y húmeda, tenía un aura de —¿de qué?— algo húmedo y oscuro, frío, agrio, salobre. Al cabo de unos minutos, Leah dijo:
—Algo va a salir mal, ¿no? Algo va a salir mal a pesar de todo lo que me he esforzado…
Pero luego añadió, con un leve grito de indignación:
—Pero no siempre aciertas, ¿sabes? No siempre aciertas.
Apartó a Germaine de un suave empujón y se puso de pie. Después le dijo a su suegra, con voz irritada y llorosa:
—No siempre acierta, ¿a que no?
En un principio, la fiesta en honor a los cien años de la bisabuela Elvira iba a ser una fiesta familiar. Pero luego se le ocurrió a Leah invitar a los Bellefleur de otras regiones, incluso de otros estados (Cornelia y Aveline se contagiaron de su entusiasmo y elaboraron listas de nombres, en algunos casos de familiares Bellefleur que nadie había visto desde hacía décadas y que vivían en lugares remotos, como Nuevo México, Columbia Británica y Alaska, incluso, Brasil). Después se le ocurrió a Hiram invitar a personas ajenas a la familia, hacía mucho tiempo que la mansión no abría sus puertas a individuos importantes, influyentes. Como era de esperar, Leah se entusiasmó con la sugerencia. Meldrom…, Zundert…, Schaff…, Medick…, Sandusky…, Faine…, Scroon…, Dodder…, Pye…, Fiddleneck…, Boneset…, Walpole…, Cinquefoil…, Filaree…, Crockets…, Mobb…, Pike…, Bragg…, Halleck…, Whipple…, Pepperell…, Coker…, Yarrow…, Milfoil…, Fuhr (aunque estos no responderían siquiera a la invitación, por supuesto)…, Vervain…, Rudbeck…, el gobernador Grounsel y su familia…, el vicegobernador Horehound y su familia…, el procurador general Sloan y su familia…, el senador Tucke…, el congresista Sledge…, los Caswell y los Abbot y los Ritchie y…, tal vez, hasta el señor Tirpitz (aunque era poco probable que asistiera)…
Leah contrató a un calígrafo para que escribiera las invitaciones en tarjetas de color blanco ostra con el escudo de armas de los Bellefleur en relieve, de color plateado; si vamos a hacer una celebración en toda regla, declaró, hay que organizarlo todo a la perfección. Contrató un cocinero de Vanderpoel. Contrató más servicio doméstico. Como iban a acudir invitados de lugares remotos, tendrían que pasar la noche en la mansión, o varias noches: había que airear y limpiar y lustrar y hasta pintar y fumigar las incontables habitaciones de huéspedes del castillo. Había que retapizar los muebles. Había que limpiar las alfombras. Había que lijar el barniz viejo y después volver a barnizar. Había que comprar más vajilla; y más copas; y cubiertos. Había que limpiar y llevar a otras habitaciones cuadros y estatuas y frescos y tapices, y otros objetos ornamentales. (Qué raro, qué cosas tan raras, pensaba Leah al inspeccionar por primera vez algunos de los objetos que había adquirido Raphael Bellefleur, seguramente a través de marchantes y comerciantes de Europa. Se preguntaba si se habría molestado en admirar los objetos antes de colgarlos: ¿qué se podía hacer con aquellas copias de Tintoretto, Caravaggio, Bosch, Miguel Angel, Botticelli, Rosso?… Eran óleos enormes y resquebrajados; había tapices, frescos y retablos descoloridos de tres metros por cuatro, El rapto de Europa, El triunfo de Baco, El triunfo de Sileno, Venus y Adonis, Venus y Marte, Deucalión y Pirra, Dánae, Los desposorios de la Virgen, La anunciación, Cupido tallando su arco, Diana y Acteón, Júpiter e Io, Susana y los viejos, había banquetes del Olimpo y batallas y orgías con sátiros lascivos de mirada libidinosa, y «las tres gracias» de gruesas nalgas agarrando retazos de tela diáfana cómicamente inapropiada para cubrir su desnudez, y unos putti que en realidad eran enanos de ridículas piernas escorzadas y frente protuberante que desnudaban a unos dioses con falos de una pequeñez absurda… En una de las paredes del dormitorio de Leah y Gideon había un inmenso óleo, oscurecido con el tiempo, que mostraba a Leda y el Cisne. Leda era una doncella obscena y regordeta con expresión aturdida, reclinada en un sofá muy arrugado, protegiéndose con su brazo frágil de un cisne raquítico pero feroz, con un cuello fálico tan minuciosamente dibujado que parecía una broma… Leah examinaba todo aquello con la mirada fija, alumbrando los objetos con una linterna, mareándose por momentos, a veces incluso con náuseas, preguntándose si las satíricas bizarrerie no serían producto de su imaginación; preguntándose si Raphael habría querido adquirir obras de arte tan grotescas o si el pobre hombre, a pesar de todo su dinero, había sido engañado. Algún día iban a tener que descolgarlas. Pero ahora no había tiempo para reemplazarlas por otras; ni tampoco dinero para hacerlo). Hasta pensó en abrir la Habitación Turquesa, de la que tanto había oído hablar, pero la disuadió, no la súplica de los demás Bellefleur, sino la sensación extraordinaria que le recorría el cuerpo cuando apoyaba la mano en el picaporte… (Alguien había cerrado la puerta con clavos además de trabarla con llave. Clavos de quince centímetros. «¡Bonita imagen para los invitados, en pleno pasillo!», exclamó).
Una semana antes del cumpleaños de Elvira, Leah pensó que la finca probablemente apestaría. Era una granja, había animales de granja, ¿cómo no iba a apestar? De modo que, a pesar de las débiles protestas de Noel, se ocupó de que el rebaño entero de vacas frisonas, los pocos caballos que quedaban y los cerdos y las ovejas fueran trasladados en camión a otras partes de la finca. (Habían adquirido hacía poco, a precio de ganga, unas doscientas ochenta hectáreas de buenas tierras a orillas del río Nautauga, junto a las tierras que en su momento labraron, de mala manera, el jornalero arrendatario Doan y su familia holgazana).
—No veo por qué hay que anunciar a los cuatro vientos que somos granjeros —dijo Leah—. Además, tampoco puede decirse que seamos granjeros: la mayor parte de nuestros ingresos proviene de otras fuentes.
Comenzó a llegar la ayuda doméstica y fueron alojando a los distintos integrantes en la casa del cochero: cocineros, mayordomos, sirvientas, encargados, hasta un farolero y varios pajes (fue idea de Hiram: recordaba los pajes de librea de su juventud, o eso decía, y siempre los había asociado con la aristocracia). Tres costureras; dos peluqueros; un «artista floral»; una banda gitana húngara de Puerto Oriskany; un cuarteto de cuerdas especializado en música romántica del siglo diecinueve. Una cuadrilla de electricistas colocó hileras de luces eléctricas resplandecientes dentro y fuera de la mansión, a lo largo de las almenas y también de torre a torre, para que fueran visibles a muchos kilómetros a la redonda, desde la otra orilla del lago Noir.
—Qué bonito —murmuraba Leah—. Qué bonito está todo…
Llegaron dos camiones cargados de flores: rosas, gloxinias, lirios del valle, claveles, orquídeas. Leah y Cornelia y Aveline se afanaron en labor de distribuir los arreglos florales por todos los rincones de la casa; llevaron una gran canasta de orquídeas a los aposentos de Elvira, donde la anciana de bata larga y arrugada afirmó, aparentando cierta molestia por tan excesivas atenciones, que no había lugar posible para ponerlas.
—Las flores cortadas son un dispendio vergonzoso —dijo—. Tenemos tantas flores que no sabemos ni qué hacer con ellas en verano.
—Pero ¡no es verano, madre Elvira! —dijo Cornelia con ligereza.
—Ni siquiera sé si es mi cumpleaños esta semana.
—¡Sí que lo es, cómo no lo va a ser!
—… Ni si en realidad tengo la edad que dicen que tengo —murmuró la anciana, con su bata puesta y tiritando—. Los Bellefleur siempre exageran.
Qué lástima que su esposo no esté vivo, pensó Leah mirando fijamente a la bisabuela Elvira; o que no haya sobrevivido nadie de su generación. Qué solo se debe de sentir uno cuando sobrevive a todos… Decían que Elvira había sido una joven de extrema belleza cuando se comprometió con el desafortunado Lamentaciones de Jeremías, hace más de ocho décadas; y con su cabello blanco y fino, el cutis de una suavidad asombrosa y el cuerpo esbelto, casi juvenil, todavía era una mujer atractiva. Podía aparentar unos sesenta y cinco años, o setenta. Ni más de ochenta. Pero ¡cien años! Parecía imposible. Ella, Leah, nunca llegaría a tener tantos años.
—¿Y usted por qué me mira, señorita? —dijo Elvira con dureza.
Leah se sonrojó. Comprendió que la anciana había olvidado su nombre.
—Estaba pensando… Estaba pensando que…
—¿Sí?
—Este cumpleaños será algo memorable para todos nosotros, y lo valoraremos mucho —dijo Leah con un hilo de voz.
—Eso sí que no lo dudo —dijo la bisabuela Elvira riéndose.
Leah pasó una noche de insomnio, no podía dejar de vueltas a todos los planes de último momento. Habían confirmado su asistencia tal número de invitados… Habían recibido tal y tal comida… (Varios camiones de carne de ternera y cordero; gallinas de Cornualles; pargo rojo, lenguado, salmón y róbalo; cangrejo y langosta; todo de selección). Tenía que acordarse de descolgar un tapiz horrendo que había en una de las habitaciones de huéspedes del tercer piso: un Sileno ebrio y barrigón sobre un asno de lomo hundido, sumándose a una procesión desenfrenada de ninfas, sátiros y cupidos pequeños y regordetes. Posiblemente era lo más horrendo que había visto en su vida… ¿Y si Germaine estaba enferma cuando despertara por la mañana? ¿Y si Gideon desaparecía como ya había advertido? (Pero no se atrevería a traicionar a su familia). ¿Y si la anciana Elvira se negaba rotundamente a bajar a la fiesta, a abrir los regalos?…
Cuando ya se acercaba el amanecer, Leah tuvo un sueño despierto y confuso. Estaba de nuevo en la cárcel de Powhatassie (donde había estado doce días antes), y volvía a franquear las cinco puertas cerradas bajo llave, una tras otra tras otra, con su abrigo de zorro y su traje de seda shantung negro. Intentaba no fijarse en los altos muros de granito, en el cemento desmoronado, el hedor… En la sala de visitas, de techos altos y abovedados, la llevaron hasta un anciano que, según decían, era su tío Jean-Pierre Bellefleur II. Era un hombre diminuto, de cabello plateado, los ojos pequeños y legañosos, incoloros; la piel reseca y escamosa; y de una palidez extrema; tenía los labios finos y estirados en una falsa sonrisa gentil; entre los hombros una joroba pequeña pero prominente. Cuando Leah se acercó, el hombre levantó la vista y su mirada la atravesó como un cuchillo: era evidente que se trataba de un Bellefleur. Hasta con aquel uniforme azul grisáceo y feo, era un Bellefleur, uno de los suyos…
—¡Tío Jean-Pierre! ¡Al fin! ¡Al fin! ¡Muchas gracias por dejarme venir a verte! —exclamó.
El distinguido anciano (que parecía mucho mayor que Noel o Hiram) respondió a sus palabras con un leve asentimiento de la cabeza.
Leah se sentó muy al borde de aquella silla incómoda y comenzó a hablar. ¡Había tanto que decir! ¡Mucho que explicar! Ella era Leah Pym, la hija de su hermana Della; la esposa de su sobrino Gideon; había ido para darle esperanzas. Después de tantos años, tantos años de la más vil de las injusticias…
Mientras hablaba, cada vez más rápido, el anciano caballero de cabellos plateados no hacía más que mirarla fijamente. De vez en cuando asentía, pero sin convicción.
Lo habían acusado injustamente e inculpado injustamente, pero el caso no estaba olvidado, sus abogados y ella estaban revisándolo y pronto, muy pronto, podía haber noticias alentadoras…
A su alrededor gritaban otras visitas y otros prisioneros. El barullo era considerable. Una joven corpulenta que estaba sentada al lado de Leah se limitaba a mirar a su esposo fijamente a través de la división de cristal rayado, y los dos lloraban. ¡Espantoso!, pensó Leah estremecida de terror.
La piel del rostro de su tío era como un palimpsesto antiguo. Sus ojos acuosos y juntos le parecían muy bellos. No nos hemos olvidado de ti, no te hemos traicionado, decía Leah, hablando más y más rápido, con los ojos empañados en lágrimas. Le parecía asombroso, después de tanto tiempo, estar delante de su tío Jean-Pierre; que tras haberse negado a verla tantos meses hubiera cedido repentinamente. Su expresión era un poco burlona, pero sabia; amable; bondadosa. Era evidente que había sufrido. Era evidente que sentía un poco de lástima por ella, por su idealismo. Pensaría que era tonta, quizá. Una gansa, una niña boba. Pero ¡ya iba a ver! Ella no se rendía tan fácilmente como los demás.
—Porque sé que eres inocente —susurró.
Sus labios se le contrajeron de súbito en una sonrisa. Levantó una mano con manchas de vejez y la llevó despacio hasta debajo de la nariz.
—… Yo lo sé, sé que eres inocente —dijo Leah.
La sala de visitas era una gran caverna de cemento, escabrosa con tantas voces y tanto eco. En algún lugar, no cercano, las gotas azotaban las ventanas con estrépito. Pero las ventanas eran opacas. Leah miraba de refilón, pero no lograba ver el cielo; no veía qué azotaba aquella lluvia furiosa.
¡«El carnicero de Innisfail»! Aquel dulce anciano con la moral quebrantada, ojos lastimosos y amables, una piel reseca y arrugada que parecía envolver sus huesos a capas, como la piel de una cebolla…
Leah hablaba y hablaba. Quizá la escuchaba. Quizá comprendía. En todo caso, no intentaba disuadirla. Sólo dijo dos cosas durante el transcurso de la visita de noventa minutos, y Leah no logró escucharlas con precisión, por más empeño que puso. La primera fue algo así como: «Si al viejo Raphael le dan el cargo, es posible que me perdone». Leah, sorprendida, esbozó una débil sonrisa y le explicó que en la oficina del gobernador trabajaba ahora un hombre llamado Grounsel y que ella y sus abogados ya le habían dirigido una petición formal de indulto. El segundo comentario de Jean-Pierre fue la respuesta a una entusiasta afirmación de Leah. Ella deseaba —¡cómo lo deseaba!— que Jean-Pierre ya estuviera libre para el día del cumpleaños de su madre; su pobre madre iba a cumplir cien años, tenía que saberlo. El anciano, mirándola fijamente con ojos algo legañosos, torció el gesto por un instante y dijo algo parecido a: «Mi madre… ¿Tengo una madre?…».
La lluvia los interrumpió con su azote implacable.
Y Leah se despertó, el corazón latiendo con fuerza —efectivamente, estaba lloviendo— la mañana del cumpleaños y diluviaba…, un diluvio feroz.
Hacia las nueve de la mañana dejó de llover y parecía que el cielo quería abrirse. Pero tenía un aspecto extraño y amenazante; como si estuviese observando un abismo sin fondo, pensaba Leah. Al menos había dejado de llover.
Las mujeres Bellefleur iban de aquí para allá a toda prisa, dando órdenes a la servidumbre, con frecuencia contradictorias. Leah quería que descolgaran inmediatamente El triunfo de Sileno de la habitación reservada para W. D. Meldrom, pero Cornelia insistía en que había que dejarlo en la pared: ¿no era acaso uno de los tesoros del patrimonio, un óleo atribuido a Caravaggio? Aveline quería mover casi todos los muebles del salón principal para que el ambiente no fuera tan informal; dijo que ella prefería la formalidad original de la mansión, antes de que Leah se pusiera a cambiarlo todo de lugar. Della, a quien habían tenido que insistir para que acudiera, pues, según ella, tenía cosas más importantes que hacer en su casa, criticó las plantas de gloxinia. Ya estaban marchitándose: las habían traído de Nautauga Falls a un precio tan absurdo y ¡ya estaban marchitándose!… Lily iba detrás de las sirvientas con un ojo crítico impropio de ella, se inclinaba para oler los almohadones (estaba convencida —era una de sus obsesiones desde que empezaron a planear la fiesta— de que los múltiples gatos de la mansión habían arruinado aquellos muebles antiguos magníficos), ordenando que volvieran a lustrar el suelo, detectando restos de telarañas que flotaban en los techos oscuros y abovedados. Era imperioso, repetía, no hacer el ridículo.
El cielo seguía abriéndose, pero no acababa de despejar. El día era cada vez más tibio. Entre las inmensas cavernas de nubes brillaba el sol brumoso: ¡qué cálida estaba la mansión! Había que abrir las ventanas. Estaban a mediados de noviembre, ya habían tenido nevadas considerables, pero la nieve se había derretido y ahora la temperatura ascendía como si estuvieran en pleno verano: diez grados, doce, catorce, quince…
Leah se echó a llorar cuando vio que uno de los niños, evidentemente acompañado por un perro, había manchado de barro una alfombra de seda y lana que acababan de limpiar. ¿Y qué hora era? Los primeros invitados, que vendrían desde el sur del estado en el vagón de tren reservado por los Bellefleur para la ocasión, llegarían en unas seis horas.
El cielo se oscureció repentinamente. De pronto se levantó un vendaval tremendo que surgió de la nada. Los Bellefleur corrieron a las ventanas y vieron, para su asombro, que el cielo estaba negro y a punto de estallar: a lo lejos, unas nubes que parecían arder en llamas rodeaban el Mount Chattaroy y el Mount Blanc.
Hubo un relámpago enceguecedor inmediatamente seguido de un trueno tan violento que varios de los niños gritaron aterrorizados y los perros comenzaron a aullar. ¡Un rayo! ¡Eso tenía que ser un rayo!
Corrían por la mansión cerrando ventanas. Pero en algunos casos ya era demasiado tarde: el viento era tan fuerte que la lluvia torrencial lo había empapado todo, costaba mucho empujar las ventanas para cerrarlas; y había peligro de rayos. (Ya había caído uno cerca: por suerte había sido en el roble gigante del parque, no era la primera vez que le caía un rayo ni mucho menos).
Y así comenzó la Gran Tormenta: equiparable en violencia y destrucción a la Gran Tormenta de hacía veinte años: en aquella ocasión se inundaron todas las tierras bajas y muchas personas perdieron la vida, hasta los muertos fueron arrastrados por la corriente, fuera de las tumbas.
El viento tenía la fuerza de un huracán. El aire era por momentos sulfuroso y tibio, después frío, un viento frío que arrojaba paredes de hielo contra las ventanas como si fueran proyectiles y en muchos casos rompía los cristales. Arrancaba árboles. Las cortinas de lluvia azotaban con estrépito caminos y senderos de gravilla y los convertía en barrizales. Desde su torre, Bromwell observaba con un telescopio lo mucho que había crecido el riachuelo Mink: y el agua había adquirido una tonalidad arcillosa y anaranjada, irreconocible.
—Nuestros invitados…, nuestra fiesta…, el cumpleaños de la abuela Elvira…
—Pero esto no puede estar pasando…
—¿Por qué brilla tanto el sol?…
—¿Es un huracán? ¿Es el fin del mundo?
—Que alguno de los hombres impida que el agua que pase por debajo de la puerta…
—¡Mirad cómo está el Mount Chattaroy!
—¿Es un volcán? ¿Eso es fuego?
—¿Qué va a pasar con nuestra magnífica fiesta?
El cielo cambiaba de lado a lado, como si estuviese vivo. Tenía una tonalidad entre verde y anaranjada, repugnante. Y después un magenta amoratado. Las nubes compactas corrían de un horizonte al otro. La lluvia amainaba y acto seguido se intensificaba; volvía a caer con toda su furia, con tanta malevolencia que toda la mansión temblaba. ¡Nunca había ocurrido algo así! La Gran Tormenta de hacía veinte años no había sido tan violenta, además la neblina la envolvía y nadie alcanzó a ver realmente lo que estaba sucediendo. No, nunca había ocurrido algo así…
Siguieron soplando los vientos, la lluvia siguió cayendo, hora tras hora. Los cables eléctricos de la mansión se arruinaron y aunque era mediodía hubo que encender velas; pero incluso las velas corrían peligro de que los dedos caprichosos del viento las apagaran. Por las escalinatas subían y bajaban espíritus diabólicos a todo correr, liberados por la tormenta, exaltados, como niños histéricos. Y los niños… esos sí que estaban histéricos: algunos tan aterrados que subieron a esconderse, otros se asomaban a las ventanas y gritaban («Vamos, vamos, ¿qué esperas? ¡Vamos, ya verás como aquí no nos atrapas! ¡Vamos, atrévete si puedes!», gritaba Christabel con una excitación febril desde la ventana de la habitación de los niños). Leah se acurrucó en un rincón de la cocina con Germaine, intentando consolarla (en realidad era ella quien se consolaba con la niña) pero cada tanto se levantaba inquieta, furiosa, y corría a ver…, a ver… si la tormenta no habría amainado, si la fiesta aún podía salvarse…
—¡Podría maldecir a Dios por esto! ¡Por esta vil jugarreta! —gritó.
Hiram, que se había vestido para la fiesta aquella mañana y llevaba un traje impecable hecho a medida, de exquisita lana ligera, una camisa muy blanca y almidonada, gemelos de oro y marfil, y su habitual reloj de oro de bolsillo, se volvió hacia ella con brusquedad y alzó la voz para ahogar el tañido del viento, más parecido a un tambor.
—Leah. Cómo te atreves. ¡Si te oyera alguno de los niños!… ¡Qué es toda esa patraña supersticiosa! Sabes muy bien que Dios no existe, y si existe es tan débil que jamás podría provocar esto.
Pero Leah corría de acá para allá como poseída, asomándose a una ventana, después a otra, como si creyera que la tormenta podía variar según el ángulo de percepción, diciéndole a quien tuviera a mano:
—Es una burla. Una burla malévola. Porque somos Bellefleur. Porque quieren frenarnos… Él nos quiere frenar… Pero ¡no lo va a conseguir!
Llegaron Ewan y Gideon (habían estado —increíblemente— afuera, en la tormenta) y dijeron que el río Nautauga crecía unos treinta centímetros por hora; y que la mayor parte de los caminos estaban inundados; lo mismo que el puente de Fort Hanna; en Kincardine había descarrilado un tren. Y ya habían desaparecido tres personas…
—¡Estaréis contentos, ¿no?! —exclamó Leah—. ¡Lo estáis disfrutando! ¿Me equivoco?
… Y Garth y la pequeña Goldie, que habían planeado regresar de la luna de miel para la fiesta, debían de estar atrapados por la tormenta en algún lugar del sur…
—¡Os odio a todos! ¡Odio todo esto! ¡No pienso tolerarlo! La abuela Elvira cumple cien años, no habrá una ocasión igual, con todo lo que me esforzado…, semana tras semana…, mis invitados…, no pienso tolerarlo. ¡Ya me habéis oído, no pienso tolerarlo! —gritaba la pobre Leah.
En medio de su histeria, corrió hacia Gideon y comenzó a golpearlo en el pecho y en el rostro, pero él la agarró de las muñecas y la tranquilizó, y la llevó de nuevo a la cocina (el único rincón cálido del caserón arrasado por corrientes de aire) donde le pidió a Edna que le preparara un ponche de ron caliente. Y se quedó con ella hasta que se fueron apagando los sollozos. Leah presionó su rostro rebañado en lágrimas contra el cuello de Gideon y cayó en una suerte de estupor, murmurando:
—Lo único que quería era hacer las cosas bien, sólo quería ayudar, ha sido una crueldad de Dios, nunca se lo perdonaré…
Finalmente, la tormenta resultó en cierta medida menos rigurosa que la Gran Tormenta de hacía veinte años, pero seguía siendo una tormenta de mil demonios que se cobró la vida de unas veintitrés personas sólo en la zona del lago Noir y provocó daños de varios millones de dólares. Los caminos, efectivamente, estaban destrozados, muchos de los puentes se vinieron abajo, sin posibilidad de reparación; los trenes descarrilaron y las camas de los coches quedaron en estado lamentable; el lago Noir y el río Nautauga y el riachuelo Mink y otros riachuelos incontables y arroyos y presas sin nombre se desbordaron, arrastrando escombros a su paso: cochecitos de bebé, sillas, ropa limpia tendida al sol, pantallas de lámparas, partes de automóviles, tablones sueltos, marcos de ventanas, cadáveres de pollos, vacas, caballos, víboras, ratas almizcleras, mapaches…, y también partes de estos cadáveres; y partes de lo que sin duda eran cadáveres humanos (los cementerios habían vuelto a inundarse y el personal de auxilio vio con asombro y repugnancia que había cadáveres descompuestos colgando de los tejados, de los árboles, aplastados contra los silos y graneros y automóviles abandonados, apiñados contra los cimientos de las casas, en diferentes estados de putrefacción: algunos envejecidos y correosos, otros frescos, flácidos, pálidos; y todos patéticamente desnudos); y arañas —algunas gigantescas, de pelo negro y encrespado—, arañas que corrían por todas partes, arrojadas de sus escondites, aterrorizadas.
En comparación, los daños de la inundación fueron menores en la mansión Bellefleur por estar en un terreno más elevado. Con todo, los huertos y los jardines quedaron sepultados en treinta centímetros de agua turbia, la hermosa gravilla rosada de los senderos y caminos quedó esparcida por el césped, los árboles y arbustos plantados hacía poco en el jardín amurallado de Leah fueron arrancados de raíz; era una escena espeluznante, criaturas ahogadas por todas partes, no sólo animales salvajes, también gatos y perros de la familia, y aves de caza, y una cabra negra que era la mascota de uno de los niños. Varios peones de los Bellefleur tuvieron que evacuar sus cabañas y el edificio bajo que habían construido a orillas del pantano a modo de barracones; hubo que trasladarlos en camión a una serie de alojamientos temporales del pueblo, a cuenta de los Bellefleur y, como es lógico, la familia se ofreció a pagar la comida y la vestimenta, y a reembolsarles las pérdidas ocasionadas por la inundación. En el resto de las propiedades de los Bellefleur hubo daños considerables, el más lamentable fue la pérdida de un rebaño entero de vacas frisonas que se ahogaron cuando un arroyo se desbordó. Las criaturas estaban encorraladas, una decisión absurda, en terrenos bajos.
En el castillo se había inundado el sótano (siempre se inundaba, aun con tormentas leves); muchas de las ventanas se quebraron; la pizarra del tejado salió despedida a centenares de metros. Todas las chimeneas tenían daños y había manchas de humedad en todos los techos. Cuando los Bellefleur, en plena tormenta, se acordaron al fin de la bisabuela Elvira y corrieron a su habitación, vieron a la pobre mujer en su mecedora, bajo una lluvia aparente que caía del techo. Se había cubierto la cabeza con su chal de cachemir negro y aunque estaba tiritando no pareció especialmente contenta de verlos. Hacía horas que se había liberado de su sirvienta porque quería disfrutar de la tormenta en privado; de modo que la había disfrutado, a pesar de la gotera del techo y del frío helador. Lo que más le había gustado fue el resplandor de los rayos sobre el lago.
Parecía haber olvidado, o quizá no quiso mencionarlo, el hecho de que aquel día cumplía cien años y habían planeado una fiesta por todo lo alto: fiesta que, por supuesto, no iba a celebrarse.
La tormenta pasó y dejó una estela de destrucción y congoja a su paso. A la mañana siguiente los Bellefleur echaron un vistazo y vieron un mundo transformado: lagunas por doquier, charcos enormes que reflejaban el cielo y en lugar de agua parecían de plomo cristalino, árboles caídos, pilas de escombros que habría que limpiar. Los hombres —Gideon, Ewan, hasta Vernon e incluso el abuelo Noel— fueron al pueblo caminando para ayudar con las tareas de auxilio; Cornelia mencionó que había que «abrir las puertas del castillo» a los que se hubieran quedado sin hogar. Sin embargo, la única víctima del diluvio que acabaron hospedando fue un anciano que uno de los niños descubrió en el corral: atrapado entre los cimientos de piedra del establo. Al principio, dijo el niño, pensó que era un cadáver: pero no era un cadáver. ¡El pobre anciano estaba vivo!
De modo que lo acogieron, cargaron con él hasta la mansión, porque estaba exhausto y no podía caminar, después llamaron al doctor Jensen y lo acostaron, casi inconsciente, en una de las habitaciones de las sirvientas de la planta baja. Era un hombre muy mayor…, con una cicatriz amoratada en la frente…, sin dientes…, las mejillas hundidas…, la piel muy arrugada, como si llevara mucho tiempo metida en agua…, la ropa andrajosa hecha jirones…, los brazos y las piernas eran meros palitos, un hombre escuálido. Por débil que fuera su pulso, al menos tenía pulso, y hasta logró a duras penas, tirándose encima buena parte, tomar un poco del caldo que le dio Cornelia. ¡Qué patético y conmovedor! Decía cosas inconexas…, parecía no saber su nombre, ni de dónde era…, ni lo que había ocurrido…, parecía no ser consciente de la fuerte tormenta que lo había atrapado. Ahora ya está a salvo, le dijeron. Intente dormir. Hemos llamado al médico. Ya no puede ocurrirle nada malo.
Cuando regresaron los hombres entraron a verlo y allí estaba, recostado sobre las almohadas, mirándolos, parpadeando aturdido, su boca desdentada tratando de esbozar una sonrisa titubeante. Era un milagro que no se hubiera ahogado, dijeron. (Un hombre tan mayor, y tan frágil).
Pero ahora estaba a salvo. Y podía quedarse con ellos todo el tiempo que hiciera falta.
—Ésta es la mansión Bellefleur —dijo Noel, de pie junto a la cama—. Puede quedarse todo el tiempo que guste, hasta que su familia venga a buscarlo. ¿No recuerda su nombre?…
El anciano pestañeó y negó con la cabeza, vacilando. Los huesos de las mejillas eran tan afilados que en cualquier momento podían atravesar la piel venosa.
A última hora de la tarde, la bisabuela Elvira bajó a verlo, seguida por su gata blanca y azul grisáceo, y cuando llegó a los pies de la cama, se metió la mano en el bolsillo y sacó las gafas. Después se inclinó para escudriñar al anciano con las gafas puestas, con cierta grosería. El anciano acababa de despertar de una breve siesta y también la miró detenidamente, con su sonrisa vacilante. La gata se subió a la cama con un maullido quejumbroso; comenzó a masajear el muslo del anciano con sus patas. La bisabuela Elvira y el anciano se miraron fijamente unos minutos. Acto seguido, Elvira se quitó las gafas, las guardó en el bolsillo de cualquier manera y masculló:
—… Viejo chiflado.
Después recogió a Minerva y salió de la habitación sin mediar palabra.